En la PJ, pudieron constatar que habían despejado filas. El piso de dirección estaba completamente apagado. El comisario Romain Bardet no había reaparecido. Por el contrario, se enteraron por Antoine Glacier de que el comisario de división Gaillard estaba allí y de que él garantizaría el servicio durante el fin de semana de Navidad. Revel decidió ir a verlo sin esperar más, después de pedir a Sonia que fuera con Glacier a la sala técnica para examinar los primeros resultados de las escuchas de la familia Porte. Quería aclarar un punto también sobre el caso Stark antes de dejar que todo el mundo se fuera a celebrar la Nochebuena a casa. Lazare anunció que debía ausentarse un momento y Glacier, a espaldas de Revel, le hizo un gesto para que se diera prisa.
—Tu mujer se ha pasado por aquí a última hora de la mañana —le susurró él una vez que el jefe no podía oírlos—. Ha montado un numerito. Le he dicho que estabas en una investigación con Maxime, eso la ha calmado un poco, pero «exige» que la llames…
—Puede esperar…
—Más te vale encontrar una forma de arreglarlo, o corres el riesgo de que vuelva a presentarse aquí con los mismos malos modos. Sabes que Maxime odia las escenitas…
—De acuerdo, de acuerdo. Lo arreglaré —murmuró el capitán de camino a la salida—. Volveré dentro de una hora…
Revel estaba preocupado. El juez Melkior no había pegado un brinco al anunciarle los resultados de la entrevista con Nathan Lepic. En su opinión, a menos que hubiera elementos que lo corroboraran, todo eso era papel mojado. Y por el momento esos elementos brillaban por su ausencia. Debía encontrarlos de algún modo, necesariamente. Mientras tanto, no interrogarían ni a Elvire Porte ni a su hijo. Sonia se apoyó con ambas manos sobre el borde de la mesa de Revel. Encima estaba abierta la carpeta Porte. Escuchó a Glacier suspirar a su espalda. Habían ido a hablar del caso Stark, pero…
—Ahora sabemos que no fue Jérémy quien llamó a su madre a las siete y media —prosiguió él, ignorando la cara de abatimiento de sus dos tenientes—. Según Elvire Porte, llamó a las nueve a la MJC para ver si su hijo se encontraba bien.
—Entre nosotros, eso me sorprende un poco —reaccionó Sonia a su pesar—. Jérémy era todo un pendón en esa época. ¿Por qué iba a comprobar que estaba allí?
—Tal vez tenía una buena razón para buscarlo, precisamente… —sugirió Glacier que se había adelantado a Sonia.
—¿Porque acababa de enterarse de la mala jugada que sus padres le preparaban?
—Desde luego, es una idea aceptable —afirmó Revel—. Además, no hemos averiguado con quién habló esa noche. El personal de la MJC no recordaba nada al respecto.
—La conversación duró más de tres minutos —insistió Sonia—. En ese contexto no está mal… ¿Has pensado en que podía ser…?
Revel levantó la cabeza y la miró fijamente con incertidumbre. Evidentemente, si tiraban por ahí… Pero, bueno, había que admitir que la única persona que no había podido responder a esa pregunta era Marieke Revel, y con razón.
—Me pregunto por qué… Pero, un momento, pensémoslo un minuto…
Dedicaron un buen rato, durante el cual el piso de la PJ acabó de vaciarse de trabajadores; algunos de ellos asomaban la cabeza porque había luz y la puerta estaba abierta, para desear unas «Buenas fiestas» o una «Feliz Navidad», o banalidades por el estilo. El comisario de división Gaillard también apareció para anunciar que se marchaba a su casa y que se quedaría allí a menos que se produjera algún descalabro en el caso Stark, cosa que no deseaba, por supuesto. Animó al grupo de Revel, al menos a los miembros que quedaban de él, a hacer lo mismo. El comandante farfulló unas palabras educadas y volvió a sumergirse en sus pensamientos. Daba vueltas a un recuerdo. Elvire Porte había dicho algo cuando él había ido a verla con la foto tomada en Les Menus plaisirs de la Reine.
