DIEZ

Toqué fondo.

Bajo el agua, el tiempo viene y va, avanza, retrocede. Las ondas llegan hasta el bidón del cementerio donde enterramos a mi padre, las teselas azules del fondo repiten el vértigo del cielo, el paraíso que nos han prometido a todos. Es un edén vacío, hueco, limpio de peces y pájaros. Nos gustaba tumbarnos en el césped y dejarnos caer hacia lo alto, sentir la succión de las nubes, el paladar azul del dios al que nunca llegaríamos. El cielo está hecho de cristal, Cristo camina sobre las aguas con la prestancia de un patinador sobre hielo mientras racimos de burbujas suben hacia la superficie como uvas en tiempo de cosecha. La piscina de San Blas era un mar para pobres y el mar nada más que un reflejo del cielo, un cielo boca abajo en una tienda de saldo, empaquetado en un bidón de petróleo. Abrí los ojos y vi las nubes cruzar ante mí como quillas, como suelas de zapatos sobre mi tumba.

Unos brazos me sacaron del fondo (mejor sería decir que me pescaron), depositándome luego al borde de la piscina, bocarriba. Algo me golpeó en el centro del pecho, haciéndome vomitar una mezcla de bilis y agua. Sentí un líquido espeso brotar de mis pulmones con la furia inútil del parto. Tosí, tragué agua, me eché a llorar. La voz del pescadero me llegaba como a través de una campana.

—Respira, chaval. Respira.

No llegué a verlo porque tenía que abrirme paso a través de una neblina de cloro. Cuando emergí del todo, ya se había ido. Estaba sólo en la piscina, el bañador mojado, tiritando de frío después del nacimiento. Encajonada de nuevo en su rectángulo azul, el agua regresaba a sus conductos habituales: lágrimas, mocos. En el cielo, en la geométrica techumbre de polideportivo, un fluorescente fundido guiñaba el ojo. Pero Dios tenía un único párpado y no solía permitirse esa clase de bromas. Me puse en pie, escupiendo agua, y fui tambaleándome hasta los vestuarios. Mientras me secaba con la toalla, admiré en el espejo la palidez cadavérica de mi piel, las telarañas rojas que habían crecido alrededor de mis pupilas. Me vestí despacio, castañeteando los dientes, como si estuviese cubriendo mi propio cadáver. Oí el ruido de las luces que se iban apagando sala a sala, pasillo a pasillo. Abandoné el vestuario cuando la oscuridad ya se había adueñado de las instalaciones.

—¡Eh, tú!

Un encargado me descubrió al extremo de un corredor y me preguntó qué coño estaba haciendo. Eché a correr con la cartera al hombro y pude escapar del edificio antes de que se decidiera a perseguirme. Llegué jadeando hasta el portalón de la entrada, después de cruzar los jardines entre el abanico húmedo de los aspersores. Una vez fuera de la piscina, acomodé la cartera en la espalda y enderecé mi paso con la cadencia de un resucitado.

Ya había anochecido cuando empecé a cruzar el parque de San Blas, su tenebrosa leyenda de jeringuillas y ahorcados, de yonquis y navajeros emboscados en las siluetas de los bancos. Los árboles tendían sus ramas hacia el hematoma de las nubes. Plantadas al borde del césped, las farolas apenas lograban irradiar una rodaja de luz hasta el siguiente tramo de oscuridad, pero yo sólo pensaba en la bronca que me iba a caer cuando llegara a casa. Entonces, al ir a cruzar la avenida de dos carriles que corta en dos el parque, los vi. Dos perros escuálidos unidos por el culo, aullando, tirando en direcciones opuestas. Dos chuchos callejeros que se habían quedado pegados follando y que no podían separarse. De cuando en cuando, un coche pasaba a toda velocidad e iluminaba unos instantes el engendro. El puto cancerbero de barrio luchaba por escapar, arañando inútilmente el asfalto. Me quedé en la acera, ante el brillo fantasmagórico de los faros, contemplando aquella grotesca pesadilla como si fuese uno de mis trabajos manuales en arcilla que hubiese echado a andar, dotado de vida propia.

Me agaché, cogí una piedra y la tiré, para ver si así conseguía separarlos, pero los perros siguieron bailando su enloquecido tango sobre la cuerda floja del paso de cebra. Flacos, sarnosos, exhaustos, gimoteaban, gruñían, intentaban revolverse, lanzaban dentelladas contra el nudo de entrañas que los tenía atrapados, soldados en un lazo de amor. Un coche frenó de golpe, a punto de aplastarlos, y el doble resplandor de los faros alumbró, en un contraluz de polvo y de mosquitos, a un perro de dos cabezas, una bestia mitológica y ridícula, un monstruo de feria que al fin se apartó de la carretera y se alejó a trompicones, perdiéndose en las tinieblas del parque, danzando torpemente sobre sus ocho patas.

