En el Black Moon la velada tocaba a su fin. El establecimiento no había conseguido obtener la autorización para abrir más tarde de las dos de la madrugada por culpa de los vecinos, entre los que se contaba un subprefecto y el primer presidente del tribunal de apelación. Los incesantes portazos y las manadas de clientes borrachos que tomaban la acera por un cenicero no ayudaban a la causa del bar, que los peces gordos citados anteriormente habrían obligado a cerrar con mucho gusto. Los últimos clientes remoloneaban, incluido «Bob esponja» que solo había dejado el bar dos veces para ir a aliviarse de las sucesivas cervezas.
Sonia garabateó su número de teléfono en un pedazo de papel que acababa de pasarle Stef. Se lo devolvió.
—Llámame mañana, aquí, no puedo quedarme, de verdad.
El barman hizo una mueca que quería decir tanto «me importa un bledo» como «lástima, no sabes lo que te pierdes», era ambiguo incluso en la más insignificante de sus comunicaciones. Durante los tres cuartos de hora que habían pasado juntos uno a cada lado del mostrador, había intentado convencerla de que era el mejor amante de la ciudad después, por supuesto, de que ella rectificara cuál era su actividad profesional:
—No, hombre, bromeaba, soy enfermera en el hospital de Saint-Germain, mi colega es anestesista…
Aliviado, Stef volvió a acercarse para retomar su plan de ligue donde lo había dejado. Sonia había dado a entender a Lazare que tenía que dejarle el campo libre, y el capitán fue a instalarse bajo la tele con su segundo Lagavulin, aspirando con placer el perfume ahumado del brebaje. Adoptó una actitud de recogimiento, de circunstancias.
—Era fan de Stark —explicó a Stef—, esta noche es dura para él…
—Lo es para todos los que están aquí —dijo el barman con gesto de enterado.
—¿Por qué?
—¡Con lo que privaba se va a notar un socavón en los ingresos! Y después, sus queriditos lo llorarán. No porque lo echen de menos a él, sino más bien por los fajos de billetes que repartía…
—¡Me tomas el pelo! —exclamó Sonia con los ojos como platos—. ¿Le gustaban los chicos?
—Pero, exactamente, ¿de dónde sales tú? —se cachondeó Stef mientras le servía el tercer cubata—. Esta va de mi cuenta —le dijo cuando ella hizo un gesto como para rechazar aquella copa servida en honor de una amistad naciente…
Y quién sabe si algo más, según se podía suponer a partir de su bonita mirada de bóvido hipnotizado. Mientras el barman iba a servir a una tropa de muchachos apenas púberes, aunque por fuerza mayores de edad, que se envilecían dándole al morito, la dulzona variante del mojito, Sonia Breton preparó la pregunta siguiente. Por más que el otro no dispusiera más que de media neurona funcional, era más listo que el hambre.
—¿Y tú? —continuó cuando volvió de sacudir la coctelera—. Tu debías de poner a Eddy a cien, un chico con tu figura…
—¡Ni lo sueñes! ¡Ni por un millón le habría chupado esa polla vieja en el cagadero!
—¡Ah! ¿Porque eso pasaba en el cagadero? —se burló Sonia.
—Entre otros sitios, sí…
Se giró para escudriñar la sala en la que, aparte de Lazare que no se perdía detalle, nadie prestaba atención a las imágenes de Stark emitidas en bucle en la pantalla, en medio de viejos fragmentos seleccionados de sus conciertos que habían enardecido a las multitudes.
—Pues los gigolós no parecen muy afectados —señaló Sonia.
—Bah, les importa un bledo, un clavo saca otro clavo… Desde hace un tiempo, venía menos, parece que estaba enfermo. A fuerza de meterse de todo por la nariz, date cuenta… Y todo lo demás…
¡Siempre tan sibilino al dar sus informaciones! El cuadro era bastante clásico: un cantante popular, loco por el sexo con una marcada tendencia homosexual, alcohólico y hasta arriba de coca y de una larga lista de porquerías, en el fondo de una banalidad que consternaba. Por ahora, Sonia encontraba la cosecha más bien magra y empezaba a maldecir al profesor de la escuela de policía y su teoría de que las conversaciones nimias podían llegar a ser milagrosas.
—¿Y qué es todo lo demás? —insistió.
—Eres muy curiosa —la interrumpió, mientras cortaba las rodajas de limón con las que preparaba un Perrier para un extraterrestre perdido en una asamblea de borrachos.
Sonia se picó.
—Tú has empezado, a mí, esa vieja maricona me la suda, ¡ya había pasado de moda antes incluso de que yo naciera! Empiezas a contarme chismes y no acabas una frase. No sé cómo se puede hablar contigo. Por otra parte, mira, me abro…
—Espera, era broma… Quédate un poco más, reconoce que te gusto, no eres como las otras cotorras que vienen a que las jodan a cambio de uno o dos moritos o de un gramo de maría… Tú, tú eres diferente, me gustas, en serio…
Había estado a punto de estallar de risa. Aquel tono suplicante, aquellos ojos de cocker…
—OK, pero, por favor, acaba las frases, ¿qué es todo lo demás?
Lazare esperaba en el coche y comenzaba a preguntarse qué estaba haciendo la teniente. Cada vez le costaba más mantener los ojos abiertos por culpa del cansancio y del whisky al que ya no estaba acostumbrado. Precisamente por falta de práctica, no era demasiado consciente de que tendría que conducir ebrio. Tampoco podría pedirle a su colega, que probablemente estaría en el mismo estado, que cogiera el volante. Bueno, conocía a su viejo Torpedo mejor que nadie y lo seguiría llevando a casa. Ante esta idea, esbozó una mueca en previsión de la escenita que le esperaba: «¿Has visto la hora que es? ¡Y encima estás borracho!». Tendría derecho al sofá del salón pero le importaba un bledo. Aquella noche, no pediría perdón, no reclamaría el derecho al lecho conyugal. No haría nada. Estaba harto.
Cuando volvió al aparcamiento, Sonia pidió a Lazare que desbloqueara la puerta. Este, completamente alelado, tardó un rato en comprender sus gestos.
—¡Espabila —refunfuñó la teniente—, que me estoy quedando helada!
—¿Dónde vamos? —dijo Lazare, completamente perdido—. ¿A tu casa? ¿Por dónde se va?
—Gira a la derecha —ordenó Sonia—. Y en el próximo semáforo a la izquierda.
—Pero ¿no vivías en las afueras? Por ahí se va al centro, diría yo.
—Sí, pero luego me mudé.
Dudaba entre divertirse a costa de un Lazare achispado que no reconocía o preocuparse por no chocar contra una farola o contra otro coche aparcado.
—¡Ah, vale —farfulló él—, entonces no hace mucho tiempo!
—No, no; esta misma noche. ¿No te has enterado?
En la avenida de París había un poco más de circulación pero, felizmente, solo estaban a dos manzanas de la PJ.
—Stop —dijo Sonia—, delante del porche, aparca. Final de trayecto, todo el mundo baja.
—¡Pero si es el trabajo!
—Exacto, y aquí nos quedamos. Excepto que prefieras que haya que acompañarte a todas partes porque te hayan quitado el permiso de conducir y te inmovilicen tu coche… Nos ha seguido un furgón de uniformados. ¡Tu mujer estará contenta!
—¡Mierda!
—De todos modos, tengo que ver al jefe, tengo cosas que contarle antes de la autopsia.
—¡Vale!… Pero ¿cómo sabes que está Revel?
—Porque lo sé… Mira —añadió compasiva—, hay luz en su despacho.