Capítulo 10

Abdel Mimouni se había disfrazado como un figurín para ir al forense. «Vas a asistir a una autopsia —le señaló Revel la primera vez que lo vio llegar vestido ridículamente como un enterrador—, tienes que comportarte como si se tratara de un miembro de tu familia». Desde luego, el capitán consideraba la autopsia un acto de la cadena penal indiscutible, pero también, y por principio, un ultraje para quien creía obligatorio llegar al más allá con todos los trozos en su sitio si se quería ganar la vida eterna.

«Es por respeto a los muertos», se defendía Abdel Mimouni y, hasta entonces, nadie había conseguido hacerle cambiar de vestimenta cuando tenía que ir al IML (instituto médico legal).

—Mira, ahí están las pompas fúnebres —susurró al oído de Revel uno de los «carroñeros» del instituto médico legal, un tipo de mirada borrosa escondida detrás de unas gafas del tipo culo de vaso.

—Eh, chaval —gruñó el comandante, de muy mal humor aquella mañana—, dale al botón de pausa, ¿vale? Ocúpate de tu cliente y no molestes a los mayores…

Revel avisó a Louis Gautheron de que tenía una mina que desenterrar.

—Tengo información, señor ayudante —dijo con una voz esta vez totalmente ronca.

—Le escucho, comandante.

—Esperemos la llegada del matasanos, así no me repetiré.

Gautheron comprendió enseguida que Revel estaba extenuado. No se había afeitado, como de costumbre, pero ese día tenía peor aspecto. Tenía los ojos inyectados en sangre; apestaba a tabaco rancio y probablemente había pasado una parte de la noche bebiendo. Su carácter habitualmente gruñón se había vuelto claramente irascible. Si no hubiera sido un investigador excepcional, lo habrían eliminado mucho antes, administrativamente, claro. El comandante tenía excusas. Él mismo, Louis Gautheron, había perdido a su mujer en pocas semanas de un cáncer de páncreas que estaba ya en una fase demasiado avanzada cuando se diagnosticó. Y dos años más tarde había vuelto a casarse, con su secretaria, aunque ahora resultara un poco peñazo. Pero, al menos, tenía alguien con quien hablar al caer el día, y un cuerpo que tocar por las noches cuando tenía pesadillas. Uno de esos días tendría que hablar con Revel. Ahora se podría iniciar un procedimiento de declaración de ausencia legal, trámite que se podía efectuar pasados diez años de la desaparición, debidamente constatada, de la ausente. Como resultado de una decisión de la justicia, su mujer sería considerada oficialmente muerta. Era una manera de empezar a vivir de nuevo. Pero ¿tenía Revel ganas de volver a empezar? ¿Aceptaría bajar los brazos? ¿Dejar de buscar una respuesta?

La doctora Marie Stein hizo su entrada, tarde como de costumbre. Con su bata verde y sus botas de goma, parecía el doble de grande de lo que era. Con la cabeza cubierta con un gorro de quirófano y las manos enguantadas en látex, se la podría imaginar fácilmente en una lechería o en la recocina de un restaurante. Ahora bien, era una profesional temible que sabía hacer hablar a los cadáveres como nadie.

—Bien —dijo, después de saludar a los tres hombres—, la radiografía practicada a la víctima no ha revelado la presencia de ningún proyectil.

Esta operación se había convertido en un requisito previo a toda autopsia después de algunos sonoros fiascos judiciales. Evitaba ulteriores impugnaciones o una nueva intervención, traumática para las familias y fuente de decepciones, porque una autopsia equivocada no se corrige jamás.

—En cambio, hemos detectado la presencia de un cuerpo extraño en el recto, enseguida veremos de qué se trata.

Los dos polis intercambiaron una mirada. En un caso del año anterior, tras una riña que había acabado mal entre homosexuales en un cuarto oscuro, se habían encontrado un muerto que tenía plantada en el trasero una botella de Pérrier (¡pequeña!), introducida diez centímetros en el colon. Revel también había visto extraer un teléfono portátil de un recto femenino.

—Doctora, tengo una información importante que darle.

—Le escucho, comandante…

—Según una buena fuente, posiblemente estaba enfermo de sida.

—Ah…

Dirigió al «carroñero» un gesto explícito para que bajara la visera de su equipo delante de la cara ya protegida por una máscara quirúrgica.

—Señores —dijo a los tres hombres—, les recomiendo que no se acerquen. Si deben hacerlo, pónganse guantes y una visera. Tienen el material allí, en aquella consola. ¡Vamos!

Con ayuda del médico forense retiró la sábana que recubría el cuerpo del cantante. Marie Stein conectó la grabadora cuyo micrófono colgaba en la vertical del sexo esmirriado del cantante. Su tono monocorde indicaba una larga práctica. Abdel Mimouni se adelantó un paso para tomar las notas que le permitirían redactar el atestado de la asistencia a la autopsia. Un ruido proveniente del pasillo hizo volverse a los espectadores. Un funcionario de identidad judicial entró como una exhalación.