Pasé unas tres semanas en el hospital, la pierna en alto, escayolada, perforada con tornillos y máquinas, rodeado de accidentes y traumatismos varios con los que iba pasando el rato. Mi madre venía todas las tardes, a veces me traía revistas y bombones que yo regalaba a mis compañeros de habitación o a las enfermeras que me cuidaban.

—Mi novio no me dejaría comer bombones, señor Esteban.

—Tiene razón. Sería una redundancia.

La chica se sonrojó. Era simpática, rellenita y más bien feúcha, pero qué más daba, los piropos son gratis. Además, es mejor llevarse bien con la gente que te cambia las sábanas. Después de la operación, un médico gordo, pálido y con el rostro erizado de granos, me dijo que tardaría más de un año en recobrar el uso de la rodilla. Volvería a andar, sí, pero lo más probable es que me quedara de recuerdo una leve cojera y un dolorcillo en la rótula que haría de despertador por las mañanas. ¿Podría predecir cambios meteorológicos, doctor? ¿Podría trabajar de hombre del tiempo? Me escrutó con sus dos hemisferios arrasados de cráteres lunares, y me pidió que no dijera tonterías. Tendría que usar muletas y acudir a rehabilitación durante varios meses pero yo me preguntaba quién carajo iba a cubrir los gastos. No cotizaba a la Seguridad Social desde mis tiempos de boxeador y en el oficio al que me dedicaba era jodido que alguien te firmase un seguro. Tampoco creía que el dinero por la venta de la casa, una vez cubierta la hipoteca, alcanzara siquiera para pagar la escayola. No me atrevía a preguntar a mi madre, pero la respuesta me la trajo el padre Osorio el mismo día en que vino a visitarme, vestido de civil con su traje viejo de la parroquia y una caja de bombones en la mano.

—Por lo menos no han sido flores.

—Se les acabaron los cactus —dijo, torciendo la boca—. ¿Qué tal estás, hijo?

—Aburrido de mirar el techo. Podría pintarlo de memoria, incluidos desconchones y manchas.

—Cuando termines con éste, podrías seguir con el de la iglesia.

—Creo que me han prohibido el alpinismo por una temporada. ¿Raschid sigue echándole una mano?

Asintió con la cabeza. «Gracias a ti», murmuró. Intentaba esconder la emoción detrás de los diez kilos de patatas que tenía por cara, pero no lo consiguió. Fue entonces cuando me dijo que la mezquita corría con todos los gastos de hospitalización.

—Nidhal no sabía cómo darte las gracias por haberles devuelto al chiquillo sano y salvo. Yo le sugerí que ésta sería una buena manera.

—Puede jurarlo, padre.

—¿Tienes algo que contarme?

Lo preguntó con voz profesional. En la habitación de seis camas, plegado en un rincón, había un biombo blanco, un bastidor de cortinillas con la que los médicos aislaban una cama antes de administrar una de sus sangrías. Osorio no quería auscultarme el corazón ni sacarme sangre, sino que me ofrecía el mismo sacramento que yo desperdicié una vez contándole burdos martirios de insectos. Pero la confesión ya había tenido lugar, en una discoteca de mala muerte y en una iglesia en obras, aderezada con coñac barato en vez de vino de misa. Su depositario, mi amigo de la infancia, yacía bajo tierra. También él había confesado, poco antes de morir, poco después de comulgar con unas rebanadas de pan rancio.

No había nada que añadir a eso. Ni siquiera lo había hecho con la pareja de policías que me visitaron justo después de la operación, y que me amenazaban no con las inciertas penas del infierno sino con férreos años entre rejas por una serie de delitos que iban desde agresión a homicidio no premeditado. Ocuparon una sala contigua a la de postoperatorio y durante tres días no dejaron que se me acercara nadie, ni siquiera mi madre, salvo los médicos que evaluaban mi recuperación y las enfermeras que me atendían. Después me llevaron a una sala de traumatología ocupada con otros cinco enfermos, rodearon mi cama de biombos y cortinas, y pusieron un vigilante a mi puerta, como si pudiera levantarme y echar a correr con aquella especie de fresadora atornillada a mi rodilla. Incluso limitaron el acceso de las visitas a las otras camas, cuyos ocupantes miraban la mía primero con recelo y luego con entusiasmo, como un nuevo serial de televisión al que todavía no habían cogido el gusto. Seguramente era más divertido escuchar los interrogatorios tras las cortinillas que echar monedas a la ranura del aparato.

Más que un serial de televisión, los interrogatorios parecían los ensayos de una obra de teatro medio improvisada, con dos protagonistas disfrazados de poli de paisano y un comparsa horizontal que respondía con monosílabos. El madero que llevaba la voz cantante era una cincuentona flaca y huesuda, vestida con traje chaqueta, y su compañero apenas servía para darle la réplica. Repetían una y otra vez las mismas preguntas, intentando hallar alguna discordancia en mis declaraciones, pero habíamos ensayado el texto tantas veces, en la soledad de los primeros días, que conocía las respuestas como si fueran los prospectos de la medicación.

