—Coñac —dije, palmeando la barra con entusiasmo.
El ámbar fue creciendo en la copa. ¿Era el quinto o el sexto? Daba igual, hacía mucho rato que había perdido la cuenta. Con los primeros tragos los demonios atrincherados en mi interior se levantaron en armas, arañando las paredes del estómago, gritando y silbando como forofos en una final de fútbol. Con los siguientes, se aplacaron, cantaron y bailaron en corro, cogidos de la mano, hasta que los oí ronronear al fondo de las tripas, ahítos y felices. Con el coñac las cosas mejoraban, parecía mentira que hubiera tardado tanto en darme cuenta. El sufrimiento físico se disolvía en un agradable bienestar, un zumbido que tensaba nervios y músculos como el clavijero de una guitarra. Casi me había descoyuntado los nudillos de la mano derecha a base de dar hostias, pero el alcohol había reducido el dolor a cinco hormigueros repletos de hormigas y a una hinchazón casi cómica. Mi oído se había afinado hasta el punto de que oía el gorgoteo del líquido cayendo en la copa.
En cuanto a los demás problemas, el coñac también los había aparcado lejos, en la periferia de mi cerebro. Era como darle las llaves del coche al mozo de un hotel de lujo que, al mismo tiempo, fuese mecánico. Un mecánico cojonudo. No me quedaba la menor duda de que, cuando hubiese acabado con las copas, me devolvería el coche como nuevo, el motor a punto, sin el menor fallo. Tenga, señor. No se preocupe por la hipoteca, todos los gastos van incluidos en el seguro. No acelere en las curvas y, sobre todo, no se le ocurra casarse: este modelo no admite bodas ni relaciones serias.
El coñac también llevaba incluido servicio de limpieza. El mozo había lavado y abrillantado los cristales del coche hasta el punto de que el mundo exterior parecía recién estrenado, blanco y resplandeciente, sin tantas molestas manchas de grasa y tantos restos de insectos estrellados en el parabrisas. Después del medio litro que me había bebido a morro, acunado en el taxi, y de las seis o siete copas que llevaba trasegadas, mi situación se había simplificado mucho. Todavía veía las camisas y los pantalones de Romero bajando hacia la calle en una lluvia de confeti. La tipa se había divorciado de él, se había extirpado el anillo de casada y, según ella, casi le rebana los cojones, pero seguía guardando su ropa en casa. ¿Para qué? ¿Por si volvía? Mi madre siempre decía que un extraño nunca conocerá todos los secretos de un matrimonio, ni siquiera si el marido los escribe a puñetazos en la cara. A fuerza de colirios, detergente y bayeta, el mozo estaba dejando mis pupilas como el escaparate de una óptica. Tendría que darle una buena propina.
Parpadeé y me giré, apoyando los codos en la barra, para obtener otra perspectiva del local. Hasta entonces apenas había visto otra cosa que un cementerio de botellas, un espejo empañado del año catapún y una chica fea, cansada y servicial que deambulaba entre ellas como si buscase un lugar donde caerse muerta. Aparte de espantar las moscas y rellenarme de cuando en cuando la copa de coñac, no tenía mucho trabajo, así que las ojeras que le colgaban de los ojos debían de venir de fábrica. El resto de la decoración consistía en unos taburetes de plástico, unas cuantas mesas para enanos y unos sillones mugrientos, de un color a mitad de camino entre el amarillo y el gris. Un tipo con peluquín y un par de putas viejas se sentaban en ellos, pero, por la suciedad y los zurcidos de la cara, también podían formar parte de la tapicería. Una de las mujeres me vio acodado en la barra, se despegó del bajorrelieve, se colocó la peluca y vino trastabillando sobre unos tacones que también podía haber usado de zancos. Entre la escarola rubia de la cabeza, la salsa al pesto de los párpados y los labios untados con sobrasada, lo mismo podía anunciar sexo que publicidad de un restaurante italiano.
—Hola, guapo.
—Hola.
—¿Me invitas a una copa?
—No.
—Anda, no seas tacaño.
Echó la melena hacia atrás en una pose que quería ser erótica y que sólo daba pena, perdió el equilibrio y por poco se desnuca. Pero se recobró enseguida, forzando una sonrisa de muñeca hinchable que me hizo pensar que la conocía de algún sitio.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—Gracias. Ya tengo perro.
De pronto comprendí de qué me sonaba aquella sonrisa. Del circo, de uno de los retratos de payasos de mi tía. Aquel recuerdo me dio ganas de mear: la aparté amablemente mientras buscaba los servicios. Los encontré en el suelo, en una de esas letrinas resbaladizas que debían de haber inspirado a los astrónomos la idea de los agujeros negros. Cuando regresaba a la barra, un tipo entró en el local, miró a derecha e izquierda, y se dirigió directamente hacia mí, como si lo conociera. Enfoqué los faros antiniebla (cortesía del mecánico) y vi que, efectivamente, lo conocía.
—Joder, Richi. ¿Qué haces por aquí?
—Eso mismo iba a preguntarte. Deja que te abrace.
Ignoraba a qué venía esa repentina muestra de afecto, pero estaba seguro de que pronto iba a saberlo. El coñac también incluía dones adivinatorios.
—Me llamaron para recoger a Romero y al otro. Hizo falta una lechera y una ambulancia. Tuvieron el detalle de no delatarte.
—¿No?
—Dijeron que se habían caído por las escaleras —Richi se retorcía de risa—. Qué bueno, tú. Fue Lola quien te acusó. Por cierto, tenía la cara como un mapa.
—Sí. De Vietnam. ¿También dijo que yo la había zurrado?
—No. De eso no dijo palabra.
