Revel no había entrevistado jamás a Nathan Lepic y se esforzó por aguantar su impaciencia. Por precaución, había entrado solo en la casa para no asustar al muchacho. Nathan era un hombre joven de estatura reducida (no llegaba al metro sesenta), muy menudo y ligeramente encorvado. El pelo corto ya le blanqueaba en las sienes, y unas gafas con montura grande volvían borrosa su mirada. Un estrabismo poco acentuado le daba un aire soñador, como desconectado de la realidad. Llevaba un chándal gris y zapatillas de deporte.
—Nathan vuelve de correr —se apresuró a explicar su madre, una cuarentona cansada—. Mi marido ha tenido que ausentarse. Estará de vuelta dentro de una hora…
—¿Desea que lo esperemos?
—No, no hace falta, pero no veo qué podrá decirles Nathan después de tanto tiempo…
Cuando Revel le había tomado declaración, el padre le había parecido comprensivo y abierto, dispuesto a ayudar a descifrar las respuestas de su hijo y a reavivar su memoria. La madre, con su aspecto depresivo al límite del desvanecimiento, iba sin duda a amargarle la vida. Llamó a Lazare con el móvil y, en cuanto este respondió, oyó un ruido de fondo sospechoso.
—¿Dónde estáis?
—Delante, tomando un café en Les Furieux…
—Y yo que creía que os estabais quedando como un par de carámbanos fuera… ¡Moved el culo hasta aquí!
Revel dejó en manos de Lazare la tarea de ocuparse de la señora Lepic, de nombre Irène. Su pretexto fue que necesitaba que le explicara el estado de su hijo y lo que había hecho a lo largo de los diez años anteriores. La mujer intentó resistirse, pero Nathan, de pie delante de la ventana de la sala de estar que daba a la calle, le cortó.
—¿Es su coche el que está ahí delante? —preguntó sin volverse.
—Eh…, sí.
—Peugeot 407, modelo 2004, PSA EW7, 1.749 cm³. Ese gris es un color reservado a la administración, lleva una sirena y la antena no es la original…
—Eh, no. En efecto, es una antena que nos permite estar en contacto co…
—La Acropol —completó Nathan Lepic con el mismo tono—. Tecnología Tetrapol, inventada por EADS, red hertziana, numérica, cifrada, en la banda de los 380-400 MHz…
A Irène Lepic se le escapó una sonrisa cansada delante de la cocina, en la que Lazare intentaba hacerla entrar. Los tres oficiales no salían de su asombro. El capitán cogió su ordenador y una impresora compacta. Después, encendió la máquina y levantó los ojos para mirar a la señora de la casa, la madre del genio, que seguía plantada allí, con los brazos colgando.
—Siéntese, señora Lepic —dijo Lazare con amabilidad—, no se preocupe, todo irá bien, el comandante Revel y la teniente Breton se ocuparán de la situación.
—Es evidente que no conoce a mi hijo —murmuró Irène Lepic—. Lleva viviendo con nosotros un mes, aquí mismo, sigo preguntándome si es buena idea haberlo traído de vuelta. Creo que estaría mejor en una residencia.
Se dejó caer finalmente en una silla de plástico gris, gris como la decoración, como el tiempo en el exterior, donde se había ocultado el sol, y como la tez de esa mujer que era un manojo de nervios.
—¿No han tenido más hijos? —preguntó Lazare por decir algo.
Ella soltó una carcajada amarga.
—Supongo que estará de broma…
—No, en realidad, no.
Después de los insistentes mensajes con los que su esposa lo inundaba desde la mañana, Lazare tenía cualquier cosa excepto ganas de bromear. Irène Lepic continuó:
—A Nathan le diagnosticaron su trastorno lo suficientemente pronto como para quitarnos la horrible idea de tener otro hijo. Porque se lo aseguro, inspector, hay familias de Asperger. Durante los últimos quince años, nos las hemos visto de todos los colores, autistas de todo tipo. Conocimos a unos ingleses que habían dejado a sus tres hijos en el mismo centro que Nathan. ¿Se lo imagina? ¡Tres como él! Para pegarse un tiro. Ah, evidentemente, el nuestro es un pequeño genio. Lee una noticia y puede repetírtela de memoria dos años después sin saltarse una coma, pero es una memoria mecánica, no filtra la información, no la digiere y, por tanto, le cuesta utilizarla. La escanea y la conserva. Está muy dotado para el análisis de los detalles. Eso sí que es impresionante, cuando no lo ves a diario.