—Tenemos los testimonios de una docena de vecinos. Usted le pegó una paliza a Romero. Delante de su mujer.

—Es posible —admití—. Estaba borracho.

—Posible no —recalcó la mujer—. No nos toque los cojones.

No hablaba por hablar. Probablemente los tenía. Llevaba el pelo corto, los ojos cargados de adrenalina y nada de maquillaje encima. Me interrogaba con aquella cara de huesos duros y de labios finos, una cara nada femenina. Su compañero, en cambio, necesitaba un bigote para darle algo de firmeza a la suya.

—Esa actitud no va a ayudarle nada, amigo —dijo.

Su compañera lo miró de refilón como si estudiase un bolígrafo estropeado que acabara de soltar un chorro de tinta. Después, amparada en la intimidad que nos prestaba el biombo, volvió a la carga. Me preguntó si conocía a la exmujer de Romero. Algo, sí. Si sabía que él le había dado una paliza. Intentaban sacar algo en limpio, esclarecer unos hechos que abarcaban apenas tres manzanas del barrio, una casa quemada, cinco cadáveres. Sospechaba que ya tenían toda una hipótesis montada, bastante aproximada a los hechos, y que sólo necesitaban que yo la corroborase.

—Sabemos que Ricardo Sánchez era amigo suyo.

—Lo conocía un poco, sí. Fuimos al colegio juntos.

—¿Le prestó alguna vez su coche?

—No, que yo recuerde.

—Hemos encontrado huellas suyas por todas partes.

—Sí. Mis dedos tienen esa puñetera manía de ir manchando todo por ahí con huellas dactilares.

—Señor Esteban —la mujer cogió de nuevo el rumbo de la conversación y su camarada pareció encogerse en la silla—. Había tres cadáveres en la hormigonera, Carmen Sampere, Diego Romero y Alejandro Gutiérrez. Usted los conocía. A los tres. El día anterior al asesinato, usted había propinado sendas palizas a Romero y a Gutiérrez. Tenemos docenas de testigos. Usted afirma que encontró el cadáver de la señora Sampere metido en una hormigonera, muy cerca de la casa de su difunta tía. Allí dentro, según usted, Romero y Gutiérrez lo redujeron y lo torturaron. ¿Todo bien hasta ahí?

—Me parece que sí.

—Según usted —dijo la mujer, revisando sus notas—, Ricardo apareció justo cuando iban a emascularlo y los mató de sendos balazos por la espalda. ¿No dio el alto, no ordenó manos arriba ni nada parecido?

—No había tiempo.

—Limítese a contestar sí o no.

—No. No hizo nada de eso.

La mujer se detuvo y tomó aire. Podía escuchar a mis vecinos de habitación, cada uno con sus dolencias y fracturas, conteniendo el aliento, esperando el siguiente serial del capítulo. Lo habían oído a lo largo de varias tardes desde que me subieron del quirófano y me desperté de la anestesia. Siempre se interrumpía en el mismo punto, como si al guionista se le hubiese agotado la inspiración.

—¿Qué ocurrió después?

—Le repito que no lo sé. Me desmayé por el dolor, supongo.

Ése era el punto donde terminaba el texto original de la obra y empezaban los titubeos, las improvisaciones. Doña Hueso y Don Bigote necesitaban que les contara qué había sucedido en el interior de la parroquia: cómo Richi había torturado a Raschid, cómo yo había protegido al chiquillo arrojándole encima una torre de andamios. Pero antes de morir, Richi me había enseñado algo sobre interrogatorios. La verdad no valía una mierda. De ninguna manera debía confesar que había matado a un madero, aunque fuese accidentalmente, aunque fuese para salvar una vida.

—Hemos hablado con los médicos —dijo Don Bigote, alisándose la corbata, mientras Doña Hueso lo observaba amartillando los ojos—. Nos han dicho que, dado el alcance de su lesión, es muy posible que perdiera la consciencia debido al dolor. Pero no creen que fuese más allá de unos minutos. ¿Qué pasó en el interior de la iglesia?

—Le repito que no sé cómo llegué hasta allí. Sólo recuerdo que, al despertar, allí estaba, tirado en el suelo. Había un niño sentado en uno de los bancos y el cadáver de Richi atrapado entre un montón de andamios.

—También había rastros de cocaína en su rodilla.

—Sí. Qué raro, ¿verdad?

