Capítulo 36

Sonia era una chica divertida. Durante todo el camino había estado animando a Lazare, que conducía de manera temeraria, quemando goma y subiéndose a la acera. Ella lo excitaba con sus gritos y le indicaba los atajos. No tenía nada que ver con la chica timorata que se escondía en su apartamento e intentaba pasar desapercibida. Al llegar, estaba seguro de que no los seguía nadie y él había rejuvenecido veinte años.

Entraban en la casa de la chica como una pareja cualquiera, una noche de fiesta. En ningún momento la teniente parecía haberse preocupado de qué iban a hacer esa noche, en esa decoración austera, emocionados ante un frigorífico vacío, en una ciudad que comería cuscús y pollo yassa. Abrió la puerta y encendió la luz, mecánicamente. Se quedó estupefacta. Lazare saboreó el momento. En solo una hora, había transformado el salón penoso de su colega. Delante de la ventana, había un pequeño y modesto árbol de Navidad, decorado a toda prisa con una guirnalda de pajaritos de colores, y coronado con una estrella fluorescente, muy kitsch. Lazare había encontrado una mesa plegable en la cocina y la había instalado en medio de la habitación, había puesto dos sillas a cada lado, una enfrente de la otra. Un mantel de papel dorado decoraba la mesa, y había dos copas de champán al lado de un centro de rosas blancas.

—Pero ¿quién ha montado todo esto? —murmuró Sonia consternada.

—No sé, Papá Noel, sin duda.

La teniente se decidió a dar algunos pasos en la habitación, como si no estuviera segura de lo que estaba viendo y de lo que debía hacer. Detrás de ella, turbado, Lazare se sentía en la piel de un intruso, o de un invitado maleducado que se había apropiado del lugar sin pedir permiso.

—Perdóname —dijo él, casi sin voz—, no debería haber… Creía que te gustaría.

Sonia dejó caer el bolso en medio de la habitación, un gesto totalmente fuera de lugar para una obsesiva como ella. Se acercó al árbol de Navidad y, en esta ocasión, Lazare temió que se echara a llorar. No sabría consolarla, no quería verse involucrado en sus manías. Cuando ella se volvió hacia él, estaba dispuesto a batirse en retirada, recoger sus cosas e irse a cualquier sitio; sin embargo, se encontró con el rostro iluminado de la joven, la mirada de un niño que había vuelvo a encontrar su viejo muñeco olvidado desde hacía diez años en una caja.

—¡Espero que te hayas acordado de comprar champán!