Al despertar tenía nueve años. Estaba tirado en los servicios del colegio, en medio de un hedor a orina y mierda, a váteres atascados, a terror. No quería abrir los ojos. Sabía que, cuando los abriera, me iba a encontrar con un par de matones pegándole una paliza a un niño. Uno bajito y otro alto. Uno feo, otro guapo. Igual que un dúo cómico, o una pareja de malos del tebeo. Sentí algo metálico hurgándome los dientes y tardé algún tiempo en reconocer mi propia lengua. Aquel sabor a sal en la boca quizá era sangre o quizá el borde de la pala que me había arrancado media cara de cuajo. Poco a poco empecé a recordar.
Parpadeé, vi muebles chamuscados, crespones de humo, manchas de colores apelotonadas en la pared. Si aquello era el infierno, necesitaba una mano de pintura. Los borrones perduraron pero las manchas se fueron agrupando hasta formar una macabra baraja: media docena de demonios pálidos con círculos de colorete en las mejillas. Algunos sonreían con sus labios de silicona como si guardaran un cuchillo a la espalda; otros abrían tontamente un paraguas, como si en el infierno pudiera llover. El último, colgado junto a la puerta, parecía llorar por mí, pero la lágrima permanecía eternamente suspendida del párpado, bajo la cruceta de un maquillaje idiota, sin decidirse a caer. Los saludé a todos, uno por uno, antes de que regresaran a su lugar, cualquiera que fuese (al circo, al fondo de la botella, a mis tripas) para terminar la función.
—Arriba, hijo de puta.
Reconocí la voz como si la hubieran escupido en mi oído. Tal vez, igual que el puñetazo de Chamaco me había rajado el tímpano, aquel palazo en la cabeza había cosido los desperfectos al estilo de una casamentera remendando un himen. La verdad, lo dudaba mucho. Seguramente era otro síntoma de la resaca, aunque parecía mentira lo fácil que me parecía pintarle un rostro a esa voz. Es de las pocas cosas que no perdemos, ni siquiera en la aduana de la pubertad, ni siquiera en la ronquera del tabaco, el cáncer, la vejez, los enfisemas. La voz venía envuelta en los mismos matices de antaño, en sus costuras de cobardía y desdén, unida a una pelambrera negra, una piel morena y un lunar con pelos del tamaño de una lenteja. Con los años, los pelos y la lenteja habían crecido. La voz no.
—Te vamos a joder vivo, chaval.
Abrí los ojos del todo y los vi. Uno bajito y otro alto. Uno feo, otro guapo. La pareja de malos de tebeo había sufrido unos cuantos desperfectos en la penúltima viñeta. El feo llevaba un esparadrapo en la oreja y el guapo ya no era tan guapo. Estaba apoyado en un bastón y tenía el rostro amoratado, desfigurado a hostias, la boca hinchada, las mejillas y la frente cosidas de puntos y tiritas, igual que uno de esos dibujos animados a los que la bomba les estalla bajo la nariz. Secundado por los payasos de la pared, no pude evitar soltar una carcajada.
—¿Qué le hará tanta gracia? —preguntó el más bajito.
—Ni puta idea. Olvídate de este payo de mierda. Como si ya estuviera muerto.
—Dijo que no le tocáramos un pelo, Diego.
—Ya sé lo que dijo. Tú tráeme el taladro, joder.
El del bastón no dejaba de mirarme. Cuando el otro salió, siguió clavándome al suelo con sus chinchetas azules. Fue entonces cuando lo reconocí. El dúo cómico había sufrido una sustitución, uno de los humoristas había tirado la toalla. El Jeringas había hecho mutis en la cárcel y Romero había ocupado su lugar. Cualquiera lo reconocía, con aquella cara. Intenté reaccionar, librarme de la maraña del alcohol, arrancarme la resaca de la cabeza. No estaba en medio de una pesadilla ni haciendo de conejillo de indias en un número cómico ni viendo una serie de dibujos animados. Necesitaba una exposición simple y sumaria de los hechos, al estilo de una de esas reuniones de Alcohólicos Anónimos donde uno se presenta, dice su nombre y lo borracho que es. A ver. Estaba en la casa de mi tía. Tirado en el suelo, las manos esposadas a la espalda. En la casa quemada de mi tía muerta, para ser más exactos. Delante de su asesino. No había muchos motivos para descojonarse de risa.
—¿Por qué matasteis a la vieja?
Romero ni siquiera pestañeó. Se sentó en una silla, despacio, doblando una pierna y dejando la otra rígida, estirada del todo. Recordé que le había apuñalado a la altura de la cadera. Pude ver la suela de la bota campera manchada de cemento.
—¿Pensáis echarla a los cimientos? ¿Con la silla de ruedas?
—Sigue hablando, payo. Hablando no te vas a librar de ésta.
La silla crujió. Por un instante pensé en lo gracioso que sería si la silla, cuarteada por el fuego, cediera y él se cayera de culo al suelo. Pero se me habían pasado las ganas de reír. Un dolor sordo se había instalado en mi cabeza, latiendo de un ojo a otro ojo como un metrónomo, un minutero encallado. Tenía una dentellada de metal en las muñecas, un charco de humedad en el cráneo y la boca en otra habitación. Al menos la hemorragia de la rodilla se había detenido. No todo iban a ser malas noticias.
El Lenteja regresó con el taladro. Romero ni lo miró. Recogió el taladro y lo sostuvo despreocupadamente en una mano, sin dejar de clavarme ni un solo instante aquellas chinchetas azules que le sujetaban las pupilas, los ojos, el resto de la cara. Como si todo él fuese un póster fijado por un par de chinchetas. El taladro tenía una broca gorda, retorcida, manchada de polvo de ladrillo. Estaba a unos tres metros de ella pero podía fijarme en todos esos detalles y en algunos más. El Lenteja empezó a desenrollar el cable, una vuelta tras otra, una vuelta tras otra. Ridículo. Parecía que no fuese a acabar nunca, igual que en uno de esos trucos de dibujos animados donde las mechas son infinitas y los artefactos nunca funcionan. De niño te partías de risa con la angustia del cerdo, del conejo, del pato, mientras se acercaba la sierra que iba a cortarles en dos. Ahora comprendía al fin que la cosa no tenía ni puta gracia. No si tú eras el cerdo, el conejo o el pato, las manos esposadas, indefenso, listo para la matanza.
Aparté los ojos de la escena. Tal vez si no miraba, cambiasen de película. Sintonicé desesperadamente unos cuantos canales: un desfile de payasos, una exposición de muebles. Me detuve al fin en una de las manchas que el humo había dibujado en el techo, intentando descifrarla, dotarla de algún significado. El ramillete de líneas que salía del centro imponía un orden, una dirección a la mirada, formando algo así como una explosión a cámara lenta, un juego de cuchillos, la cola de un pavo real abierta. También allí, en el oráculo tiznado del techo, había animales preparados para el sacrificio, miembros despedazados, instrumentos punzantes.
