Marlène vio entrar a Revel y volvió a sentir enseguida aquella mezcla de alegría intensa y de miedo que siempre le había inspirado. El salón de té estaba lleno en sus tres cuartas partes, pero a él no le importó. Cogió a Marlène por la muñeca y la arrastró sin contemplaciones hacia la cocina.
—¿Qué? ¿Qué te pasa? —preguntó la rubia con voz ahogada—. ¿Te has vuelto loco?
—¡Ahora vas a decirme por qué tomaste aquella foto! ¡O para quién!
—Para nadie… Déjame, me haces daño…
Revel puso su enorme puño bajo el cuello de Marlène y la empujó contra un gran frigorífico americano que vaciló ante el choque. Abrió la boca, intentó coger aire, con la mirada enloquecida.
—Dime la verdad…
Se dio cuenta de que la piel empezaba a cambiarle peligrosamente de color y de que su mirada se enturbiaba: si no soltaba la presa ya, no podría responderle. Dejó caer la mano. Ella llevó la suya a su garganta mientras respiraba con avidez.
—¡Eres un completo idiota! —le espetó con voz rota cuando recuperó el aliento—. ¿Qué es lo que te crees? ¡Bartoli se tiraba a tu mujer, y yo quería que lo supieras porque pasaba aquí! ¡Nadie me pidió que tomara la foto!
—Siempre me has dicho que no conocías a Marieke —gruñó, con el pecho como si lo oprimiera una tenaza.
Ella tosió, con una mano delante de la boca, la otra adornada con un grueso anillo de bisutería. Revel cogió aquella mano y la apretó con fuerza.
—¡Respóndeme, Marlène!
—La había visto con Bartoli sin saber quién era, te lo juro. Fue la otra mujer de la foto la que se fue de la lengua. Ella la llamó señora Revel… Entonces me di cuenta… Eso es todo. Te juro que es verdad.
La miró durante un buen rato. Algo le decía que no mentía. Tenía que pedirle perdón, no tenía ninguna razón para tratarla así. Pero estaba obligado a reconocer que, desde que la conocía, siempre había tenido con ella aquel tipo de relación, vagamente sadomaso. La había querido tanto como la había despreciado. Ese día, se daba cuenta de que nada había cambiado.
—¿Querías hacerme cantar? Pobre idiota —insistió, desafiándolo—, ¡yo solo quería que la dejaras!
—¿Y por casualidad no habrás querido también que desapareciera?
No había levantado el tono de la voz, el de una conversación anodina. Sin embargo, la acusaba. Marlène pareció fulminada por un momento.
—No creerás… Maxime, insinúas entonces que habría podido…
Las lágrimas brotaron de improviso, pintarrajeando de negro los ojos de Marlène, entre estertores e hipidos. Los diques levantados todos aquellos años para enmascarar su vida fracasada cedían de golpe. Era brutal y violento, y Revel no supo ya qué hacer, balanceándose de un pie a otro. Una puerta se abrió a su espalda.
—¿Señora? —dijo una inquieta voz de mujer—. ¿Está todo bien?
—¡Está bien, está bien! —gruñó Revel.
Marlène empezó a sollozar con más fuerza. La camarera dio un paso a un lado para intentar ver a su patrona.
—¡Pues no lo parece! Se les oye desde la sala. ¡Los clientes se preguntan qué pasa!
—¡Ya te digo que está bien! A tu jefa se le ha atragantado el whisky.
—¿Ah, sí?
Sin moverse, de espaldas, Revel hizo un gesto impaciente, para indicarle a la camarera que se fuera por donde había venido. La joven obedeció mientras farfullaba que la señora tenía que volver a la sala, de todos modos.
—¡Ahora irá! —perdió los nervios Revel—, ¡largo de aquí!
Desmañadamente, tendió la mano hacia Marlène, rozó sus mejillas humedecidas con una mano torpe, apartó algunos mechones pegados a la frente. Le pareció frágil y patética, y una fuerte oleada creció en su pecho, a regañadientes. Dos veces en dos días había tenido que enfrentarse a una mujer en apuros. ¡De todos modos, no iba a ponerse a lloriquear! Atrajo la cabeza de Marlène contra la áspera tela de su abrigo.
—Perdona —dijo en un murmullo—, tienes razón, soy un idiota.