Capítulo 20

El comisario Romain Bardet interceptó a Revel en cuanto puso el pie en el rellano del tercer piso. Había empezado a neviscar fuera, y el comandante todavía llevaba algunos copos pegados a los pelos de su loden.

—¡Ah, Revel —exclamó Bardet—, aquí está por fin! ¡Por Dios! ¿Dónde se había metido? ¡Hace horas que todo el mundo lo busca! ¡Venga a mi despacho!

Revel le pisó los talones a lo largo de un pasillo flanqueado por armarios metálicos. Allí, como probablemente en todos los edificios de la policía de Francia, faltaba espacio. Poco a poco los archivos invadían los lugares en los que estaban en principio prohibidos por motivos de seguridad.

—He sufrido una indisposición —explicó Revel para cortar de raíz cualquier pregunta—, he tenido que reposar un poco.

—¡Ah! ¿Es grave?

—No sé…

—Tensa demasiado la cuerda, Revel, hay que tener cuidado; un día u otro, eso le jugará una mala pasada. ¡Cuídese!

—Cuando tenga tiempo —gruñó el comandante—. Mientras tanto, me gustaría que quedara entre nosotros, jefe.

Entraron en el despacho del comisario, un espacio exiguo y sobrecargado de papeles, carpetas, registros, pero también objetos insólitos en aquel lugar: un saco de cuero del que sobresalía el mango de una raqueta de tenis y una toalla marcada con un famoso cocodrilo, puesta en el radiador.

—La prensa ha sacado el caso Stark, y empiezan a circular insinuaciones sobre la historia del sida —dijo Bardet, contrariado—. Es un follón. El fiscal está furioso.

—¿No creerá que he sido yo el que se ha ido de la lengua?

—No —dijo el comisario con una fina sonrisa—, lo conoce, sabe que no hay peligro… Piensa en alguien de su grupo.

—Imposible.

—Ya, bueno, todo es posible, lo sabe perfectamente. Vaya a aclarar eso, y, dentro de una hora, hacemos el resumen de la investigación. Hay novedades, supongo…

La tensión estaba en su apogeo cuando Revel hizo su entrada, rodeado por una nube de humo. Lo habían buscado toda la tarde y comenzaban a preocuparse porque no respondía al teléfono. Había oído sus mensajes, pero, ya que estaba allí, ¿por qué montar jaleo?

—Bueno —dijo mirando a sus cuatro colaboradores—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —rezongó Abdel Mimouni—. Hemos estado muy preocupados desde esta mañana… ¿Qué te ha pasado?

—Nada —refunfuñó Revel—, he tenido que arreglar unos asuntos…

—¿Y el teléfono? ¿Es para los perros? —insistió Renaud Lazare—. Coño, no eres legal, Maxime.

—¿Cómo? ¿No soy legal? ¿Tengo que rendiros cuentas ahora?

—Te decimos que nos hemos preocupado. Incluso hemos llamado al hospital y a tu hija…

Esta vez la que se implicó fue Sonia. El único que se mantuvo callado fue Antoine Glacier, pero pensaba lo mismo que los otros.

—¿Mi hija? Os prohíbo que la llaméis por este tipo de cosas. ¿Imagináis lo que puede pensar después de lo que vivió?

—Tranquilízate, hemos «adornado la verdad», como tú dices. Lo siento, Maxime, pero aquí no sabíamos qué hacer. El jefe ha venido tres veces para verte, no sabíamos ya qué decirle…

Levantó la cabeza, los fusiló con la mirada.

—Lo sé, lo he visto… También me ha dicho que alguien había parloteado con la prensa sobre Eddy Stark. Ahora todo el mundo sabe que tenía sida…

—No tenemos nada que ver —afirmó Lazare—. No me imagino quién ha podido…

—¡Tonterías! Pero bueno, el daño está hecho, habrá que contar con ello. ¡Joder, qué coñazo de medios, siempre siguiéndonos los pasos! Venga, os escucho.

