No era el único en aquel estado. Renaud Lazare parecía un conejo al que hubieran dejado demasiado tiempo a marinar en vino tinto. Tenía los ojos inyectados en sangre, la boca estropajosa y tanto dentro como fuera del cráneo sentía el pisoteo de manadas de grandes animales. Sonia lo había despertado a las seis. No tenía ganas de que llegaran los jefes y tener que explicar la presencia de dos catres en el despacho del grupo. Dos, porque tampoco ella había vuelto a casa.
—Deberías llamar a tu mujer —aconsejó la teniente, que temía ver presentarse al dragón.
Una mañana, Armelle Lazare había venido a montar un escándalo porque su marido había dormido fuera de casa sin avisar. Sin saber por qué no había llamado, se había comportado como una arpía, aunque era probable que simplemente estuviera tremendamente preocupada y fuera incapaz de expresarlo. En esa ocasión, Revel había amenazado a Lazare con el traslado. Para él, un hombre incapaz de hacerse respetar por su mujer no tenía sitio en la PJ.
Mientras Lazare se explicaba con su marimacho, Sonia se había dado una ducha. Después bajaron a tomar un café en una cafetería en la que Lazare se atiborró de cruasanes para empapar los whiskys de la noche anterior.
—¿Qué le has contado a Revel? —preguntó mientras masticaba bollería—. ¿Por qué querías verlo?
Ella le resumió su «entrevista» con Stef, y el informe que había dado a Maxime Revel.
—¿Y eso es todo? —se sorprendió Lazare con la mirada baja.
—Bueno, no, también hemos follado como animales, ¿no has oído nada?
Lazare había esbozado una vaga sonrisa, tragado la mitad del ardiente café y mirado con toda seriedad a Sonia.
—Te lo desaconsejo, chiquilla. No sería bueno para nadie.
—¿Qué sabes tú?
—¡Déjate de tonterías! Sabes muy bien lo que quiero decir. Revel no está hecho para el amor, ni para la felicidad.
—¿Rodamos un nuevo episodio de Los osos amorosos esta mañana o qué?
—Tú lo has entendido muy bien. Revel es un traumatizado de la vida. Sufrió en su infancia y creo que después nunca ha podido recuperarse. Tuvo la oportunidad de volver a empezar con una mujer a priori magnífica, e hizo todo lo posible para que fracasara, vete a saber por qué…
—¿Por qué a priori magnífica?
—Porque nunca se sabe todo de la gente, incluso cuando se convive cada día…
—¡Siempre he creído que su mujer era una joya, un modelo! ¿Qué estás sugiriendo exactamente?
—Nada, creo que estaba muy bien, en efecto.
—¡No entiendo! —se rebeló Sonia—. Estoy en el grupo desde hace un año y no consigo enterarme de lo que pasó. Una diría que habéis recibido la orden de mantener la boca cerrada. ¿Es eso?
—No, pero a Maxime no le gusta que se hable de su vida a la ligera, así que vayamos con cuidado. Después de todo, está en su derecho.
—Hay otra cosa. Estoy segura de que hay otra cosa. Y yo a Maxime le molo, como tú dices, ¡así que quiero saber lo que hay, y si no, voy a averiguarlo, y le obligo a decirme lo que siente en su corazón y por qué no quiere hablar de su mujer!
Sonia se había interrumpido, sin aliento.
Renaud Lazare la contemplaba sin moverse.
—Creo que sería la peor idea de todas.
—Entonces, explícamelo, si no, te juro que monto un escándalo.
Después de haber barrido con la mano algunas migas que habían caído en su jersey negro, el capitán se inclinó hacia ella.
—Esto que no salga de aquí. Solo para que estés al corriente y dejes de fantasear. El caso no es tan sencillo como parece.
—Me das miedo…
—Tampoco es eso, pero, por lo que tú sabes, la mujer de Revel tenía mil motivos para largarse. Ya ves cómo trabaja, el tiempo que pasa fuera de casa, a veces sus excesos, pues bien, en aquella época era peor. Aparentemente ella lo encajaba todo, pero, después de su desaparición, nos enteramos de que había… buscado sus compensaciones.
—¿Con aquel profe de dibujo de la MJC? He oído hablar de eso, en efecto.
—Sí, aquel era el lío en curso en el momento de su desaparición.
—Quieres decir…
Lazare le había explicado cómo Revel, después de romperle la cara a su rival y antes de admitir que no tenía nada que ver con la desaparición brutal de su mujer, no paró hasta buscar en el pasado lejano, y remontarse a acontecimientos que se le habían escapado.
—Acabó por enterarse de que no era la primera vez. E incluso de que su aire angelical ocultaba un gran apetito…
Sonia se había incorporado en su asiento, incrédula.
