Varios vehículos de diferentes cadenas de televisión y de emisoras de radio estaban estacionados a lo largo de la acera, de una parte a otra de la avenida de París. Revel se abrió paso entre los micrófonos.
—¡Comandante Revel! ¿Qué puede decirnos sobre Eddy Stark?
—Nada —masculló—. No sé de qué hablan.
—¡Pues es usted el encargado de la investigación!
Tuvo ganas de responder una burrada, de soltar una réplica mordaz pero, lúcido, supo dominarse.
Revel se subió el cuello del abrigo para escapar al ojo curioso de una cámara.
—Ya saben que no puedo decirles nada. ¿Por qué no van mejor al palacio de justicia?
—El fiscal Gautheron no está disponible.
—Avisaré a mi jefe de que están aquí. ¡Déjenme pasar!
Acabó por librarse de la jauría y subió las escaleras tan deprisa como su aliento deteriorado le permitía, hasta la oficina del director.
—Están todos en la imposición de la Legión de Honor al prefecto —explicó Nadine, mientras le tendía una cestita de bombones que rechazó con gesto irritado.
—¿Qué hacemos con la prensa? ¡Hay por lo menos treinta medios ahí fuera!
—El jefe está al corriente…
«Entonces —se dijo Revel—, si el jefe está al corriente, a mí me importa un bledo». Tendría que controlar a su equipo, hacerlo salir discretamente del edificio y, si los testigos estaban declarando en ese momento, habría que mantenerlos apartados de los «carroñeros». Actualmente, los medios lo dirigían todo porque todo el mundo le daba al pico de forma indiscriminada, incluso filtraban los atestados y los informes. La vida del poli, que se veía obligado a adaptarse permanentemente, se había vuelto difícil.
El comandante escaló el último peldaño con la sensación de una mano gigante que escarbaba sin contemplaciones en su pecho. No obstante, no había fumado desde el último Marlboro en la cocina de Marlène. Había tosido como un desahuciado y ella le había reñido. Aprovechó su debilidad para desahogarse con él. La hipótesis de una responsabilidad de Marlène nunca se tomó en consideración en la investigación sobre la desaparición de su mujer. Por su culpa y por su silencio y del que creyó imponer en su amante, sus colegas no habían orientado la investigación en aquel sentido. Plantado en lo alto de la escalera, Revel sacudió la cabeza. Era una idea absurda. ¿Cómo se las habría apañado para hacer desaparecer a Marieke? Sola, era inconcebible, a menos que tramara una trampa muy sofisticada. ¡Marlène no era tonta pero tampoco era tan lista! ¿La habían ayudado? Pero ¿quién? El primer nombre que le vino a la mente fue el de Bartoli. Si se acordaba bien, en la época, Jack estaba acabando con un divorcio complicado, el segundo en diez años. Le había hecho tres hijos a la primera mujer y dos a la otra. Se arruinaba con las pensiones alimenticias, siempre tieso, gorroneando a diestro y siniestro a partir del 15 de cada mes. ¡Lo que no le impedía tirarse a la mujer de otro, el cabrón! ¿Qué habría podido convencer a Bartoli de desembarazarse de Marieke con ayuda de Marlène? ¿O al contrario? ¿Lo había mandado Marieke a paseo porque en el fondo solo lo amaba a él, Maxime Revel?
—¡Deja de jugar a las novelas policíacas, chaval!
—¿Qué dices, Baxime? —emitió detrás de él una voz masculina y nasal.
—¡Hablaba conmigo mismo!
—¡Oh! Eso es el principio del fin…
—¿Por qué hablas con esa voz de loro, Abdel?
—He pillado la gripe —respondió Mimouni entre varios estornudos.
—Sobre todo, quédatela —previno Revel mientras entraba en el pasillo de la criminal—. ¿Los otros están allí?
—Sí, excepto Badel y Steider que están todavía en Marly, recorren las gasas…
Revel se paró en seco.
—¿Quiénes?
Mimouni sacudió la cabeza abatido.
—Ah, ya lo pillo —se rio Revel—, quieres decir Manel y Steiner…
—¡Eso, ríede de bí!
Pasaron delante del despacho cerrado del comisario Bardet, seguramente soplando champán con los peces gordos donde el prefecto. Se tropezó con Sonia que salía como una exhalación del despacho del grupo, con las mejillas ruborosas.
—¡Es una locura!
Revel y Mimouni se pararon al mismo tiempo.
—Nos vemos dentro de cinco minutos —dijo el comandante para cortar en seco el entusiasmo de la teniente—. ¡Avisa al grupo!