Volví a mirar la película. El Lenteja había terminado de desenrollar el cable y ahora buscaba un enchufe. Romero seguía perforándome con sus ojos azules, preparando los agujeros para el taladro. En mitad de su cara desbaratada, aquellos dos cristales dañinos eran lo único indemne. Jadeé, luchando contra el mordisco de las esposas, pero no conseguí más que despellejarme las muñecas. Un olor ácido subió hasta mi nariz, importado desde los servicios del colegio. Esperaba oír en cualquier momento el ruido insoportable, el torbellino en miniatura del taladro. No entendía por qué la muerte se retrasaba tanto.
—¿Lo has enchufado ya, Guti?
—Hace rato.
—Pues no va.
Romero accionó el botón de arranque pero el taladro no arrancaba. Igual que en los dibujos animados.
—No lo entiendo. Antes iba de puta madre.
—Debe de ser la luz —explicó Romero, volviéndose hacia él—. Después del incendio la compañía habrá cortado el suministro.
Estaba tan histérico que casi me dio por reírme. La herida de la rodilla había vuelto a abrirse: sentía la humedad resbalando por las piernas.
—Mira, Diego. Se ha meado encima.
El Lenteja señalaba el reguero de orina que bajaba por el pantalón y se iba extendiendo en un charco a mi alrededor. Ni siquiera me había dado cuenta.
—¿Voy por un alargador? —preguntó el Lenteja con el cable todavía en la mano—. Hay uno en el camión. Creo que alcanza desde aquí.
—No. Se me han pasado las ganas. Tráeme la caja de herramientas.
El Lenteja salió de la casa dejando la puerta entreabierta. Romero se levantó y se acercó hacia mí, cojeando, ayudándose con el bastón de mi tía. Miró el charco amarillento con disgusto, como si tuviera que pasar luego la fregona. Arrimó la silla y luego se fue sentando despacio, ahogando un gesto de dolor.
—¿Te trae también el desayuno a la cama?
—¿Guti? Es gilipollas, pero me hace compañía.
—No es como en los viejos tiempos del barrio, ¿eh?
—¿Qué estás? ¿Escribiendo tus memorias? Será mejor que te des prisa, payo. No te queda mucho tiempo, te lo juro.
—¿Por qué la habéis matado?
Seguía lanzando pregunta tras pregunta, intentando apartar de mi cabeza el miedo, la vergüenza, la humillación, el olor a pis.
—¿A quién?
Parecía distraído, como si la pregunta no fuese con él. Miraba hacia la puerta entreabierta, donde un tardío rayo de sol reptaba a través del polvo y las virutas en suspensión.
—A Sampere. A la viuda.
—No te preocupes por eso, payo. Preocúpate por tu polla, porque te la voy a cortar.
Apenas la mencionó, la sentí encogerse, replegarse dentro de mis calzoncillos, jugando al escondite. La verdad, no había muchos sitios donde pudiera ir. Romero parpadeó y fue como un instantáneo corte de corriente, otro fallo del suministro eléctrico. Los muebles vacilaron; las tiritas y los puntos que le recorrían la cara se erizaron por la tensión.
—Tendrías que haberla dejado dentro de los pantalones cuando fuiste a visitar a mi mujer.
—¿Tu mujer? Ahora que lo mencionas, no vi que llevara anillo de casada.
—Debiste fijarte mejor, payo.
—Te aseguró que la examiné a fondo.
—¿Sí? Eres muy chulito cuando atacas a traición, pero después te meas en los pantalones. Estoy oliendo tu chulería desde aquí.
El rictus de la sonrisa logró recomponer los restos de la cara, moldearlos fugazmente en un remedo de su antigua belleza. No sé por qué pensé en papel de calcar, en los ejercicios de dibujo que nos mandaban en clase. Había que ser cuidadoso para que el cura no reconociera luego el modelo, el cuadernillo de donde lo habíamos sacado, pasando apenas el lápiz sobre las líneas. Después de mi cirugía a puñetazo limpio, a Romero no lo habría reconocido ni la madre que lo parió.
—Méate todo lo que quieras, payo. Aprovecha. Va a ser la última vez que la uses.
El Lenteja entró por la puerta cargando con una caja grande de metal. Tambaleándose por el peso, se acercó y la depositó a los pies de su colega. Se agachó, la abrió y empezó a sacar las herramientas una a una. A medida que caían al suelo, a golpetazos secos y sordos, fui anticipando el dolor que me iba a proporcionar cada una de ellas. El martillo. El punzón. Los alicates. La cizalla. Guti torció la cara cuando Romero se inclinó para recoger un destornillador. Era un instrumento enorme, con un mango de color amarillo que brillaba en sus manos como un rayo de ámbar.
—Dijo que no le tocáramos ni un pelo.
—Tranquilo, Guti, que no lo voy a tocar. Sólo voy a arreglar los desperfectos.
Señaló mi pantalón desgarrado, manchado de sangre seca. Luego rozó con la punta metálica en los bordes de la herida —la caricia de un cirujano arrogante antes de emprender la carnicería— y me encogí de puro pánico. Romero alzó el destornillador, lo giró en su mano y le hizo un gesto a su ayudante para que le acercara otra herramienta.
—Ya que vas a escribir tus memorias, payo, ¿te acuerdas de esto?
Me mostró unas tenazas enormes, unas mandíbulas de metal negras y cortantes. Sostenía el destornillador en una mano y las tenazas en la otra. Desde la puerta entreabierta, la luz de la tarde le bañaba en una especie de solemnidad solar, lo mismo que en uno de esos cuadros pintados con purpurina donde un faraón hortera está agarrando los bastones de mando.
—¿Pinchazo o pellizco? Con Guti utilizaste una variante, con botella y navaja, ¿no, Guti? Yo te ofrezco el clásico, chavalote. ¿Qué me dices?
Recordé frenéticamente, pasando a través de todos mis recuerdos de juventud como si corriera una baraja entre los dedos. Era una leyenda urbana, una atrocidad atribuida a algunos navajeros de los setenta. Se decía que, después de atracar a una víctima, le daban a elegir entre un pinchazo o un pellizco. Casi todo el mundo elegía el pellizco, porque el cabrón ya te estaba apuntando con una navaja. Entonces el navajero, muerto de risa, sacaba unas tenazas. Se decía que una chica había ingresado en el hospital con los pezones arrancados. Se decían muchas otras cosas y puede que algunas fueran ciertas, pero no tanto como el destello de las dos herramientas bajo el rostro desbaratado de Romero.
