Capítulo 38

La botella de champán estaba casi vacía. Las gambas y los hojaldritos de foie-gras habían desaparecido, devorados por una Sonia voraz que Lazare no había visto nunca. De la cocina llegaba el excelente aroma de las codornices rellenas que él había recalentado en el pequeño horno. Había decidido encargarse de todo. Su joven colega se relajaba bajo el efecto de las burbujas. Había puesto música, «la que más le gustaba del mundo, los Nocturnos de Chopin». En la encimera de la pequeña cocina, se afanaba por abrir una botella de Médoc, un Biston-Brillette de Moulis, un vino que había descubierto de vacaciones con su mujer en el suroeste. Al acordarse de ese viaje, sintió un ligero pinchazo en el esternón. Se preguntó furtivamente dónde pasaría esa noche, la imaginó brindando con su señor musculitos, con los ojos brillantes y las mejillas coloradas. No debía ceder a la nostalgia y ablandarse. Tenía que reponerse.

—Ya verás, te va a encantar —aseguró él con la botella en la mano.

—¿Sabes? —murmuró ella—, ya estoy un poco pedo, así que no estoy en posición de apreciar gran cosa…

—Que sí, confía en mí…

—Renaud, tengo que decirte una cosa —susurró ella.

«¡Bueno, allá vamos! —pensó Lazare—. Este momento tenía que llegar antes o después…». Dudó fugazmente entre una improbable declaración de amor y la revelación de los horrores que habían podido sucederle de niña. Dejó la botella en la mesa, se tomó su tiempo para cambiar las copas y retirar el plato vacío de entrantes.

—Soy todo oídos…