Renaud Lazare y Sonia Breton estaban sentados en la antecámara del bufete, en el primer piso de un vasto conjunto de despachos en un inmueble lujoso de la calle de las Pyramides, casi en la esquina con la avenida de la Ópera. Lazare no estaba en su mejor forma. Como la espera se anunciaba larga, Sonia aprovechó para volver a la conversación que habían mantenido durante el viaje.
Mientras iban en el coche, había sacado un paquete de hojas que la teniente reconoció como listines telefónicos.
—¿Qué es eso? —preguntó, provocando un sobresalto en el capitán que se apresuró a volverse hacia la ventanilla para escapar a la aguda mirada de su colega.
—Nada que te concierna —dijo un poco secamente.
Ella insistió, porque era propio de su temperamento no dejar pasar nada, y también porque veía que su capitán no se encontraba en su estado normal.
—Qué graciosas sois las mujeres —protestó—. Por naturaleza os metéis en todo, queréis salvar al mundo y a los desgraciados que lo pueblan…
—¿Ves como eres un desgraciado?
Él se calló un momento, dejó las hojas en sus rodillas y miró por la ventanilla. Como bajo el túnel de Saint-Cloud no había gran cosa que ver, ella dedujo que había dado en el blanco.
—Mi mujer me engaña —soltó finalmente Lazare mientras Sonia abría la boca para volver a la carga.
—¡Y tú espías sus llamadas! ¡No deberías hacerlo!
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Porque está prohibido y porque, además, no sirve absolutamente para nada.
—Sí, pero, en este caso, todos los medios son buenos. De todos modos, no tiene importancia, me lo confesó ayer por la noche.
—¡Coño! Yo creía que era pesada, celosa, posesiva…
—Justamente, tendría que haber desconfiado… En general, los celosos engañan. Proyectan su inclinación a la infidelidad sobre el otro…
—¡Guau, doctor Freud!
—¡Desde luego! Y aquí tengo las pruebas —agitó los listines—, llama entre diez y quince veces al día, incluyendo la noche… Es su entrenador del gimnasio ¿te lo puedes creer?
—Es tan banal… Se le pasará, ¿sabes?, esos tíos son todo músculo y nada de cerebro, no puede durar… Vive el síndrome del monitor de esquí. Enseguida cansa. Sobre todo cuando se quitan las gafas y no les quedan más que dos círculos blancos en la jeta, ¿lo entiendes?
—Me da igual. Me parece que está bien tal como está.
—Si tú lo dices… ¿Qué vas a hacer?
—Voy a irme a un hotel.
—¿Bromeas?
—¿Tengo cara de bromear?
Por fin, dando término a las confidencias, la ayudante del notario los invitó con un gesto a seguirla.
El notario Delamare se levantó para recibirlos. Era un sexagenario de cuidada compostura, consciente de su elegante aspecto que mantenía con sutileza. Su pelo gris, todavía abundante y delicadamente ondulado, estaba tratado para reforzar el matiz gris sin la torpe ostentación de los teñidos de los viejos presumidos. De repente, fijó la mirada acerada en Sonia, recorriéndola de arriba abajo, como un tratante en una feria de ganado.
—Ejem, ejem… —tosió discretamente Lazare para traer de nuevo a la tierra al notario Delamare.
—¡Discúlpenme! —replicó el hombre, un poco confuso—. Yo…, en fin, perdón… Los escucho.
Volvió con cierta nostalgia a mirar a Lazare con una actitud que parecía decir: «La policía solo tendría que contratar adefesios, se lo aseguro, sería más fácil para todos». El capitán expuso el motivo de su visita a la vez que insistía en la importancia de descubrir rápidamente nuevos elementos que permitieran orientar la investigación. El notario pareció reflexionar en la serie de sobreentendidos de aquella introducción.
—Este despacho que heredé de mi padre —dijo— es uno de los más importantes de París. A título personal, he conseguido una clientela del mundo del espectáculo, del show-biz. Es un medio que conozco bien, gracias a mi primera mujer que era actriz. La segunda era bailarina en el Crazy Horse…
—Entonces —dijo secamente Sonia para evitar la enumeración tipo Quién es quién—, ¿conocía a Eddy Stark?
—Sí, muy bien, incluso, ¿señorita…?
—Breton, teniente Breton. Ya nos presentamos al entrar.