—¡Ah, ya me acuerdo! —gritó él, haciendo que los otros dos dieran un respingo—. Ella mintió, ¡lo único que ha hecho es mentir!
—¿Sí?
—Sí. Cada vez que se le ha preguntado, siempre ha dicho que Jérémy nunca iba a ver a sus abuelos, que tampoco aguantaban su presencia. El otro día en su casa me confirmó que iba a dormir de vez en cuando.
—Es un principio, en efecto… Pero ¿y la relación con tu mujer?
Revel dio un repaso a Glacier que acababa, de manera sobria y concisa, de devolverlos al tema del principio.
—La desconozco todavía, pero tiene que haber una. También me dijo que Marieke insistía para que el muchacho volviera al coro y, justo antes, que lo había dejado todo con la muerte de su padre. Ella sabía que ya no acudía a los ensayos. ¿Por qué buscarlo en la MJC en ese caso?
—Bueno, tú lo has dicho, ella lo buscaba, precisamente. Estaba furiosa con sus padres, y supongo que quería hablar con él de ello. Pensó que tal vez él había ido de todos modos a la MJC… Te recuerdo que el muchacho no llevaba móvil. Llamó a la MJC, y dio con tu mujer.
—A la que nadie volvió a ver después de eso.
—No te emociones, Maxime —lo puso en guardia Glacier—, estás especulando.
—No, solo deduzco. Pero tienes razón, no tengo nada concreto que sostenga esta sensación asquerosa. Solo una pista que, no obstante, se va volviendo más precisa y clara.
—¿En qué sentido?
—Elvire recibe la llamada de la abuela de Nathan Lepic a las siete y media. Se toma su tiempo para digerir la noticia. Después, busca a su hijo. Lo encuentra de alguna forma. Van juntos a pedir explicaciones a los viejos. Acaban con ellos y vuelven a su casa para limpiarse y ponerse de acuerdo en una misma versión.
—¿Y las llamadas que hizo a los viejos, como tú los llamas, a las diez y a las diez y cuarto?
—Fueron para reafirmar su coartada… Es irrefutable porque no se puede fijar con precisión la hora de la muerte. Y eso redime por completo a Elvire Porte.
—¿Crees que esa mujer es capaz de tramar un plan tan elaborado?
—Tuvo frecuentes encontronazos con la justicia mientras su marido vivía, y en el momento de su muerte, un suceso sospechoso que nunca ha llegado a esclarecerse… Jérémy es gentuza, no lo olvides. Se llevaron el contenido de la caja para que la policía pensara que había sido un robo, y después solo tuvieron que esperar el dinero de los viejos.
—Sí, eso cuadra bastante bien —confirmó Antoine Glacier, que había pasado una parte del día examinando las cuentas bancarias de los «herederos»—. Excepto que tuvieron que esperar unos cuantos años antes de tocar el dinero. Había cláusulas de conservación ligadas a la investigación y al hecho de que los Porte hubieran empezado ya las negociaciones para vender sus bienes. Elvire Porte y su abogado se dedicaron a atacar los acuerdos privados, los compradores recurrieron, todo el proceso duró años. Después, al cumplir la mayoría de edad, Jérémy luchó con uñas y dientes para quitarle el bar a su madre, que primero dirigía y que después tenía en alquiler… Al final, instaló a su madre en la casa de Rambouillet, después de echar al médico que la tenía alquilada, y él recuperó la gestión plena del café, además de quedarse con la residencia de vacaciones de los viejos, que proyectaban retirarse al sur de España cuando los mataron. Tenían programada su marcha para enero, estaban a punto de irse.
—Entonces, si lo he entendido bien, Elvire tiene razones para estar enfadada con su hijo.
—Pues más bien sí… La casa que heredó se cae a pedazos, y está casi en la ruina. Sin embargo los bienes actuales del chico están valorados en unos tres millones de euros…
—¡Ah, vaya!
