Revel no se decidía a volver a su casa. Esa desgana se debía a una especie de premonición que no tenía ganas de verificar. Contrariado por no haber visto a Marlène, hizo una parada en el Black Moon, sin ninguna razón válida. Una idea improvisada, tal vez para redimirse por el poco interés que había manifestado por el caso Stark, o para ver la cara de ese camarero demasiado curioso. Como de costumbre, se dejaba guiar por su intuición, pero antes se dejaría cortar una mano que admitirlo. Un investigador de policía criminal debe ser pragmático, ceñirse a los hechos. Empujó la puerta y le abrumó de entrada el particular ambiente que reinaba allí. Luces tamizadas, velas en las mesas, copas de champán, botellas en cubos, guirnaldas y farolillos. En el bar, una morena maquillada como la reina de Saba, con un vestido negro de lamé, con una abertura hasta la entrepierna, preparaba cócteles rosas, verdes, azules en copas de Martini con los bordes escarchados que dejaba en fila sobre la barra.
—¿Señor?
—¡Un whisky, por favor!
—Lo siento, pero hoy celebramos una fiesta privada… El bar está cerrado al público.
Revel miró a su alrededor, después clavó los ojos en la puerta, como diciendo: «¿Me tomas por imbécil o qué?».
La camarera, al ver que ese tipo no parecía querer moverse, suspiró con fuerza mientras se plantaba ante él, con los brazos cruzados.
—¿Cuál le apetece? —dijo ella con aspecto de encontrarse cansada.
—Me da igual, siempre que sea doble.
Le sirvió y volvió a sus tareas sin preocuparse más de él.
—Normalmente, hay un chico por las noches, ¿no? —dijo Revel después de dar un generoso trago a su Talisker, con los codos apoyados en el mostrador de barniz color ciruela.
—¿Stef? Llegará más tarde, tiene permiso por las fiestas. Yo acabo a medianoche, al menos podré dar un beso a mis niños…
—¡Ah! ¿Esta noche de verdad se celebra un velada privada o…?
—No, no se equivoque, es ultraprivada…
Revel apuró las últimas gotas de su vaso y lo agitó para que la morena, que estaba rellenando unos cuencos con olivas y frutos secos, pudiera verlo.
—¡No, señor, se ha acabado!
—¡Solo una copa más!
—¡No, imposible! No tendría ni que haberle servido la primera… Mire, como es Navidad, paga la casa. Venga, márchese de una vez.
Cuando Revel puso el pie en la acera, sintió un brutal golpe de frío húmedo. Se llevó la mano a la garganta, que le ardía por el ataque de aire helado. Plantado delante del Black Moon, decidió combatir el mal con el mal, y se encendió un Marlboro. Después de la segunda calada, sentía que la tráquea le ardía por dentro y que los bronquios le iban a explotar. Doblado por la mitad contra su coche, eructó al frío bajo la mirada indiferente de los pocos peatones que se apresuraban a comerse sus pavos rellenos. La vejiga lo traicionaba con cada sobresalto de su organismo, las lágrimas le enturbiaban la visión, le caían por las mejillas, enseguida heladas por el frío. Pensó en rendirse de una vez por todas, dejarse caer en el suelo para acabar de una vez por todas. Una alarma lo devolvió a la realidad. Aspiró una gran bocanada de aire frío que actuó como anestésico y calmó momentáneamente la debacle de sus tuberías. Un coche enorme encendía las luces de cruce con impaciencia a la espera de que le dejara la plaza libre. Él le hizo un gesto para señalar que se marchaba. Bajó el parasol para librarse de los faros del automovilista desquiciado, que ya había bajado la ventanilla y le dedicaba, entre otras palabras delicadas, la orden de que moviera el culo. Del vehículo salía una música agresiva a todo volumen. Revel arrancó el coche, no sin insultarlo a él y a todos los «gilipollas» de su clase, «cerdos» y «pichacortas» que necesitaban coches enormes para sentirse viriles. Por las lágrimas que enturbiaban todavía sus ojos, distinguió vagamente que se trataba de un 4 × 4 negro.