Capítulo 19

Contento no era el calificativo que mejor se adecuaba a la situación de Revel. Confuso se acercaba más. También emocionado y extrañamente feliz mientras Marlène lo cabalgaba con una suavidad desacostumbrada. Ya no tenía la fogosidad de sus treinta años, la edad en la que la había conocido carnalmente. Había amado su cuerpo flexible y acogedor, y ahora se dijo que era la misma, sensual y diabólicamente eficaz. Marlène lo llevó al placer sin una palabra, sin un beso, sin un gesto superfluo.

Se dejó caer a un lado, tapó con la sábana aquel cuerpo que ahora le parecía pesado, mientras mascullaba. Pero en el fondo de sí misma, estaba radiante. Sabía lo que se ocultaba detrás de las groserías de Revel. En otra época, en la de sus amores clandestinos y apasionados, lo hacía de la misma manera, ruda y sin delicadeza. Ella adoraba aquello, lo adoraba a él. Si no hubiera sido puta, habría dejado a su mujer y se hubiera ido a vivir con ella. Lo había esperado, casi había pasado. Cuando encontró aquel salón de té para volver a Versalles, él la había animado a dejar Rambouillet donde hacía la calle en la linde del bosque.

Le gustaba cocinar, sobre todo hacer pasteles. La esperanza de una nueva vida con él, aun sin atreverse a decírselo, la había decidido a tomar la gerencia del salón de té que rebautizó como Les menus plaisirs de la Reine. Un sitio que había transformado a su manera, sensual y picarona, como también lo eran sus creaciones pasteleras. Marlène no tardó en ver llegar parejas que no tenían nada de legítimas. Revel estaba todavía destinado en la comisaría de Rambouillet y venía de vez en cuando, pero nunca cuando estaba abierto. Ella le reservaba sus noches, cuando él aceptaba. Y había aceptado una noche de invierno, hacía diez años. Le prohibió hablar con nadie de aquella noche pasada con ella mientras su mujer desaparecía de la faz de la tierra. Su historia se acabó allí, laminada por el acontecimiento. Marlène todavía estaba apesadumbrada por ello, y Revel seguía callado.

—¿Por qué has vuelto, Maxime? ¿Por qué ahora?

—Ha sido el azar, pasaba por aquí…

—Has visto la luz… ¿Te crees que soy gilipollas? ¿Qué te trae por aquí?

—No lo sé. Creo que voy a palmarla, así que hago una gira de despedida.

—¡Déjate de tonterías! Te conozco. Es por tu mujer, ¿no?

El silencio de Revel resonó como un reconocimiento en la humedad de la habitación recalentada, en medio del olor a sexo y perfume.

—A propósito —continuó con un vago tono provocador—, he vuelto a ver a Bartoli, hace un mes más o menos…

—¿Cómo, otra vez? —preguntó Revel, con el aliento entrecortado de repente.

—Vino a comer con una colega. No sé si se acuesta con ella, pero, conociéndolo, es probable.

—Sí, ¿y entonces?

—Hemos hablado… de ti, en fin, más bien de tu mujer. Es curioso, después de tanto tiempo… Bartoli me dijo que los polis nunca entierran a los muertos antes de haber encontrado el cuerpo. Me ha preguntado si te veía, si venías por aquí, en fin, preguntas en apariencia anodinas. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

—Hum…

—¿Sí o no?

—¡Sí! ¡Mierda, suéltalo!

—Creo que Bartoli sabe lo nuestro, no sé cómo. Y visto que tu mujer venía aquí, se ha puesto sobre la pista.

—¿Qué pista?

—La tuya. Sigue pensando que, en lo que se refiere a tu mujer, estás en el ajo.

—Buf, vale, déjale que piense lo que quiera, me importa un bledo. ¿Qué le dijiste?