—Pero ahora está integrado, ¿no?
—Sí, en principio. Pero sigue siendo complicado. Todavía tiene muchas lagunas. Confieso que esperábamos que pudiera ser totalmente independiente.
Hizo una mueca significativa. Una habitacioncita de estudiante, las clases en la facultad y los fines de semana en casa de papá y mamá no parecían cercanos. Irène Lepic suspiró con fuerza.
—En pocas palabras: vivir con él es un infierno. Habíamos perdido la costumbre, me da miedo que su colega se equivoque al esperar vete tú a saber qué.
—No se preocupe por él, solo nos gustaría repasar juntos algunos puntos.
En la habitación contigua, la partida se anunciaba delicada. Revel había iniciado la discusión y Sonia se esforzaba por mantener tranquilo a un chico como Nathan, que era claramente hipersensible al ruido del tráfico, lo que, al borde de la calzada, equivalía a estar en tensión permanente. No podía mantenerse sentado más de dos o tres minutos, y aguzaba el oído al menor ruido de motor, que describía a continuación con una precisión imparable. Por tercera vez, Revel intentó hacerle contar lo que había visto la noche del doble asesinato de los Porte. El muchacho se concentraba en la pregunta pero tenía un evidente problema de conexión. Miraba a Revel como si estuviera a punto de revelarle un hecho capital, después alargaba el cuello hacia un enésimo ruido de motor que lo ponía en trance.
—Lo siento —había dicho una vez—, no soy hipermnésico.
Pero eso también parecía un tic del lenguaje, una frase aprendida y repetida sin saber cómo.
Revel estaba a punto de perder la paciencia.
—¿Qué te parece si vamos arriba, a tu habitación? —sugirió de golpe Sonia—. Así podrás enseñarnos lo que haces, en qué trabajas.
—Tendría que preguntárselo a mamá —dijo el muchacho prudentemente y de un modo que indicaba que su madre no solía estar de muy buen humor.
«Santo cielo, ¿dónde narices se ha metido el padre?, estamos perdiendo el tiempo», se exasperaba Revel. Hizo una señal a Sonia que se levantó y se dirigió a la cocina donde dijo querer un vaso de agua para justificar su intrusión. Sin embargo, no se le ocurrió hacer la menor pregunta a la señora Lepic, que parecía postrada, mientras Lazare, por su parte, se aburría de lo lindo. Cuando regresó a la sala de estar, vio que Revel ya había recogido sus cosas.
—Ella está de acuerdo —dijo animada—, se reunirá con nosotros en unos minutos.
Nathan se conformó con la respuesta, pero Sonia tenía la sensación de que estaban cometiendo un error. Sin embargo, si había que pasar por eso para que Revel dejara el caso Porte, y cortar por lo sano de una vez por todas… Pensó con rencor en esos dos vendedores de cerveza y de copas de vino tinto, que habían tenido un final casi demasiado glorioso para lo insípido de su existencia. La muerte de esa gente no había provocado ningún pesar, su pequeña familia los detestaba, tanto que los odiaban o los ignoraban. Francamente, a esas alturas, ¿quién se preocupaba por saber quién los había hecho trizas? Aparte de Revel, claro está.
En unos pasos, Nathan los precedió a una habitación cuya visión los dejó sin voz. Concentraba todas las manifestaciones de la patología del muchacho. Las paredes estaban cubiertas de dibujos y grafitis de motores y de vehículos terrestres o aéreos, llenos de detalles y de leyendas, hileras de cifras y ecuaciones. El suelo estaba cubierto de piezas metálicas, de tornillos, de pernos y de placas de matriculación. Contra la pared, una cama individual desaparecía casi por completo bajo pilas de libros y cuadernos de contenido único y monomaníaco: la mecánica. Sonia se fijó en que no había ni ordenador ni televisión, nada que pudiera recordar la vida moderna. Sin duda, era una decisión deliberada de la familia, puesto que esos accesorios debían de estar sometidos a un control estricto con un chico con un trastorno tan grave en casa. Nathan corrió hacia la ventana. Revel lo siguió y le puso la mano en el hombro.
—Ya no los cuento, ¿sabe?