Me volví hacia la barra y bebí otro sorbo de coñac. Me supo a lejía. El espejo empañado continuaba en su lugar, las botellas seguían enterradas en sus estantes, la camarera seguía buscando una fosa abierta.
—Creí que sólo bebías Coca-Cola —dijo Richi.
—Ya ves.
—Coño, me tenías preocupado. ¿Qué es? ¿Coñac? —asentí con la cabeza—. Niña, ponme otro de lo mismo.
Me preguntó cuántas le llevaba de ventaja. Le dije que no estaba seguro, cuatro, cinco, siete. Fulminó la primera de un trago, chasqueó la lengua y plantó la copa en la barra para que la regaran.
—Los encerramos por separado. Romero no abrió la boca, quizá por si se le caían los dientes, pero el Lenteja cantó por bulerías.
—A mí que me registren. Yo sólo tocaba la guitarra.
La carcajada le atrapó cuando empinaba el segundo copazo. Unas cuantas gotas me salpicaron la camisa haciendo juego con la sangre seca.
—Muy buena, Rober. Me la apunto.
—Gracias, pero no creo que hayas venido aquí sólo a recopilar chistes.
—No —Richi se limpió la boca con el dorso de la mano—. He venido a avisarte. Tendrán que soltar a Romero por la mañana. Su mujer no quiso presentar cargos.
—Se cayeron juntos por las escaleras.
—Eso parece. El caso es que a Romero nadie le ha puesto la mano encima de esa forma. Y no es un tipo que olvide.
—No creo que pueda. Sobre todo si usa un espejo para afeitarse.
—Durante unos cuantos meses no habrá mucho donde afeitarse —Richi apuró la segunda y pidió la tercera. Tenía prisa por empatar la partida—. Sé que no lo hiciste por mí. Ni por tu tía. Lo hiciste por Lola, pero te lo agradezco igual.
Me encontré su mano sobre mi hombro. Detrás de las gafas, la dentadura impecable y la cháchara de poli malo descubrí al Chapas, al mismo crío cabrón que quemaba lagartijas y ahorcaba gatos de los árboles, el mismo niño al que pegaban palizas en los retretes mientras se descojonaba de risa. Mi amigo el Chapas.
—¿Cómo cojones me has encontrado?
—Te dije que el Lenteja cantó por bulerías. Empezó por un plato de macarrones, siguió con una oreja arrancada y luego me hizo una lista detallada de todos los garitos del barrio donde te llevó de excursión. No hay muchos abiertos a las tres de la mañana, pero éste es el peor de todos.
—Brindemos por eso.
Rematamos las copas de un solo trago. Iba a pedir otra pero él se adelantó y preguntó cuánto debíamos. No admitió mis protestas, metió mano a la cartera y sacó un billete de cincuenta. Mientras la zombi de la barra luchaba con la máquina registradora, vi de nuevo el brazo de Richi posado sobre mi hombro. Lo vi en el espejo y me desorientó un poco porque parecía que se hubieran intercambiado los reflejos.
—Me cago en la leche. ¿Eres zurdo?
—¿Después de tantos años y te das cuenta ahora? Anda, vámonos.
Recogió las monedas y nos largamos de aquel tugurio. Al echar a andar, las paredes se tambalearon un poco, pero los tres tentetiesos ni se movieron de los sillones. Quizá el mecánico del coñac no fuese tan bueno después de todo. El Chapas, ¿jugaba a las cartas con la derecha o con la izquierda? ¿Con qué mano ahorcaba a los gatos?
El BMW estaba aparcado en doble fila, en dirección prohibida, bajo una señal de carga y descarga. Al encender el motor con tres copazos de coñac encima, Richi infringió medio manual de tráfico. También, quizá, unas cuantas leyes del manual del buen madero. Pero acabó de infringirlas todas cuando arrancó y soltó una frase que tuvo la virtud de sentarme las tripas en la boca.
—Tendrías que haberlo matado, coño.
—Joder, Richi, que había vecinos delante. Se supone que eres policía.
—Por eso mismo te lo digo. Romero no parará hasta encontrarte. Ahora está completamente desquiciado y ya conoces sus métodos.
—¿Gasolina y cerillas?
—Eso mismo. Y me parece que sabe dónde vives.
Conducía al mismo estilo que hablaba, adelantándose a mis pensamientos, saltándose semáforos. Entre dientes, Richi iba explicando lo fácil que sería incendiar una casa baja que hacía esquina, sin que el fuego se extendiera a las demás casas. Quizá fue el vaivén de las curvas lo que hizo que mi estómago se rebelara. O quizá fue la premonición de los muros ardiendo, con mi madre asomada a una ventana en llamas. Le dije que parara el coche, abrí la portezuela y solté todo el coñac de una bocanada.
El aire caliente de la noche me daba sartenazos en la cara. Doblado en el asiento del coche descubrí todas mis ilusiones tiradas en el suelo, revueltas en un charco de vómito. Richi me palmeó la espalda, dándome ánimos. Cuando pude incorporarme, lo encontré empolvándose la nariz. Con ayuda de una tarjeta de crédito, esculpió una raya de coca en el dorso de la mano y la esnifó tranquilamente, como si se peinase.
—¿No quieres? Es mucho mejor que una aspirina.
Negué con la cabeza. Richi se frotó la nariz y guardó la bolsita en la chaqueta. Después se colgó un cigarrillo de la boca, lo encendió y expulsó una bocanada de humo. Antes de que abriera la boca para hablar, vi otra vez los ganchos en sus dientes, la misma sonrisa metálica del colegio de los salesianos, la misma mueca inconfundible que animaba su cara antes de planear una barrabasada.
—Vamos a tener que matarlo, Rober.