—Dame un cigarrillo —pidió.
Estaba mirándome tan fijo —soltando chispas azules de los ojos— que por un momento creí que se dirigía a mí y rebusqué en el bolsillo trasero del pantalón con las manos esposadas para buscar un paquete de tabaco que nunca hubo. El Lenteja, servicial, le acercó un cigarrillo y luego le prendió fuego. Romero dio una calada y unas volutas de humo nublaron por un instante el resplandor voltaico de los ojos.
—Bueno —dijo, el cigarrillo humeando a un lado de la boca—. ¿Pinchazo o pellizco? ¿Qué eliges?
Desesperado, buceé con los dedos en el bolsillo de los pantalones. Sentía el acero de las esposas lamiendo el hueso, pero no encontré nada. Tela, mierda, pelusas, nada.
—Procura que no se mueva, anda. Que si no, me va a salir la foto movida.
El Lenteja se agachó y me sujetó las piernas al suelo. Tenía una expresión a medio camino entre la preocupación y la euforia, pero dejó escapar una risita cuando comprobó los temblores que me agitaban.
—Lo mismo se mea otra vez, Diego.
Romero se sentó en el borde de la silla, sopesando las tenazas en la izquierda y el destornillador en la derecha. No sé por qué me fijé muy bien en sus manos, como si fuese a ejecutar un truco de magia. De repente dejó caer el destornillador sobre mi rodilla herida. Sentí un árbol de fuego hincando sus raíces en la rótula y grité hasta que se me taponaron los oídos.
Cuando volví a abrir los ojos, vi que Romero se había quitado el cigarrillo de la boca y lo sujetaba con la mano derecha, entre los dedos corazón e índice. En aquel momento me parecía fundamental fijarme bien en todos esos detalles, como si luego alguien fuese a preguntarme dónde estaba el truco. Con destreza de trilero, Romero se pasó el cigarrillo a la izquierda y con la derecha cogió las tenazas.
—Eso ha sido pinchazo —dijo—. Si muevo el destornillador ahora, lo más probable es que te quedes cojo para toda la vida.
—Qué bien —gemí.
—Tranquilo, payo. No creo que dures mucho. Guti, acércame el martillo.
Cuando el Lenteja se levantó, vi el destornillador hundido en la pierna. La visión de aquel gallardete clavado en mi carne multiplicó la quemazón de dolor hasta límites que desconocía. Si juntaba todos los golpes que me habían dado en la vida —desde la palmada en las nalgas del paritorio hasta el último palazo en la cara— y los concentraba en un solo punto ardiente bajo la rótula quizá pudiera hacerme una idea aproximada. Comprendí que hasta aquel momento, en el duro calvario del sufrimiento, sólo había estado cascándome pajas, pero Romero acababa de hacerme el favor de desvirgarme. Para proseguir la lección, cogió el martillo con la zurda y lo tanteó, calculando su peso.
—Aparta —le dijo al Lenteja—, no vaya a abrirte la cabeza.
—Diego, vamos a dejarlo.
—¿Dejarlo ahora? ¿Por qué? ¿Me has visto tocarle un pelo? ¿A que no?
El sudor y las lágrimas me bajaban a chorros por la cara. Romero se encaró otra vez conmigo y me preguntó qué prefería. Apenas oí la pregunta, me pareció que hablaba a través de un túnel muy pequeño, quizá desde un embudo.
—¿No irás a dormirte ahora, verdad, payo? Ahora toca pellizco.
Con el cigarrillo colgando de la boca, le dijo al Lenteja que me abriera la bragueta, que iba a arrancarme la polla. Las tenazas se abrieron y cerraron en su mano. Vi las quijadas de metal aproximándose a mi entrepierna, brillando con la autoridad de una excavadora, pero luché por no desmayarme, por fijarme bien en todos los detalles. Puede que fuera la última vez que veía a mi vieja compañera y no quería perdérmelo. Con una mueca de asco, el Lenteja bajó la cremallera y hurgó en mis pantalones. Ni siquiera me moví, por miedo a despertar al monstruo hincado en mi rodilla.
—Qué asco. Está todo mojado.
Al terminar de hablar, ladeó bruscamente la cabeza, como si fuese a rematar un balón. Algo húmedo y viscoso me roció la cara a la vez que un dardo se me clavaba en la mejilla. Cayó al suelo, tintineando, y vi que era una de sus muelas. Sólo entonces retumbó en mis oídos el disparo que le había arrancado la mandíbula y que fue a estrellarse contra una alacena. El balazo atravesó la puerta del armario e hizo añicos la vajilla que mi tía guardaba para las grandes ocasiones. Mientras tanto, el Lenteja iba cayendo hacia atrás, lentamente, con la boca despedazada y el lunar extirpado de su cara, al fin. Los segundos se estiraban como chicle, acciones, ecos, maniobras: todo sucedía muy despacio, dándome facilidades para descubrir el truco. Todavía oía la bala hurgando furiosa entre los platos como si estuviera buscando una taza de té. Entonces, dentro de la casa resonó otra detonación, un ruido seco y breve, casi un petardo. Una mancha oscura apareció en la camisa de Romero, a la altura del corazón, y el cigarrillo se le descolgó de los labios. Soltó las tenazas y levantó las manos para ir a limpiarse la sangre que se extendía por su pechera, como si simplemente se hubiera salpicado comiendo. El cigarrillo rodó por el parqué hasta chocar con las tenazas. Romero abrió mucho los ojos, buscando en su camisa el interruptor que le devolviera a la vida. Se ladeó a derecha y a izquierda con la inercia de un tentetieso al que han dado demasiado impulso, pero en sus pupilas ya no había electricidad sino sólo agua azul. Cuando se inclinó, por encima del respaldo de la silla, pude ver a Richi empuñando una automática. El contraluz de la puerta abierta dibujaba la carta marcada que nadie esperaba ver.
—Podías haber gritado antes, macho —dijo, enfundando la pistola en la sobaquera—. Por poco no llego a tiempo.
No pude responder. Desde el borde de la silla, Romero se tambaleó por última vez antes de despeñarse sobre mí. Cayó de bruces sobre el destornillador, como si finalmente hubiese encontrado la palanca que había estado buscando con tanto ahínco. Un camión se puso en marcha y me arrancó la pierna de cuajo. En ese instante, misericordiosamente, se apagó la luz.
El suelo, la lona, la tierra. El boxeador derribado dispone de diez segundos para ponerse en pie por sus propios medios y reanudar la pelea. Cuando yace caído sobre la lona todo desaparece en un túnel lóbrego: el resplandor de los focos, los fogonazos de las cámaras, los aullidos del público, los gritos de su entrenador. Hasta la silueta del adversario, dispuesta en vertical sobre el cuadrilátero, se funde en una sombra que acabará siendo engullida por más sombras. Su misma sombra permanece pegada a él, aspirando tinieblas, instalada en un limbo sin tiempo ni memoria. Durante esos instantes, la lona es todo lo que le queda, todo su reino: una extensión de la tierra que le aguarda con una tumba abierta y una lápida por escribir. Todo preparado para una cuenta mucho más larga que diez.
