Capítulo 6

En el mismo momento, Maxime Revel metía a su hija en la cama con el sentimiento de que su vida, de nuevo, daba un giro peligroso. Después de unos segundos de ausencia, Léa había capitulado ante la determinación de su padre. Incluso había mordisqueado uno o dos trozos de tomate con él. Con sumo cuidado, habían evitado abordar lo que ambos reprimían en lo más profundo de su ser: Marieke, la esposa, la madre, que se había esfumado una noche, sin una palabra. Diez años justos sin dar señales de vida. No se había encontrado ni rastro de ella. Si no fuera por Léa, Revel podría preguntarse incluso si no había sido todo un sueño. En la cocina del chalé de Versalles donde estaban sentados a la mesa, no había nada que pudiera recordar a Marieke, quien nunca había vivido allí. Sus imágenes estaban enterradas en ellos, y cada vez, conforme los años pasaban, se volvían más borrosas. Cuando la vajilla estuvo recogida, Maxime administró un sedante suave a su hija: si no dormía, se hundiría en la locura. Al día siguiente, volvería a llamar a Maria, la mujer de la limpieza a la que había despedido tres meses antes. Después, pediría hora con el psiquiatra.

—De acuerdo —había dicho Léa—, pero a condición de que tú también vayas al médico. ¿Crees que no veo nada? ¿La sangre en el lavabo y en las sábanas? ¿Y en la almohada?

—No es nada, tengo la gripe…

—¡Seguro! Tienes que dejar de fumar, papá, me lo habías prometido.

Debía de llevar prometiéndolo quince o dieciséis años. Primero a Marieke, que no soportaba el olor del tabaco. Era cantante lírica y la menor imperfección en la calidad del aire afectaba a sus cuerdas vocales. Aunque había renunciado por él a una carrera prometedora, no había dejado de cantar. Incluso encontró alumnos en Rambouillet. Daba clases de solfeo y canto, como voluntaria, a unos granujillas en una Casa de la Juventud y de la Cultura (MJC), L’Usine à chapeaux. Después de una clase, un jueves por la noche, no había vuelto a casa. No se había encontrado ni su coche, ni sus cuadernos de canto, ni sus partituras, ni su violín, ni su flauta. El piano seguía allí, claro, porque no lo llevaba encima, pero se quedó cerrado para siempre.

—¡Dejo de fumar si vuelves a comer! —concluyó Maxime sin convicción.

Si fuera tan sencillo decidir sobre las adicciones, el mundo no sería lo que es, sin fumadores, sin bebedores, sin drogadictos, sin bulímicas, sin nada que lo perturbara. Léa se tragó su «píldora del olvido» sin decir una palabra y subió a su habitación.

Maxime esperó a que se durmiera y, una vez que la respiración se hizo regular, le contó qué guapa era su madre, con veinte años, cuando se la había cruzado en un autobús que recorría Estocolmo. Apenas se fijó en ella, él, el típico gilipollas francés de viaje, que no pensaba más que en armar alboroto con sus compañeros. Había pasado todo ese año martirizado por culpa de una chica de la que estaba completamente colado y que lo manejaba como a una marioneta. Marieke se enamoró cuando él se dio con la puerta de un autobús en la cara. Se hizo una brecha en la frente y ella le secó la sangre que le caía hasta los ojos. No volvió a verla durante el resto de su estancia y regresó a Francia.

Tres meses más tarde, Marieke desembarcó una noche delante de la puerta de la Facultad de Derecho, como una certeza. Ya no se separaron. Ella lo había dejado todo atrás en Suecia: una carrera de cantante; unos amigos a cuál más guapo que el anterior; y una familia rica, cultivada, influyente, todo lo contrario de la de Maxime. Este había aprobado la oposición a policía. Los problemas materiales estaban resueltos pero la vida de poli no es una sinecura. Revel no supo gestionar las variadas tentaciones. Incluso cuando nació Léa, años después de casarse, fue incapaz de calmar sus demonios.

¿Por qué se fue Marieke? Aun si por aquel entonces era un mal marido y un padre mediocre, Marieke nunca habría abandonado a su hija. Sus colegas pensaban que se trataba de una fuga por amor con un voluntario de la MJC, una aventura de la que él no se habría enterado porque nunca estaba en casa, ni se interesaba por su mujer. Él había quedado exento de toda sospecha, y la comisaría de Rambouillet prohibió a Revel que continuara interfiriendo en las investigaciones. En efecto, es muy frecuente que haya que buscar al criminal en el círculo más cercano a la víctima. Revel debía saberlo mejor que nadie. Aquella sospecha que él notaba a su alrededor lo ponía furioso y lo volvía torpe. Se le propuso un traslado; optó por la PJ de Versalles donde tendría los medios para investigar la desaparición de su mujer sin que lo molestaran. Diez años después, seguía en el mismo punto.