Eran más de las diez de la noche cuando Revel detuvo su coche de servicio ante una casita de la calle de las Lilas. Había comprado aquel chalé vulgar en la parte menos elegante de Versalles. Por entonces, habría cogido cualquier cosa, mientras le permitiera dejar Rambouillet lo más rápidamente posible. Aquella urbanización había resultado conveniente, con sus filas de casas de muros amarillos y postigos azul pálido, garaje, dos metros cuadrados de césped en la fachada y, detrás, un jardín minúsculo al que se accedía atravesando la sala de estar, aunque en casa de los Revel siempre estaba descuidado, nadie se preocupaba de cultivarlo.
En la casa todo estaba apagado, con excepción de una ventana en el primer piso de donde se filtraba la luz a través de los postigos cerrados. En lugar de alegrarse, Revel sintió inquietud y culpabilidad. En el interior, la casa estaba impecablemente arreglada. Como no tenían mujer de la limpieza, el orden y la pulcritud reinantes significaban que Léa estaba en plena crisis. En la mesa de la cocina, estaba preparado un cubierto, un solo cubierto, lo culpabilizaba a él y a sus retrasos crónicos, igual que la botella de burdeos descorchada y la ensalada de tomate, el queso y el bizcocho con frutos secos… Un festín que Léa no había tocado, evidentemente. Intentó tranquilizarse pensando que tampoco habría probado nada aunque hubiera llegado a la hora prevista. Como todas las anoréxicas, su hija se deslomaba para preparar comidas para su entorno, para cebarlo y alimentarse del espectáculo en lugar de los platos en sí. Así, invertía toda su energía en agotadoras tareas domésticas para las que se levantaba al alba, y acababa el día con interminables sesiones de gimnasia hasta mitad de la noche: dormir lo menos posible también formaba parte del juego.
Se le escapó el manojo de llaves y chocó contra las baldosas con gran ruido. Revel se agachó para recogerlo, se levantó no sin dificultades por sus doloridas articulaciones. Demasiados kilos, nada de deporte. Más los excesos con el alcohol cuando necesitaba aflojar la presión. Al incorporarse, sintió que le venía otro ataque de tos y se precipitó al cuarto de baño de la entrada. Después de dos o tres minutos, por fin calmado, el corazón le latía con fuerza y la sangre manchaba el lavabo. Peor todavía, la crisis había sido tan violenta que había tenido incluso un escape…
Tragó un buen vaso de agua, hizo desaparecer los restos de sus derrames y se puso un viejo chándal que colgaba, en el perchero, como un espantapájaros.
Al subir la escalera, le pareció que era un viejo en las últimas. Unos puntos negros giraban delante de sus ojos y un dolor agudo le traspasaba el pecho, justo por debajo de las costillas flotantes. Golpeó la puerta en la que Léa había escrito su nombre con fieltro rojo, y abrió sin esperar respuesta. Su hija, instalada ante una mesa sobrecargada de libros y de papeles desordenados, escribía con la escuálida espalda inclinada hacia delante. No reaccionó, no volvió la cabeza. Aquella silueta desgarbada lo impactó.
—Lo siento mucho, Léa —dijo con una voz ronca por los ataques de tos—, el trabajo, en el último momento…
—No pasa nada, papá —dijo la chica sin moverse.
—Un caso en el último minuto, no he podido llamarte…
—Ya te he dicho que no importa…
El tono era más alto, el matiz más agudo. Estaba nerviosa. Había adelgazado más, su cara tan bella y pura no era más que un cráneo en el que los huesos sobresalían bajo la piel. Le recordaba un caso reciente que había empezado con el descubrimiento de un cuerpo momificado en una cueva, excepto por el color pardusco.
—Papá, déjame trabajar, por favor, tengo un parcial dentro de tres semanas…
Tenía la mirada verde agua de su madre, muy estirada hacia las sienes, brillante y con un resplandor de rebeldía. Marieke había sido una joven risueña, carnosa y desbordante de energía. Léa había sido su copia perfecta hasta principios del año anterior. Ahora, tenía las mejillas hundidas, la frente parecía abollada, y sus senos aplastados por un jersey ajustado se parecían a dos odres vacíos.