Conocía ya la anchura de mi tumba, el sabor de la tierra donde se secaban los huesos de mi padre. Me había puesto la mano muerta sobre el hombro, me había dicho que dejara de beber. Tenías razón, papá, qué quieres que te diga. Era muy fácil echarle la culpa a la bebida. En otro tiempo, en otra vida, alguien había grabado las tres iniciales de mi lápida: R, R, P. Sobraba una R y faltaba una I para que aquello fuese un epitafio como Dios manda, pero las mayúsculas se habían ido abriendo paso a través del mármol, solapándose sobre la madera, juntándose y separándose con los años. Las habían escrito tres chavales en la corteza de un árbol con ayuda de un destornillador. Eso ocurrió muchos años atrás. Ahora el árbol había echado raíces desde el fémur, hasta tocar con las ramas el techo ennegrecido del salón.
Lo primero que encontré al abrir los ojos fue el sello del humo estampado en el techo, con su cola de pavo real abierta. Después vi a Richi inclinado sobre mis piernas, apartando unos vendajes sanguinolentos en los que reconocí parte de mis pantalones.
—Fue una suerte que te desmayaras —dijo—. Si no, no sé cómo coño iba a haberte quitado esto.
Me mostró la punta ensangrentada del destornillador. Logré incorporarme y descubrí una especie de monstruosidad rosada adherida a mi rodilla, semejante al nudo cortado de un árbol.
—No mires, tío —me advirtió Richi—. Será mejor que no mires.
—Apenas me duele —balbucí.
—Normal. Te he espolvoreado tres papelinas ahí encima, después de desinfectar la herida. Tu abuela guardaba algo de alcohol en el baño.
—Mi tía —corregí.
—Tu puta tía, sí. Eres el primer pavo que conozco capaz de esnifarse mil euros por la rodilla.
La cocaína me había acorchado toda la pierna izquierda, envolviéndola en un hormigueo fofo y blando donde, muy al fondo, podía oír ladrar los perros. Cuando Richi empezó a vendar la herida, sentí la rótula chillando bajo un trozo de corcho. Tiró el destornillador a un lado y recogió algo del suelo. Luego me ayudó a ponerme en pie.
—Fue una suerte que Romero se trajera el bastón.
Le dije que era de mi tía. Una herencia, teóricamente. El sudor volvía a bajarme a chorros por la frente. Mantuve la pierna izquierda en alto, al estilo de una cigüeña novata.
—No soy doctor en medicina, pero esa rodilla tiene muy mal aspecto, tío. Me parece que no volverás a saltar a la comba.
—No lo tenía pensado. Pero una vez vi a un bailaor cojo en un tablao y no lo hacía mal del todo. Será cuestión de práctica.
Eché un vistazo alrededor. El Lenteja yacía echado a un lado, la cabeza desviada en un ángulo inverosímil, el rostro reventado. Romero estaba tendido a su lado, bocabajo, sobre un charco de sangre oscura. Las piernas de ambos cadáveres se cruzaban, como si uno le hubiera hecho al otro la zancadilla en el más allá. Juntos, daban algo así como las doce y veinte.
—Vaya puntería, amigo.
—No era difícil: seis metros y además estaban de espaldas. Pero no sabía qué cojones tenían en las manos. El problema era no darte a ti.
—Ignoraba que disparases tan bien.
—Aprendí con farolas. Y con perros.
Esbozó la sonrisa de los viejos tiempos. Me sequé el sudor de la frente, haciendo equilibrios con el bastón. Sí, mejor que empezase a practicar.
—Te has metido en una buena por mi culpa, Richi.
—No importa. Hacía mucho tiempo que tenía ganas de librar al barrio de esta escoria.
Se quitó las gafas para limpiarlas con el faldón de la chaqueta. Luego se agachó y examinó el cuerpo caído de Romero. En la espalda, en medio de la camisa impoluta, el orificio de entrada de la bala parecía simplemente un agujero de alcayata. Richi lo cogió de las botas y empezó a arrastrar el cuerpo hacia la puerta, dejando un rastro de sangre negra sobre el suelo. Tuvo que apartar leños y maderos carbonizados. Antes de sacarlo del todo, una de las manos del cadáver se enganchó en una astilla.
Tardó un buen rato en deshacerse de los dos cuerpos. Lo esperé sentado en la misma silla que había ocupado Romero, la única que se había librado de las llamas. Cuando regresó, limpiándose las manos con un trapo, traía su impecable traje claro salpicado de manchas rojas. Parecía que viniera de atender el mostrador de una carnicería.
—Los he dejado en la hormigonera, haciendo un trío con la viuda —dijo, sacando una bolsita de polvitos blancos—. Tenemos que pensar algo. Y rápido.
—¿No te vale la verdad?
—No. No me vale. He matado a dos hombres desarmados por la espalda. Ésa es la jodida verdad.
—Pero me estaban torturando. Iban a matarme, Richi. Tú no podías saber si estaban armados.
Se encogió de hombros. Colocó una línea de coca sobre su mano derecha y la aspiró a toda velocidad. Era otro truco de prestidigitación.
—Conozco a mi gente —dijo, ahogando un estornudo—. Lo mínimo que podría pasarme es que perdiera la placa. Déjame pensar.
Casi podía oír el ronroneo de los polvos blancos en el interior de su cráneo. Junto con las gafas, aquel tenue bigote blanco le daba un solemne aspecto de profesor. Se pasó un dedo bajo la nariz para borrarlo y luego sonrió.
—¿Por dónde anda el chaval moro, ése que ronda por todas partes?
—No lo sé, Richi. ¿Para qué lo quieres?
—¿Sabes lo que es un chivo expiatorio? —negué con la cabeza—. ¿Y un comodín? Bueno, tenemos un trío de cadáveres sin resolver. Ese puto moro de los cojones será nuestro comodín.
—¿Vas a ponerte a jugar al póquer? ¿Ahora?
—Póquer —repitió, dando una palmada en mi hombro—. Eso es. Cuatro figuras. Levanta, tenemos que hacer.