Cada uno hizo su informe. Lazare y Mimouni describieron la horca improvisada que servía al cantante con toda seguridad para sesiones de autoerotismo. Los rastros de fricción en la parte alta del yugo apenas dejaban lugar a dudas. El equipo técnico trabajaba para fundamentarlo con las pruebas materiales. Pero no se había encontrado ni cuerda, ni lazo de ninguna especie en toda la casa. Así que, a menos que el cantante no hubiera muerto en el acto, y que hubiera dispuesto de tiempo para ir a esconder aquel elemento primordial justo antes de expirar, no era muy arriesgado especular con una intervención exterior. Aquello alejaba la hipótesis del accidente, y se orientaba lógicamente hacia un homicidio o una escenificación destinada a hacer creer en él.

—¿Con qué objetivo? —preguntó Revel—. Si nos imaginamos una sesión sexual entre varios, las copas y las botellas de la mesa nos permitirían pensar en ello, y si suponemos que ha palmado durante la maniobra, ¿por qué no dejarlo todo tal y como estaba?

—No sabemos nada… Hay varias huellas diferentes en los objetos de la mesa —confirmó Mimouni—, pero no se puede afirmar que su uso sea reciente. Su casa es un poco un burdel…

—¿Tenía mujer de la limpieza?

—Sí, va los viernes —respondió Lazare—, lo que explica el estado de la casa el jueves… He enviado un equipo a su dirección…

—Pues —retomó Revel que garabateaba unas notas en un trozo de papel—, si volvemos a mi pregunta…

—¿Te ronda algo por la cabeza? —sugirió Sonia.

—No, pero creo que esta situación no tiene lógica. O Stark se cuelga durante una sesión de cinco contra uno ayudado por estrangulación y juguete sexual, solo o acompañado, y su o sus compañeros de juego lo dejan allí y ya está… Pero desde el momento en que se llevan la cuerda, es que se nos quiere orientar hacia otra cosa…

—O es que es un homicidio puro y simple —replicó Lazare, con su buen sentido de norteño—. Una sesión no erótica, sino de tortura para crear la duda, precisamente.

—Ya… Todo está cogido con pinzas. Habrá que saber más sobre sus prácticas sexuales. ¿Algo sobre la enfermedad?

—No —dijo Lazare—, no hemos encontrado ningún rastro de nada que revele el sida de Stark. En cambio, hemos hecho otros descubrimientos interesantes que no están mal. ¡Te toca, Sonia!

La joven hojeó los papeles que tenía sobre las rodillas.

—Registros telefónicos —dijo con un poco de excitación en la voz—. Durante los últimos diez días, se repite un número varias veces, en las llamadas realizadas y recibidas. Lo intrigante es la hora de las llamadas, muy tarde por la noche o en medio de la noche. Destino: Nueva York. El nombre del abonado es Steve Stark-Kim. Es el hijo de Stark.

—¿El hijo? ¡Creía que no tenía hijos!

—Hijo adoptivo. Un joven coreano de dieciocho años, adoptado hace tres años.

—OK… ¿Eso abre perspectivas?

—Sí —respondió Lazare—. En Estados Unidos, está matriculado en una escuela de arte dramático privada, la Juilliard School de Nueva York, muy cara, como atestiguan las facturas encontradas. Ahora bien, los extractos bancarios de Stark demuestran que está pelado. Anuló una gira, luego otra, rompió un contrato con su casa de discos y cabreó a su mánager que le reclama un buen puñado de dinero, por lo menos diez millones de euros.

—Habrá que ver a toda esa gente… Confeccionad la lista según orden de importancia.

—Hay otro número que sale varias veces últimamente —continuó Sonia—, el de un notario, el señor Delamare, calle de las Pyramides, París. Hoy está en Berlín, pero he podido hablar con él. No ha querido ser preciso por teléfono, nos veremos mañana. He creído entender que Stark ha hecho un testamento, modificado varias veces, y que tenía cita en el notario…

—¿Y tuvo lugar la cita?