Había visto esa misma sonrisa muchas veces, muchos años atrás, mientras el Chapas se afanaba en introducir un petardo en una mierda de perro y encenderlo antes de que pasara una señora, o cuando se agachaba en la tienda de Eladio para meter una cucaracha dentro de una botella de leche y luego enroscaba otra vez la chapa, como si el bicho muerto viniese de fábrica. No se cortaba un pelo y era esa audacia lo que le había llevado a liderar algunas de las mayores fechorías cometidas en el barrio. Una noche, armados de trabucos, salimos de cacería contra las farolas y dejamos sin luz dos manzanas. Los chavales lo seguían siempre, ya fuese para vislumbrar bragas de mujeres con ayuda de un trozo de espejo o para perseguir perros callejeros a cantazos. Pero matar a Romero era otra historia. Se lo dije mientras empezábamos la segunda ronda en una discoteca cerca de Manuel Becerra.
—Venga ya, Rober. He visto tu expediente y no es precisamente el de una hermanita de la caridad.
—Puede que no, pero todavía puedo dormir por las noches.
—No creo que vuelvas a dormir tranquilo hasta que acabemos con Romero.
El ser duro de oído, en una discoteca, ayuda bastante. Richi casi tenía que gritar para hacerse oír entre aquel estruendo que nos sacudía las costillas, pero a mí me bastaba con fijarme en sus labios para ir leyendo lo que decía. Probablemente, hasta la gogó morenaza que bailaba subida en una columna, a tres metros de nosotros, toda piernas y botas de cuero, se había enterado ya de que planeábamos un crimen.
—Todo lo que tú quieras, Richi. Pero no soy un asesino.
Una rubia impresionante con cara de asco se acercó a preguntarnos qué queríamos. Como tantas otras camareras de la noche parecía que nos estaba haciendo un favor sólo por no echarnos a patadas de allí. «Otra vida» iba a decirle, pero la chica no tenía mucha pinta de trabarse en una conversación metafísica. Sin dejar de asomarse a su escote, Richi le pidió un gin-tonic.
—¿Cómo te llamas? —añadió.
—Gin-tonic —dijo la rubia—. ¿Y tú?
—Coñac. Solo, sin hielo, en una copa de balón.
—Aquí no jugamos al fútbol.
—Me vale cualquier cosa que no sea un vaso de tubo.
—Échatelo en las tetas —dijo Richi, pero la rubia ya había dado media vuelta.
Richi se asomó a la barra para obtener una perspectiva de su culo enguantado en unos leotardos de licra. Esperaba que se diera prisa porque los demonios del alcohol habían vuelto a la carga y necesitaba acallarlos cuanto antes. También notaba la cabeza pesada y la lengua me empezaba a hacer eses: tendría que decirle al mecánico que le echase un vistazo a la dirección.
—Me la follaría viva —comentó Richi—. Aquí mismo.
—Yo no. Ni de coña.
—Claro. Tú ya vas bien servido con Lola, ¿a que sí?
Dejé pasar el comentario mientras Gin-tonic servía las bebidas con la pericia y la renuencia de una enfermera clasificando unos análisis de orina. Me bebí el copazo de un trago antes de que la tónica se hubiera despeñado del todo y luego examiné aquel sospechoso líquido incoloro. Parecía electricidad pura: un tubo de ensayo donde Dios experimentaba el comienzo del mundo con hielos, rodajas de limón y burbujas gorgoteando hacia arriba. También me pareció que Richi tenía ganas de tocarme los cojones. Di un toquecito con el índice sobre el borde del vaso antes de que la rubia se llevara el coñac a las estanterías.
—Veinte —dijo Gin-tonic, enroscando el tapón de la botella.
Richi fue a tirar la cartera pero esta vez fui más rápido. Cuando saqué la mía, comprobé que mis dedos tartamudeaban, como si me hubiesen dado el cambiazo en alguna residencia de ancianos.
—Mira, mujer —dijo Richi—. Lo has puesto nervioso.
Gin-tonic recogió el billete sin que su mano, pequeña y enjoyada, titubeara lo más mínimo. De repente se hizo de noche en mi corazón, la percusión se convirtió en el redoble de una marcha fúnebre y todas las luces de la discoteca se concentraron en aquella probeta fluorescente plantada encima del mostrador. Ni siquiera presté atención al piropo tabernario que soltó Richi cuando la chica se fue al otro extremo de la barra. Tenía ganas de llorar.
—Voy al baño a tomarme otra aspirina —soltó Richi de pronto—. Ahora vuelvo.
—Vale.
—¿Seguro que no te apetece una? Alivian la cabeza y despejan la nariz.
Nunca me había hecho gracia la cocaína y tampoco me hizo gracia el chiste. Lo mío aquella noche, después de casi una década de sequía, era el coñac. Richi se alejó observando filosóficamente los muslos de las gogós, como un turista en Grecia paseando entre estatuas de diosas pendonas. Hundí los ojos en mi vaso y de repente perdí pie. La barra entera cabeceaba al ritmo de mis bascas, las paredes se combaban bajo la presión del mar. Una mano se posó sobre mi hombro cuando sentí que ya iba a ceder.
—Tranquilo, hijo.
Me volví: a mi lado había una cara afilada, serena, unos ojos hundidos, una sombra de bigote bajo la nariz ganchuda. Era un rostro familiar, pero no lograba ubicarlo en el naufragio de la borrachera.
—Hay que aprender a beber.
Reconocí la voz. Era la misma voz de esos sueños que fingen la voz y los gestos de un difunto. Junté todas las facciones de fotos de salón, de álbumes antiguos, de un retrato del que había roto el marco. Era mi padre, mi pobre padre muerto. Hablaba por experiencia, sabía lo que decía. Treinta y tantos años bajo tierra dan mucho tiempo para reflexionar. Saqué las palabras de donde no las había, de algo que llevaba guardando mucho tiempo, que habría querido decirle de haber seguido vivo.
