Capítulo 16

Sonia esperó a Stef delante de la cafetería Le Point chaud. Había decidido dejar de pasarse por enfermera y «carroñera» ocasional, y anunciar su profesión al barman sin darle tiempo de reaccionar. Lo vio llegar en scooter. Después de quitarse el casco, se pasó una mano nerviosa por su pelo castaño y, al divisar a Sonia en la acera, miró al restaurante.

—¿No hay sitio? —preguntó, visiblemente inquieto.

La joven agitó una bolsa de papel.

—He comprado dos sándwiches, vamos a comérnoslos a mi despacho…

Con las neuronas todavía medio dormidas, no asimilaba bien la situación.

—¿Tu despacho? Creía que eras enfermera…

—Soy poli —dijo mientras sacaba su identificación y la agitaba delante de él—. Tengo unas preguntas que hacerte…

—Pero… ¡Bueno, no me digas! ¡Es una locura! ¿Y si me niego?

—Haz lo que quieras pero no te lo aconsejo…

Con un gesto del pulgar, señaló a tres guardias uniformados que esperaban en la acera, a pocos metros. El chico se puso a machacar la correa del casco. Sonia esperó pacientemente a que fuera más despacio el carrusel de preguntas que lo inquietaban: ¿el seguro sin pagar, los dos gramos de coca en el bolsillo y la china de hachís en su casa, o la menor de edad que se había tirado la semana pasada lo había denunciado…? Al borde del pánico, estaba muy lejos de imaginar lo que esperaba de él la morena y alta con la que tenía pensado sacar toda la artillería.

—Está bien, voy —farfulló—, pero tendrás que explicarme todo este circo.

Abdel Mimouni se había instalado en un despacho momentáneamente libre para exponer lo que había traído del segundo registro en casa de Eddy Stark. Cada vez que encontraba una foto, se la daba a Antoine Glacier, que ya había empezado a montar unos paneles para hacerse una idea de las compañías del roquero. En la mayor parte de las fotos estaba escrito un nombre, excepto en las de un joven de tipo asiático que seguía en el anonimato.

—Seguramente uno de sus favoritos —cortó Glacier que a menudo utilizaba un lenguaje rebuscado y de palabras poco usuales.

—Supongo que te refieres a una de sus mariquitas —rectificó Mimouni.

Muy alto y muy delgado, Antoine Glacier ocultaba una hermosa mirada color esmeralda detrás de unas gruesas gafas de empollón. Sonia había intentado que cambiara de montura, pero se aferraba a sus gafas redondas. Soltero también él (aquel grupo formado casi únicamente por corazones libres era uno de los grandes temas de discusión para el resto de la PJ), sus teorías y razonamientos, tan juiciosos como perentorios, ocultaban una timidez al límite de la patología. A los treinta y tres años, todavía vivía con sus padres, y las dos partes estaban encantadas con el arreglo. Mimouni incluso llegaba a especular sobre su ausencia de vida sexual. De esta manera, mantenía una leyenda y un misterio reforzados por un carácter poco expansivo. La operación «puerta a puerta» había sido un calvario para él, tanto más cuanto que era lógicamente Sonia, la última en llegar, la que tendría que haber cargado con ello. Pero había conseguido convencer al jefe de que dos oficiales para aquella tarea era uno de más. Esta hizo su entrada, precisamente, con unos vaqueros negros ceñidos y un jersey del mismo rojo que la cinta con la que se sujetaba los largos cabellos.

—Chicos, ¿en qué punto estáis con las fotos?

—Tenemos unas veinte —dijo Glacier—, si esperas media hora creo que tendremos el doble… ¿Por qué?

—Tengo a mi cliente al lado. Voy a enseñarle ya lo que tenéis. Trabaja esta tarde, no voy a poder tenerlo aquí mucho tiempo.

—Como quieras. Haz que describa con precisión a los dos individuos, eso nos podría orientar un poco, hazlo pasar también por el fichero informatizado…

—Buf —suspiró Sonia, agotada por anticipado.

Abdel Mimouni intervino:

—Guapa, ¿necesitas ayuda?

Sonia negó con la cabeza, haciendo volar su cola de caballo graciosamente. Glacier la miró salir con el rabillo del ojo.

—No veas lo buena que está… —soñó Mimouni mientras volvía a sus cajas de documentos.

—¡Mira bien estas fotos, Stef!

—Preferiría que me llamara Stéfane Bouglan y que no me tuteara…

—Tienes razón, chaval, ¡no hemos comido del mismo plato! Bien…, señor Dugland, ¿puede echar un vistazo a estas fotografías y decirme si reconoce a alguien?

—¿Y si me niego?

—¡Qué manía tienes! Si te niegas, levanto un atestado de lo que me has dicho esta noche, y te pongo en detención preventiva por obstrucción a la justicia. Luego, irás a ver al juez…

—Esta noche, usted estaba borracha y me ha hecho hablar contra mi voluntad…

—¿Quién va a creerte? Date cuenta de que yo soy oficial de policía y tú no. Y has sido tú el que me ha hecho beber, no a la inversa. Además, testificaré sobre lo que me has dicho a propósito de mamadas en los cagaderos, sobre la coca y los menores que beben alcohol en tu bareto. Esto podría valerte por lo menos seis meses de encierro. Y tu jefe estará contento.

—¡Es repugnante!

—Sí, pero no hay que hablar sin ton ni son con gente a la que no se conoce.

—No tiene ninguna prueba.

Sonia Breton metió la mano en un bolsillo de sus vaqueros, sacó un pequeño aparato rectangular de marca Olympus. Lo agitó.

—Sí que tengo —dijo—. Y tengo una puñetera manía, lo grabo todo cuando curro.

Nadie le había explicado al barman charlatán que semejante grabación no valía como prueba ante un tribunal. Hay que decir que sus estudios habían sido cortos y laboriosos. Sabía hacer los mojitos como nadie y ligarse a las chicas con la misma facilidad. Pero no recordaba haber abierto un libro en su vida. Tenía la sensación de que no iba a dar la talla jugando a ver quién era más listo.

—OK —resopló Stéfane Bouglan sin más argumentos—, pero tengo que irme dentro de una hora.