—¿Perdón?
—Los coches… He dejado de contarlos.
Parecía un poco ansioso al pronunciar esas palabras, y Revel se sorprendió al compadecer muy sinceramente a sus padres. De repente, pensó en Léa. Sintió cierto alivio al pensar que solo era anoréxica. ¿Qué podías haber hecho para vivir un calvario semejante?
—Intenta acordarte, Nathan —pidió Revel con precaución—. Estabas en tu ventana… ¿Conocías a la gente del café? ¿Al señor y la señora Porte?
Nathan no reaccionó. Revel insistió, deletreó los nombres de las personas, el del café, que se veía muy bien desde allí, y se le ocurrió de repente que, de noche, incluso se debía de poder distinguir a la gente que se encontraba en el interior.
—Tendrías que verlos desde aquí…
Los labios de Nathan se movían. Desalentado, Revel temió que estuviera contando los coches. Después percibió un sonido diferente.
—Una scooter, una Piaggio Boxer, roja…
Sonia había dejado de respirar y Revel, al que le atormentaban unas enormes ganas de fumar, sintió repentinamente que se despegaba del suelo. Hizo una señal a la teniente a espaldas de Nathan para que empezara a grabar. Ella obedeció.
—¿Qué has dicho? ¿Una scooter? ¿Cuándo la viste?
Nathan dio un pequeño respingo. Luego señaló el café con el dedo.
—¡Mire! Jérémy está ahí abajo… Ahora lleva el café. Mi padre me lo dijo…
Revel estuvo a punto de gritar de desesperación. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué se metía en semejante berenjenal? El maldito Gautheron tenía razón. ¿Qué se podía esperar de un enfermo de Asperger? ¿Que se transformara en Einstein, en Mozart o en Bill Gates, víctimas geniales de ese síndrome? Suspiró y volvió la mirada hacia el café de Les Furieux. Había un Range Rover negro enorme aparcado delante.
—Ese Range Rover de ahí delante es el de Jérémy —repuso Nathan.
Un metrónomo. Una mecánica incontrolable. Revel se obligó a calmarse y Sonia a tener paciencia.
—Nathan, ¿qué viste la noche antes de que la policía encontrara a Liliane y a su marido? —resopló el comandante después de lo que le pareció una eternidad.
—La Piaggio Boxer roja. Coches. Pasaron varios coches. Se fueron otros porque el café cerraba. El señor Jean cerró la puerta. Bajó la persiana.
«Maldita persiana, la había olvidado», pensó rabioso el comandante. Pero, sí, había una persiana. Salvo que, según recordaba, estaba levantada cuando se había presentado en el lugar. ¡Por el amor de Dios! ¿Se había fijado en la persiana durante el procedimiento? Bueno, ¿durante los procedimientos?
—Nadie mencionó esa persiana —le susurró la joven al oído—. Estoy segura, lo habría visto en los PV cuando los repasaba esta noche.
Alguien había subido la persiana antes de que llegara la policía. Solo podía haber sido Elvire Porte. ¿Por qué no había dicho nada?
—Nathan, ¿de qué más te acuerdas?
—Mami Aline vino a verme para que me fuera a la cama. Había venido ya varias veces. Cerró los postigos de golpe.
—Ah… Entonces, ¿no viste nada?
Nathan levantó, por fin, los ojos asimétricos hacia el viejo poli que oscilaba entre la esperanza y la desesperanza, al ritmo de las declaraciones deslavazadas del muchacho, que esbozó una sonrisa traviesa.
—Volví a abrirlos. Volví a abrir los postigos.
La señora Lepic se había levantado varias veces para salir, preocupada por lo que podía ocurrir en la habitación contigua, pues no se oía ruido alguno. Cada vez, Lazare conseguía que volviera a sentarse, pero haciendo un esfuerzo de persuasión que pronto no serviría de nada. La mujer dijo que necesitaba un café y aprovechó para eludir la pregunta de Lazare.
Él insistió:
—Señora Lepic, le agradecería que me respondiera: ¿cree que Nathan puede haber memorizado algunos elementos de aquella noche? ¿Han hablado ustedes aquí, en su presencia, de la muerte de los Porte?
La mujer introdujo una cápsula en la cafetera, al mismo tiempo que sacudía sus cabellos castaños, teñidos ya de abundantes canas.