—Papá, llegué a campeón de Europa de los medios.
—Lo sé, hijo. Lo sé.
Me pareció que sonreía, que estaba orgulloso de mí. Su cara se evaporó antes que la voz, se diluyó en medio de las náuseas. Tomé aire y me aferré al vaso de coñac. Bebí un largo trago, mientras paredes y objetos iban volviendo a su lugar. Había sido una visita muy corta: hasta en la cárcel dejan más tiempo, aunque sea tras un micrófono y una mampara.
Richi regresó frotándose el hocico, recalando entre los pedestales de las Venus centelleantes. Tenía la nariz como un pimiento morrón y cuando se asomó a su bebida, daba la sensación de que podría sorberla sin ayuda de la pajita.
—No te veo muy animado, compañero.
—Yo la quería, Richi.
—¿A Lola? Tú y cualquiera con pantalones.
—Iba a casarme con ella.
Richi se subió las gafas con un dedo y me miró como si le costara enfocarme. Las pupilas casi se le salían de los ojos.
—¿Casarte con Lola? Chico, reacciona. Es ropa usada. Y además gitana.
—No —balbucí—. No lo es.
—Seguro que cuando se casó, le metieron hasta el fondo el pañuelo.
Fui a agarrarlo de las solapas pero Richi se zafó entre carcajadas. Tal vez calculé mal y simplemente las manos se me escurrieron.
—Es mi novia, cabrón —chapurreé. Luego corregí—. Era mi novia. Retira eso o te parto la cara.
—Bueno, hombre, bueno. Ya veo. Te quiere tanto que por eso mismo protegió a su marido en vez de a ti.
—No es su marido. Además estaba muerta de miedo.
—Vale, tío, lo que tú digas. Ibais a casaros, ¿no? —afirmé con la cabeza—. Y pensabas adoptar a Tania.
—Tania es estupenda.
La lengua se me atrancaba en la t, no entendía por qué. Era como una puñetera palanca de cambios, rascando cada vez que metía la segunda. Debería avisar al mecánico para que echara un vistazo a las marchas.
—Me imagino que, ya puestos, también pensabais adoptar al moro.
—¿A quién?
—Al puto moro de los cojones.
Raschid. Se llamaba Raschid. ¿O era Ahmed? No; Ahmed era el hermano mayor, el superviviente del video-juego. Me eché a reír como un imbécil. El taburete no se estaba quieto. Dentro de poco tendría que bajarme y ponerme a empujar el coche.
—¿Te acuerdas del escondite inglés? —Richi asintió, sonriente—. Pues los moros lo hacían con minas, tío. Todos los críos moros a la vez, venga. Un, dos, tres. Bum. Y a tomar por culo.
—¿De qué coño hablas?
Entre sorbo y sorbo de coñac, le conté a Richi todo aquel rollo de la iglesia y la mezquita, los botes de pintura, las llaves del paraíso. Probablemente necesitaba un confesor, pero el padre Osorio estaba muy ocupado con sus funerales y sus brochas. Ya había enterrado a mi tía, a mi padre, a Gema, y le había pasado una mano de pintura a todos los ataúdes. También rezaba responsos para canarios y tortugas. Me llevé las manos a la cara: un pájaro se había espachurrado contra el parabrisas.
—¿Te pasa algo?
—Gema —murmuré—. No me la quito de la cabeza.
—¿Gema? ¿Qué Gema?
—La niña paralítica. La que murió ahogada en la piscina —Richi asintió con la cabeza—. Pensé que podía salvarla. Pensé que podía devolverle las piernas, Richi.
—Tranqui, hombre.
—La ayudé a caminar. Dio dos pasos, como Cristo sobre las putas aguas. Luego se hundió en el cemento. Se le había agotado el cupo de milagros.
Richi se echó el flequillo hacia atrás y sacó el paquete de tabaco. Me ofreció uno. No fumaba desde los trece, desde que nos sentábamos a escondidas en los jardines y nos pasábamos de boca en boca un cigarrillo. No me gustaba, pero qué coño, había que hacerlo. Había que fumar si uno quería ser hombre. Nunca me convenció el sabor del tabaco. La primera vez que besé en la boca a una tía fue a una rubia que nos ligamos Vázquez y yo en un MacDonald’s. La compartimos como buenos colegas. A ella le daba igual, con tal de que le metieran mano. Era fea, gorda y fumaba a dos carrillos. Tampoco es que nos gustara mucho, pero había que hacerlo, macho. Meter la lengua ahí dentro fue como lamer un cenicero, pero ahora necesitaba el humo, necesitaba calentar el tubo de escape. Richi me dio fuego mientras yo cobijaba la llama, esbozando una oración con las manos.
—A lo mejor puedo salvar a ese niño, Richi. A lo mejor vale uno por otro.
—Deberías pasarte al gin-tonic.
—¿Vale? ¿Tú crees que para Dios vale?
—Ni siquiera sé de qué coño estás hablando. Deja el coñac, en serio.