—Sí. Por otro lado, no sabemos nada de la comunicación. No hubo ninguna conversación entre la madre y el hijo. Tampoco ninguna llamada al abogado. En el bar, un montón de llamadas, pero nada asombroso. Sin embargo, debes saber que hay una fuerte actividad de «encuentros» y cuando digo «encuentros»… Para los próximos dos días, hay treinta reservas diarias para horas que van de las dos a las cuatro, y los participantes son entre dos y seis a la vez… Hay personas que vienen incluso de París.
—Bien —dijo Revel, después de haber asimilado las informaciones—. Acabamos de poner todo esto en el informe y podéis iros a casa.
—Me parece bien —dijo Glacier—, voy a pasar la Nochebuena en el Loiret con mis padres. De todos modos, en cuanto a Eddy Stark, el tema está paralizado. El hijo adoptivo se ha quedado atrapado en Nueva York por una fuerte tormenta de nieve, y no ha cambiado nada respecto a Thomas Fréaud. No lo han vuelto a ver, y su móvil no está conectado. He informado de todo al veintiséis.
—Bien hecho —respondió distraídamente el comandante.
—¿Qué haces esta noche, jefe? —preguntó Sonia cuando Revel descolgó el teléfono.
—Estar con mi hija, siempre y cuando acepte verme.
Cuando Sonia Breton pasó una hora más tarde frente a su despacho, con la cazadora a la espalda, Revel estaba de nuevo enterrado en papeleo. Hizo una pausa delante de la puerta. Después de un buen rato, acabó levantando la cabeza.
—¿Te vas?
—Pues sí, solo quedo yo… Bueno, ¡y tú! ¿Va todo bien? ¿Has hablado con tu hija?
—No, no responde. Creo que está enfadada.
—Pues qué divertida una Nochebuena en estas condiciones…
—Ah, ya me da igual, ¿sabes?
Sonia se dirigió hacia la puerta y, después, contenta, dio media vuelta.
—Oye, Maxime, si estás solo esta noche…
Él hizo un gesto vago que tanto podía querer decir que sí o que no.
—No te menosprecies —añadió ella muy rápido—, te lo digo en serio, Renaud ya está en mi casa, como te hemos dicho, y me preguntaba… En fin, como tú quieras.
—Haz lo que quieras con tu cuerpo, jovencita —abrevió Revel, cortante como una cuchilla.
Encendió un pitillo y lanzó el humo hacia ella; en su mirada inyectada en sangre, se veía un brillo poco amistoso. Sonia notó que el humo le subía por la nariz. Apartó con un gesto de la mano la nube grisácea que, por así decirlo, se había lanzado sobre ella, y dio un paso adelante.
—¿Sabes una cosa? —resopló ella colérica—. Eres como todos los demás. ¡Un pedazo de imbécil! Buenas noches.
Cerró de un portazo detrás de ella, con violencia. Revel se quedó con la boca abierta. Dos veces en dos días lo habían llamado imbécil. Iba a acabar por creerse que era cierto.
Sonia se golpeó con una sombra en el vestíbulo vacío y oscuro de la DRPJ. Estaba encolerizada y estuvo a punto de caerse de espaldas.
—¿Adónde vas así? —dijo la voz de Lazare—. ¿Has visto al diablo o qué?
—¡Ni me hables! Te juro que los tíos sois verdaderamente tontos. ¡Te lo juro!
—¡Vaya, gracias! He venido ex profeso a buscarte, y ¿así me lo agradeces?
Puso una cara que le llegaba hasta el suelo y Sonia se echó a reír. Una vez dentro del coche, él le resumió los últimos acontecimientos del caso Porte, esa «especie de película de serie B» que sacaba a Revel de quicio.
—Ahora está de verdad convencido de que el caso Porte y la desaparición de su mujer están ligados —suspiró Sonia mientras se esforzaban por cruzar Versalles iluminado.
—No es ninguna novedad —dijo Lazare—. Entra en una especie de bucle durante un momento… Estaría bien que aclarara de una vez por todas este caso. Creo que después de resolverlo, verá las cosas de forma diferente.