En San Blas el póquer parecía fuera de lugar. Allí jugábamos más bien al mus. Pero Richi iba demasiado deprisa para mí. Espoleado por la cocaína, había salido ya de la casa sin dejar de perorar sobre pruebas y escenarios plausibles. Dejé de oírlo en cuanto cruzó el umbral. Estrené el bastón mientras tropezaba con los restos del incendio, saltando a la pata coja lo mismo que había hecho unas horas antes, bajo el dictado del coñac. Puede que perdiera la pierna, pero también es verdad que la sesión de desguace me había ahorrado un montón de sesiones en Alcohólicos Anónimos. No sentía la menor gana de beber y los efectos de la resaca habían quedado reducidos a una migraña que era más bien fruto del palazo en la cabeza. Un clavo saca otro clavo, pensé. Un destornillador, dos.
Anochecía cuando Richi aparcó el BMW frente a la parroquia de Amposta. Esperamos quince minutos apostados en los asientos del coche, dejando gotear el tiempo, sin hablar. Richi tamborileaba los dedos sobre el volante, marcando un ritmo frenético pero apenas perceptible, un eco machacón de las corrientes que lo agitaban bajo su máscara imperturbable. Había cambiado la verborrea por el silencio en cuanto comprendió que yo no podía seguirle entre aquellos meandros plagados de tecnicismos legales y argucias policiales, como si mi cojera se acompañase también de algún signo de retraso cerebral.
En aquel cuarto de hora no ocurrió nada memorable, nada aparte de las dos rayas que Richi se metió por la nariz para amenizar la espera. Tampoco pasó nada dentro de la iglesia, nada se movió. Richi aguardó hasta convencerse de que no había nadie a la vista. Entonces bajó del coche y me ayudó a salir. Golpeó el portón dos veces, antes de sacar un manojo de llaves de un bolsillo de la chaqueta. Fue a probar la primera pero el candado estaba abierto y el portón entornado.
—Creí que la policía no hacía estas cosas —dije cuando me invitó a pasar al interior.
—Ves demasiadas películas.
—Sí. Y en las que he visto la policía suele dar el alto antes de abrir fuego.
Caminaba despacio, cojeando, pero poco a poco iba encajando las piezas del rompecabezas, descubriendo las cartas que quedaban sobre la mesa. Richi guardó las llaves en la chaqueta y entornó el portón. No hizo el menor caso del comentario. Tanteó en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Despertada en mitad de su sueño, una bombilla desnuda mostró ásperamente el entramado de andamios, tablones y cubos de pintura que ocupaba el centro de la iglesia y, más allá, grabada en las paredes y en el suelo, una tétrica réplica de sombras. El cable subía retorcido, amarrado en uno de los hierros, iluminando los techos donde la ola de azul seguía detenida más o menos en el mismo punto donde la había visto días atrás. Al parecer, el padre Osorio no tenía mucho tiempo ni muchas ganas de pintar.
—El pastor abandona a su rebaño —murmuré.
—Quizá sólo haya ido a buscar una oveja descarriada —dijo Richi—. O quizá la oveja aún siga por aquí.
No podía permanecer mucho tiempo de pie, ni aunque fuese saltando a la pata coja. Mi pierna herida irradiaba un flujo calenturiento que bombeaba hasta mi cabeza. Me senté con cuidado en uno de los bancos arrinconados contra la pared, mientras Richi avanzaba entre la jungla de metal de los andamios. Golpeó sin querer contra uno de los hierros y toda la estructura se tambaleó: unas gotas de pintura cayeron desde lo alto, donde un cubo temblaba encima de un tablón en equilibrio. Las gotas salpicaron de azul la manga de su traje.
—Me cago en la puta —murmuró.
—Ahora pareces la bandera francesa.
—Calla, coño.
Me hizo un gesto con la mano para que guardara silencio, pero no sabía qué diablos estaba oyendo. Tampoco sabía qué especie botánica estaba criando en mi rodilla y prefería no mirar para averiguarlo. En cualquier caso, la savia iba subiendo desde la pierna adormecida, acompañada probablemente de una infección y del primer repunte de la fiebre. Richi entró sigilosamente en la sacristía y desapareció de mi vista. Después, como en una escena de dibujos animados fuera de cuadro, hubo un largo silencio, un breve forcejeo, y Richi reapareció con Raschid del brazo.
—Era una oveja negra.
Fui a decir algo pero no supe qué. Raschid se debatía para intentar escapar pero Richi lo tenía bien cogido gracias a una nutrida experiencia en detenciones y redadas. Lo llevó hacia el altar, sacó las esposas de la chaqueta, le colocó una en la muñeca y encadenó la otra al brazo metálico del Cristo abstracto. El chaval se quedó prácticamente colgando de un brazo, casi bailando de puntillas, como si estuviera llamando perpetuamente a un taxi.
—Estaba metido en el armario. Saliendo del armario, mejor dicho. Qué te parece.
—Un chiste malo. Suéltalo.
Richi se giró y me vio sentado en el banco, con las manos apoyadas en el bastón al estilo de un patriarca bíblico. Se pasó el dorso de la mano por la nariz, quizá para aspirar todos los polvos mágicos, pero yo ya había visto la carta escondida en la manga.
—Quítale las esposas, Richi.
—¿Qué coño dices?
—Son las mismas esposas que me quitaste a mí. Las mismas que me puso Romero.
Se volvió del todo, juntó las manos y empezó a aplaudir. Primero despacio y luego cada vez con mayor entusiasmo.
—Bravo —dijo—. Lástima que hayas tardado un poco en darte cuenta.
—Sí, soy un poco lento de reflejos. Ten en cuenta que soy boxeador. Casi todo el mundo cree que los boxeadores somos idiotas. Que lo somos antes de calzarnos los guantes, porque hay que ser gilipollas para dedicarse a esto, o que nos hemos quedado así después, de la cantidad de hostias que nos hemos llevado en la cabeza.
Richi se echó a reír. Sacó otra vez la bolsita de plástico y se esparció unos polvos sobre el dorso de la mano.
—Yo que tú no tomaría más, Richi. Te está afectando al cerebro.
—¿Tú crees?
Esnifó toda la raya de una vez, en un solo golpe de fosas nasales. Luego removió la cabeza de un lado a otro, estornudó un par de veces, y se alisó la corbata, como si fuese una corbata y no un guiñapo salpimentado de sangre amarrado al cuello.
—¿Crees que lo mismo puedo acabar sonado?
—No todos los boxeadores acaban sonados, Richi. Eso es un tópico, igual que lo del poli malo. Mira Max Schmelling, por ejemplo. Un gran tipo. Venció a Joe Louis y en su vejez llegó a ser director de la Coca-Cola.
—Impresionante. ¿Y tú?
—Lamento decepcionarte pero yo sólo sé dar hostias.
Richi echó un vistazo al prisionero encadenado a la cruz y luego se sentó en los escalones del altar. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Me miró entre el laberinto de humo que salía de su boca, jugueteando con su mechero.