—¡Vaya! ¡Qué pasada! A lo mejor fue uno de sus amantes, celoso o rechazado, que le ajustó las cuentas, ¿pensasteis en eso?
Lazare se encogió de hombros. Él había llegado mucho después. Pero sí, los investigadores habían pensado en ello. Por su apariencia avergonzada e incómoda, Sonia había entendido que todavía era peor para Revel.
—Los colegas del grupo de personas desaparecidas siguieron la pista de los amantes pero tenían una duda muy grande, que nunca desapareció.
—¿Quieres decir sobre Maxime?
—Sí.
Durante la reunión, a Sonia le costó concentrarse en el informe de la muerte del cantante y en las consignas que Revel estaba dando después de hacer un sucinto resumen de la autopsia. Miraba al comandante y no podía dejar de pensar en las insinuaciones de Lazare. O más bien, las de los colegas que habían seguido el caso durante años. Era extraordinario que no se hubiera encontrado nada, absolutamente nada que pudiera aportar un principio de explicación para la desaparición de Marieke Revel. No se había llegado a ninguna hipótesis.
El 20 de diciembre de 2001 había salido de su casa en coche, hacia las siete de la tarde. Había dejado a la pequeña Léa en compañía de una joven vecina que hacía de canguro en sus horas libres. Se dirigía al otro extremo de la ciudad de Rambouillet para dar sus cursos de música en la MJC, situada en un barrio popular. A pocos días de la Navidad, preparaba dos coros para un concierto que se celebraría en la iglesia Saint-Lubin, en Nochebuena, para la misa del gallo. Marieke no era creyente pero era caritativa y altruista y, sobre todo, le gustaba proponerse desafíos, quizá a causa de la imagen tan degradada que proyectaba su marido. Había dado las clases, hasta las nueve y cuarto, sin incidentes, a diferencia de otras noches. Como sucedía a menudo, faltaban cantantes y eso la contrarió un poco, porque la fecha de la representación se aproximaba. Se había ido de nuevo en su coche, sola, al acabar el ensayo.
Nadie había vuelto a verla. Todos los que se habían cruzado aquella noche con ella, integrantes del coro, sus familias, compañeros y compañeros de los compañeros, los voluntarios de la MJC, su entorno, sus compañeros y de nuevo los compañeros de los compañeros, habían sido interrogados. Se había llegado hasta un profesor de dibujo, amante de la bella sueca. Tenía una coartada sólida, y su mujer había descubierto su traición gracias a la investigación. Su sinceridad no dejaba lugar a dudas. Después, tirando de los hilos, los colegas habían encontrado otras historias, más bien aventuras sin futuro, con hombres con los que se había cruzado en un acogedor salón de té del centro de Versalles. Un lugar que todos los polis de Rambouillet conocían, allí uno encontraba peluqueras el lunes, maestras de escuela los miércoles o, como Marieke, ociosas mamás mientras los niños estaban en la escuela. En la misma acera y en la de enfrente, varios hoteles muy acogedores recibían a las efímeras parejas. Un gran Ibis, en la esquina de la cercana avenida, garantizaba todavía más discreción y anonimato. El establecimiento Les menus plaisirs de la Reine (Los pequeños placeres de la reina) recibía a Marieke Revel, como a otras mujeres desatendidas, decepcionadas o ávidas de emociones. ¿Cómo no lo había sabido su marido? La dueña, una antigua prostituta de Rambouillet reconvertida a la repostería, en principio había quedado fuera de la investigación: no sabía nada de sus clientes, no conocía a nadie. Que luego no hubiera al respecto nada con que seguir, que Revel buscara a su mujer sin resultado con la energía de la desesperación, no hablaba forzosamente en su favor, había explicado Lazare. ¿Quién mejor que un poli podía desbaratar las trampas tendidas por otros polis, evitar los escollos que siempre, en un momento u otro, hacen tropezar al culpable?
Sonia miraba a su jefe de grupo y no conseguía imaginarlo en ese papel.
—¡La Tierra llamando a Sonia! —dijo el comandante con voz grave y ronca—. ¿Estás con nosotros, Sonia?
La teniente salió de su meditación con sobresalto imperceptible. Los otros tres aprovecharon para cachondearse. El comandante llamó a todo el mundo al orden:
—¡Dejemos las tonterías, aún no es la hora del recreo! ¡Venga, vamos a recapitular!