Apartó mi vaso a un lado. Tosí, el humo me atoró los pulmones, trepó hasta arriba, me arañó los ojos. Un par de lágrimas resbalaron por mi cara y tiré el cigarrillo al suelo. Nunca aprendí a fumar, dije. Richi hizo como que no había visto nada. Dejó el cigarrillo en el cenicero, se metió los dedos en la boca, cogió el gin-tonic y jugueteó un rato con los hielos entre las encías, haciendo el payaso, como en los viejos tiempos. Escupió un par de buches de líquido al suelo, devolvió los hielos al vaso y nos echamos a reír a carcajadas. Pero cuando volví a mirarlo, algo había cambiado en su cara: las mejillas le colgaban fláccidas y el mentón parecía haberse desmoronado. Debía de estar más borracho de lo que pensaba, porque me pareció descubrir, dibujado bajo el flequillo y las gafas, un ectoplasma del rostro de mi tía. Señaló su gin-tonic donde, por arte de magia, una hilera de dientes reposaba al fondo, entre hielos y burbujas.
—Te veía muy triste —dijo con una extraña voz empanada.
—¿Qué coño…?
Richi cogió otra vez su probeta, empinó un trago y rebuscó un rato hasta que enganchó sus dientes con la lengua. Montó un buen número metiendo y sacando la dentadura postiza de la boca. Mientras la gogó morenaza se daba una ducha bajo un chorro de luces, Richi fue cambiando de color, igual que un camaleón con gafas y corbata atrapando una presa. Cuando la rubia pasó otra vez a nuestro lado, apenas incrementó un poco su mueca de asco. Richi cogió una servilleta de papel del mazo y limpió la dentadura meticulosamente.
—No te preocupes, guapa. La desinfecto todas las noches.
—Ésta no, Richi.
—¿Cómo que no? La ginebra mata todos los gérmenes.
Se calzó los dientes superiores de un bocado y agitó el gin-tonic en señal de tregua. Me dolía el costado de tanto reírme. Cuando habló de nuevo, su voz tenía el mismo tono jovial de siempre.
—Estoy pensando en hacerme una de oro, pero todavía no he ganado suficiente pasta.
—¿Cómo los perdiste?
—Empezaste tú —dijo, señalándome—. ¿Recuerdas aquella paliza que me diste en la feria? Allí perdí el primero. Los demás fueron cayendo en fila, como putas fichas de dominó.
—Lo siento —dije.
—Yo no. Me hiciste un favor, mi boca no tenía remedio. Me pasé toda la infancia con esos jodidos ganchos de metal que no arreglaban nada. Ojalá hubiera empezado la cosecha antes.
Plantó los codos en la barra y se abismó en la contemplación del tubo de ensayo. No sé, quizá nos habría ido mejor a todos si Dios no se hubiera empeñado en mezclar con tónica.
Me desperté hecho un cuatro en el BMW de Richi. No recuerdo muy bien cuántos antros más visitamos antes de acabar como una par de anchoas en lata. Lo primero que vi fue a Richi en el asiento del conductor, la cabeza apoyada contra el respaldo y roncando a pierna suelta. Tenía las gafas descolocadas sobre la frente: una rebanada de sol le pringaba la cara, encendiendo reflejos y chisporroteos sueltos de algún sueño idiota.
Absurdamente, pensé en colocarle bien las gafas, para que pudiera ver bien en sueños, pero una arcada me subió desde el estómago y apenas tuve tiempo de bajar del coche. Vomité en la cuneta, junto a un motel de carretera que, al sol del mediodía y sin sus anuncios luminosos, había perdido todo su encanto nocturno, como una carroza de cuento de hadas convertida en calabaza. No sé por qué, comprobé si llevaba la bragueta abierta. Un chucho sin collar que husmeaba entre los hierbajos se acercó a olisquear la vomitona, meneó la cabeza y luego me miró con la expresión de un comensal profundamente disgustado con el cocinero. Estábamos en las afueras, en mitad de ningún sitio, en una de esas carreteras agrietadas y difíciles en cuyos márgenes Madrid enjuaga sus bragas.
Un camión de tres ejes pasó haciendo temblar el asfalto. Richi se desperezó en el asiento, bajó del coche y orinó contra unas tablas. El chucho lo vio y se alejó en busca de un mejor restaurante.
—Te invito a comer —dijo Richi mientras se subía la cremallera.
—Gracias. No me apetece.
—¿No tienes hambre? No jodas. Yo me comería a ese perro con patatas.
—Todo para ti, colega.
En mis tripas los demonios habían vuelto a despertarse, ejecutando una danza guerrera con tambores que repercutían hasta la sien. Los huesos me crujían como castañuelas. Cuando subimos al coche, Richi habló de una fonda casera que no estaba muy lejos y donde se comía de puta madre. Enumeró el menú del día con una fruición de experto que quizá habría hecho salivar al perro, pero a mí la sola mención de la comida me daba náuseas. De inmediato comprendí que tenía que meter algo al buche si quería seguir bebiendo. Llevaba más de un día entero sin darle nada sólido al cuerpo. La sola idea de beber me acojonaba como si me arrimara a un abismo, pero ahora ya rodaba cuesta abajo y poco podía hacer más que pensar en el próximo trago.
Aparcamos el coche a la sombra, bajo un tejadillo de uralita. La estela blanca de un avión cruzaba el cielo como la parábola de tiza de un alumno lerdo en una clase de matemáticas. Guiñando los ojos bajo la luz del sol, calculé que no estábamos muy lejos de Barajas, quizá a mitad de camino entre el aeropuerto y Canillejas.
La fonda, en realidad, era un abrevadero de carretera plagado de comensales de voz ronca y estrepitosos ruidos de vajilla. Al pasar entre las mesas, sentí el vacío aterrador de los platos dispuestos en las mesas como si cruzara un campo de minas. Los tenedores arañaban mi cráneo y las cucharas hurgaban en mis sesos. Apenas tuve tiempo de llegar al servicio para vaciar otra vez mis entrañas. Cuando regresé, Richi había encontrado sitio y estudiaba el menú en una carta plastificada tan rígida como las cortinas. Me senté e intenté leerlo pero no entendí nada de lo que decían aquellas mayúsculas apretadas, con faltas de ortografía que bailaban ante mis ojos junto a los efectos secundarios de la resaca. Dolían como garrotazos; hasta mi madre lo habría escrito mejor.