—No, estaba prevista para dentro de unos días.

—En los documentos —encadenó Glacier— hemos encontrado referencias de varios seguros. En Allianz, en Francia, y en Helvetia, una casa de seguros suiza, más una tercera en Estados Unidos. Helvetia envió un correo hace un mes indicando que se habían introducido las modificaciones y que entraban en vigor a partir del 30 de noviembre. Vamos a profundizar, pero parece que va de seguros de vida.

Señalaron algunos otros puntos todavía sin respuesta. Antoine Glacier resumió su puerta a puerta por los alrededores del domicilio de Stark, un barrio residencial de propietarios imponentes. Los vecinos, muchos del mundo del espectáculo o de la televisión, sabían de la afición de Stark a las fiestas y a los jóvenes, pero sus actividades privadas no tenían nada de diabólico. El día de su muerte, no se vio ningún coche en las proximidades de su casa, tampoco ningún merodeador o a nadie que tuviera un comportamiento sospechoso. Glacier se calló. Era frustrante, pero no había que desesperarse, seguramente habría nuevas «claves» en los próximos días.

—¿Eso es todo? —preguntó Revel—. ¿Y tu barman, Sonia?

La teniente sonrió ampliamente. Estaba satisfecha de sí misma y se notaba. Se levantó, avanzó hacia la mesa de Revel. Sin una palabra, puso delante de él la foto del jardinero, Thomas Fréaud, conocido como Tommy.

—Te lo he dejado para el final —dijo—. Él era el tipo que parloteaba sobre Stark y su sida…

—¡Bien! ¿Y el otro?

—Sin identificar. No era de los allegados a la víctima. Pero, a la vez, podría ser cualquier fan, o uno de los innumerables tipos que se relacionan con el séquito de las estrellas…

—¿Qué hemos averiguado sobre Fréaud?

—Nada emocionante —dijo Glacier que había interrogado a los vecinos—. Era un amigo cercano, seguramente más íntimo de lo que ha dado a entender. Pero trabaja de verdad…

—¿Dónde vive?

—En casa de su madre. Una casa pequeña en el centro de Flins, donde es vigilante guardesa de una urbanización. La hemos llamado, no responde. Parece que no está en casa.

—¿Qué hacemos? ¿Volvemos a tomarle declaración? —sugirió Lazare.

—No, prefiero que esperemos un poco. Intentemos primero saber algo más. Si solo tenemos estas bazas, nos arriesgamos a pegarnos un tiro en el pie porque no vamos a saber con qué pillarlo, aparte de ligeros «olvidos». En la actualidad, ya sabéis lo que pasa en las detenciones con el abogado… ¿Qué pensáis? —dijo Revel mientras los examinaba por turno.

No pensaban nada. Excepto que Revel tenía razón en cuanto a las detenciones preventivas con un picapleitos dando el coñazo. Pasó la época en la que uno podía esperar hacer que se vinieran abajo los sospechosos durante unos interrogatorios maratonianos, en los que se alternaban las buenas maneras con otras no tan buenas. Ahora los abogados asistían y, aunque no debían intervenir, no se privaban de hacerlo, recomendando a sus clientes que, sobre todo, no dijeran nada. Así que se quedaron expectantes, un poco sorprendidos cuando Revel les preguntó por segunda vez lo que pensaban o si tenían alguna hipótesis sobre los hechos. Esta actitud extraña en él, que se negaba a especular en el vacío, indicaba que tenía la cabeza en otra parte.

—Muy bien —dijo el comandante mientras se echaba hacia atrás—, lo dejamos aquí por esta noche. Voy a ver al jefe y todo el mundo se va a dormir.

Habría podido decir «Buen trabajo» o animarlos de un modo u otro. No hizo nada, pero a nadie se le ocurrió ofenderse.