—En lo que respecta a Nathan, no sé nunca qué es lo que puede memorizar. Es como un auténtico ordenador, pero, en aquella época, su memoria era un completo caos. Ahora es capaz de seleccionar un poco, aunque…, después de un mes, me pregunto…
—Insisto, señora… ¿Volvió a hablar de aquella noche?
De nuevo, una negativa con la cabeza acompañada del ronroneo de la cafetera eléctrica. Cuando cesó el ruido, Irène Lepic regresó a la mesa con su taza, sin ofrecerle nada al capitán. Posó su mirada de agotamiento en los ojos de Lazare, que ya no disimulaba su exasperación.
—Hablaba con mi madre —soltó por fin—. Murió el año pasado.
—Lo sé, lo siento mucho…
—Bueno, ella también pringaba con Nathan, se ocupaba mucho de él cuando para nosotros se hacía realmente insoportable…
—¿Le dijo su madre algo en particular?
—Conocía a los Porte; como ellos, varias generaciones de su familia eran de Rambouillet. Además, esta casa era la suya.
«Es asombroso el número de cosas que se han pasado por alto en este caso», pensó Lazare, imaginando que tal vez estuviera a punto de oír cosas importantes.
—¿Su madre los frecuentaba? —le preguntó.
—Frecuentarlos es mucho decir, los conocía, creo que asistió a la escuela con Liliane.
—Señora Lepic, intente acordarse, se lo ruego, es importante.
—Importante, ¿para quién? ¿Para la gente a la que le gustaría enviar a prisión?
—Para saber la verdad, señora. Ese es el único objetivo de nuestro trabajo, además de hacer justicia. ¿Qué habría hecho usted, qué habría pensado si su madre hubiera estado en el lugar de Liliane Porte?
—¡No había ningún peligro de que fuera así! Mi madre no tenía ningún bien, aparte de esta casa; nos lo dio todo; además, tenía un corazón de oro, no como Liliane Porte…
Se mordió el labio inferior, se bebió de un trago el contenido de la taza que estaba sobre la mesa, volvió a dejarla bruscamente sobre el posavasos y continuó:
—Sé lo que me va a decir, o digo demasiado o no lo suficiente. Así que le voy a decir una cosa que me dijo mi madre, una sola. Los Porte estaban a punto de vender sus bienes, todos sus bienes. Habían decidido dejar de regentar La Fanfare e irse a vivir a un lugar con sol con su dinero. No me pregunte cómo sabía eso mi madre, no tengo ni idea.
Nathan había acabado sentándose. Era extraño, pero, a veces, su actitud se convertía en la de un joven normal. Sin duda, era el resultado de años de educación especializada, de entrenamiento en el control de sus emociones. Después de frases inconexas y de una agitación extrema, podía calmarse y pronunciar algunas palabras sensatas.
—Mami Aline me llevaba a pasear cuando me cuidaba —dijo él, con aire soñador—. En el bosque, me dejaba correr. Trepaba a menudo por los árboles, y también me caía mucho…
Revel miró de soslayo a Sonia, como para decir: «Ya está, ha vuelto a dejarse llevar por sus delirios», pero la joven teniente le lanzó una mirada de desaprobación. Había que dejar que el muchacho hablara. Ella se sentó delante de él, en una silla de la que había quitado todos los papeles desordenados. Ladeó ligeramente la cabeza para encontrar su mirada. Nathan se la devolvió.
—Unos días antes de Navidad, la última antes de ir al centro de Lanternat, estuvimos en el café de enfrente. Mami me invitó a un chocolate caliente, ella se tomó un ponche con canela.
—¿Liliane te preparó el chocolate? —dijo Sonia lo más dulcemente que pudo.
—Sí…, no me gustaba. Tenía una enorme verruga llena de pelos en el mentón… y era mala con Jérémy, decía que era un inútil como su padre…
—¿Liliane habló con tu abuela ese día?
—Sí, mi abuela le preguntó si iba a celebrar la Navidad con sus hijos. Ella se rio, me acuerdo de su risa malvada… Ella respondió: «No caerá esa breva». El señor Jean lavaba los vasos, me miró y me dijo: «¡Pero si no pasa nada! A los chicos hay que dejarlos vivir, es como el nuestro, es una carga para la sociedad, un inútil, nada más».