De un manotazo, la mujer apartó unos papeles. Ya habían sacado a relucir varios episodios poco filantrópicos de mi pasado. Me habían amenazado con sumar un montón de delitos insignificantes —escándalo público, intimidación, peleas callejeras— sólo para redondear una pena de cárcel no del todo desdeñable. Me habían ofrecido canjearla por la verdad de lo ocurrido en la parroquia, pero yo me obstinaba en la amnesia y el desmayo. Al fin, a Doña Hueso se le ocurrió una forma de hacer avanzar el careo en una dirección que pudiera sacarnos del atasco.

—Mire, vamos a descubrir las cartas. Sabemos que Ricardo no era trigo limpio. Estaba en vigilancia desde hace mucho tiempo. Su nombre está implicado en varios tejemanejes turbios de la constructora, incluyendo deudas de juego. Nuestro problema, nuestro único problema es explicar cómo se le cayeron todos esos andamios encima. Gonzalo Osorio, el sacerdote de la parroquia, dice que la construcción la hizo él mismo y era bastante precaria. Que podían derrumbarse en cualquier momento. Una chapuza, vaya. Y usted señala que, al despertarse, se encontró con que Ricardo estaba agonizando debajo del montón de andamios.

—Así es —admití.

—De acuerdo. Explíqueme cómo puedo escribir en el informe que los andamios se cayeron solos.

No respondí. Me picaba la barba: no me afeitaba desde antes de la borrachera. Ninguna enfermera había tenido el detalle de acercarme un espejo y ya debía de mostrar una respetable jeta de presidiario. Sólo quería acostumbrarme a ella y que me dejaran en paz, pero no pensaban darme facilidades. Doña Hueso insistió:

—En esa iglesia sólo estaban él, usted y ese niño.

—Se equivoca —puntualicé, pidiendo una carta—. También estaba Dios. Dios suele estar en las iglesias, al menos en las consagradas.

La mujer sonrió, estirando sus labios óseos hasta el punto de borrarlos en una simple raya de vesania.

—¿Cree usted en Dios? —negué con la cabeza—. Le vendría bien creer, porque puede pasarse mucho tiempo en la cárcel.

—¿Qué dice el niño? —pregunté, pidiendo otra carta.

—Que usted lo mató —respondió la mujer sin titubear—. Que usted derribó los andamios.

Era un órdago a grande, pero no llevaba muy buen juego. Lo descubrí no gracias a ella (que no movió ni uno sólo de los huesos que armaban su cara), sino a su compañero, que dejó de mirarme durante el lapso de un parpadeo para lanzarle a ella un fugaz y temeroso vistazo. Aquel tipo no valía para el mus y su bigote menos. Descubrí el miedo ronroneando bajo la pelambrera que le alfombraba la boca. En cualquier caso, no podía echarme atrás: ya era hora de mirar las cartas.

Dios tenía algo más que decir en el asunto. Raschid confesó que aquel hombre lo había torturado y que, en justo castigo, Alá le había echado encima los andamios. Osorio había asistido al interrogatorio en el despacho de Nidhal, en la mezquita, la misma pareja de policías secundada por un traductor de árabe, y me contó que el crío no había querido añadir ni una coma a su testimonio. No quiso o no pudo especificar dónde me encontraba yo cuando los hierros se vinieron abajo y a Doña Hueso no le quedó más remedio que incluir una hipótesis teológica en su informe. En apoyo de esa tesis, guardó dos grapas ensangrentadas que los médicos habían extraído de la carne del chiquillo y unos cuantos puntos en un brazo y en el cuello.

—No es un chivato —dijo Osorio—. Me recuerda a alguien.

En el último interrogatorio, la mujer me ofreció retirar todos los cargos a cambio de una declaración que salvara el buen nombre de la policía. Ya habían hecho un trato parecido con Nidhal y con el crío: Romero (el gitano, el pirómano, el maltratador de mujeres) cargaría con todas las culpas, desde el incendio de la casa hasta el martirio de Raschid, pasando por el asesinato de la viuda Sampere. De ese modo, la memoria de Richi se vería libre de cargos y hasta podría aspirar a una medalla por salvar mi vida y la de un niño moro. «Iraní», corregí. La mujer se mordió los labios casi inexistentes y añadió que, así, su padre, un viejo comisario jubilado, no tendría que asistir a la vergüenza de una investigación póstuma. Cómo taparían toda aquella basura, cómo amañarían las incongruencias de móviles, escenarios y balazos por la espalda, no era asunto mío.

—No veo por qué no —admití—. Es verdad que me salvó la vida.

Los dos polis cerraron sus carpetas y se levantaron de sus sillas. Por primera vez, la mujer me miró con algo parecido a la lástima.

—Ésa es sólo una parte de la verdad —dijo, inclinándose hacia mi lecho—. Y usted lo sabe.

—Tiene razón. La verdad completa es que Richi era mi amigo.