Lazare le dio una discreta patadita bajo la mesa, luego retomó el curso de la conversación y explicó lo que esperaban de él. El notario lo escuchó sin volver a mirar a Sonia. Por fin, suspiró.
—He abierto el testamento de mi cliente y he verificado en el fichero central de disposiciones testamentarias que no se había depositado ningún otro documento en otra notaría. Como ya sabrán ustedes, en realidad se llamaba Michel Dupont…
—Sí, y había adoptado a un joven hace tres años —no pudo evitar añadir Sonia, crispada tanto por el aire de autosuficiencia del notario como por su manera de hablar, muy de alta burguesía parisiense.
—En efecto… Por lo demás, el testamento en cuestión se redactó un año después de que se cerrara definitivamente el proceso de adopción. Puedo comunicarles el contenido con una orden judicial. Tienen una, supongo. También tendría que avisar al Consejo Superior del Notariado.
—Todavía estamos bajo las condiciones de la investigación de un delito flagrante —dijo Lazare, menos molesto que Sonia, incluso más bien divertido por el aspecto del notario—. Nuestro jefe de grupo debe de estar en estos momentos en los juzgados de Versalles, puedo llamarlo si quiere…
—Sí, lo preferiría.
Sonia se levantó precipitadamente mientras enseñaba su teléfono. No tenía ningunas ganas de volver a estar cara a cara con el señor notario. Cuando hubo salido, Lazare adivinó en la mirada del notario que iba a hacer un comentario sobre el físico de su colega. No le dio ocasión.
—¿Podría darme ahora una indicación que me permita avanzar por poco que fuera, señor?
—Oh, por supuesto…
El notario dejó su sillón para dar la vuelta a la mesa, un mueble monstruosamente imponente con patas en forma de cariátides que soportaban un tablero de vidrio de dos centímetros de grosor. Tomó un fajo de papeles y volvió con Lazare.
—Estoy ya en situación de indicarle que Eddy me llamó, hace unos diez días, para pedirme hora. Quería modificar este documento, según me explicó, «después de haber reflexionado sobre ciertos parámetros de su existencia». No sé qué quería decir con eso. Excepto que quisiera reconsiderar los beneficiarios…, como de costumbre…
—¿Lo recibió?
—Desgraciadamente, no. He estado ausente estos últimos días, y Eddy no quería tratar el asunto con ninguno de mis colaboradores. Quedamos en llamarnos a mi vuelta de Berlín, es decir, esta mañana.
«Es decir, demasiado tarde», estuvo a punto de concluir Lazare. Se contentó con una mueca explícita. El notario Delamare seguía sosteniendo el documento entre sus dedos con la manicura impecable y sin alianza alguna. El capitán se moría de las ganas de arrebatárselo, pero se dio cuenta de que el notario esperaba el regreso de Sonia. La bella se hacía de rogar y la conversación languidecía. Lazare miró a su alrededor. Al contrario de lo que se encontraba cotidianamente en los despachos de la brigada criminal o en las oficinas de investigación, no había aquí ningún objeto insólito resultado de requisas ni un secretario plantado detrás de pilas de carpetas a punto de derrumbarse. Así que, o bien el notario no daba ni golpe, o bien estaba rodeado de manos que lo preparaban todo y mantenían aquel despacho en un estado impecable. El notario Delamare siguió la mirada del capitán que acababa de detenerse en un tapiz que cubría todo el paño de la pared frente a la mesa. Ilustraba la historia de la justicia, desde San Luis bajo el roble hasta una última escena del Antiguo Régimen.
—Este tapiz pertenece a mi familia desde hace más de ciento cincuenta años —explicó el notario—. Mi bisabuelo lo obtuvo a cambio de un servicio que su cliente no podía pagar. De un valor incalculable, fue fabricado en Beauvais y sobrevivió a la destrucción masiva de la Revolución porque estaba oculto en el granero de una granja. Hace veinte años nos lo robaron, arrancado sin ningún miramiento de esa pared. Estuvo en paradero desconocido durante años, pero sus colegas finalmente lo recuperaron. Ya ve…
—¿Qué, señor?
—Bueno, sus colegas… a veces consiguen resultados…
La vuelta de Sonia salvó al escribano de una respuesta mordaz de Lazare. La teniente puso un papel sobre la mesa:
—Aquí está la orden, enviada por fax desde la oficina de la jueza Nadia Bintge, de los juzgados de Versalles.
—Muy bien, en ese caso, vamos.