—¿Hígado no es con hache?
—Aquí hacen el hígado que te cagas —dijo Richi sin levantar la mirada de la carta.
—Cojonudo porque necesito uno nuevo.
Pedí cualquier cosa, carne, hígado, no recuerdo qué. Algo blando y sangriento que mastiqué sin ganas para ir empapando aquel vino malo que mezclamos con gaseosa. Las burbujas me hacían cosquillas en la garganta y luego bajaban para juntarse y dar palmas en la juerga flamenca que había montado en mi estómago la peña de amigos del coñac. Richi comía despacio, al estilo de un comedor de colegio: cortaba primero cuidadosamente el filete en pedacitos, luego dejaba el cuchillo en el plato e iba pinchando los trozos uno a uno. Miraba la tele, que tronaba unas mesas detrás de mí, instalada en una especie de altar desmontable, un oráculo de andar por casa.
De repente todo el mundo dejó de comer y giró la cabeza hacia el oráculo: hasta Richi detuvo el tenedor cargado a un palmo de la boca. Yo también me volví pero sólo para ver, jibarizados en la pantalla, a unos cuantos tipos trajeados que parecían esperar un parto en la antesala de un hospital. Una voz dijo algo en voz alta, un clamor de decepción sacudió la sala, un comensal hizo un corte de mangas. A Richi le cambió la cara, soltó el tenedor en el plato, se limpió con la servilleta, murmuró una excusa, se levantó y se largó. Estaba tan aturdido que cuando se fue todavía llevaba la servilleta en la mano. Tardé un buen rato en darme cuenta de que no iba a regresar. Le pregunté qué coño pasaba a uno de los camareros, un jovencito con el rostro picoteado por el acné.
—Hombre, qué va a pasar. Que nos han mangado las Olimpiadas.
—Mejor —gritó el del corte de mangas—. Quien quiera ver yonquis, que se vaya a Las Rosillas.
—Tú calla —dijo otro—, que eres maricón.
—Maricón tú, que te pone ver tíos cachas en calzoncillos, no te jode.
Se armó un tumulto tabernario, con insultos de ida y vuelta y bromas prefabricadas. Me puse en pie como pude y abandoné el local. Busqué torpemente el BMW bajo el tejadillo de uralita pero no lo encontré, así que volví a revisar los coches uno por uno para que no se me escapara bajo el disfraz de alguna otra carrocería. Estaba en ello cuando apareció el camarero de rostro volcánico esgrimiendo un papel con la cuenta. Saqué un billete de cincuenta —el último que me quedaba, lo demás eran azules y rojos desteñidos— y se lo di.
—Espere un momento. Le traeré el cambio.
—Mejor tráeme una botella de coñac, anda.
Me quedé esperando en la sombra, viendo pasar un lento avión de tiza por el cielo. Cuando el chaval regresó con una bolsa de plástico con la botella dentro, le dejé el cambio y me eché a andar carretera adelante. Con la pinta que llevaba, no creía que ningún coche me acercara hasta Madrid, pero me equivoqué. Un camionero se detuvo en el arcén y me dijo que subiera. No hablamos mucho durante el trayecto porque el hombre llevaba la radio a tope. Manejaba el volante con suavidad y desidia, como un buscador de oro cribando arena en el cedazo, sin esperanzas ya de encontrar una sola pepita pero fiel a su rutina. En un atasco, cerca ya de Avenida de América, saqué la botella de coñac y le invité a un trago. Declinó amablemente con la cabeza.
—Vaya tajada lleva, amigo.
—Sí. Es que anoche canté línea en el bingo.
—Y lo está celebrando.
—Eso mismo.
Abrí la botella y bebí a morro. La mitad se me cayó sobre la camisa en mitad de un frenazo. Creí que iba a echarme la típica charla sobre las malas costumbres, pero se limitó a seguir mirando fijo hacia delante. Le di las gracias cuando me bajé, aprovechando un semáforo.
—Buena suerte —dijo.
—Lo mismo para usted, colega.
Antes de que la fila de coches se pusiera en marcha, vislumbré un piloto verde en el horizonte. El taxista frenó a mi lado pero se lo pensó mejor cuando vio la botella de coñac en mi mano. Lo malo es que ya había bajado la bandera y además yo ya estaba abriendo la puerta.
—Bájese, haga el favor.
—Todavía no hemos llegado, hombre.
—Le he dicho que se baje.
Me acomodé dentro, desenrosqué el tapón de la botella y eché otro trago a morro. Eché un vistazo a la pegatina con las tarifas del vehículo, deberes y derechos del viajero.
—Aquí no dice nada de que no se pueda beber. Fumar no, vale. Pero yo no fumo.
El tipo se bajó del taxi. Era un cincuentón fornido y calvorota, con una tripa que luchaba por asomar entre los botones. Rodeó el vehículo, arremangándose los puños de la camisa y abrió mi portezuela. El vozarrón le hacía hervir las venas del cuello.
—¿Te bajas o te bajo yo a hostias?
—Mira, majete. Me ha costado mucho encontrar esta botella. Ayer le partí a un tío la boca con una como ésta y no me gustaría desperdiciar otra en tu jeta. Acabo de empezarla, así que tengamos la fiesta en paz. Sube y conduce.
