Antoine Glacier y su equipo habían vuelto hacia las ocho de la mañana a interesarse en las inmediaciones de la casa de Eddy Stark sin progresar significativamente hasta la llegada de un coche amarillo de correos. El cartero, que hacía aquel recorrido desde hacía dieciocho meses, tuvo que dar largas explicaciones sobre los hábitos de la estrella. Stark, por supuesto, formaba parte de las celebridades que mimaba un poco más que a los demás usuarios, a la altura del aguinaldo recibido en Año Nuevo. Además, el roquero era un hombre encantador que siempre lo invitaba a entrar cuando le llevaba un certificado. A menudo había gente y algo de beber como remate. Estos últimos tiempos, desde hacía cuatro o seis meses, el cantante recibía sobre todo cartas certificadas, la mayor parte con el membrete de oficinas de agentes judiciales, lo que permitía suponer que Stark «tenía preocupaciones». El día de su muerte, el cartero no llamó al portal porque no había certificados. No recordaba haber dejado nada en el buzón. Como lo habían encontrado atiborrado de prospectos de todo género, el cartero informó sobre los otros repartidores de publicidad. En unos minutos, el teniente llegó hasta el nombre y el número de móvil del empleado que podía haber pasado el día del crimen para llenar el buzón con propaganda.