Como había dicho Mimouni, una parte de los «trompetas» todavía no habían vuelto de la pesca de información en el barrio de Stark. Este apodo se le había dado a los miembros del grupo recién llegados, los de graduación más baja. Rechinaban los dientes con las tareas más ingratas, pero había que pasar por ello para llegar a ser un buen investigador de la policía criminal. Lazare y Sonia se habían situado separados de Mimouni quien, con un pañuelo en la nariz, asistía, impotente, al vaciado de su cerebro. Revel acabó con los informes que unas manos caritativas habían apilado en su escritorio: registros efectuados por Mimouni en el domicilio de Eddy Stark para buscar ciertos elementos en las dependencias de la casa, un garaje con un Ferrari, un Mercedes nuevo y un pequeño 4 × 4 que debía de usar Tommy el jardinero porque estaba equipado con una bola de tracción. Restos de barro y de residuos vegetales maculaban las alfombrillas y el portón trasero.
—Buscaba zapatillas correspondientes a las huellas bajo la ventana —dijo el capitán Mimouni, con los ojos llorosos—. No he encontrado nada. He puesto sellos por todas partes y he dejado un agente de guardia, por culpa de los gacetilleros que andan rondando. Y si hay alguna sorpresa desagradable por parte de Thomas Fréaud, no tengo ganas de que vuelva a enredar por allí.
—Buena iniciativa —aprobó Revel—. Y con él, ¿en qué punto estamos?
—Lo tengo «pinchado» desde hace una hora —precisó Renaud Lazare.
—Vale —gruñó el comandante mientras los miraba por turno—. Al final, tendríamos que haberlo detenido…
—«Tendríabos»…, dices. ¡De guefieres a bí, yo tendría que haberlo detenido! ¿Y con qué botivo, por favog? Es muy fácil, después de hecho… Y luego…
—Basta —ordenó Revel—, no vamos a perder el tiempo discutiendo. Lo decía porque sí. Tienes razón. No sabemos todavía qué se traía entre manos con Stark…
—Que se haya acostado en su cama y esté en su testamento lo convierte en una persona de interés —dijo Lazare—. Sobre todo porque Stark quería modificar el testamento conocido.
—Por ahora, seguimos teniendo solo suposiciones —advirtió Revel—. Su móvil ¿nos ha dado algo?
—Nada —dijo Sonia, que parecía sobreexcitada—. No se ha movido desde que lo hemos pinchado. Ni telefoneado. Está localizado en el repetidor que cubre el domicilio de su madre en Flins. Ha habido algunas llamadas entrantes durante el día, en curso de verificación.
—Sí, o quizá hay otro móvil…
—O bien se ha pasado el día durmiendo en casa de mamá… Ella no está en casa, no hay movimiento.
—Quizá ha salido por las fiestas —sugirió Mimouni—. ¿Qué tiene de garo?
Lazare estuvo de acuerdo antes de regresar a la visita del notario.
—En todo caso, la historia esta del testamento es extraña —dijo Revel cuando hubo acabado.
—Debía de tirárselo —soltó Mimouni mientras se agarraba la garganta.
—En fin… De eso a…
—Estoy de acuerdo con la duda —ironizó Glacier que acababa de hacer una entrada discreta—. Apostaría por otra explicación.
Se dejó caer en una silla, se quitó las gafas y se puso a frotar los cristales vigorosamente con la manga de su jersey. Sonia, que lo observaba como si nada, no pudo evitar pensar que tenía unos ojos extraordinariamente bellos. Glacier, acabado su aseo personal, se dio cuenta de que todo el grupo esperaba la continuación.
—He hecho verificar todas las consultas con enfermeras de la zona, los médicos y los hospitales. No se ha enviado a ningún personal médico a casa de Stark. No hay ninguna pista tampoco de curas por enfermeros a domicilio en los documentos de la víctima.
—¿La seguridad social?
—No se ha pagado ninguna prestación a Michel Dupont desde hace más de dos años.
—Ciertamente, no se cuidaba —dijo Lazare que aprovechó para comunicarles los resultados del laboratorio.
—Eso confirma la hipótesis de una falsa enfermera.
—Bueno —dijo Revel que trituraba un Marlboro con un deseo loco de encenderlo—. Una enfermera falsa ¿qué puede significar?
Indiscutiblemente, una falsa enfermera localizada entrando en una propiedad a la hora aproximada en la que su ocupante había sido asesinado podía resultar sospechoso.
—Puede que tenga otra explicación —lanzó Sonia Breton, con los ojos brillantes por la emoción.
Agitó un papel, saboreando el efecto.
—Aquí está la respuesta de la compañía de seguros Allianz. Stark suscribió una póliza de seguro de vida hace diez años, por una cantidad bastante modesta. Aumentó las cláusulas de indemnización una vez, cuando apareció su hijo adoptivo, inscrito como solo y único beneficiario. Luego, hace dos años, volvió a aumentar el nivel del capital asegurado por un total de tres millones de euros, el máximo pagado en caso de deceso accidental o independiente de su voluntad…
—¿Como un asesinato, por ejemplo?
—Exactamente. Un millón en caso de muerte natural. Las cláusulas no se aplican en caso de suicidio, es una redacción bastante clásica.