—Me fijé en ese mechero la primera vez que nos vimos. No soy muy listo ni muy rápido, pero ya ves, tengo esa manía. Me fijo mucho en los detalles. Era un mechero demasiado caro para un poli de barrio. Tu mechero, tu ropa, tu coche, tu dentadura nueva, Richi. Nada encajaba contigo. O al menos, con el chaval que yo conocía.
Richi alzó las gafas con una mano y se frotó los ojos. De repente, parecía muy cansado, como si las rayas de cocaína que se había metido hasta el momento no fuesen suficientes ni siquiera para mantenerlo despierto.
—El chaval que tú conocías —repitió—. Sigue siendo amigo tuyo, ¿no? Te salvó la vida.
—Eso puedes jurarlo.
—¿Quieres que te lo cuente todo? No hay mucho que contar. Aparte de la constructora, la viuda también se dedicaba al juego. Era dueña de varios casinos y timbas ilegales, y también era suyo el bingo donde se arruinó tu tía. Cuando mi deuda con el póquer ya parecía un agujero negro, se entrevistó conmigo y me ofreció un trato. Nada mejor que un representante de la ley para llevar ciertos negocios sucios.
Cuanto más hablaba, más tranquilo parecía. Tenía gracia, pero la iglesia parecía el lugar más adecuado para una confesión, aunque fuese infestada de andamios precarios y latas de pintura. Aunque fuese con un niño musulmán esposado a un Cristo abstracto.
—Estaba obsesionada con conseguir esos terrenos y tu tía era la última pieza que le faltaba. No sé cómo organizó lo de las salidas al bingo con el Guti, pero seguro que algo tuvo que ver. La fecha del sorteo se acercaba y entonces apareciste tú, mi antiguo amigo del barrio, la solución a todos mis problemas. Si la vieja moría en un accidente, entonces tu madre y tú heredaríais la casa. Yo te convencería para que aceptaras la oferta de Sampere.
—Todo arreglado.
—Todo el mundo saldría ganando, sí —Richi le dio otra calada al pitillo—. Pero lo de la hipoteca me pilló a contrapelo. Te juro que no lo sabía. Como tampoco sabía que te acabarías follando a la mujer de Romero.
—Te recuerdo que Lola estaba divorciada.
—Eso a Romero le daba igual —apartó mis palabras de un manotazo—. Estaba loco de celos, créeme. Le dije que lo dejara correr cuando el gilipollas de Guti le fue con el cuento de que te había visto saliendo de su casa en plena noche. Pero no me hizo ni puto caso, igual que cuando les dije que no te pusieran la mano encima.
—Sí. El Lenteja se lo advirtió un par de veces, justo antes de que empezara a hacerme la acupuntura.
—Eran un par de gilipollas, y bien muertos están.
A guisa de epitafio, arrojó la colilla de un papirotazo. Rebotó contra uno de los andamios, soltando un responso de chispas, y rodó hasta apagarse en una de las gotas de pintura.
—Lo que tenemos ahora es un problema matemático, una de esas ecuaciones enormes con las que don Fernando llenaba la pizarra. ¿Recuerdas? —hizo la pantomima de escribir con tiza—. De pronto el tío se ponía a tachar quebrados de un lado y de otro, y aparecía la solución.
—Nunca se me dieron bien las matemáticas —dije, estirando la pierna para que el dolor dejara de trepar hacia arriba—. Y si no recuerdo mal, a ti no se te daban mucho mejor.
—Aprendí algo en la academia. Escucha —esgrimió tres dedos y fue sacando más a medida que proseguía el razonamiento—. Tenemos tres cadáveres. Cuatro, si contamos el de tu tía. Romero es la equis de la ecuación. Quemó la casa de tu tía, por orden de la viuda, y luego la mató a ella. Una discusión, avaricia probablemente, ya se me ocurrirá algo. Con Romero inventar motivos no es muy difícil. La solución lógica sería que Guti y Romero se hubiesen matado a tiros por el botín.
—Es difícil explicar un tiroteo con tan sólo dos balas y dos muertos por la espalda. Y no veo muy bien dónde está el botín.
—Ahora lo verás. Para eso necesitamos al chaval.
Lo señaló con el dedo pulgar, sin mirar atrás, como si hiciera autoestop en la limpia autopista de las matemáticas.
—¿El chaval?
—¿Se te ocurre otra manera de despejar la ecuación?
Afirmé con la cabeza. Después moví el bastón, contagiado por la inercia, borrando todos los quebrados imaginarios que Richi había dibujado en la parroquia. Lo alcé en vilo y lo señalé con la contera.
—Tú.
Richi se echó a reír. A su espalda, Raschid se sacudió, intentando desengancharse del Cristo de metal. Pero la cruz estaba bien atornillada a la pared, los clavos llevaban dos mil años haciendo su trabajo.
—Romero no mató a la viuda. No sólo no tenía motivos para hacerlo, como dices. Es que ni se le habría pasado por la cabeza. En cambio, tú perdiste los papeles en cuanto te enteraste de que el negocio se había ido a la mierda.
—¿De qué hablas?
—Las Olimpiadas, Richi. Estábamos comiendo en aquel bar de carretera y te cambió la cara en cuanto te enteraste de la noticia. Saliste disparado en tu cochazo último modelo. Tú discutiste con ella, Richi. Fuiste tú quien la mató, fuiste tú quien la trajo en el maletero del coche hasta la obra y tú quien ordenaste a ese par de inútiles que se deshicieran del cadáver.
No me prestaba mucha atención. Se estiró para coger una bolsa de plástico colgada de uno de los hierros. De ella sacó el almuerzo de Osorio: un bocadillo mediado, envuelto en papel aluminio. Apartó el envoltorio y pegó un mordisco al bocadillo.
—Con la coca siempre me entra hambre —explicó con la boca llena—. Tienes razón, fue culpa mía. Todo por confiar en el gilipollas de Romero.
—Nunca incendió el coche de tu padre, ¿a que no?
—Una pequeña patraña —dijo, sin dejar de masticar—. Para aderezar el anzuelo. Mi padre tuvo un accidente de coche poco después de jubilarse.
—Ya. Muchas mentiras juntas no hacen una verdad.
—Era un plan perfecto —comentó entre bocado y bocado—. De verdad. Si hubieses dejado en paz a Lola y si Romero se hubiese estado quietecito…
—Seguiría siendo una mierda de plan —concluí—. Os jugasteis todo a una carta, a que Madrid ganaría el concurso para las próximas Olimpiadas. Madrid, no me jodas. Ni siquiera era una partida de póquer, Richi, sino un juego de azar.
Se echó a reír, una carcajada limpia y salvaje, extraída de los viejos tiempos, y casi se atragantó. Entre las risas se escuchaba, como en un disco de baquelita, toses y crujidos que daban fe del tiempo transcurrido desde la grabación. Sin embargo, como en un antiguo disco de baquelita, faltaba oír la cara B.