—Es posible que tengas razón. ¿Dónde has ido?
Sonia tuvo la sensación de que Lazare sonreía entre las sombras.
—He tenido que hacer unos encargos —respondió él—. He ido a mi casa a recoger mis cosas y a hablar con mi mujer, que se ha presentado esta mañana en la sede de la PJ para montar un escándalo…
—¡No puede ser verdad!
—Sí. Teníamos que aclarar las cosas.
—¿Y?
—Está bien, creo que lo ha entendido.
No había nada de lo que pudiera estar menos convencido, pero Lazare, en ese momento, no tenía ganas de mezclar a Sonia en sus problemas conyugales. No necesitaba saber que no había puesto ni un pie en su casa, y que se había contentado con hacer algunas compras en un supermercado abarrotado de gente, para poder renovar provisionalmente su vestuario. Ni que se había limitado a telefonear a su mujer para ordenarle que dejara de acosarlo. Ella se lo había tomado muy a mal. La conversación había sido corta, entre gritos, amenazas e injurias. Cuando se la conocía, como él la conocía, había motivos para estar inquieto. Le había comunicado, al final, que solo accedería a verla cuando estuviera tranquila y dispuesta a discutir modalidades de la separación. Había creído oír sollozos en su voz, pero seguramente era una de sus estratagemas.
—¿Por qué no dejas de mirar por tu retrovisor? —preguntó de repente Sonia, mientras se apartaban apenas de una fila de coches para girar a la derecha, en dirección a Chesnay.
—¿Cómo?
—Sí, no dejas de mirar detrás de ti. En el aparcamiento, estabas mirando de reojo como si buscaras a alguien… Temes hablar con ella, ¿no?
Lazare no replicó.
—¿Te da miedo? —insistió la teniente.
—Pues claro que no. ¿Qué te crees? No tengo ganas de que te pudra la vida, la conozco, si supiera que estoy en tu casa, no te dejaría tranquila… Por eso…
—Escucha, Renaud, es Navidad, comprendería muy bien que hayas cambiado de idea, que quieras volver a tu casa.
El capitán no pudo evitar sonreír. No dejaría jamás de maravillarse de la visión de las mujeres, de su intuición, de su manera incomparable de descifrar el cerebro de los hombres.
—No tienes ninguna obligación de quedarte conmigo esta noche —insistió ella—, puedes salir…
—¡Ah, no! Ya no tengo veinte años, necesito dormir…
—Bueno, pues entonces espabila, ¡sal de este maldito atasco!
—Entonces, ¿nos libramos de quien pueda estar siguiéndonos?
—¡A ver si te atreves!
—Vamos allá.
Revel decidió volver a su casa alrededor de las diez de la noche. Después de que Sonia se fuera, había sopesado llamarla para disculparse por su reacción. Algo lo había retenido. No sabía muy bien qué. Tenía la sensación de que esa joven tenía también un problema. Ya fuera en el ámbito de la imagen personal o de la búsqueda de identidad. ¡Había cubierto el cupo de chicas que se sentían incómodas en su piel, que creían ver a un padre en todos los hombres maduros con los que se cruzaban! Pensó entonces en Léa, y sintió un pinchazo desagradable en el pecho. No conseguía localizarla y, paradójicamente, no tenía ganas de volver. Recogió los documentos esparcidos a su alrededor, los ordenó en su caja de seguridad, apagó las luces y se puso su chaqueta impermeable. Rodeó lentamente las mesas vacías, bajó hasta la sala de la capitanía donde dos oficiales vigilaban un edificio muy silencioso. Les deseó una buena noche, sin ironía. Durante los veinticinco años que hacía ese trabajo, tenía la costumbre de pasar esas noches de servicio o sobre el terreno, entre colegas. De repente, le sobrevinieron unas ganas acuciantes, estúpidas, de ver a Marlène. Delante de Les menus plaisirs de la Reine, vio que todas las luces estaban apagadas y la persiana de hierro, echada. Sintió una fuerte contrariedad.