—¡Papá —se impacientó Léa—, tengo trabajo! ¿Lo entiendes o no?
—Por lo menos podemos hablar cinco minutos…
Maxime se dirigió hacia la cama de su hija de donde los peluches habían desaparecido hacía tiempo, aunque aún conservaba su nórdico de «Dora la exploradora». Se dejó caer y, mientras se frotaba las manos, se esforzó por sonreír.
—¡Cuarenta kilos esta mañana! —soltó la chica que, a su vez, no sonreía en absoluto.
—¡Hablas como si fuera una victoria! —protestó Maxime—. Has perdido dos kilos en quince días, ¿tienes idea de lo que va a pasar, Léa?
—No va a pasar nada en absoluto. Estudiaré, aprobaré los exámenes y pasaré a segundo. ¡Estoy bien!
Antes de su enfermedad, Léa se reía y se divertía. Tenía compañeros con los que iba al cine, a conciertos de metal, el estilo que más le gustaba. Comenzaba a interesarse por los chicos que rondaban a su alrededor, aunque el desfile de mobylettes y scooters delante de la casa no agradaba demasiado a Maxime. De repente, todo se desbarató. Ponía excusas, «estoy demasiado gorda», para evitar las pastas de chocolate, las galletas y las hamburguesas. Progresivamente, había suprimido otros alimentos que no eran «buenos para ella». El resultado fue espectacular: perdió diez kilos en dos meses. Maxime no había visto venir el peligro. Reaccionó primero el instituto. Léa se dormía en clase, y la enfermera del centro convocó a Maxime. Después de una serie de molestias, Léa confió a aquella desconocida que no tenía la regla desde hacía dos meses. Sobrepasado, Maxime llevó a su hija a la consulta de un médico que no quiso asumir el complejo tratamiento que suponía un trastorno alimentario, una psicopatología de la imagen del cuerpo, así que le recomendó consultar a un psiquiatra. Léa montó en cólera. ¿Por qué no la encerraba inmediatamente? Después de prometer que volvería a comer, Maxime renunció al psiquiatra.
Durante dos o tres meses de tregua, Léa volvió a tomarle el gusto a la comida. Llegó la Navidad con los Svensson, los abuelos maternos y suecos de Léa, llegados de improviso, inquietos por la desaparición de su hija que seguían sin entender después de años de angustia, entre la esperanza y la desesperación. Con su actitud, culpaban a Maxime de lo sucedido y, peor, de lo que no había pasado, es decir, la reaparición de Marieke, de un modo u otro. Abrumados por la pena, se comportaban como si fueran los únicos que sufrían sin siquiera preocuparse de saber por qué su nieta había adelgazado tanto. En ese clima cargado, Léa se refugió en su interior, ya no salía, parecía haber renunciado a todo signo exterior de feminidad.
—¡Léa, no estás bien, como tú dices! ¡Mírate! ¡Hay que ir al psiquiatra! Mañana sin falta pido hora.
—¡No, es repugnante!
—A partir de ahora, se hará lo que yo diga.
—Te odio.
—Pues muy bien.
Léa se echó hacia atrás, cruzó los brazos sobre las marcadas costillas y puso una expresión horrible en la cara.
—¿Sabes?, ¡ya entiendo por qué mamá se fue! ¡Por qué te dejó! ¡Porque ella te dejó, papá! ¡Mamá te dejó!
En un silencio consternado, Revel se puso a contemplar la pared frente a él, buscando una referencia. Pero Léa había arrancado todos los pósteres de Metallica, de ACDC y de Zidane. Ya no quería tener nada a lo que amar, solo aspiraba al vacío y al desposeimiento. Se quedó un momento así, muy por debajo de la línea de flotación. Necesitaba un cigarrillo. Caminó penosamente hasta la puerta y, con la mano en el picaporte, se volvió.
—¿Eso es lo que piensas, Léa? ¿Que mamá se fue por mi culpa?
Notó cómo le temblaban sus labios de agotamiento, de cólera y de dolor. Se levantó, se tambaleó. Seguramente no había comido desde la mañana, quizá incluso desde la noche anterior. Maxime soltó el picaporte y se lanzó a por ella. In extremis, atrapó en sus brazos el cuerpo atormentado de su hija.