Capítulo 1

Nada había cambiado en el barrio desde la última vez que había ido por allí, excepto la explosión de festivas guirnaldas que colgaban a la salida de la plaza Félix-Faure, como la cola de un cometa que se hubiera adentrado por la calle del General De Gaulle. El tiovivo con caballitos de madera, el Carrousel Palace, estaba parado, y la verja del jardín del castillo se sumía en la sombra. Al mirar más de cerca, saltaba a la vista que los postigos de la casa lindante con el bar de La Fanfare se habían repintado de verde, uno de esos verdes de moda, apagado y marchito. El nombre preciso de aquel color no tenía importancia, ni tampoco el aspecto general de la plaza; pero aquel banal repintado alertó a Maxime Revel.

Unos toques de claxon lo llamaron al orden. Enfrascado en sus reflexiones, había detenido el coche de servicio en medio de la calzada. No había mucha gente, pero la que había ya no aguantaba nada. Entre dientes, masculló unas palabrotas dirigidas a los impacientes, y maniobró para aparcar marcha atrás en la acera delante del antiguo edificio de la Banca de Francia; ya se sabe que hay un principio básico para todo policía: estar siempre preparado para largarse a toda pastilla. Desde allí podía observar el conjunto de la plaza sin prisas.

—¡Ah, mierda! —exclamó entre dientes, al darse cuenta de otro detalle que había pasado por alto, porque hasta entonces solo los postigos de la casa habían atraído su atención.

Apagó la radio y cogió el teléfono. Le echó una mirada con más desazón de la que le habría gustado. No tenía noticias de Léa desde la mañana, a pesar de los mensajes que le había dejado.

«Tu hija tiene diecisiete años —le sopló una voz interior que se esforzaba en tranquilizarlo—, hay que dejarla crecer un poco…».

Desde luego, ese era el punto de vista adecuado, aunque no estaba del todo seguro de que su hija quisiera crecer precisamente. El drama ocurrido diez años antes la había convertido en una joven de delgadez extraordinaria, enredada en sus desgracias, que iba a la deriva en la vida sin encontrar su sitio. A veces, se preguntaba si no preferiría morir.

Dio una última calada a su cigarrillo y luego tiró la colilla por la ventanilla del coche, pasando de los principios ecológicos. Un ataque de tos lo dobló por la mitad. Tosió hasta perder el aliento durante varios minutos: unas miasmas a las que hasta entonces había querido ignorar completamente subían desde el fondo de sus pulmones sofocados por la nicotina. Aquella mañana, justo después del primer Marlboro que había encendido al saltar de la cama, le había sobrevenido un ataque tan violento que había temido morirse allí, de rodillas en la moqueta. Penosamente, se había arrastrado hasta el cuarto de baño. En el esmalte del lavabo, en medio de expectoraciones dudosas, había sangre, y eso sí que era nuevo.

Después de unos instantes penosos, Maxime Revel acabó por extirpar su metro noventa y sus cien kilos del coche de servicio. Se apoyó un instante en la carrocería, el tiempo de secarse las lágrimas que habían brotado de sus ojos. Al incorporarse, tuvo la borrosa visión del café que conocía desde hacía diez años con el nombre de La Fanfare y que lucía un flamante letrero nuevo, una fachada restaurada en sus tonos gris y púrpura, tan tendencia como el verde de la casa vecina. El cambio de imagen también había contaminado el bar ya que los dos edificios habían pertenecido siempre a la misma familia. Por aquel entonces, había efectuado las primeras comprobaciones: un cuerpo detrás del mostrador del café, otro en la cocina de la casa. Los separaban solo unos metros. Al llegar en ese momento, probablemente ensimismado en sus líos personales, no se había dado cuenta de un cambio esencial: La Fanfare había pasado a llamarse Les Furieux.

A pesar del cansancio y del ejército de hormigas rojas que le devoraban el pecho por dentro, sintió un familiar estremecimiento que le recorría la columna vertebral, el mismo que, sin duda, sentía el cazador al acecho de una buena pieza, y que le hizo olvidar los ataques de tos, la sangre en el lavabo y su promesa de dejar el tabaco. Con los ojos entrecerrados, se fijó en el rótulo, Les Furieux, y encendió un cigarrillo.

En la vitrina del quiosco, se informaba de que un habitante de Rambouillet acababa de ganar, allí, dos mil euros en la loto. Algunas chucherías detrás del vidrio anunciaban que la Navidad se acercaba. Maxime Revel detestaba las fiestas en general y aquella en particular, tan cargada de recuerdos difíciles. Apartó la mirada de los Papás Noel de chocolate y, al pensar en la tienda, se dijo que al menos allí nada había cambiado. Sin más decoración friqui que el perfil de «labios delgados y nariz puntiaguda» de la dueña, una sexagenaria que reinaba allí desde la noche de los tiempos, vestida todo el año con el mismo modelo de lanilla estampada, siempre de moda en los catálogos de venta por correo, abotonado por delante y con la cintura casi debajo de los brazos, complementado en invierno con gruesas medias y un chaleco de lana informe.

