Maxime Revel salió contrariado del palacio de justicia, y decidió que el único medio para calmarse era ir a comer un bocado. Pensó en llamar a los miembros de su equipo para convocarlos en una de las cantinas. Solo Sonia había tenido que quedarse de servicio, pero no tenía ganas de estar a solas con ella ese día. Estaba molesto por la admiración excesiva e injustificada de la que lo rodeaba. Indeciso, se detuvo para encender un cigarrillo y, al levantar la cabeza, vio el letrero, Les menus plaisirs de la Reine, en tonos de flores marchitas y de verde pálido, combinados con el fucsia de las gruesas cortinas. Apreció el guiño del destino.
¡Un ambiente silencioso, discretas conversaciones, sutiles olores y hermosas mujeres, que almuerzan unas con otras o en compañía de hombres elegantes y educados! Revel se vio a sí mismo como un elefante en una cacharrería. Las dos chicas que atendían la sala, vestidas como criaditas del siglo XVII, se quedaron un momento con la bandeja en el aire. La más joven se lanzó hacia el fondo de la habitación, decorada en un estilo vagamente inglés, con los sillones Chesterfield y veladores de falso palisandro. Había olfateado el olor del poli. La ayuda llegó en la persona de una generosa rubia de pelo corto, en la cincuentena y muy maquillada, embutida en una falda de seda del mismo verde que el de los postigos del antiguo La Fanfare y el del escaparate de Les menus plaisirs de la Reine. ¡Celadón! A Revel le vino la palabra a la mente en el momento en que la mujer se plantaba delante de él con los brazos cruzados y una sonrisita entre inquieta e insolente en los labios carnosos, repasados y corregidos en versión 3D.
—Vaya, vaya, el corral está de excursión —dijo con la voz contenida, a fin de no asustar a los consumidores ocupados en dar el último toque a su plan de ligue.
—Hola, Marlène —se conformó con decir Maxime, mientras daba una larga calada a su Marlboro.
—¡Eh! —se rebeló la rubia—. ¡Aquí no se fuma!
Revel buscó un cenicero con la mirada, y ella le indicó la puerta. Mientras volvía a la sala, notó que le venía un ataque de tos y adivinó que iba a ser terrible. En cuanto comenzó a toser, todos callaron y se volvieron a mirarlo. Marlène lo cogió del brazo y lo arrastró rápidamente hacia la parte de atrás del establecimiento. El equipo de la cocina suspendió su actividad a la vista de aquel personal insólito. La jefa sostenía como podía a aquel bigardo que escupía los pulmones. Alguien se precipitó con un vaso de agua, pero Revel era incapaz de un movimiento controlado. Todos recularon, excepto el lavaplatos que adelantó una silla. ¡Demasiado tarde! Doblado en dos, el comandante cayó de rodillas.
Unos minutos más tarde, Marlène volvió a la sala y se inclinó hacia el oído de un cincuentón, sentado a la mesa con una joven, pava, morena, más pintada que una obra maestra robada, y que no dejaba de reír con la charla de su acompañante. El hombre se levantó mientras se excusaba con una sonrisa, dejó la servilleta al lado de sus creps con verduras-curry-ensalada de rúcula y siguió a la encargada. Los empleados habían acostado a Revel en el primer piso, en la cama de su gabinete, una habitación sobrecargada de figurillas y adornos. Una verdadera decoración de entretenida, habría dicho el policía, si hubiera podido. El ataque de tos se había calmado, pero apenas podía recuperar el aliento. Parecía que estaba a punto de fallarle el corazón, que latía a gran velocidad. El hombre del cabello gris le tomó el pulso y le examinó las pupilas:
—No lo muevas de aquí —dijo a Marlène—, voy a buscar mi botiquín al coche.
Revel, que se sentía atrapado, intentó ponerse en pie. Sin miramientos, Marlène lo puso de nuevo en la horizontal.
—Hoy mando yo —dijo en tono desafiante.
—Me sorprende que esté todavía en este mundo —soltó el médico cuando hubo examinado al comandante—. Debería enviarlo al hospital.
—Ni hablar —gruñó Revel que sentía que le volvían las fuerzas.
—De todos modos, tendrá que pasarse, fuma, escupe sangre, el ritmo cardiaco es totalmente anárquico…
—¡Déjeme en paz!
Marlène abrió los brazos en señal de impotencia.
El médico gesticuló contrariado antes de volverse para preparar una jeringuilla. Por sorpresa, Revel recibió en el muslo una dosis de tranquilizantes. Intentó rugir pero, dada su debilidad, no profirió más que un gritito de niño. En menos de diez segundos, perdió el conocimiento.
—Dormirá algunas horas, eso no le vendrá mal. Pero después, tiene que ir al médico. Envíalo a Méchart…
—¿El oncólogo?
—Sí, pasa consulta en el hospital de Chesnay…
—¿Crees que tiene cáncer?
—Lo peor nunca es seguro pero, si no lo tiene todavía, no le falta mucho. Convéncelo de que se trate rápidamente en todo caso, los síntomas no son buenos.
—Convéncelo, convéncelo —refunfuñó Marlène—, si piensas que este se deja convencer… Además, llevamos unos años distanciados…
—¿Sí? Entonces ¿qué hace en tu cuarto?
—Yo también me lo pregunto —murmuró la dueña, pensativa.