Capítulo 2

Cuando el comandante de policía Maxime Revel empujó la puerta de su despacho, vio que una parte de su equipo ya se había instalado mal que bien en el reducido espacio en el que, normalmente, apenas cabían sus bártulos de jefe de grupo.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras dejaba la cartera de cuero encima de la mesa.

—¡Buenas tardes, comandante! —replicó Sonia Breton, teniente de policía y benjamina del equipo, poniendo énfasis en cada una de sus palabras.

—¡Hola, Maxime! —saludaron a coro los otros dos.

Revel les echó un rápido vistazo y contestó de mala gana con un breve gesto con el mentón sin dirigirse a nadie en particular.

Se hallaban presentes Renaud Lazare y Abdel Mimouni, los dos capitanes, ambos en el inicio de la cuarentena, pero radicalmente diferentes. Lazare, blanco como una endibia y, como esta, criado en la escarcha del norte, había pasado en Lille los diez primeros años de su vida profesional antes de pedir el traslado a Versalles siguiendo los pasos de una pelirroja larguirucha, inspectora de impuestos, de la que se había enamorado. A veces lamentaba su decisión, tanto por lo mucho que añoraba su región como porque el amor siempre acaba por desaparecer. Mimouni no conocía esos estados de ánimo, se había desembarazado hacía mucho tiempo de ese asunto del amor al decidir no atarse a nadie. Como una mariposa, se posaba, sin entretenerse, en todas las flores que consentían dejarse libar. Con un físico excepcional, las candidatas no faltaban. No podía decir lo mismo Renaud Lazare, de piel blanca, cráneo ahuevado, altura mediana y con barriga cervecera, «barriga Kronenbourg», según los colegas.

El comandante se dejó caer en su sillón mientras farfullaba algunas palabras ininteligibles. Todos sabían interpretar aquel tono arrogante que ocultaba la amistad y el respeto. No siempre había sido así de áspero, y allí todos sabían en qué momento había cambiado su carácter. Excepto quizá Sonia Breton que hacía poco que se había incorporado al grupo y todavía no había captado todos los matices de aquel hombre cerrado como una ostra. Ella tomó la palabra:

—Glacier se ha ido con el fiscal para unirse a los gendarmes que se han hecho cargo del caso en un primer momento, pero el jefe ha pedido que tomemos rápidamente el relevo por la personalidad de la víctima…

—Ya, estoy al corriente… ¿Cómo es que no se ha presentado él mismo allí?

Sus dos adjuntos parecieron no tener en cuenta el humor de perros de Revel, una manera de demostrar que estaban acostumbrados y que ya no le daban importancia.

—¿Glacier pasará allí la noche? —preguntó Revel, decididamente de mal humor, apuntando con la nariz al reloj publicitario colgado en la pared.

Mientras volvía de Rambouillet, el estado mayor de la Dirección Regional de la Policía Judicial había contactado con él en el coche. Un viejo cantante que, en otro tiempo, había sido el número uno de toda una generación de roqueros, pero que ahora estaba en pleno declive, había sido hallado muerto en su domicilio, en Méry, un pueblo cercano a Marly-le-Roi, por su jardinero. Como el ayuntamiento estaba dentro de la jurisdicción de la gendarmería, los primeros pasos de la investigación los habían llevado a cabo los militares. Enseguida habían visto que las marcas que el difunto roquero llevaba en el cuello y, desde luego, los hematomas que le cubrían todo el cuerpo nada tenían que ver con una intervención sobrenatural. El ayudante del fiscal ya estaba en el escenario. A pesar de la insistencia de los gendarmes en conservar el caso, los de la judicial estaban seguros de que el juez iba a confiarles la investigación. El comisario de división, Philippe Gaillard, jefe de la división de lo criminal de la policía judicial de Versalles, había insistido mucho en ese sentido.

—¡Como si no tuviéramos ya bastante curro! —había mascullado Revel, cuando el jefe de la brigada criminal lo había llamado a su vez al coche, siguiendo una especie de desfile jerárquico inflexible.

El comisario Romain Bardet no se había dejado impresionar:

—De todos modos, por la personalidad de la víctima, los medios estarán en el lugar desde esta noche, y eso será un desencadenante. Es preferible adelantarse a los acontecimientos que llegar después de la batalla, cuando los «maderos» hayan estado pateando por todas partes… ¿Todavía está lejos?

Al comandante Revel le hubiera gustado responder que podían haber llamado a otros grupos de la criminal, pero Romain Bardet le habría respondido que la mitad de la plantilla estaba de vacaciones. «No me viene bien», habría gruñido Revel, que tenía previsto volver directamente a casa. Por fin habría podido reunirse con su hija, que había vuelto a casa, y le habría propuesto cenar juntos. Ella diría sin entusiasmo: «Sí, si quieres, yo me encargo de todo», pero estaría de acuerdo, lo que era mejor que nada.

La llamada del teniente Antoine Glacier invitándolos a unirse a él en Méry puso punto final a aquel proyecto.