—Lo siento, el tráfico…

Revel se encogió de hombros. Los atascos servían como disculpa universal. Cuando el técnico acabó de fotografiar el cuerpo, Revel le hizo una seña para que se acercara y lo llevó a un aparte.

—Te lo advierto, que sea la última vez…

—Sí, comandante —dijo molesto el hombre—. De hecho, esta mañana no me tocaba a mí…

—¿A quién entonces?

—Ricord… Ha venido temprano para tomar las huellas dactilares del muerto, cortarle las uñas y recoger su ropa… Ha tenido que irse precipitadamente porque su mujer se ha puesto de parto. Me ha avisado cuando iba en el coche, he venido lo más rápido posible…

Revel no hizo comentarios. ¡Vaya mierda las cosas de la vida cotidiana! A veces se preguntaba cómo se lo montaba el jefe con los sindicatos, las reivindicaciones, las reuniones, los enfermos y los insatisfechos de todo tipo. ¡Él no había asistido al parto de Marieke! Ni se acordaba de dónde estaba cuando rompió aguas. Ella había intentado desesperadamente dar con él y, al final, había llamado a un taxi. Luego todo estaba borroso, debió de asustarse, si no ¿cómo explicar que hubiera ido a emborracharse aplicadamente durante un tiempo indeterminado? Cuando conoció a su hija, ya tenía dos días. Marieke lloraba, tuvo miedo de no volver a verlo. Él se sentía como un miserable.

Hizo un gesto al fotógrafo que significaba que el incidente estaba olvidado. Observó, pensativo, el cadáver del viejo roquero cuyos numerosos tatuajes seguían los defectos de su piel arrugada. La voz de Marie Stein le llegó, lejana.

El sujeto mide 1 m y 80 cm y pesa 54 kg, un peso muy inferior al normal… No se aprecian en los miembros superiores ni en las manos heridas defensivas. Las incisiones practicadas en los músculos de los miembros inferiores no han revelado ningún hematoma sospechoso… Se observa en el pecho y el costado izquierdo marcas aún mal cicatrizadas que pueden deberse a un herpes en vías de curación. Del mismo modo, unas lesiones bucales de tipo candidiasis permiten pensar, a reserva de un examen citopatológico más profundo, que el sujeto desarrollaba una enfermedad inmunodeficiente ligada al VIH… El indicio favorable a esta enfermedad se apoya en la presencia en el cuerpo y en los miembros superiores de varias lesiones llamadas de Kaposi, que, en un primer momento, han podido confundirse con marcas superficiales de hematomas ligados a golpes o choques diversos. Del mismo modo, en la cara anterior del cuerpo, las livideces cadavéricas fuertemente cianóticas han enmascarado la mayor parte de aquellas.

Mientras escuchaba a la médica legal confirmar la hipótesis de un sida en fase 3, Revel recordó la llegada a la PJ, pasadas las tres de la madrugada, del tándem Sonia Breton-Renaud Lazare, bastante «perjudicado». Acababa de quitarse los zapatos y de estirar los pies fatigados en la mesita del ordenador. Se sentía listo para una siesta, pero no había tenido el valor de volver a casa. Frunció el ceño ante el lamentable cuadro de un Lazare que apenas se tenía de pie, y de una Sonia que se las apañaba algo mejor pero que apestaba a ron a tres metros.

—Tengo cosas que decirte, jefe —había soltado esforzándose por mantenerse digna y derecha.

—¿No teníais nada mejor que hacer que poneros en este estado? —había gruñido Revel en mala posición para dar lecciones en materia de excesos—. Bueno, va —capituló—, ve a acostar a tu compañero de borrachera y vuelve a verme.

Gracias a ella pudo anunciar, ante la médica legal, la enfermedad del roquero. Según la fuente de Sonia, se suponía que nadie estaba al corriente. Ahora bien, alguien conocía el secreto o se había olido la tostada. Alguien se había ido de la lengua, una noche, colocado hasta el culo de diferentes sustancias sobre un fondo de alcohol y sexo, bajo la mirada curiosa de Stef, el barman, y no lejos de sus oídos que, sin parecerlo, se enteraban de todo por obligación profesional. En primer lugar, Stef se había fijado en un tío bueno que había espiado toda la noche los incesantes viajes a los lavabos de la vedette seguida de cerca por un puñado de sarasas, según su expresión. Eddy Stark se fue a bordo de su Ferrari sin una mirada para el cliente. Después, llegó un tipo, más bien del género golfillo pero también completamente desconocido para los habituales del Black Moon. El tío bueno y él intercambiaron un beso distraído y algunas frases en las que se hablaba de Stark. Como resultado de su cuchicheo, Stef dedujo que el roquero tenía sida y que «había una emergencia».

—¿Qué querían decir con eso?