Había otras verdades, sí, pero la Mano Negra era un asunto privado entre Richi y yo, entre Dios y Gema. Una partida de mus sin señas. Supongo que el informe de la autopsia tampoco especificaría nada acerca de la coca, todo aquel polvo blanco que le habrían encontrado dentro, suficiente como para pintarle una raya continua en las venas.

Me había librado por un pelo. Don Bigote, siempre oportuno, tuvo el detalle de recordármelo cuando ya salía. Mis compañeros de habitación se habían quedado sin su serial policíaco y tuvieron que dar de comer a la tele. Mi madre, Sebas y el padre Osorio se turnaban a la hora de las visitas. Una mañana, tirando de mí como si arrastrasen un ahogado, un par de enfermeros me ayudaron a ponerme en pie y a utilizar las muletas. Poco a poco, volví al mundo vertical, empecé a recuperar la intimidad, las visitas al baño, la maquinilla de afeitar. Debajo de mi barba apareció el rostro demacrado de un convaleciente, un presidiario al que habían concedido una amnistía. El dolor en la rodilla subía y bajaba como el dial del volumen del televisor, a capricho de un público de nervios y tendones. Los primeros días me habían atiborrado de calmantes pero gradualmente fueron reduciendo la dosis. Aunque el traumatólogo se sorprendió de mi resistencia al dolor, me advirtió que mejor me fuese buscando un amigo farmacéutico.

—Prefiero buscar amigos en los bares, doctor.

—Si conoce alguno donde sirvan ibuprofeno, avíseme.

—Conozco una farmacéutica muy guapa.

Me habían advertido de que la recuperación sería larga y ardua, pero no esperaba que me costara tanto dar los primeros pasos. En mi inmersión nostálgica hacia el pasado había retrocedido más allá de la infancia, hasta el absurdo espacio en blanco del tacatá y el caballito. Me tambaleaba sobre las barras del gimnasio, sudando, avanzando centímetro a centímetro, escoltado por un fisioterapeuta, rodeado de jubilados que contemplaban mis esfuerzos y me daban ánimos, como si me entrenara para la vejez, a punto de cruzar la línea de meta. Los primeros días no creí que llegase siquiera a cojear. «Tendré que cambiar de empleo» pensé durante la primera sesión, después de recorrer una docena de metros y acabar completamente agotado. Era más difícil que un entrenamiento por el título mundial y la única recompensa consistía en que te llevaran de regreso a la cama. Una enfermera intentó consolarme diciendo que no me preocupara, que una cojera podía resultar tan sexy como una cicatriz, pero luego no quiso demostrarlo con hechos.

Cuando me dieron el alta, todavía necesitaba las muletas y las seguiría necesitando durante mucho tiempo. Bajar las escaleras del hospital se convirtió en un problema de geometría. Mi madre vino a buscarme en un taxi y por primera vez pensé en la ironía de que hubiese acabado cuidándome cuando era yo quien había ido a ayudarla mientras se recuperaba de su operación de varices. En el trayecto hasta casa repitió la misma cara de zozobra y vinagre con que me había obsequiado durante las visitas al hospital: el ceño fruncido, los ojos ausentes, los labios atornillados en un silencio hermético. No aflojó los tornillos en todo el día, hasta la hora de la cena, cuando, para hacer tiempo mientras esperaba que se disipase el humo de la sopa, le pregunté qué le pasaba.

—Mira, hijo, no sé si será bueno hablar de eso.

—De acuerdo. Entonces no hablaremos.

Hundió la cuchara en la sopa y empezó a removerla. Sorbió dos o tres cucharadas. El caldo hirviendo debió de despertar algún músculo dormido en su lengua.

—Tienes que dejarlo, hijo.

—¿El qué, mamá?

—Tu trabajo.

Esbocé un gesto de incomprensión mientras ella dejaba otra vez la cuchara sobre la mesa, tapando una de las flores medio borradas del mantel. Mi madre nunca tiraba nada pero aquel mantel estaba para el arrastre.

—Sé a lo que te dedicas —continuó hablando sin mirarme, observando la sopa, como si aguardase que cuajara un oráculo entre los fideos—. A pegar palizas, a asustar a la gente. Nunca me gustó que te dedicaras al boxeo, pero esto… Esto es mucho peor.

—Mamá, yo…

—No intentes engañarme. Sé que piensas que soy tonta pero también soy tu madre. Y no tan tonta como te piensas.

De modo que lo sabía. La vergüenza me inundó de arriba abajo, un malestar nítido y repentino, calcado de los días de colegio.

—¿Quién te lo dijo?

—¿Qué importa quién me lo dijera? —repuso, mirándome a los ojos—. Hubo mucha gente, una vecina, un tendero, tu tía, que en paz descanse. Yo no quería creerles. Les creía y al día siguiente pensaba que no era más que envidia, habladurías de la gente, que no se puede estar con la lengua quieta. Lo sabía pero no quería enterarme. Hasta el día en que le pegaste una paliza a ese gitano. Mira que te advertí que no te arrimaras a Lola, que esa mujer no iba a traerte más que problemas.