—Lo que siempre he dicho hasta ahora. Que no nos conocíamos privadamente. Que sabía quién eras porque en la época en la que hacía la calle en Rambouillet, tú te dedicabas a aburrirme con tus denuncias… Que ignoraba que la sueca guapa y rubia que venía al salón de té era tu mujer, lo que era estrictamente cierto. Es todo, y nunca he cambiado ni una coma de lo que siempre he afirmado. Pero…

—Pero ¿qué?

Marlène estaba incómoda de repente. Revel se incorporó sobre un codo, con la cabeza todavía pesada por las peripecias de las últimas horas. Vio que ella miraba al techo, con la boca entreabierta, demasiado gruesa ahora gracias al bótox. Se enfadó.

—Pero ¿qué? ¡Acaba las frases, joder!

—Vale, hay una cosa que nunca te he dicho… Cuando tu mujer vino aquí por primera vez… Siempre les he dicho a los polis que vino sola…

—¿No vino sola? —se inquietó Revel que sentía de repente cómo se abría un abismo a sus pies—. ¿Con quién? ¿Quién la trajo?

—Bartoli.

Un velo negro cayó ante los ojos del comandante que se puso a rebobinar la película a toda velocidad. ¡Bartoli! Su colega. Su álter ego en la comisaría de Rambouillet, con el que lo compartía todo, los plantones, las comprobaciones, las partidas de tarot, y también las partidas de piernas abiertas con chicas que levantaban sin problemas. Eran jóvenes y sus accesorios hacían el resto, actuando como un potente afrodisíaco. ¡Bartoli, que iba a comer a su casa por lo menos una vez por semana! ¡Traidor!

—¡El hijo de puta! —juró entre dientes—. ¿Se la tiraba?

—¿Tú qué crees?

¡Y él sin ver nada! Nadie había visto ni sabido nada, ni él ni los investigadores de la PJ de Versalles, que tomaron el relevo cuando fue evidente que Marieke Revel no se había ido a dar un paseo romántico. ¡Qué bien había ocultado su juego el cerdo de Bartoli! Marlène meditó un momento.

—Creo que estaba colado de verdad por tu mujer —dijo por fin.

—Ya, ¿eso crees? ¿Y uno se lleva a un burdel a una mujer de la que está enamorado?

—¡Muchas gracias —se encabritó Marlène—, este es un sitio respetable! Lo que hacen los clientes cuando se van es asunto suyo. Y además, Bartoli venía aquí porque me conocía… Si hubiera tenido alguna noticia de nuestra… relación en aquella época, no se habría mostrado tan imprudente.

—¡Pero tú, tú podrías habérmelo dicho!

—¿Decirte qué? ¿Que Bartoli venía a mi… burdel como tú dices? ¿Como la mitad de tus colegas de Rambouillet que traían a sus amiguitas o a los putones que recogían mientras se dedicaban a sus negocios? En cuanto a tu mujer, si hubiera sabido que era tu mujer, me habría apresurado a decírtelo, ¡al menos habría tenido una oportunidad de que la dejaras!

Aquello tenía sentido. Nunca se acabaría de descubrir trucos detrás de los trucos, falsos pretextos y mentiras, traiciones y golpes bajos. ¡Bartoli! ¡Bartoli y Marieke! El mundo se derrumbaba a su alrededor. Se levantó con dificultad, se sentó en el borde de la cama, con el cuerpo desnudo, blanco, demasiado gordo, fatigado, incapaz de seguir.

—No estás bien, Revel —dijo Marlène mientras se levantaba a su vez—. Tienes que ver a un especialista, te pediré hora. Voy a ocuparme de ti…

Tenía ganas de mandarlos a paseo a los dos, a ella y al especialista. Pero estaba agotado, a su merced.

—Ya veremos —gruñó por decir algo.

Cuando estaba listo para irse, se dio cuenta de que su móvil estaba apagado. Marlène admitió que había sido ella porque quería que descansara. Si así era como iba a ocuparse de él, la cosa no iba a funcionar. Comprobó que tenía por lo menos diez llamadas perdidas y que eran las cinco de la tarde. Marlène lo miró con ansiedad.