—¡Buenos días! —dijo Maxime, después de dejar que volviera a cerrarse la puerta automática, única concesión a la modernidad.

La mujer, ocupada en retirar unos periódicos de un expositor inestable, tenía la espalda tan encorvada que el cuello le desaparecía casi por entero bajo el moño. Se interrumpió en mitad de lo que hacía y dijo sin volverse:

—¡Buenos días, inspector!

Revel esbozó una sonrisa. Una vieja astuta, o quizá había visto su llegada a la plaza. Su cacharro cantaba a poli igual que él apestaba a cigarrillo. Sin duda, la señora del tabaco habría sido una portera magnífica dado el talento que desplegaba para espiar, rastrear, vigilar y, corolario frecuente, divulgar chismorreos. Para un investigador, era una auxiliar inestimable. Fue a arrimarse al mostrador, atestado de bártulos diversos.

—¿Cómo me ha reconocido, señora Reposoir?

—Oh —dijo sin dejar su tarea de clasificación—, lo reconocería entre mil personas, con esa voz de ultratumba, y el olor que lleva con usted…, todo un tostadero, ¡y eso que estoy acostumbrada a los fumadores, créame!

Al adivinar el motivo de la visita, había ralentizado sus gestos completamente decidida a dejarlo cocerse en su propio jugo. No había ningún cliente y, según el estado de algunas revistas, tan deslustradas como la dueña, el negocio debía de estar en vías de extinción, al menos la sección de prensa y librería.

—Mire, si no vendiera tabaco, hace tiempo que habría echado el cierre. Es una lástima, pero la gente ya no lee…

—También le quedan los juegos, la loto, el rasca y gana —repuso él para llevarle la corriente.

—Sí, es cierto. ¿Se ha pasado solo para saludar o…?

Por fin se dignó a enderezar su busto jorobado y se volvió hacia él. Lo miró fijamente con unos ojos de un azul desvaído, con una agudeza que los años no habían mermado. Ella siempre ejercía un efecto seguro sobre Revel; le desconcertaba siempre el contraste entre la vivacidad de aquella mirada y la banalidad del resto de su persona.

—Pasaba por el barrio —dijo elusivo—. Tenía algo que hacer en Rambouillet y me venía de paso…

Un gesto de la señora Reposoir indicó a Revel que no era ninguna pardilla. Desde hacía diez años le hacía lo mismo, a intervalos irregulares, aunque rara vez dejaba pasar la fecha del aniversario.

—¿Está seguro de que es por mí, o… por La Fanfare?

—Por los dos…

—Le voy a decir una cosa, inspector…

—Comandante.

—¿Perdone?

—Desde el año pasado soy comandante…

—¿El ascenso fue por La Fanfare? —preguntó con ironía.

—No, lástima… Pero he podido resolver otros casos, a diferencia de aquel…

—Cuando sucedió, ahí enfrente —gesto con el mentón señalando hacia la plaza—, ¿era inspector?

—Era teniente, pero usted siempre me llamó inspector…

—¿Está seguro? ¿Había inspectores en aquellos tiempos?

—Sí, pero las denominaciones han cambiado… Es una costumbre de la Administración, periódicamente se cambian los grados, los títulos… ¡Es lo que se llama una reforma!

La señora Reposoir cabeceó mientras llegaba a su sitio detrás del mostrador, una vez que había atado la pila de periódicos retirados del expositor. Cruzó los brazos para examinar a Revel de pies a cabeza, sin ningún reparo.

—En todo caso —dijo—, aquí no se ha hecho ninguna reforma, no como enfrente… ¡Por cierto, no tiene usted muy buena cara, que digamos! ¡Corre el riesgo de que lo reformen también!

Revel sonrió francamente e hizo un gesto fatalista.

—Debe de ser la edad… Dígame, sus vecinos ¿han hecho limpieza de primavera o qué?

Su mirada azul pálido se hizo todavía más incisiva. La mujer se inclinó hacia delante como si fuera a dar una respuesta crucial a la pregunta del comandante, cuando la puerta automática se abrió y entró un puñado de adolescentes excitados como una bandada de grillos. Ya había sonado la hora de salida de los colegios, momento para reabastecerse de golosinas, de cigarrillos y de juegos de rasca y gana. Los muchachos rodearon a Revel y «Nariz puntiaguda» los escudriñó a toda velocidad con su mirada aguzada. Le hizo un gesto explícito: no se fiaba de aquellos jóvenes que no dejaban de robarle. Usaban la táctica comprobada de acudir en cuadrilla y servirse sin ninguna vergüenza.

—Ya volveré —dijo Revel—, voy a dar una vuelta.

Ocupada en vigilar a aquellos futuros delincuentes que habían invadido su comercio, Annette Reposoir no le respondió.