Capítulo 14

Maxime Revel Dejó en el palacio de justicia al fiscal Gautheron, y se fue más convencido de la opinión que tenía sobre él desde que lo conoció: era un perfecto idiota. Claro que aquella apreciación se convertía en un leitmotiv ya que trataba a los otros de «idiotas» tan fácilmente como algunos empleaban las calificaciones de «simpático» o «cachondo». Sin embargo, Romain Bardet lo había prevenido: ¿le parecerían lo bastante nuevos los elementos al fiscal como para que redactara una requisitoria complementaria para el juez Melkior, todavía a cargo del expediente Porte? Claro, por supuesto, Gautheron no había dicho que no, no pedía más que el tiempo de mantener una discusión con el juez.

—¡Es demasiado poco, compréndame! Cambios de color de los postigos… Y luego ese chaval, Nathan Lepic, que reaparece después de diez años… ¿No se lo interrogó en el momento de los hechos? Estaba en la lista de testigos, ¿no?

—El chaval era autista, una forma grave de la enfermedad, «en el momento de los hechos», como usted dice. Se fue a un establecimiento especializado, y sus padres se mudaron menos de un mes después de los asesinatos. El padre es profesor y consiguió un traslado cerca del centro de Lanternat, Normandía, en el que se internó a su hijo. Se contactó con ellos pero no sabían nada; no estaban en casa la noche de los crímenes. El joven Nathan estaba confiado al cuidado de su abuela, quien, según declaró en la época, estaba viendo la televisión en su habitación desde donde no se podía ver el café La Fanfare. Murió el año pasado.

Louis Gautheron hizo una mueca que quería decir: «Nada nuevo»; pero si se hubiera expresado en voz alta, no hay duda de que Revel se lo hubiera tomado a mal. El comandante había releído las declaraciones de los parientes de Nathan. Estos estaban al borde del agotamiento porque su hijo nunca dormía más de una hora seguida, y se pasaba las noches rondando por su habitación como una fiera enjaulada, sin dejar de mascullar una serie de cifras, de sumas, de multiplicaciones que hacían de él un superdotado en cálculo mental, pero un ser totalmente incapaz de socializar. Nathan podía memorizar una serie de 20 o 30 cifras de un vistazo, y solo tenía interés por los motores de los que contaba en bucle las piezas en las fotografías clavadas con chinchetas en su habitación. Solo se le pudo tomar declaración bajo la estrecha vigilancia de un médico. Y si los investigadores insistieron en que tuviera lugar, fue porque la ventana de la habitación del chico daba al bar de La Fanfare. La operación no tuvo otro resultado que sacar de sus casillas al oficial encargado del interrogatorio. El niño no se quedaba quieto ni un momento, contaba todo lo que entraba dentro de su campo de visión y soltaba gritos taladrantes. En aquella época no era obligatoria la grabación en vídeo, lo que era una lástima porque Revel estaba convencido de que el chico pudo soltar algún detalle significativo en medio de sus delirios. Su colega quizá lo había pasado por alto porque el niño ya no era capaz de concentrarse. Después, el médico que trataba a Nathan se opuso tajantemente a cualquier nueva declaración.

—Y usted cree que hoy está curado y que, milagrosamente…

Había en esta frase una ironía que Revel prefirió ignorar porque si no la discusión habría acabado mal. Él era un coloso y el fiscal, un peso pluma, no habría dado la talla.

—No sé si está curado, pero, según mi informadora…

—La señora Reposoir… Si mi memoria no me falla, planteó muchas hipótesis dudosas durante la investigación, ¿no? ¿Y no tenía la vista puesta en el café La Fanfare?

Sí, se dijo que el negocio, muy floreciente, era objeto de la codicia, entre otros y en primer lugar de Annette Reposoir. Sí, la charlatana había dado a entender cosas que la investigación por otra parte había sacado a la luz. Como las relaciones poco afectuosas entre los padres Porte y su hija, a la que consideraban una fracasada que lo tenía todo para triunfar y que lo había estropeado todo. Por otro lado, que Elvire Porte hubiera deseado la desaparición de sus padres no habría sido sorprendente. Ahora bien, parecía absurdo que hubiera pasado a la acción porque, a pesar del poco afecto que le manifestaban, los quería. Además, tenía una coartada para la noche de su muerte. No obstante, ella se convertía en la única heredera del café, de la casa y de unos ahorros considerables. Era una cuestión que Revel nunca había perdido de vista una vez que, trasladado a la PJ de Versalles, había intentado por todos los medios recuperar el expediente Porte.

—Sí, es más, Annette Reposoir ha hecho todo lo que estaba en su mano para convencer a la heredera de que le cediera el comercio…

—¿Lo ve usted?