—Vaya, qué gente más maja… —murmuró Sonia.
—No, además, cuando ya nos íbamos, Liliane dijo que ella y su marido iban a «exiliarse» para no ver más a todos esos tarados. Me miraba mientras hablaba… Mami dijo: «No podéis dejar a vuestros hijos, ¿qué será de ellos sin vosotros?».
Revel contenía el aliento. Ni siquiera pensaba en el tabaco que le corroía los bronquios; parecía que las cosas empezaban a despejarse.
—¿Y eso les hizo reír más? —sugirió Sonia.
—Sí. Mami me hizo ponerme el abrigo y el gorro, y nos fuimos. Ella me cogía muy fuerte de la mano, me acuerdo, y creo que estaba muy enfadada.
Revel hizo una señal a Sonia para que prosiguiera en el mismo tono, de manera que Nathan se mantuviera tranquilo y sus recuerdos volvieran sin esfuerzo. Él salió discretamente y bajó el tramo de escalones. Abajo, se tropezó con Bertrand Lepic que llegaba a casa, con un árbol de Navidad en los brazos. Los dos hombres se saludaron con curiosidad. No se habían vuelto a ver.
—Llega justo a tiempo, señor Lepic, iba a ver a su mujer. ¿Tiene un minuto?
Nathan volvió enseguida a agitarse. Sonia comprendió que había agotado su capacidad de concentración. Antes de que volviera a ponerse a correr por todas partes, o se pegara a la ventana para contar los coches, porque, al contrario de lo que decía, seguía contándolos (se veía por el imperceptible movimiento de sus labios), Sonia le preguntó una última cosa que le preocupaba, lo que había leído en la declaración de la abuela Aline y que nadie había señalado.
—Nathan, todos estos dibujos de la pared son nuevos, ¿no?
—Sí, papá me dio permiso. Cubrió las paredes con papel blanco. Dijo que cuando ya no quedara sitio, cambiaríamos el papel. Espero que no me mintiera…
—No tiene motivo para ello… Cuando vivías aquí, antes del centro de Lanternat, ¿dibujabas ya en las paredes?
—No, porque mi abuela no quería… Ella decía que era su casa, pero yo ya necesitaba dibujar y escribir, como hoy…
—¿Y te acuerdas sobre qué dibujabas?
—Claro, ella me compraba cuadernos, muchos cuadernos. Dibujaba coches, motores, los números de placa que veía pasar… A veces, no lo conseguía porque iban demasiado rápido.
—¿Y de noche?
—Veo bastante bien de noche, tengo algo de nictalopía.
—¿Y sabes dónde están esos cuadernos?
Nathan Lepic se levantó como si la policía le hubiera clavado un alfiler en la espalda. Abrió mucho los ojos.
—Ah, no, ni idea. Quizá mamá los rompió o los tiró. A veces creo que ella me odia.
—No, a ver, ¿por qué dices eso? —murmuró Sonia que apenas podía ocultar su decepción.
—Siempre dice: «Pero ¿qué he hecho yo para merecer esto?». Sé que habla de mí. Mami Aline era más agradable, quizá ella guardara mis cuadernos… Mi abuela ha muerto, ¿sabe?
Irène Lepic se tensó cuando llegó su marido. Lazare se dijo enseguida que a la pareja no le iban bien las cosas. Bertrand Lepic era un hombre guapo. Se desprendía de él una especie de plenitud que alisaba sus rasgos e iluminaba su mirada. Por la forma en que evitaba mirar a su mujer y por esa tensión que ella había manifestado en cuanto había entrado en la cocina, el capitán lo había entendido: intentaba esconder algo, tal vez una muchachita enamorada en algún rinconcito no lejos de allí. Un niño discapacitado pone a prueba a una pareja. La pregunta que se hacía era por qué había durado tanto tiempo. Revel apareció enseguida detrás de Bertrand Lepic y, de inmediato, el ambiente de la cocina se volvió inaguantable. El «viejo» resoplaba como una locomotora al final de su vida, y su cara tenía un color rojo ladrillo que no auguraba nada bueno.
—Señora Lepic —empezó Revel—, ¿por qué no dijo en el momento de la investigación de la muerte de los Porte que los conocía?