—El jamón no está muy tierno, que digamos. Se ve que al cura no le va bien con el cepillo. ¿Qué me dices de la solución?
—Sigues dándome la razón como a los tontos, Richi. Tu solución es una mierda. La viuda podía ser todo lo zorra que quieras, pero era concienzuda. Lo archivaba todo. Seguro que ella guardaba papeles con tus deudas de juego. Discutisteis por eso, ¿a que sí?
—Ten cuidado —advirtió, esgrimiendo lo que quedaba del bocadillo— o acabarás de director de la Coca-Cola.
—Has cometido demasiados errores, Richi. Uno detrás de otro. Sé que Romero tampoco mató a mi tía. Él no incendió la casa: eso también fue cosa tuya.
Se quedó con un bocado a medio masticar y por un momento dudó entre tragarlo o escupirlo. Decidió masticar.
—Te pasaste de listo con el anagrama de la Mano Negra, ése que dejaste junto a la puerta de la casa. Ya te dije que me fijo mucho en los detalles. Cuando Romero estaba jugando a los médicos, utilizó siempre la mano derecha. Romero no era zurdo, tú sí.
Señalé su mano izquierda, la que sostenía lo que le quedaba de bocata. Richi lo engulló de un bocado, borrando las pruebas de lo que acababa de decir. Estrujó la bola de papel aluminio y la arrojó al suelo.
—La pintada en la casa de mi tía era de una mano izquierda. Con las prisas, no te diste cuenta. Cuando alguien se pone unos guantes de fregar y pringa una mano en un bote de pintura para manchar una pared, elige la mano que más fácil le va. Es igual que escribir.
—Impresionante —dijo, farfullando migas de pan—. Deberías hacerte poli tú también.
—Mira, Richi, me importa un huevo que mataras a mi tía, a la viuda y a ese par de cabrones. Es verdad que te portaste como un cerdo conmigo, que me engañaste y me manipulaste. Pero me has salvado la vida y para mí eso cuadra todas las cuentas.
—Me alegra oírlo.
—Para mí —remaché, señalando a Raschid—. Lo malo es que no sé qué pinta ese niño en todo esto. Y además hay unos decimales sueltos, una cuenta pendiente del pasado.
Apoyé con fuerza el bastón en el suelo y me levanté. Necesitaba estar de pie para lo que iba a decir. Richi enarcó las cejas en espera de más sorpresas. Sí, la vieja iglesia en obras parecía el lugar hecho a propósito para esa clase de revelaciones. Allí habíamos confesado nuestros primeros pecados: peleas, masturbaciones, animales torturados, deseos impuros. Pero lo que iba a decir no tenía nada que ver con la religión, los sacramentos o el vino de misa, ni siquiera con el coñac barato, la resaca, el dolor que mordisqueaba mi pierna.
—Desde niño siempre te ha gustado joder, hacer daño. Atormentabas a Pichurri, aquel pobre canario, quemabas mariposas, ahorcabas gatos, arrancabas las patas a las arañas. Cualquier cosa que fuese más pequeña o más débil que tú. Porque si no, tenía que ir yo a defenderte.
—Mira quién habla.
—La Mano Negra, Richi. Nunca me hubiera dado cuenta si no fuese por ese detalle. La mano que había pintada en el vestuario de chicas, en la piscina de San Blas, también era una mano izquierda.
—¿Piscina, chicas? Ahora sí que no tengo ni puta idea de lo que estás hablando.
—Gema, la sirena, la niña paralítica. No pudo matarse sola. Alguien empujaba la silla de ruedas, alguien la llevó hasta allí, alguien la tiró al agua.
Esperaba algo más de solemnidad en su confesión, un suspiro de alivio, un desahogo. No hubo nada de eso. Richi siguió sentado, hurgándose con la lengua entre los dientes, buscando una hebra de comida.
—Fue un accidente —dijo, sacando el trozo de comida, examinándolo un instante antes de arrojarlo al suelo—. Aproveché que su padre la había dejado un momento a la entrada del mercado y entonces se me ocurrió la idea de golpe. Le dije que la esperabas en la piscina y los ojos se le abrieron como platos. Sabía que tú y yo éramos amigos.
¿Cuántos años llevaba esperando oír aquello? En medio del ajetreo del mercado, nadie reparó en aquel niño que empujaba la silla de ruedas de Gema. El tipo de la entrada se había ausentado de la taquilla un momento y ni siquiera tropezaron con un solo jardinero. Gracias a una increíble serie de casualidades que sólo podían funcionar porque no se habían calculado de antemano —pasillos vacíos, ningún empleado en su puesto, la señora de la limpieza a la que se le había olvidado algo en el sótano— todo el camino hacia la piscina estaba limpio, expedito, como si la Mano Negra que acabaría presidiendo el homicidio hubiese ido abriendo previamente todas las puertas.
—Te juro que no quería hacerle daño, Rober, sólo darle un susto. Mi intención era arrojarla a la piscina con la ropa puesta. Pero pesaba un huevo, se giró, asustada, y volcó la silla de ruedas. Al caer se pegó con la nuca en el borde de la piscina y se quedó flotando boca abajo. Fui a sacarla pero me asusté cuando vi la sangre que le salía de la cabeza y empezaba a teñir el agua.
—¿Por qué, Richi? ¿Por qué?
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó, enseñándome las manos—. Envidia, rabia. Cosas de críos. Supongo que me jodía que me hubieras metido una paliza sólo por defender el honor de esa retrasada.
—¿Sólo por una pelea? ¿Por eso la mataste? ¿Por un diente roto, Richi?
El bocadillo rancio le había dado fuerzas. Se puso en pie, sacudiéndose las manos de migas.
—Ya te he dicho que no lo hice adrede. No querrías que fuera a avisar a su padre para que luego me matase a hostias. Ya sabes cómo las gastaba el pescadero. Eché a correr y tuve suerte de que no me viera nadie.
El padre Osorio habría respondido: «Dios te vio». Un embajador divino —un esqueleto metálico atornillado a la pared— también lo estaba contemplando ahora. Vio cómo Richi se agachaba para recoger la grapadora grande y roja con la que Osorio sujetaba los trozos de sábana a la pared para que la pintura no salpicase. Aquel Cristo medio oxidado adivinó lo que iba a ocurrir mucho antes de que yo lograra hacerme siquiera una idea, pero no movió un dedo para detenerlo. Igual que en el Monte de los Olivos.
—Bueno, Rober. De verdad que no sé de qué vas. ¿Vas a acusarme de todos esos asesinatos? ¿Tú, un matón de tres al cuarto? ¿Y quién va a creerte?