No me quedó otro remedio que humillar la cabeza y comer en silencio. La sopa me quemaba, pero no tanto como sus palabras, aquel cansino tono de reproche, aquel anzuelo seco y afilado con que las iba pescando.

—Dios santo, es igual que cuando eras crío y salías a la calle. ¿Volverías entero o a trozos? ¿Con la cabeza escalabrada, la nariz sangrando, un brazo roto? ¿Es que no has aprendido nada en todos estos años? —fui a contestar pero lo hizo ella misma—. Al parecer no. Sólo has ampliado el radio de acción. Mira Ricardo, mira Guti, mira el gitano: muertos. Todos muertos. Tú podías haber acabado igual, hijo. ¿Es que no te das cuenta?

Me daba cuenta, sí, pero ¿qué podía responder? No podía contarle toda la historia, la traición de Richi, el asesinato de Gema, el niño que había salvado de las fauces del barrio. Las madres siempre se quedan sin saber, tienen que conformarse con los rasponazos en la rodilla, los tirones de oreja, el algodón empapado en agua oxigenada.

—Cuando el padre Osorio me avisó de lo que había ocurrido, no pude dormir en toda la noche. Ni siquiera me dejaron entrar a verte al hospital. Estabas fuera de peligro, sí, era sólo una pierna, pero ¿y la próxima vez? ¿Qué será la próxima vez, hijo?

La miré a la cara. Los ojos le brillaban con ese velo tenue que precede a las lágrimas. No veía llorar a mi madre desde el entierro de papá y no sabía qué podría hacer al respecto.

—Prométemelo, hijo.

—¿Qué, mamá?

—Prométeme que dejarás la calle, que buscarás un trabajo decente. No podría soportar que te pasara algo.

La voz se le había roto. Antes de que la desbordara el llanto, me levanté y la abracé contra mi pecho, acariciando su cabeza espolvoreada de canas. Te lo prometo, mamá. Te lo prometo. No llores, por favor. No llores.

Por suerte, mi madre suele hacer las cosas muy rápido. Cose muy rápido, cocina deprisa, come a toda hostia. El llanto tampoco le llevó mucho tiempo. Me apartó suavemente, se enjugó los ojos con el borde del delantal, intentó sonreír. Después me pidió que le acercara la pequeña caja de seguridad de mi tía que estaba en una repisa de la estantería. La recogió con una especie de respeto reverencial, mientras la sonrisa perduraba a través de las lágrimas.

—Fui a un cerrajero, mientras tú estabas en el hospital. Le dije que la abriera con cuidado porque podía haber algo muy valioso y muy frágil dentro. El hombre dijo que no le llevaría más de cinco minutos. La abrió en tres.

Empujó la caja metálica a lo largo del mantel y luego se sonó la nariz con una servilleta de papel. Me quedé mirando su brillo esmaltado, pensando en la hipótesis descabellada que Richi quería montar con ella, en el futuro que iba a resolvernos a todos: a mi madre, a mí, a Lola, a Tania.

—Ábrela, anda.

Lo hice. Casi me eché a reír. No había rubíes ni diamantes, pero sí unas gotas de oro retorcido y unas cuantas piezas de marfil amarillento. Lo de no tirar nada a la basura debía de ser una costumbre de familia. Mi tía tampoco tiraba nada, ni siquiera una puta dentadura postiza.

Como siempre en Madrid, el mal tiempo se había instalado de golpe. El gran circo del mundo pasaba a través del televisor mientras yo me aburría tumbado en el sofá. A mi lado, mi madre hacía punto levantando de vez en cuando la vista hacia la pantalla, empinando los ojos sobre las gafas. En la otra ventana, tras el cristal, las últimas hojas se suicidaban lentamente, los gorriones se lanzaban en picado, se acumulaban roncos nubarrones y tardes grises. Los días eran cada vez más fríos y mi madre se tapaba los pies con una manta. No quería encender la estufa porque decía que todavía era demasiado pronto: qué íbamos a dejar entonces para el invierno. Pertenecía a una generación para la cual el clima no es un concepto meteorológico sino una división del calendario. Había vivido encerrada todos aquellos años entre los cuatro muros de la casa, y entre los muros más espesos aún de la dictadura de Franco, y ni siquiera se había dado cuenta de que hacía mucho tiempo que cayeron los barrotes. Necesitaba la consoladora rutina de la cárcel, como aquel canario que un día echó a volar desde la ventana y regresó de inmediato a la jaula. Desde mi atalaya del sofá, la veía hacer lo que llevaba haciendo toda la vida: ir y venir de la cocina al salón y del salón a la cocina, igual que el canario saltando del comedero al palo, del palo al comedero, un día y otro día, un año y otro año.