—Nadie me lo preguntó —replicó ella con un tono agresivo que sin duda tenía que ver con la mirada llena de cólera, de odio incluso, con la que agraciaba a su marido—. ¡Apestas a perfume, apestas a un metro de distancia! —le gritó—. ¿Crees que no me doy cuenta, cabrón?
—Déjalo, Irène —resopló el marido con aire apenado—, no es el mejor momento…
—¡Nunca es el momento! ¿Cuándo será un buen momento, eh?
—Vale, vale —gritó Revel—. ¡Déjenlo ya! Estamos aquí para una investigación criminal, ¡no para una pelea conyugal! Si no le importa, señora Lepic, volvamos al tema.
Ella hizo un esfuerzo enorme para olvidarse de su marido y centrarse. Frunció el ceño y su frente y sus mejillas se llenaron de arrugas. Lazare admitió que no era una mujer muy «atractiva», pero que, sin duda, se había relajado hacía mucho tiempo y, a causa de Nathan, había renunciado a ser una mujer.
—Yo no los conocía apenas —dijo ella por fin con una voz taciturna—. Si alguien los conocía, era mi madre…
—¿Le dijo algo sobre ellos la tarde de su muerte?
Miró de reojo a su marido. Él miraba primero al suelo, y después al techo, a las fisuras que proliferaban como en su nave conyugal.
—Quiero estar segura de que no lo usará en nuestra contra —soltó finalmente Irène Lepic, después de una interminable vacilación.
—Eso depende —dijo Revel, con la voz repentinamente alterada, como la de quien esperaba ese momento, como si su vida dependiera de ello—. Si usted me dice que asesinó a los Porte, no le puedo garantizar nada…
—¡Está loco! —gritó la mujer—. Es solo que… De hecho, fue mi madre la que…, en fin… ¡Ah! No se dio cuenta de lo que había hecho, se dio cuenta mucho más tarde. Y ahora está muerta.
—¡No exageres! —se ofendió Bertrand Lepic—. Tu madre llevaba años enferma, tenía cáncer… Verá, mi suegra hizo una llamada de teléfono la noche en cuestión. Eso es todo. No es para tanto, ¿no?
Lazare se quedó con los dedos en el aire, mientras Revel se dejaba caer ruidosamente sobre una silla para dejar que la información se abriera paso en su cerebro.
—Explíqueme eso —dijo, después de encenderse un cigarrillo sin pedir permiso.
Un silencio se instaló en aquel espacio exiguo. En el primer piso oyeron carreras y risas. Bertrand Lepic alzó la mirada, mientras su mujer se ponía firme en su asiento.
—Todo va bien —los calmó Revel—, su hijo está en buena compañía, ¡no se preocupen! Me contaba usted, señora Lepic…
La mujer alzó la cabeza y dejó vagar la mirada grisácea, a lo lejos, más allá del ventanal por el que se accedía a un minúsculo jardín cubierto por la escarcha.
—Mi madre se había llevado a Nathan de paseo. Como a las siete todavía no habían vuelto, me preocupé y fui a buscarlos. Entonces los vi salir de La Fanfare. Mi madre estaba muy exaltada al volver a casa. Intentó ponerse en contacto con alguien por teléfono, pero el aparato no funcionaba debido al mal tiempo. Así que volvió a ponerse el abrigo y salió de nuevo. Por supuesto, eso me sorprendió…
—¿No tenía móvil?
—No, no le iba mucho la tecnología. Volvió un cuarto de hora más tarde. Mi marido llegó mientras tanto, teníamos que prepararnos para salir y Nathan estaba muy nervioso. Pensé que tenía alguna relación con lo que había hecho durante la tarde con mamá, pero confieso que no tuve valor para preguntarle nada. Era muy duro para nosotros y…
Revel quería que continuara para comprender por qué ese asunto no había concluido después de diez años. ¿Podía ser por una tontería como que la red telefónica de ese barrio de Rambouillet fallara?
—Como bien sabe usted, nos mudamos un mes después. Mi madre se fue de viaje a la mañana siguiente de Navidad, hasta mucho más tarde no supimos que el recuerdo de aquella tarde la atormentaba.
—¿Porque llamó por teléfono a Elvire Porte para avisarla de los planes de sus padres? —preguntó Revel, para sorpresa de Lazare que todavía no había comprendido por completo la importancia de esa llamada hecha hacia las siete y media de la tarde desde una cabina del centro de Rambouillet, la misma llamada que, según Elvire Porte, había hecho su hijo.