Le clavé la mirada mientras hablaba. Cuando terminé, el hombre desvió la suya y roció con ella sus zapatos y el suelo. Algunos peatones se habían acercado atraídos por su rugido, pero estrecharon más el círculo cuando oyeron mi respuesta, tan comedida. Es muy probable que aquel numerito de mala leche pudiera acojonar a un macarra de tres al cuarto, pero no a un tipo de mi calaña. Fue mi calma lo que le hizo pensárselo dos veces. Esperó unos segundos antes de cerrar de un portazo. Luego se instaló en su asiento meneando mucho la cabeza, doblando los rollos de grasa que le sostenían el cuello.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo, golpeando nervioso el volante. Y lo repitió, como si le hubiera gustado mi frase—. Tengamos la fiesta en paz.
Le dije que me llevara al parque de San Blas. El hombre fue gruñendo todo el camino, fijándose mucho en el tráfico y sembrando de cuando en cuando los ojos en el retrovisor. Intentaba ocultar su nerviosismo, pero le delataban sus dedos, que seguían pulsando telegramas sobre el volante. Cuando llegamos le di una buena propina y un consejo de experto:
—Si de verdad quiere empezar una pelea, la próxima vez no grite tanto ni haga tantos aspavientos. Se nota a la legua que sólo quería acojonar.
—Ya. Perro ladrador, poco mordedor.
—Eso mismo.
Arrancó al tiempo que soltaba un taco. Me encogí de hombros y busqué un buen banco donde ponerme a beber. No era fácil porque la mitad estaban rotos y la otra mitad salpicados de cagadas recientes de pájaro. No tenía ganas de caminar, pero atravesé todo el parque, desde Amposta hasta Arcentales, donde me instalé en una atalaya de césped para contemplar la doble riada de la carretera y, al fondo, un horizonte de grúas inmóviles. Después de tanto empeño y tanta cabezonería, al final todo el mundo se había pasado de listo. Creían que los terrenos subirían como la espuma y ahora, después del fiasco de las Olimpiadas, se encontraban con gaseosa en vez de champán. En cualquier caso, con o sin estadio olímpico, el barrio nunca volvería a ser igual. Casi me alegraba por ello. Quizá fuera otro efecto secundario del coñac, pero me alegraba de no volver a ver jamás el descampado con sus fauces de cemento desdentadas, sus ventanales rotos a cantazos y sus hierbajos inmortales. Quizá no fuese tan mala inversión después de todo. Ahora estaba de moda vivir en el extrarradio. Sampere u otra constructora cualquiera levantaría unos cuantos pisos de lujo, con garaje, portero y piscina comunitaria, y no quedaría ni sombra de los borrachos ahorcados, las cacerías de lagartijas, las guerras con tirachinas que habíamos librado en los setenta. Con un poco de suerte, la viuda mantendría su palabra y acabaría de portero, detrás de una mesa, junto a unas macetas. O podando rosales.
A la mierda. Me daba igual. La vida que me había fabricado en la cabeza —una vida de pequeños placeres, de pequeñas expectativas, con Lola y una niña— se había ido por el retrete y no me quedaba otra salida que volver al tajo a repartir justicia callejera a base de hostias. Mientras seguía bebiendo, la baraja de la memoria me trajo a la cabeza unas cuantas novias perdidas, chicas con flores en el pelo con las que me había tumbado en aquel mismo césped, ligues de una tarde de los que ni siquiera recordaba el nombre. Cada buche de alcohol me traía postales de tardes de verano, de partidas de cartas, de historias contadas de noche, al rescoldo de una lumbre. Las fui tragando una a una, sorbo a sorbo, sin pena ni nostalgia. Tenía mucha sed.
La sed no terminó después de rematar la botella, qué va. Había abierto unas compuertas cerradas a cal y canto, y me sorprendió la fuerza con que la marea lo arrasó todo. En cuanto me puse en pie, tambaleándome, y encesté la botella en una papelera, ya estaba pensando únicamente en donde repostar. Nueve o diez años atrás había sufrido la última recaída. Fue en la misma clínica de rehabilitación donde me habían ingresado, cuando entré en las habitaciones de uno de los médicos y me bebí un frasco entero de loción para después del afeitado. No lo hice por gusto: lo hice para intentar ahogar a los demonios, abrasarlos con una ración de su propia medicina. El dolor era la única manera de acallar la danza. Bailaron, ardieron, se achicharraron, pero, como demonios que eran, salieron renacidos de entre sus propias cenizas. Cuando abrí los ojos, el médico me dijo que mi sistema digestivo parecía un campo arado después de quemar los rastrojos. No pude responder porque tenía la sonda del lavado de estómago metida en la boca. Pero los demonios seguían al fondo de mis tripas, inmunes al tratamiento, y no paraban de reírse.
Oí las risas durante mucho tiempo, todo el que tardé en desengancharme el puto anzuelo del alcohol. Acudí a reuniones de Alcohólicos Anónimos donde cambiaba cromos e historias de terror con otros desgraciados, y los demonios siempre estaban allí, descojonándose por lo bajo. Aunque más y más tenues, sus cuchicheos me advertían que más tarde o más temprano volvería a caer: siempre regresaban al más mínimo contacto con el monstruo. Me bastaba cruzar delante de una licorería, oler un guiso aderezado con unas gotas de vino, besar a una mujer que hubiera estado bebiendo. Les había lanzado un órdago a la grande con aquel tinto que llevé a casa de Lola y me habían pelado hasta los huesos.
Descendí la ladera a trompicones y crucé la calle sorteando los sanfermines del tráfico. Unos cuantos litros de alcohol, una noche sin dormir, y varias horas de desidia habían bastado para transformarme en el prototipo de vagabundo tambaleante, maloliente, ropa arrugada y una sombra de barba sobre el rostro. Caminaba deletreando el alfabeto, sin encontrar ninguna de las cosas que se suponía debían de estar allí: la fábrica de Pikolín, los lienzos de los muros rotos, los vertederos. En su lugar se levantaban edificios deshabitados, oficinas vacías, ventanas precintadas con esparadrapo, chaflanes sin rematar, docenas de cartelones colgando de la fachada con el mismo número de teléfono impreso en azul. Deambulaba perdido, bordeando los límites de aquel coto vedado, yendo de un lado a otro como dando tumbos del pasado al presente.