No hizo falta más de un cuarto de hora para hacer balance y repartirse las tareas. Abdel Mimouni y Renaud Lazare volverían a registrar la casa de la estrella, con las cuestiones planteadas por su enfermedad. Esta vez, además de medicamentos, interesaba buscar pistas de seguimiento médico, papeles. Revel estaba intrigado por ese «secreto» y quería profundizar. Durante ese tiempo, Antoine Glacier, ayudado por otros colegas de servicio, iría a llamar a las puertas, en sentido amplio: vecinos, relaciones, la lista de amantes. Y revisar los ficheros. Cuando se parte de nada o de no gran cosa, los «antecedentes judiciales» eventuales descubren la punta del hilo del que tirar para, luego, desenredar el ovillo. En la misma línea, habría que volver a tomar declaración a Thomas Fréaud, para hacerle escupir lo que supiera. Mimouni se opuso porque según su opinión no tenía más que decir, pero Revel no pensaba igual.
—Un criado es un jarrón con orejas y webcam. Seguro que no te ha contado todo. En cuanto a ti, Sonia, vas a volver a ver a tu barman…
¡Lo había olvidado! A él, a sus cubatas, sus mojitos y los podridos secretos que robaba en un rincón del mostrador. Esperó, inquieta por lo que iba a tener que hacer.
—Tú eliges —dijo Revel sombríamente—, o bien te acuestas con él para tirarle de la lengua en la almohada, o bien…
Sonia conocía lo suficiente a Revel como para saber que no le gustaba esa clase de broma fácil. Así que quedó en silencio y atenta. Una vez más, los otros rieron, excepto Lazare, un poco apagado.
—… era broma —dijo el jefe de grupo con una delgada sonrisa que en él equivalía a una gran risotada—, haz como te parezca pero hay que volver a ver a ese… Stef. Y recoger la mayor cantidad de fotos de los allegados, amigos, relaciones del cantante, confeccionar un álbum y tú, Sonia, se lo muestras.
—Eso le cortará el impulso amoroso —rio sarcástico Mimouni.
—OK —dijo Sonia—, entendido. Prefiero poner las cartas boca arriba. Además ese tipo no me interesa para nada, ¡es demasiado joven para mí!
—Id —zanjó Revel—, nos contamos las novedades a última hora.
Nadie se atrevió a preguntarle cómo pensaba tomar parte en la investigación.
El comisario Romain Bardet estaba incómodo. Cuando vio llegar a su despacho al comandante Revel, le entraron muchas ganas de mandarlo a afeitarse, a cortarse el pelo que le cubría el cuello, a comprarse ropa porque la que llevaba no tenía ni forma ni color. Pero una especie de lástima mezclada con respeto se lo impidió. Aquel hombre, según se decía, vivía un infierno. Bardet no sabía gran cosa de su historia, pero el comisario de división Philippe Gaillard, de la PJ de Versalles desde hacía una docena de años, casi era un íntimo suyo y le había hablado a menudo de él.
—¿Dónde estamos? —preguntó sin saber exactamente de qué caso había venido a hablarle Revel—. Me acosan los medios y no sé qué decirles. Los mando al jefe que los reenvía al fiscal, pero noto que se impacientan… ¿Tiene familia Stark?
—Sus padres murieron hace mucho, era hijo único. Debe de tener dos o tres docenas de exnovias y otro tanto de exnovios pero nunca se ha casado. No se sabe si ha llegado a reproducirse.
—Es triste. Después de años de gloria, acabar así…
—Ya…
—¿La autopsia?
Revel le hizo un resumen de los últimos progresos. Romain Bardet, un jefe joven, apuesto, pulcro, estilo traje-corbata-relajado-chic, reivindicaba su imagen de metrosexual que sus subordinados de la brigada criminal le habían compuesto a partir de algunos elementos recogidos aquí y allá. Frecuentaba un salón de estética, hacía mucho deporte y sesiones de bronceado; se hacía la manicura y desplazaba a su alrededor la sutil nube de una colonia cara. A los treinta y cinco años, se había divorciado dos veces y la última «rubia tonta» estaba ya en la rampa de lanzamiento. No tardaría en explotar en vuelo. Pero esta vez sería más sencillo porque no se habían casado. Como hombre moderno, Romain Bardet vivía intensamente y no le interesaba tener hijos. Cuando una vez habló de ello con Philippe Gaillard, que tenía tres, afirmó que el mundo estaba superpoblado y que la humanidad se recuperaría si él no se reproducía. En esto estaba de acuerdo con un Revel quien, según los rumores, había sufrido su paternidad como un castigo. Se dio cuenta de que el comandante no rechistaba, aunque acababa de finalizar su informe y de enumerar la «lista de la compra» que había encargado a su grupo.
—¿Tiene algo más que decirme? —le soltó no sin echar el ojo a la carpeta que Revel había puesto en sus rodillas.
—Sí.
—¿Sobre qué? —hizo como que preguntaba el comisario que hacía un momento que había comprendido adónde quería llegar el otro.
—Expediente Porte —dijo Revel sobriamente.
—¡Ah!