Una mañana en que el otoño echó los restos, me decidí a abandonar la jaula. Me puse una cazadora, encajé las muletas en los brazos y salí a cojear. El sol bañaba las calles y los árboles desnudos con una pantomima dorada que imitaba el buen tiempo, pero que no era más que un sucedáneo del frío. Tenía los músculos anquilosados y me costó arrancar, dar los primeros pasos. Pepe el Puñales me vio desde la puerta del bar y alzó el botellín de cerveza en un brindis a mi salud.

—Roberto, macho, que lo tuyo no es esquiar.

Emprendí la cuesta del parque como si fuese una escalada, manejando las muletas cada vez con mayor confianza. El dolor empezó a llamar a la rodilla pero no le prestaba atención. Podía vivir con él, igual que podía vivir con el recuerdo de un futuro abortado, un amor fallido, un amigo muerto. De vez en cuando, los demonios aullaban al fondo de mis tripas pero tendrían que contentarse con zumo de naranja, refrescos, café. A cada paso, las conteras de goma iban hundiéndose en la hojarasca.

Cuando al fin llegué hasta las puertas del mercado, no me atreví a entrar. Quería ver el puesto del padre de Gema, comprobar si todavía seguía trabajando en la pescadería, quizá acercarme y charlar un rato. No tuve cojones. Me quedé remoloneando en la zona de carga y descarga, entre mandiles blancos salpicados de sangre, de pie sobre las muletas, estorbando a los operarios que pasaban cargados con media vaca a las espaldas.

Una furgoneta verde, aliñada con una rúbrica de letras de colegio en los costados, se detuvo frente a la entrada. El conductor, un joven bajito, feo y andino, salió a la carrera y abrió la puerta de atrás, de la que brotó el vaho de una cámara frigorífica. Cogió un par de cajas de plástico del interior, las montó una encima de otra y las llevó a pulso hasta el interior del mercado. Iba tambaleándose por el peso, tan agobiado por las prisas que ni siquiera cerró la puerta trasera del vehículo. El aliento helado del interior se escapaba a bocanadas y, junto con el frío, un pequeño cangrejo asomó las pinzas. Fue trabajosamente caminando por el borde, tanteando los límites de la libertad, hasta que decidió descolgarse de la furgoneta y se estrelló contra el asfalto. Quedó momentáneamente atontado por el golpe —un revoltijo de patas rojizas— pero se recobró antes de la cuenta de diez, se enderezó la corbata y echó a andar entre el reguero de suciedad que corría por la acera, apartando papeles y trozos de porquería con las pinzas. Tal vez, de haberse colado en una alcantarilla, habría tenido alguna oportunidad, pero escogió el camino difícil: cruzó las lóbregas rejas del sumidero y siguió adelante. Sobrevivió intacto a la arboleda de zapatos de los repartidores y luego se las ingenió para atravesar la calle al paso de un camión de tres ejes. Había canarios que regresaban a la jaula, sí, pero también había cangrejos que se lo jugaban todo a una carta, avanzando por el descampado en busca de su última aventura.

Lo imité sutilmente con las muletas. Cojeé de regreso hasta el parque y luego me senté a descansar en uno de los bancos. Fue allí, escarbando con las muletas en la arena, observando las calvas en el césped, cuando me cayó encima la revelación. Comprendí algo que me había estado rondando por la cabeza desde que había vuelto a cuidar de mi madre, una oquedad que ocupaba el corazón del barrio con tanta fuerza que era casi imposible percibirla. La ausencia. La ausencia de niños. Los columpios vacíos. El silencio.

No había críos jugando por las calles. Ya no había carreras ni peleas ni lloriqueos ni chillidos. A diario el parque estaba muerto, petrificado, custodiado por ancianos meditabundos, por señoras que regresaban a casa tirando del carrito de la compra, por jóvenes que hacían footing, por viejos prematuros como yo.

Me puse en pie y me calcé otra vez las muletas. Eché a andar en busca de los niños perdidos, las risas y los llantos perdidos, los juegos extinguidos. En mi infancia, si no había clase, nos pasábamos el día entero en la calle, de sol a sol, jugando a la peonza, el churro, el bote, el rescate, la lima, las chapas, el guá. ¿A qué coño jugaban los críos ahora? ¿Dónde se escondían?

Cojeé por las calles, esquivando zanjas abiertas, vallas amarillas, mierdas de perro. No tendríamos olimpiada pero no por eso el alcalde iba a guardarse el cubo y la pala. Era, tal vez, el último juego que nos quedaba: los castillos de arena. La viuda Sampere había jugado a eso y había acabado metida en una hormigonera. Richi también, debajo de un puzle de construcción. Un obrero delgaducho, con un pitillo colgando de la boca, esgrimió la taladradora con aire de macho, como si con ella fuese a sodomizar el cemento. La puso en marcha y todo el suelo se echó a temblar, las baldosas se agrietaron en un orgasmo bestial mientras el tipo esculpía su firma a trancas y barrancas. El estruendo era tan enorme que se coló a través de mi oreja descarriada. Me alejé de allí.

