Maxime Revel solo tuvo que atravesar el pasillo para pasar de la oficina de la jueza Nadia Bintge a la del juez Martin Melkior. Había obtenido del fiscal Gautheron la apertura de una investigación y la designación de un juez de instrucción en el caso Eddy Stark con gran facilidad; en cambio, no le había resultado tan fácil convencerlo de volver a poner en marcha la maquinaria para el expediente Porte. Finalmente venció las reticencias de Gautheron porque el fiscal lo había notado con los nervios a flor de piel. Revel estaba molesto al adivinar, bajo la apariencia rígida del fiscal, piedad y una especie de condescendencia. Se olía una intervención de Romain Bardet, el jefe de la brigada criminal. «Hágale un favor, señor fiscal, eso lo ayudará a salir del agujero en el que se hunde un poco más cada día. Y además, está enfermo, ¿sabe?… No quiere admitirlo, pero no le queda mucho…».
El juez Melkior lo recibió con la calidez acostumbrada. Era un cincuentón bigotudo, dotado de un físico de buldog hecho polvo en deportes de lucha. Solo con verlo, los futuros encausados «flipaban». Aunque tendría que haber accedido, desde hacía mucho, a puestos más prestigiosos y sobre todo más tranquilos, Melkior se aferraba a la instrucción como un perro a su hueso. Aquel ambiente era toda su vida. Después de su salida de la Escuela Nacional de la Magistratura, había cambiado a menudo de ciudad, pero nunca se había resignado a cambiar de función. Llegado a Versalles al mismo tiempo que Revel, el caso Porte fue su primer expediente. También él tenía el fracaso clavado en el corazón, y que Maxime tuviera «los huevos» para relanzar la investigación solo podía llenarlo de satisfacción. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el comandante sonrió con franqueza. El juez colocó su masa de músculos detrás de una mesa sobrecargada, acorralado contra una ventana desde donde se beneficiaba de unas vistas protegidas del palacio.
—¿Por qué no vino a verme directamente por el caso Porte? —le reprochó sin más preámbulos a Revel que seguía de pie—. ¡Siéntese, venga, que va a darme tortícolis!
—Señor juez —dijo Revel mientras obedecía—, ya me conoce. Cuando tengo razón, quiero que se reconozca. Créame, este caso vamos a resolverlo, estoy seguro…
—¿Qué le hace estar tan seguro?
El comandante le expuso en pocas palabras la negativa de Elvire Porte a explicarse acerca de sus recursos, y a aclarar la cesión de La Fanfare, su instalación a la vez en aquella casa diez veces demasiado grande para ella y ahora abandonada, su actitud obstinada que ocultaba secretos.
Omitió el relato de las últimas palabras que habían intercambiado:
«¿Quién tomó esta foto, Elvire? ¿Y cuándo? ¿Y por qué está con mi mujer en Les menus plaisirs de la Reine? No hay nada malo, solo quiero saber lo que pasó. Mi hija está gravemente enferma, estoy convencido de que si alguien la ayudara a entender por qué su vida se ha convertido en lo que es, mejoraría. Estoy seguro de que usted puede ayudarme, Elvire —insistió—, usted tiene un hijo, ¿no?».
Ella le replicó que su hijo no tenía nada que ver con aquello y que no le interesaba engañarla. Cuando le prometió que la dejaría en paz si le explicaba por qué aparecía en una foto con su mujer, hizo un gesto elocuente: la palabra de un poli no valía más que la de un matón. Pero acabó por confiarse.
«Su mujer daba clases de canto. Yo iba a la MJC de vez en cuando, a llevar a Jérémy…, mi hijo. Un día, oyó a la coral y se quedó helado… Y le gustó el canto con su mujer. La quería mucho, ¿sabe?… Las corales preparaban la misa del gallo en Saint-Lubin cuando, a finales de noviembre, mi marido murió en un accidente, ardió en su coche, era un borracho… Jérémy quedó muy trastornado cuando debería haberse quedado aliviado por la muerte de aquella… carne de Dumoulin, un cabrón brutal con nosotros. Lo dejó todo, la escuela, con quince años, el canto… Su mujer me llamó para que volviera a la coral. De hecho, vagabundeaba un poco por todas partes tanto en Rambouillet como en Versalles. Un día que fui allí a sacarlo del enésimo berenjenal, me tropecé con ella, delante del salón de té…, donde me invitó a tomar una copa. Volvió a decirme que mi chico tenía que volver a cantar, porque era su único barítono de verdad. La foto la tomó una rubia alta, la dueña, creo…».
