Maxime Revel emergió del sueño sintiendo náuseas desde el fondo de la garganta. Se quedó un momento alelado al contemplar un techo desconocido antes de darse cuenta de que alguien roncaba a su lado. Discretamente, pero con aplicación. Se incorporó sobre un codo haciendo renacer en el pecho el dolor que lo había fulminado un poco antes. Antes de volver a caer de espaldas como un guiñapo, tuvo tiempo de reconocer a Marlène, guapa en su sueño, vestida solamente con una bata de satén rosa que descubría un pecho que el tiempo había desplomado un poco pero que ganaba en suavidad. Unos senos como le gustaban a Revel, y unas piernas impecables para un cuerpo que nunca había sido cuidado. Recordó que había amado apasionadamente a aquella mujer. Con una pasión turbia y malsana, como una droga. Avanzó la mano para rozar el seno izquierdo ampliamente descubierto, posó la punta de los dedos en la carne blanca en la que algunas venas trazaban líneas que parecían ríos tortuosos. Su cuerpo extenuado vibró con ese contacto como un viejo cascarón de nuez en plena tormenta. Se dio cuenta entonces de que el ronquido había parado. Marlène lo contemplaba con sus grandes ojos abiertos.