—No sé nada más. El segundo chico se dio cuenta de que Stef escuchaba lo que decían. Cambiaron de tema y se fueron…

—¿Crees que tu chico de las gaseosas lo ha largado todo?

—Quizá no, hemos hablado en unas condiciones bastante inconexas. Me ha hecho beber…

—¡Toma, claro! ¿Por qué te ha hecho esa confidencia?

—¿Tú qué crees?

Revel había hecho una mueca. Era difícil de creer que un tipo que se relacionaba con todas las chicas guapas de la ciudad pudiera regalar un secreto a la primera recién llegada a menos que pretendiera sorprenderla o hacerse el interesante. Sobre todo si ella parecía resistirse, aunque fuera un poco.

—¿Quién llevó a cabo el registro en casa del cantante? —había preguntado Revel inesperadamente.

—Glacier y Lazare, el informe debe de estar en el despacho del grupo…

Sonia que, incluso achispada, comprendía a su jefe con solo una mirada, había ido a buscar el documento a la habitación vecina. Lazare, acostado en un catre de tijera, roncaba vestido.

El informe no mencionaba nada en particular a propósito de la farmacia privada de la estrella. No obstante, los oficiales habían enfocado la búsqueda hacia los estupefacientes y similares, convencidos de que consumía más pastillas de todo tipo que euros había ganado en sus conciertos. Encontraron muchos productos, analgésicos, antiespasmódicos, ansiolíticos, somníferos y excitantes, pero ninguna mención de medicamentos que pudieran utilizarse poco o mucho en una terapia del VIH.

—¿Qué importancia tiene el hecho de que haya ocultado su enfermedad? —había preguntado Sonia que, al estar con el comandante, se despejaba a toda velocidad.

—No lo sé todavía. Habrá que interrogar al entorno y verificar que ese secreto lo era de verdad. Después, nos preguntaremos por qué no quería que se supiera, y veremos si era importante o no. Y averiguar por qué no quería tratarse, si ese era el caso.

Mientras recordaba esta conversación de la noche pasada, la autopsia continuaba.

El rostro presenta unas manchas rosa oscuro de pequeñas dimensiones, llamadas petequias. También se encuentran en la conjuntiva e indican una muerte por asfixia. En el cuello, vemos la presencia de un surco de seis milímetros de anchura y de poca profundidad, más marcado en la parte anterior. Se puede indicar que la estrangulación se ha realizado por alguien situado detrás de la víctima, pero la forma y la orientación del surco de estrangulación indican más bien que se ha actuado por suspensión.

La médica legal puso su grabadora en pausa.

—Diría, señores, extraoficialmente, que este buen hombre ha sido colgado mediante un lazo de una viga o algo parecido.

Revel no veía de qué podía haberse colgado. Se dio cuenta de que Mimouni fruncía el ceño, lo que quería decir que sus pensamientos habían seguido el mismo camino.

—Tenemos la causa de la muerte —siguió la forense—. Si quieren mi opinión, la continuación lógica se sitúa en el recto.

El descubrimiento de un juguete sexual no sorprendió a nadie: un vibrador de unos quince centímetros que se depositó en un recipiente y se selló para ser analizado. Revel habló con el fiscal Gautheron que mostraba un gesto de asco solo con pensar en todo lo que iba a contar a la prensa. Ahora, nada indicaba que estuvieran en presencia de un homicidio. Explicar a un bosque de micrófonos, ante la ávida mirada de las cámaras, que el ídolo de los del sesenta y ocho había malogrado su última experiencia de autoerotismo no iba a ser fácil. El comandante le aconsejó que «adornara la verdad» o, dicho de otro modo, que hablara como un político.

En el camino de vuelta, Revel llamó a su hija. Respondió enseguida, lo que era lo bastante excepcional como para considerarlo un buen presagio. Se sentía bien y aseguró a su padre que había desayunado. Un yogur y una naranja. No estaba mal para empezar.

Después hizo las dos llamadas que había prometido la víspera a Léa. No pudo conseguir hora en el psiquiatra antes del último sábado de enero. En cuanto a Maria, la mujer de la limpieza, acababa de encontrar un empleo de cajera en un supermercado. Le recomendó a dos portuguesas amigas suyas. Revel colgó mientras mascullaba.

—¿Problemas? —se interesó Mimouni con el tono altruista que caracterizaba sus relaciones con los demás.

—No, no pasa nada.

—¡Estás de broma, Maxime! ¿Es tu hija?

—Te digo que no pasa nada.

—Ya sabes que estamos aquí, puedes hablar con nosotros, el grupo está para eso.

—No —se enfadó Revel—, el grupo está para currar, punto final. Y cuando necesite niñeras, os lo haré saber. ¡Y ya que estamos, convoca a todo el mundo en mi despacho en cuanto lleguemos!

Al haber vivido a su lado desde hacía cinco años, Mimouni sabía que había que desconfiar de las apariencias con su jefe. Y se dijo, aquella mañana más que nunca, que realmente tenía cara de matón.