—Aunque yo no hablara, están las balas por la espalda, salidas de tu arma reglamentaria, Richi. Están los libros de cuentas de la señora Sampere.
—Nada que no pueda explicar con una buena historia. Escucha a ver cómo suena ésta. Empieza igual que un chiste, con un moro, un gitano y un… ni se sabe —Richi jugueteó con la máquina, abriéndola y examinando la carga de grapas—. Ese par de imbéciles regresó a la casa de tu tía para buscar un botín. Una caja de seguridad donde se guardaban unas joyas de familia.
El estupor debía de hervir en mi rostro, porque Richi se echó a reír a carcajadas. La grapadora giraba en su mano zurda, imitando un revólver.
—Me lo contaste tú mismo, anoche. Estabas demasiado borracho y ese coñac —guiñó un ojo— no era muy bueno. Una pequeña caja fuerte y una llave. Según tú, la llave la tenía este chavalito.
Con otro de sus trucos de prestidigitador, Richi se giró y liberó al muchacho. Lo cogió del cuello y luego le retorció una mano a la espalda. Inicié una danza con el bastón pero apenas pude esbozar un par de pasos. Un trallazo de dolor me frenó en seco y tuve que agarrarme a uno de los andamios. Toda la estructura se tambaleó. Comprendí que nunca podría atravesar a tiempo toda la maldita selva de hierros y tablones. No antes de que Richi lo matara.
—Necesito la caja y la llave para montar mi nueva ecuación. ¿Me las vas a dar?
—Estás loco, Richi —jadeé—. Te has metido tanta mierda por la nariz que el cerebro se te ha atascado.
—Mira, ya me harté de pedirte favores.
Esgrimió la grapadora, cogió un pellizco de carne del brazo de Raschid y apretó con todas sus fuerzas. De la garganta del chico brotó un aullido inteligible en todas las religiones e idiomas. Sin soltar la presa del brazo, con la mano que sostenía la grapadora, Richi se subió las gafas que se le habían descabalgado.
—Torturándote a ti no conseguiría nada. Eres demasiado duro. Pero está visto que los niños son tu punto flaco. Dime dónde están las llaves o voy a terminar de encuadernarlo.
Agarró con la grapadora un trozo de carne del cuello y apretó la máquina. Raschid aulló otra vez, la sangre salpicó la cara y las gafas de Richi, pero al abrirle el cuello de la camisa vislumbré el brillo de la llave. La llave del paraíso. El ritmo de una cancioncilla infantil, entonada con la voz de Gema, se entrometió en mi cabeza al tiempo que Raschid movía los labios como en un doblaje mal sincronizado. No paraba de murmurar, aterrorizado, los ojos en blanco, el sudor bajándole a chorros por la cara.
—¿Qué pollas dice?
—Está rezando, rezándole a su Dios —expliqué.
—Puto moro de los cojones. Alá no le va a ayudar en esto.
—Por favor, Richi, déjalo en paz.
—Habla o la próxima vez le graparé los ojos.
Me fijé en sus pupilas desorbitadas por la cocaína. Lo decía en serio: llevaba entrenándose desde niño, martirizando pájaros, quemando lagartijas vivas, ahorcando gatos. Un niño musulmán no lo iba a detener ahora, igual que no lo había detenido una niña inválida en una piscina. El Cristo de metal observaba la escena con la misma indiferencia milenaria con la que había asistido a su crucifixión, la misma mueca incomprensible, románica, con la que había contemplado guerras, ejecuciones, injusticias, masacres. Raschid tampoco era de los suyos, ni siquiera estaba bautizado. Pensé que, ya que Cristo se retiraba del asunto, quizá Alá echara una mano.
—Está en su cuello —dije—. La llave que buscas, la lleva colgada al cuello.
Palpó el pecho del muchacho y, al encontrar la llave al cabo de la cuerda, sonrió. Pero cuando sintió aquella mano extraña toqueteando el regalo de su hermano muerto, a Raschid pareció sacudirle una corriente eléctrica. Desesperado, echó la cabeza hacia atrás y golpeó a Richi con la fuerza de una coz. Las gafas, al romperse, se le clavaron en la cara.
—Me cago en la hostia puta —gritó.
Raschid se revolvió y logró zafarse de su abrazo. Cruzó a la carrera entre los andamios mientras Richi aún se sacaba cristales de las cejas. Parecía Cristo con la corona de espinas: un retrato mucho más convincente que aquel avatar herrumbroso que hacía de árbitro de la pelea. Le indiqué al muchacho el portón entreabierto pero estaba muy asustado y buscó refugio en mi espalda, jadeando. Richi dio uno o dos pasos, ciego de sangre, al tiempo que echaba mano a la sobaquera para desenfundar el arma.
—¡Apártate, coño!
No tuvo tiempo de sacar la automática: me lancé con todas mis fuerzas contra los andamios. Bastó el primer empujón para que toda la estructura se viniera abajo con el estrépito de un firmamento inconcluso. Uno de los tablones me golpeó en el hombro y caí al suelo, entre una granizada de brochas y cubos de pintura. Vi a Richi retrocediendo, alzando los brazos, intentando detener lo que se le venía encima, pero la avalancha de metal lo atrapó al pie de los escalones que llevaban al altar.
Me erguí como pude. Dios o Alá o quien fuese había decidido intervenir. Richi boqueaba en el suelo, igual que un bicho apuntillado en una cacería infantil. Uno de los hierros se le había clavado en la espalda: uno de los raspones de tiza de don Fernando tachando números y quebrados, la ecuación resuelta, al fin. Yacía boca abajo, nadando en una pesadilla de tablas y andamios destrozados, con una barra hincada a la altura de los pulmones. Levantó la cabeza y me miró.
—Rober —gimió.
Me acerqué hasta él, arrastrándome entre los restos de la bóveda celestial. A pesar de los cortes y las magulladuras, de los dientes postizos y las pupilas desmesuradas, vi la misma mirada alegre y límpida que escoltó mi niñez, el mismo gesto de complicidad con el que planeaba una travesura.
—Yo no quería matarla. A Gema. Te lo juro.
Habló en tres espasmos, tres golpes de sangre negra que le brotaron de la boca. Me volví un instante para mirar a Raschid que estaba a salvo, encogido en uno de los bancos, asustado y atónito, oyendo aquel diálogo en un idioma extraño como si fuera una complicada ceremonia de una religión feroz.
—Lo sé, Richi —le dije, apretándole la mano—. Lo sé.
—Amigos, ¿no?
La pregunta se le quedó colgada de los ojos abiertos. Su mano me devolvió el apretón en una convulsión final, mientras la otra mano tanteaba agónicamente por el suelo hasta encontrar una lata de pintura volcada. «Amigos», murmuré. Richi arañó con los dedos en un charco celeste, un trozo de cielo azul.