Encontré a los críos a la hora del recreo, jugando detrás de las rejas del colegio. Los niños jugaban al fútbol en un campo de balonmano y las niñas saltaban a la comba. Uno, dos; uno, dos, tres. Me acerqué hasta la reja a ver si podía reconocer qué canción estaban cantando, pero no pude hacerlo. Nada de barqueros ni barcas ni lunas ni llaves en el fondo del mar. Una niña con trenzas, que esperaba en la cola para saltar, giró la cabeza y me vio. Era Tania. Le hice una seña y se acercó con un trote a medias decidido, a medias desconfiado, como si no estuviera muy segura de querer acudir. Llevaba la cabeza baja, estudiando las puntas de sus zapatos, pasando revista al uniforme, pero al alzarla, reparó en mis muletas y me miró con la boca abierta.

—¿Qué te ha pasado, tío?

—Un accidente —respondí.

—¿Por cruzar la calle sin mirar?

—Algo parecido —admití, echándome a reír—. Sí. Fue algo parecido.

—Lo mismo que mamá.

—¿Ella también tuvo un accidente? —Tania afirmó con la cabeza—. ¿Y cómo está?

—Bueno.

Se encogió de hombros, con esa repentina seriedad de los niños. No fue más que un momento, pero a mí me recordó la brusca chulería de su madre, el orgulloso gesto del cuello al despreciar un piropo, igual que me recordó a ella cuando se apartó un mechón de pelo de la frente.

—Se le hinchó toda la cara y luego le pusieron unos ganchos en la boca. Así.

Hurgó con los dedos en las comisuras de los labios, los estiró y me mostró una boca enorme, repleta de dientes resplandecientes y brillantes encías.

—Pero ahora está mejor, ¿no?

—Bueno. Hace unos días le quitaron los ganchos pero sigue sin querer salir a la calle.

—¿No sale a la calle?

—No —resopló—. Y soy yo quien tiene que ir a por todos los recados. Bueno, yo y mi tía.

Agachó otra vez la cabeza, se agarró con las dos manos a la reja y arrastró los zapatos por la tierra. Una niña voceó su nombre, reclamando su turno en la comba. Tania se giró un instante y esbozó un gesto con las manos para que otra saltara en su lugar.

—Tienes que irte ya —dije.

Meneó la cabeza, sin dejar de observar sus zapatos cubiertos de polvo. Apartó las manos de la reja y, cuando ya se iba a marchar, me miró por última vez con sus ojos límpidos y azules. Los ojos de su padre.

—Tío.

—Sí.

—¿Cuándo te pongas bueno, volverás por casa?

Entonces me tocó a mí encogerme de hombros. Tania se mordió los labios, dio media vuelta y regresó con sus amigas. Una de las niñas le cedió el turno y ella se puso a saltar —uno, dos; uno, dos, tres—, las trenzas golpeando a su espalda. Me marché cojeando, crucé despacio el pasadizo en cuyas paredes las caligrafías de colores y las letras obesas habían desahuciado a la A anarquista, las pintadas políticas y la Mano Negra. Subí las escaleras paso a paso, apoyando las muletas en cada escalón, en cada verso de la niña que cantaba aferrada a los barrotes de la terraza, las piernas lacias de muñeca de trapo colgando al sol de la mañana. Las niñas bonitas no pagan dinero. Un poco más allá, en la esquina de Gascón, se oía el estruendo discontinuo de las taladradoras como una juerga de chicharras. Me acerqué poco a poco sólo para descubrir que toda la acera estaba levantada, incluyendo el parche lunar donde tantos años atrás habíamos dejado nuestras huellas. La huella del Chapas, de Pedrín, de Vázquez, del Musgo, de Andresito el Moco, la mía, los dedos de ángel de Gema. Ahora sólo eran trozos de cascotes, ruinas egipcias, migas de cemento que un obrero iba apartando con una pala.

El tipo flacucho seguía a cargo de la taladradora. Su compañero de la pala se detuvo para frotarse los riñones y entonces el flacucho le ofreció un cigarrillo. El hombre lo fumó con los ojos entrecerrados, un pie en la carretilla cargada hasta los topes, mirando a lo lejos. Apoyados en la valla, un par de ancianos contemplaban la obra como si se tratara de un partido de fútbol, comentando las mejores jugadas. La cuadrilla seguía trabajando, despedazando la acera, levantando la costra de un pasado muerto. El obrero dio un par de caladas más, arrojó el cigarrillo a un lado y cogió otra vez la pala.