Maxime Revel se despertó, el pecho le ardía. Antes incluso de haber encendido su primer cigarrillo, un ataque de tos lo dobló por la mitad. Le costó mucho arrastrarse hasta el botiquín para tomar una cucharada de un jarabe que le habían recetado un año antes para una bronquitis. Se le calmó la tos. Todo el jaleo que había hecho no había provocado respuesta alguna en la casa. Pasó por delante de la puerta de su hija sin tener el valor de llamar. Estaba de vacaciones, necesitaba dormir. Mientras él bajaba la escalera, una vocecita malvada le susurró que esa versión le iba bien, una vez más. Él había dormido, nadie lo había llamado en medio de la noche como solía ocurrir. Si no hubiera sido por los estragos de las sacudidas que le habían deshecho los pulmones, se habría sentido en forma. Dejó una nota para Léa en la mesa: «Esta noche te llevaré a cenar fuera, te quiere, papi». No era glorioso, desde luego, pero no veía otra forma de librarse y prefería dejar el enfrentamiento para más tarde, con la esperanza de que su hija se contentara con esa fórmula un poco cobarde.
Se puso ropa limpia, un traje gris y una camisa blanca sin corbata. Vestido con ese conjunto ridículo, tenía la impresión de ser un pingüino que iba a una cita elegante.