Irène Lepic asintió con la cabeza.
—Cuando su cáncer se agravó tras una remisión de varios años, volvió a hablar de ello. Estaba convencida de que esa gente había muerto por culpa suya. Pero ustedes no encontraron ninguna prueba, ¿no?
—Si hubiéramos estado al tanto de esa llamada y si su madre hubiera podido declarar en su momento, le garantizo que habríamos resuelto todo este caso mucho más rápidamente. ¿Por qué no dijo nada?
Irène Lepic se encogió de hombros. No la había creído, no le había dado importancia. Y ante todo no quería hacer más preguntas o volver a poner a su familia en el banquillo, sobre todo de ese modo. Ella llevaba su cruz, cada día, ¿no se daban cuenta?
—Sí, señora, pero era una forma de recular para saltar mejor —repuso Revel aplastando su pitillo en el fregadero—. Ahora, vamos a ponerlo todo negro sobre blanco, y los dejaremos tranquilos. Sin duda, tendrá que comparecer ante el juez de instrucción, porque su testimonio, aunque por desgracia indirecto, será capital, pero también quizá insuficiente. Aunque haya recurrido a todo tipo de trucos para escapar de la justicia, ahora tendrá que comparecer.
Al ver que Irène Lepic se disponía a protestar, él añadió que debía considerarse afortunada de que no le buscaran más problemas por ocultación de información en una investigación criminal. La mujer tomó buena nota y acabó su declaración sin mostrar más agresividad.
Sonia se reunió con ellos para pedir una última cosa al matrimonio Lepic: ¿qué había sido de los famosos cuadernos de Nathan en los que había recogido todo lo que le pasaba por los ojos y las orejas, en un cerebro que jamás descansaba? Bertrand Lepic y su mujer intercambiaron una mirada furtiva antes de decir que no tenían ni idea. Revel pensó que habría cosas que no tendrían ganas de enseñar o bien que era una última forma de contrariarlo.
—Les recomiendo que recuperen los recuerdos y esos malditos cuadernos —los amenazó él—. Si no, les aseguro que haré que pongan patas arriba esta casa hasta encontrarlos.
El sol había conseguido atravesar la capa gris del cielo cuando volvieron a Versalles. Lazare y Sonia habían tenido que usar toda su fuerza de persuasión para que Revel no fuera a detener en el acto a Elvire Porte y a su hijo.
—¡Joder, será un puto cuarto de hora! —había gruñido el comandante al salir de casa de los Lepic, mientras Nathan desde la ventana de su habitación enviaba a Sonia signos muy explícitos de complicidad.
—Estamos a 24 de diciembre —había protestado Lazare—, no podemos ir sin más, sin prepararlo. Y ni siquiera sabes dónde está el hijo.
—Pues claro que lo sé, él se hizo cargo del café, no es difícil…
—No lo hemos visto esta mañana, podría estar de vacaciones en alguna parte…
—Está ahí, mira, el coche que está delante es el suyo. Nathan lo ha dicho…
—Muy bien, de acuerdo. ¿Y en qué cambia eso las cosas? Y en cuanto a Elvire, puedes esperar dos días más, no va a desaparecer…
—Por no decir —había insistido Sonia— que lo que tienes contra ella es muy poca cosa. Aunque parezca evidente, ahora… La abuela de Nathan no puede declarar, solo tienes un testimonio indirecto, si la madre habla, tampoco habrás avanzado mucho…
—Vale, vale, ya lo entiendo —había soltado Revel—. Tenéis razón. Vamos a comer algo, me muero de hambre.
—No consigo entender cómo un mal principio puede hacer que descarrile todo lo demás —había comentado Sonia, pensativa.
—¿Ves? Por eso digo siempre que hay que trabajar cada caso como si fuera el más importante del siglo.
Mientras estaban instalados en una brasserie cercana a la casa de los Lepic, vieron a un tipo joven salir de la casa contigua a Les Furieux y dirigirse hacia el enorme Range Rover negro aparcado cerca. Era bastante alto, recio y llevaba un largo abrigo oscuro; el pelo negro peinado hacia atrás le daba un aspecto agitanado.
—Ahí está el cabrón —había gruñido Revel entre dientes—. Disfruta, chico, disfruta ahora que puedes…