No, Revel no iba a aludir a esta conversación. No antes de haberle dicho un par de cosas a Marlène. Y eso, el juez Melkior no tenía necesidad de saberlo. Sin embargo, tenía que deslizar en alguna parte que la señora Porte se negaba, en la actualidad, a hablar de su hijo. Entre ellos, ya no había nada.
—Bien —acabó por decirle el juez Melkior—, va usted a tomar declaración a ese joven… ¿Nathan Lepic? Preste atención, no vaya a ser que esté bajo tutela o una cosa así.
—Lo he verificado, es mayor de edad y libre para expresarse. Pero no estaré solo y pediré a uno de los padres que asista a la declaración. También me gustaría hacer algunas investigaciones sobre el bar.
—¿La Fanfare? —se sorprendió Melkior—. ¿Tiene algo nuevo por ese lado?
—Me gustaría aclarar los montajes financieros de estos últimos meses. También necesito una orden judicial para intervenir unos números telefónicos.
El juez confiaba en él. Nunca lo había decepcionado. Sus excesos de celo no le desagradaban, y menos a él que soñaba con poder calentar las orejas de una de aquellas bestias de acusados que se burlaban abiertamente de su figura con la bendición cómplice de sus abogados.
Mientras se ocupaba en dictar a su secretaria el primer texto relativo a los pasos de la investigación que había que prever, la puerta se abrió después de un golpe breve e impaciente. El fiscal Gautheron asomó la cabeza y, al ver a Revel, pareció aliviado.
—¡Tenía la esperanza de encontrarlo aquí! —dijo con un tono que no anunciaba nada bueno.
El juez Melkior interrumpió el dictado y Revel se levantó de la silla con dificultad. Al ver a Gautheron, sintió que le venía otro ataque de tos que prometía ser homérico.
—Me acaba de llamar el letrado Jubin, el abogado de la señora Elvire Porte.
—¡Ah, ese pretencioso de Jubin! —gritó Melkior por si acaso, para acudir en ayuda de Revel.
—Pretencioso, puede. En todo caso, está hecho una furia. Acaba de protestar oficialmente contra el acoso al que somete a su cliente el comandante Revel. Al parecer…
—He ido a verla —reconoció Revel antes de que el otro lo atacara—, pero no era por el caso.
—¡Vamos bien! Dígame, ¿por qué ha ido entonces?
—No, lo siento mucho, es algo… personal.
—Escuche, Revel, no hay nada personal que valga. Está dispuesta a presentar una queja.
—¡Que lo haga! En todo caso, su reacción revela algo…
—No está tranquila —apuntó el juez Melkior.
—¿Ah, sí? —El fiscal se incorporó como un gallo de pelea listo para el combate—. ¿Así que tú también te metes en esto, Martin? En ese caso… ¡No podréis decir que no estáis advertidos! ¿Y qué le digo yo al picapleitos?
—Dile que Revel tiene una resolución judicial para llevar a cabo nuevas investigaciones y, para hacerlo callar, vamos a fechar las actas a las nueve de la mañana.
Louis Gautheron se puso a bailar apoyándose de manera alternativa en un pie y otro. Revel frunció el ceño.
—Eso no me conviene. No me refiero a lo de fechar las actas antes, es una buena idea, sino a que sepa que hay una resolución judicial nueva. La prevendrá… Nos arriesgamos a que lo enturbie todo.
—Y que usted, usted haya ido a ver a esa buena mujer, ¿eso no enturbia las cosas? —se sublevó Gautheron.
—Solo tiene que decirle que soy un viejo idiota, senil e incontrolable, y que va a aclarar las cosas y a darme con la palmeta en la punta de los dedos. En el tiempo que tarde en reaccionar, yo ya habré avanzado.
—De acuerdo —capituló el fiscal—, pero le aviso, más le vale encontrar algo, si no, estaremos en la calle…
Después de irse Gautheron, se echaron a reír, lo que desencadenó en Revel un bonito ataque de tos.
—¿Está bien? —preguntó la secretaria compasiva, mientras el juez lo miraba con aire preocupado.
El magistrado le tendió los documentos solicitados pero, antes de soltarlos, se dirigió, amigablemente, a un Revel con los ojos inyectados en sangre, con el labio superior húmedo y que resoplaba como un tractor viejo.
—No espere mucho, eso puede ser grave, ya sabe…
—Lo sé. Gracias, señor juez, por todo…
—La sigue buscando, ¿verdad? A su mujer, quiero decir —preguntó el juez al estrecharle la mano.