—¿Volveré a verte? —dijo sin atreverse a preguntar cuándo, porque sabía hasta qué punto él detestaba las preguntas por partida doble.

—No lo sé todavía, Marlène. Ya veremos…

—Entiendo —murmuró la que, a diferencia de todos los demás, no le recomendaba que pasara página con su historia familiar y que siguiera adelante—. Ah, a propósito, toma, tengo algo para ti…

Revel, con la mano en el picaporte, se detuvo. Marlène se dirigió hacia un escritorio de palo de rosa, del que abrió el cajón de arriba. Sacó un paquete de fotos que empezó a ordenar.

—Estuve organizando la casa el otro día. He tirado una tonelada de viejos papeles y de fotos. Y estas, no sé por qué, las he guardado…

Revel las cogió con aprensión. La primera lo mostraba con diez años y diez kilos menos, con el pelo todavía oscuro y con bigote; posaba al lado de un coche de policía. La segunda se había tomado el mismo día, Revel estaba riéndose, con el brazo alrededor de los hombros de Jack Bartoli. Las siguientes eran del mismo orden, excepto las que se habían tomado aquí, en el saloncito de los Les menus plaisirs de la Reine, sin él saberlo, en una postura que no dejaba lugar a dudas sobre qué había ido a hacer allí el comandante. Contrariado, Revel comprobó que, contrariamente a lo que le había exigido, Marlène había conservado rastros de su relación. ¡Y qué rastros!

—Aparte de ti, ¿quién más ha visto estas fotos?

—Pues… nadie —murmuró—, ¿por qué?

—Porque si alguien las hubiera encontrado aquí, habría sido una puta mierda; tú y yo, ¿no te das cuenta?

—Las había olvidado, la verdad, y además, ¿quién iba a venir a buscarlas aquí?

—Pobrecita, ¿no conoces a los polis?

—Bueno, sí, precisamente. Yo no tenía nada que temer, no le hice nada a tu mujer…

—¿Qué insinúas, exactamente? —gruñó—. ¿También crees que me he cargado a mi mujer?

—Por fuerza alguien ha tenido que hacerle algo, ¿no? No digo que hayas sido tú. Sé que no has sido tú. ¡Dame esas fotos! ¡Voy a destruirlas!

Tendió la mano para recuperarlas, pero él la interrumpió con un gesto. Prefería encargarse él mismo, con la esperanza de que no quedaran más fotografías en los cajones. Iba a metérselas en el bolsillo cuando una se le cayó al suelo. Marlène se precipitó para recogerla.

—Ah, sí, esta… —murmuró al tendérsela a Revel.

En papel de mediocre calidad, Marieke Revel sonreía en el salón de té, debajo del cuadro que representaba a unas muchachas perseguidas en el bosque por jóvenes hermosos cuyos vestidos ajustados permitían adivinar las partes más favorecedoras de su anatomía. Estaba acompañada por una mujer, sentada a la mesa delante de una bandeja de pastas y una tetera. El corazón de Revel se aceleró.

—¿Quién es? —preguntó con la voz rota por la emoción que lo embargaba.

—¿Qué dices? ¿Estás de broma? Es…

—Ya sé que es Marieke, no me he vuelto amnésico. Te hablo de la otra…

La había reconocido inmediatamente por haberla tenido muchas veces ante él. Que apareciera en una foto con su mujer lo dejaba mudo. Marlène echó un vistazo a la foto e hizo una mueca.

—La mujer, esta, la morena, la que está con Marieke —repetía Revel como si se dirigiera a una niña un poco tonta.

—No sé quién es. Ni siquiera me acuerdo de haberla visto aquí. En todo caso, no he vuelto a verla desde esta foto, puedo asegurártelo… ¿Tú sabes quién es?

Saberlo, lo sabía. Aquella foto lo sumergía en un abismo de preguntas. ¿Como explicar que su mujer poco antes de su desaparición hubiera tomado el té aquí, en casa de su amante, con Elvire Porte, la viuda de Dumoulin, la hija de los dueños del café asesinados en La Fanfare?