—¡Pero nunca lo ha ocultado! Casi se había convertido en un juego un poco perverso entre Elvire Porte y ella… Una manera de comunicarse entre dos personas particularmente solitarias… Querría volver al asunto, señor fiscal —cortó Revel abruptamente—. Le decía que la familia Lepic ha vuelto a vivir a Rambouillet, a la plaza Félix-Faure, porque la casa le pertenece, y que hoy el hijo, que ha aprobado un bachillerato científico, puede aspirar a llevar una vida más o menos normal. La señora Reposoir ha hablado con Nathan y le parece capaz de mantener una conversación y, en consecuencia, prestar una declaración válida.

El gesto del fiscal se oscureció.

—Pero ¿qué espera exactamente?

Revel habría preferido que el comisario Bardet se hubiera encargado de aquel ejercicio dialéctico, pero este comenzaba aquel día una sesión de dos días en los juzgados de Val d’Oise para testificar en un proceso que se anunciaba tumultuoso. El comandante estuvo a punto de dejar aquel despacho para irse a Rambouillet a verse con Nathan Lepic, quien seguía gozando de una memoria excepcional.

—Como ya dijimos en aquel momento, el niño pasaba mucho tiempo en su ventana dedicado a contar los coches, anotar los números de las matrículas y describir las características de las carrocerías, de los motores… Debió de ver algo esa noche. Ahora puede comunicarse mejor. Tiene un ordenador en la cabeza. No quiero pasar por alto esa posibilidad.

Por un momento, Revel creyó que lo había logrado.

—Voy a hablar con el juez —farfulló el fiscal.

—En ese caso, dígale que también voy a volver al bar, que quiero saber qué hay detrás de las reformas, aunque eso no le diga nada a usted.

El fiscal Gautheron permaneció un largo rato inmóvil, con las manos cruzadas sobre el informe que Revel le había llevado como fundamento de su gestión. «¡Maldito carácter!», refunfuñó en dirección al comandante que había olvidado saludar al marcharse. De paso, no había podido hablarle del procedimiento de declaración de ausencia que, desde su punto de vista, marcaría el fin de una historia y el principio de otra. Verdaderamente, Revel no era como todo el mundo.

Louis Gautheron se acordaba de su energía para buscar a su mujer, de su cólera homérica cuando le mostraron la evidencia de sus infidelidades. Miró el informe Porte, y estableció la relación con lo que preocupaba a Revel. Los hechos se habían desarrollado la noche en la que su mujer había desaparecido. Después de diez años debía de asociar los dos casos como las dos caras de un mismo acontecimiento.

Cuando la mañana del 21 de diciembre de 2001, llegó a la escena del crimen en La Fanfare, ignoraba que su mujer todavía no había vuelto aquella noche. Su hija Léa se había despertado para ir al colegio, y no había encontrado a nadie en la casa. El lecho conyugal no estaba deshecho y, en la cocina, todo había quedado en el estado en el que ella lo había dejado la víspera por la noche. Léa alertó a los vecinos después de haber intentado en vano localizar a su padre y a su madre en sus móviles. Revel fue avisado mientras efectuaba las comprobaciones en el café La Fanfare. Había pedido a sus vecinos que llevaran a Léa al colegio, no se mostró inquieto y, después, esta ausencia de reacción había pesado mucho. Igual que su obstinación en no responder a cuestiones embarazosas, o su coartada inverificable. Pretendía haber estado de plantón toda la noche, cerca de una casa ocupada, en un caso importante de tráfico de estupefacientes, solo. Era posible que, hacia las dos o las tres de la madrugada, se hubiera quedado dormido. Nadie podía confirmar sus alegaciones. A la pregunta de por qué no había ningún rastro de llamadas a su mujer en su móvil o en su domicilio, respondió que no lo hacía nunca, que no había problemas en su pareja y, aunque adoraba a su hija, no era de esos padrazos siempre encima de sus críos. Consideraba que la educación de los niños era globalmente cosa de mujeres.

Louis Gautheron no conseguía hacerse una opinión. Revel era una fortaleza inaccesible, con el puente levadizo levantado. No se podía entrar. Y no se podía saber nada. Como muchos otros en Versalles, al fiscal le habría encantado saber lo que le había pasado a Marieke. Cuando intentaba ponerse en el lugar de Revel (y Dios sabía que el ejercicio le costaba) llegaba a comprender su obsesión: que el caso Porte no caiga en el olvido definitivo porque obligaba a todo el mundo a recordar que nunca se había encontrado a su mujer. En fin, quizá se trataba de eso, ¿cómo estar seguro con un hombre con tantos secretos? Louis Gautheron cogió el informe con un suspiro y llamó al juez.