Necesitaba echar otro trago y no había ni un bar abierto. En aquella jodida ciudad fantasma todavía no habían construido bares ni bodegas. Cuando rodeaba la alambrada que protegía aquel edén inmobiliario, un lanzazo de dolor me atravesó el abdomen. Me doblé en dos para no arrojar la comida del mediodía encima de mis zapatos. Es posible que hubiera comido hígado después de todo, o que aquel vómito sanguinolento fuese mi propio hígado. Mientras hincaba los dedos en las trenzas de alambre, cerré los ojos y vi banderas y estandartes donde flameaba una media luna roja. Volví la vista atrás, hacia un desierto deslumbrante, un océano de arena amarilla sembrado de agujeros y cadáveres de niños muertos.
Había también estelas de humo, gritos, trincheras, soldados corriendo de un lado a otro. La borrachera no se privaba de nada. Tironeado por ella, di unos cuantos pasos a la pata coja, al estilo de viejos juegos infantiles (la Piedra, el Escondite Inglés), esquivando las minas enterradas, procurando no pisar la sangre. Era como cuando caminaba de niño, de camino al colegio, y diseñaba en la cabeza un itinerario para no pisar ninguna raya, ningún ajuste entre las baldosas. Venga, venga. Si pisas una mina, te castigan una hora después de clase. Si pisas una raya, estás muerto.
Aproveché un talud para intentar saltar la valla pero no estaba en mi mejor momento. Afortunadamente no habíamos conseguido las Olimpiadas de modo que me quedaba mucho tiempo para ponerme en forma. Cuando estaba pasando la pierna al otro lado, la alambrada empezó a combarse. Perdí pie y un trozo de alambre suelto se enganchó en los pantalones. Al intentar soltarlo, se revolvió y se clavó en la rodilla. Caí de mala manera sobre el cemento.
El pantalón estaba desgarrado y la herida empezaba a rezumar. Toqué la sangre con la mano y luego me la llevé a la boca, a ver si conseguía extraer un poco de alcohol. Cuando éramos críos nos pasábamos media vida con las rodillas cubiertas de costras que nuestras madres desinfectaban con agua oxigenada. Daba gusto sentir primero el cosquilleo de la espuma que hervía sobre los rasponazos, luego el agua oxigenada que secaba la herida y por último el toque púrpura de la mercromina escapando pantorrilla abajo, prestándonos con esos riachuelos de un rojizo aguado la prestancia de un herido de guerra. Competíamos por ver quién se había hecho la pupa más gorda, pero antes de que la costra se cayese del todo ya teníamos otra encima.
Me levanté, maldiciendo, y examiné la herida. Era un corte profundo y limpio: debajo de la sangre podía vislumbrar una jugosa loncha blanca. A lo mejor habría ganado un premio con ella, pero había llegado demasiado tarde para la competición y demasiado pronto para que algún vecino pudiera prestarme un botiquín. Me acerqué hasta la fuente que había bajo el primer grupo de casas, en el esbozo de unos jardines, pero tampoco nadie había pagado aún el primer recibo del agua. Todo en aquellos muros blancos y aquellos ventanales precintados era como un decorado, una expectativa virgen, un anuncio de felicidad hogareña.
Fui cojeando hasta la explanada donde se alzaba el revés de la tramoya. Camiones, excavadoras, pilas de ladrillos. Cerca de una de ellas encontré un bidón con agua y me lavé la rodilla. No dejaba de sangrar y tampoco tenía muy buen aspecto, pero yo tampoco era ningún experto en medicina. En el boxeo no está permitido golpear por debajo de la cintura y en mis tiempos de gladiador a sueldo casi nunca empleaba los pies. El agua del bidón se curvaba en ondas lívidas, dibujando sobre la superficie un autorretrato de petróleo. Vi mis propios ojos nadando entre mosquitos ahogados y briznas de hierba, buscando la cubeta para regar las flores de la tumba de mi padre. El mensaje de muerte estaba claro pero no lo descifré de inmediato. No lo hice hasta que intenté entrar en una de las casamatas amarillas que emplean los obreros para cambiarse de ropa. Buscaba algo —un mono, un trapo, lo que fuera— con lo que secarme las manos y atarme el muslo para detener la hemorragia, pero la puerta parecía atrancada. Tiré con fuerza pero estaba enganchada con una especie de tirador negro. Cuando la abrí del todo, comprobé que era un manillar, el manillar de una silla de ruedas eléctrica, grande, pesada como un tanque.
Encontré a la viuda Sampere boca abajo, embutida en el interior de una hormigonera. Uno de sus zapatos rojos todavía colgaba de sus pies; el otro pie yacía airosa y absurdamente en alto, como en un salto de bailarina, enfundado en una media dorada. Unas gotas de cemento le manchaban los tobillos. Había más cemento resbalando del borde de la hormigonera, goteando como baba gris en la boca de una bestia prehistórica. No hacía falta haber estudiado arquitectura para comprender que la mezcla estaba recién hecha y que pensaban incluirla en los cimientos junto con el cadáver. Pero todavía no había entrenado bastante para las próximas Olimpiadas y el coñac no mejoraba mucho mis reflejos. Cuando me giré, no tuve tiempo más que para ver la pala que se aproximaba a mi cabeza a la velocidad de la luz.