Media hora después de la medianoche, Mimouni acabó de explorar los meandros del cerebro de Tommy. No había sido muy complicado, el chaval tenía un CI inversamente proporcional a la armonía de sus formas y a su probable docilidad amorosa. No tenía gran cosa que decir. Recibió la autorización para volver a su casa ya que los primeros indicios recabados no lo implicaban en la muerte de su patrón. Sin embargo, había que llevar a cabo algunas verificaciones, en particular sobre su competencia en jardinería, pues Mimouni sospechaba que sus otros patrones podrían ser también sus clientes. Tommy había dado algunos nombres de personas conocidas que recurrían a sus servicios: un actor, un empresario, un secretario de Estado… Habría que avisar a la jerarquía sin demora y, sin duda, en la continuación del expediente, habría que ir con pies de plomo. Tommy había dado muestras de una buena voluntad que a Mimouni le parecía sospechosa. En definitiva, era demasiado educado para ser honesto, y muy irritante con aquellas miradas lánguidas. Como no tenía antecedentes, Thomas Fréaud fue puesto en libertad con el compromiso de estar a disposición de los investigadores. Un equipo lo acompañó hasta su domicilio, principalmente para verificar que era el que había declarado, en Flins, en casa de su madre, una viuda un poco tiránica. Marcelle Fréaud no estaba en casa. Pero su hijo no dejó traslucir si esa ausencia, teniendo en cuenta la hora, le parecía fuera de lo normal.
Cuando salían de la PJ, Lazare ofreció a Sonia llevarla a su casa, y esta se apresuró a aceptar para evitar una propuesta similar de Mimouni. El capitán estaba muy bien, pero su insistencia molestaba a Sonia. Habituado a no encontrar resistencia, le repelía su manera de ligar.
—A veces Abdel es muy torpe, de verdad —suspiró mientras bajaba los pisos, hacia Renaud, que intentaba mantener el ritmo.
—No es malo, simplemente se cree irresistible… Date cuenta, yo lo entiendo, estás como un tren…
—¿Vas a empezar tú también? Te recuerdo que tienes mujer…
—Cada vez menos…
—¿Cómo?
—Nada. No te preocupes, bromeaba, ¡no eres mi tipo! Y el tuyo, lo sabe todo el mundo, es el jefe, no voy a arriesgarme a competir con él, eso podría acabar con mi carrera.
Se echó a reír sin verdadera alegría mientras atravesaba el aparcamiento en el que la PJ disponía de algunas plazas reservadas, pero que estaban siempre ocupadas por la seguridad pública, incluso por los magistrados.
Sonia se ruborizó en la oscuridad. En efecto, sentía debilidad por Maxime Revel, que encarnaba todo lo que buscaba en un hombre. Era el padre que le hubiera gustado tener, en lugar del suyo, que había abandonado a la familia por pura cobardía sin jamás intentar retomar el contacto. También adoraba el papel de Pigmalión que asumía con ella, sin renunciar a su lado de «viejo oso» que ponía el picante en su relación profesional. Quizá había ambigüedad en sus sentimientos, pero no quería ahondar en la cuestión. Y como él no la miraba como a una mujer, problema arreglado.
—Te he ahorrado el disgusto, me debes un trago —dijo Lazare una vez instalados en el viejo Citroën del capitán.
—¿Qué, ahora? Es tarde, te vas a ganar una bronca.
—Precisamente, no tengo prisa por volver a casa.
En la penumbra del habitáculo, Sonia, intrigada por esa respuesta, observó los rasgos cansados del capitán. Tenía el rostro gris de la gente atormentada por preocupaciones de orden personal. Como no había conseguido hacerle un hijo a su mujer, esta aprovechaba para tiranizarlo. Tenía que haber alguna otra cosa para que pareciera estar tan desbordado. Sonia estaba hecha polvo, pero quería mucho a Lazare. Apoyó la nuca contra el reposacabezas.
—A un bareto, entonces —propuso—, ¡ni hablar de ir a mi casa!
—¡Por supuesto, qué ocurrencia! Pero bueno, ¿es que no me conoces?
—Precisamente.
A trescientos metros de allí, detuvo su coche delante del Black Moon, un bar de moda donde, como sucede con frecuencia en las cercanías de los edificios de la policía, los últimos clientes eran la mayoría de las veces polis o matones. Su entrada hizo que se giraran muchas cabezas. Sonia estaba acostumbrada a aquellas reacciones y Lazare no se cansaba de ellas.
—Es una locura lo transparente que me siento en tu compañía —se cachondeó mientras se instalaban en la barra.