—¡La hostia! —soltó Revel después de un tiempo para asimilarlo—. ¡Esta sí que es una noticia interesante!
—Eso no explica por qué ocultaba su enfermedad —insistió Mimouni, siempre obstinado.
—Porque las aseguradoras piden garantías médicas para aceptar cubrir semejantes cantidades —dijo Sonia.
—Hay que verificar este punto en detalle —concluyó Revel después de un intercambio de opiniones sobre la cuestión—. ¿Por qué Stark tenía tanto interés por ocultar su enfermedad? ¿Qué dicen las aseguradoras? ¿Sabemos algo de la compañía suiza? ¿O de los americanos?
—No, eso va a requerir todavía un poco de tiempo. El oficial de enlace no tiene mano con las grandes aseguradoras. Hay que ir por la vía oficial. El juez ha redactado las comisiones rogatorias internacionales, pero ahora hace falta un poco de tiempo, ya sabes cómo va.
—Me pregunto —dijo Lazare— por qué Fréaud estaba al corriente de que Stark tenía sida, y por qué hablaba de ello con un desconocido en el Black Moon. Me parece por lo menos extraño que el tontito ese haya averiguado lo que se supone que no sabía nadie…
—Tienes razón, es un punto crucial…
Concluyeron la reunión con una sesión de estornudos de Mimouni al que Revel ordenó que se fuera a casa sin tardanza, para evitar el contagio. El interesado no se hizo de rogar y entregó sus informes a Lazare que los cogió con la punta de los dedos. Sonia esperaba un cumplido pero Revel, después de distribuir algunas instrucciones para el día siguiente, abrió la carpeta Porte. Como ni ella ni Lazare se movían, levantó la cabeza después de dos largos minutos…
—¿A qué esperáis? —preguntó con voz ronca.
Lazare tomó la palabra, con Sonia a su lado.
—Maxime, mañana es Nochebuena, la mitad del grupo está de vacaciones, Mimouni está fuera de servicio y tú, visiblemente, estás pensando en otra cosa. Así que me he dicho que podríamos hacer una tregua en el caso Stark…
—¿Tenéis planes? —preguntó Revel como si fuera la cosa más incongruente que uno pudiera imaginar—. Tenéis que estar localizables los dos, ¿no?
—Sí, pero podemos levantar el pie del acelerador y atender solo las urgencias…
Revel se apoyó contra el sillón, cruzó las manos por encima del estómago y se sumió en una reflexión de la que no tardó en comunicar el resultado:
—De acuerdo…
—Esto marcha —murmuró Sonia, sorprendida de que el comandante hubiera cedido tan fácilmente.
—En ese caso —dijo Revel con una expresión de soslayo que confirmó los peores temores de la teniente—, os convoco para mañana por la mañana…
Lazare y Sonia Breton intercambiaron una mirada mortificada.
—Tengo que tomar declaración a Nathan Lepic, en Rambouillet. Necesito vuestra ayuda, el chico no es… del todo ordinario…
—¿Los dos? —objetó Lazare.
—Solo necesito a uno, pero cuatro ojos ven más que dos.
Los dos oficiales dudaron. La historia Porte lastraba a Revel. No volvería a ser él mismo hasta que hubiera agotado todas las pistas. No lo sabían todo, pero adivinaban que el «viejo» había hecho descubrimientos en torno a los que piafaba como un caballo al que se ha prometido un paseo por el bosque.
—No conozco el expediente —objetó Sonia—. No estoy segura de ser útil.
—Bueno, entonces que venga solo Lazare —suspiró el comandante—. Mientras tanto, dejadme, tengo que pensar en dos o tres cosas…
Cuando hubieron recogido sus pertenencias y los informes del expediente Stark estuvieron encerrados en un armario, volvieron a pasar delante del despacho de Revel. Lo vieron desmoronado sobre las manos juntas encima del expediente abierto. Se precipitaron dentro y comprendieron, aliviados, que se había dormido. Suavemente, Sonia lo sacudió. Se levantó como movido por un resorte.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué día es?
—El 15 de enero —se burló Lazare—, hace tres semanas que duermes… Deberías irte a casa, Maxime. Date un baño caliente y acuéstate…
—Ya —masculló el «viejo»—, muy gracioso, ¿harás tú mi trabajo?
Sonia rodeó el asiento de Revel e intentó ordenar los informes sobre los que el comandante había dejado escapar un hilillo de baba. Luego, con un gesto inapelable, cerró la gruesa carpeta de cartón y se apoderó de ella abrazándola como si fuera un niño.
—Renaud tiene razón, tienes que ir a dormir… Nosotros releeremos el expediente.
Esta decisión perentoria pilló a Lazare desprevenido pero, antes de que Revel se atreviera a protestar, asintió con un vigoroso cabeceo.
—Así es como uno se mete en la mierda —comentó sobriamente el capitán después de que hubieran apagado las luces, acompañado a Revel a su coche y de que él mismo hubiera arrancado su viejo cacharro.