El barman dejó pasar un momento antes de interesarse en ellos y, mientras esperaban, se pusieron a hablar de trabajo, terreno mucho menos resbaladizo que el de la vida privada. La noticia de la muerte de Eddy Stark no debía de ser conocida todavía, si no el teléfono no habría dejado de sonar en los cuarteles de la PJ o del palacio de justicia.
En ese mismo momento, la gran pantalla que presidía al fondo del bar anunció, en titulares, la muerte del cantante. Una frase lacónica que no hizo reaccionar a la gente, excepto a un tipo en avanzado estado de embriaguez, apoyado en un codo en el extremo del mostrador, con una jarra de cerveza celosamente apretada entre las manos.
—¡Eh! —vociferó mientras se volvía hacia la sala—. ¡La vieja maricona ha muerto!
—¿Quién? —preguntaron los clientes más próximos.
—¡Eddy Stark!
Hubo exclamaciones, y las cabezas se volvieron hacia la tele. El comentario no era audible pero la cabeza del presentador era elocuente. La fotografía de un Eddy Stark en los mejores tiempos de su gloria se exhibió acompañada con un subtítulo: «La estrella del rock ha sido salvajemente asesinada en su domicilio de los alrededores de Versalles. Los gendarmes no han declarado sobre la investigación en curso…».
—¡Por lo menos ha habido uno con el valor de hacerlo callar, por fin! —bramó el cliente borracho.
—¡Los gendarmes! —se ofuscó Lazare—. ¡Esos sí que no pierden el tiempo! Ahora entiendo por qué no hemos visto todavía a ningún puñetero periodista: ¡han olvidado decirles que nos encargamos nosotros!
Sonia cabeceó. Desde luego, demostraban tener mucho morro al hablar así delante de las cámaras, mientras que los polis solo podían hablar por boca de sus representantes sindicales cuyo inmenso conocimiento del terreno era bien conocido por todos. Revel les recordaba a menudo su obligación de ser reservados. Pero ¿no tenían la misma obligación los gendarmes?
—Deberíamos llamar a Maxime para prevenirlo —sugirió el capitán.
Mientras salía a telefonear lejos del barullo ambiental y de oídos indiscretos, la teniente pidió un cubata para ella y un whisky de malta para su colega.
—Da cosa, desde luego —dijo el barman a Sonia al servir las copas—, pero algo tenía que pasarle…
—¿Por qué? ¿Lo conocía?
—Un poco…
—¿Ah, sí? ¿Venía por aquí?
—¿¡No es usted de por aquí!?
Sonia guardó silencio, al no saber cómo interpretar la reflexión del barman quien, a falta de clientes a quienes servir en aquel momento, se puso a aclarar unas copas. Tuvo suerte de que fuera muy hablador.
—Bueno, acabo de decir una tontería porque, si hubiera venido antes por aquí, lo habría notado…
Lúcido, se dijo Sonia, que, no obstante, le sonrió para animarlo a hablar. Como decía uno de sus profes de la escuela de policía: «Nunca se sabe lo que se puede recoger de los rodeos de una conversación insignificante».
—¿Ese calvo es su novio?
—¿Él? ¡No! Solo es un colega del trabajo.
—Entonces ¿curras de noche?
El barman acababa de doblar un cabo decisivo con el tuteo. No hacía falta exagerar. Sonia se bebió de un trago las últimas gotas de su copa e hizo intención de levantarse.
—Sí, y por cierto, tengo que volver —dijo secamente.
Era excelente dando una de cal y otra de arena, y también haciendo que los camareros que se hacen de rogar se fueran de la lengua.
—Trabajo en la morgue y, mañana por la mañana temprano, tengo que preparar el cuerpo de Eddy Stark para la autopsia, así que, ya ves, tengo que irme.
El barman, al que un cliente sediento acababa de llamar por el nombre de Stef, dejó en suspenso el gesto y la respiración, con la mirada horrorizada.
—¿Qué locura es esa? —murmuró mientras dudaba sobre la conducta que debía seguir—. Tú… Vosotros… sois…, perdona, ¿cómo se dice? Y… vosotros…
De soslayo, Sonia vio que Lazare volvía agitando su móvil.
—¡Bébete la copa! —le ordenó Sonia antes de que se subiera al taburete—. No olvides que tenemos mucha tela que cortar todavía… O más bien, mucho Stark que cortar…
—Sí, pero puede esperar a mañana —respondió Lazare—, ¡que yo sepa no se va a marchar a ninguna parte!
Stef parecía hecho polvo de verdad o asqueado, era difícil decirlo. Obsequió a los dos «carroñeros» con una mirada indignada antes de alejarse para servir una cerveza al borracho pegado al mostrador.
—Lástima que no hayas estado aquí para ver esto —dijo Sonia a Lazare mientras seguía al chico con la mirada.