El sermón de Osorio me estuvo escociendo toda la puta noche. Algunas frases dolían como puñetazos una vez se quedan fríos, hinchándose sobre la cara, hurgando en el hígado y las tripas. En la penumbra del tanatorio, mientras mi madre iba pasando las cuentas del rosario, sus palabras volvían una y otra vez a mi cabeza, pegoteadas con el aroma rancio del tabaco. Ave María, llena eres de gracia. Nunca deseé fumar tanto desde que era adolescente. Allí poca cosa más podía hacerse, aparte de dar cabezadas contra el sofá, que inocularse un poco de veneno en los pulmones. Resulta que sí se podía cambiar, que todavía estaba a tiempo de aceptar el trabajo que me ofrecía la viuda de Sampere, casarme con Lola, llevar una vida que no consistiese únicamente en dar tumbos y pegar hostias. Siempre estaba a tiempo de buscar un trabajo de verdad, empezar a fumar, sentar la cabeza, echar tripa. Imaginé que cada mañana despertaba a Tania con un beso y la acompañaba luego a la escuela. Que cada noche me dormía al lado de Lola, una mano apoyada en su cadera y mi respiración escarbando en su pelo.
La monótona llovizna de la letanía fue calándome hasta que desperté desnucado contra el sofá. Me froté el cuello, masqué la pasta blanquecina de la modorra en la boca y miré el reloj donde las manecillas metían mano a las horas más castas de la mañana. Me volví hacia mi madre, que había resistido toda la noche aferrada únicamente a su rosario, y me pareció que las varices le habían trepado hasta la cara. Le dije que se durmiera un rato, pero no quiso, así que aguantamos juntos el despliegue del amanecer, esa navaja automática necia y fría en la que se palpan los tumores, se planean los crímenes, se cumplen las ejecuciones y se fraguan los divorcios, incluido el del sol y la luna. Me levanté para estirar las piernas y eché una última ojeada a mi tía. En aquella penumbra fantasmal, con su cara empolvada y sus carnes tumefactas, tenía toda la pinta de un buque desahuciado a punto de zarpar, un galeón engalanado con cintas, pulseras y un collar de perlas falsas. Sólo faltaba el confeti.
—Adiós, tiita —susurré—. Espero que en el infierno haya un bingo.
Salí al jardín para tomar un poco el fresco, y casi me tropecé con el empleado de la funeraria cuando entraba en la sala de espera. Daba asco verlo todo trajeado y perfumado, el pelo rubio domesticado en ondas, con la misma corbata jaspeada de la víspera y la misma sonrisa profesional pegada a la jeta.
—¿Todo bien? —preguntó, y parecía que lo decía en serio.
—Cojonudo. El suelo ha resistido sin agrietarse. Sólo espero que no se rompa el camión cuando la lleven al cementerio.
Vadeó mi comentario con un perfecto giro de cintura y me enseñó donde tenía que firmar los papeles. No hizo falta camión, bastó una de esas limusinas negras donde los muertos toman el último bronceado antes de regresar a su quehacer de muertos. La ceremonia fue breve, sencilla y aséptica: mientras mi madre se apoyaba en mi hombro, un par de vecinas se acercaron para cerciorarse de que mi tía no intentaba salir del hoyo. El albañil colocó los ladrillos a conciencia, con doble ración de cemento fresco, como si supiera que aquel cadáver gordo bien le podía pegar una patada al cajón y amargarle el día. A mi madre se le iban los ojos hacia la fila de abajo, donde mi padre dormía el sueño eterno detrás de una foto en blanco y negro poco favorecedora y una jardinera de metal con unas cuantas flores mustias. Arranqué un buen puñado de la corona de mi tía, las dejé dentro y las regué con un cazo. Un rayo de sol doraba el agua sucia del bidón y, al dejar reposar de nuevo el cazo, el alma de mi padre tembló de rabia. El padre Osorio estuvo menos inspirado en su responso fúnebre que en el sermón que me había echado por la noche. Tampoco tenía mucho donde agarrarse fuera de un par de fechas y un montón de materia biodegradable. Cuando mi tía Angustias dejó de respirar, muchos vecinos respiraron, pero mejor no darle pistas al fiscal divino. Lo único bueno que podía decirse de ella cabía en un telegrama.
Fue difícil convencer a mi madre de que tomáramos un taxi para regresar a casa. Decía que para qué malgastar dinero cuando había una parada de autobús a dos manzanas de distancia. Era el mismo tipo de mentalidad medieval que le había dejado las piernas rellenas de orugas verdes. Después de una noche de guardia en el tanatorio, un paseo matinal por el cementerio y media hora de plantón delante del nicho familiar no iba a ponerme a discutir, así que la embutí a empujones en el primer taxi libre que pasaba, la llevé hasta casa y la metí en la cama a la fuerza.
—¿Quieres que te ponga el pijama?
—Hijo, qué bruto eres.
—Tengo a quien parecerme —dije, apagando la luz—. Anda, hazme el favor de descansar.
Aproveché el taxi que esperaba en la puerta y le dije al conductor que pusiera rumbo a la Plaza de España. A pesar de la rapidez con que se había desarrollado el entierro, los pensamientos fúnebres habían tenido tiempo de germinar en mi cabeza. Bajé la ventanilla a tope para que el aire tóxico de Madrid me limpiase el sabor a ultratumba de la boca. Polvo éramos y al polvo regresábamos, más temprano o más tarde. Siempre me había preguntado si la expresión «echar un polvo» se le había ocurrido a alguien después de asistir a un funeral. Pensaba en Lola, sí, pero no tanto en sus curvas como en las cosas que sabía de mí, los secretos que nunca había contado a nadie. Sentía cosquillas en el corazón al pensar en ella. Hubo una vez una bailarina, una mujer preciosa, pero no era más que una niña pija ansiosa por triunfar, y emparejarme con ella habría sido como uncir una yegua purasangre a la carreta de un buey sordo.
—¿Aquí mismo, amigo?
Era la tercera vez que me preguntaba. Había tenido que girarse en el asiento. Estábamos parados en un semáforo que acababa de cambiar al verde y detrás de nosotros una fila de coches ofrecía un recital de claxon.
—¿Usted no sabrá por casualidad dónde están las oficinas de Sampere Construcciones, verdad?
—Mi cultura no llega a tanto.
—Lo suponía.
Para saber aquello habría tenido que estudiar en una tienda de tatuajes. Pagué la carrera y me bajé del taxi. Media hora, dos bares, dos cafés y un volumen de Páginas Amarillas después, me encontré delante del portal al que me había llevado el Lenteja, duplicado en aquel gran espejo adornado con filigranas de oro barato. El portero me preguntó dónde coño iba y torció la cara cuando le dije que a la tercera planta. Con la ropa planchada en un sofá del tanatorio, no tenía mucha pinta de comprador de inmuebles.
—No juzgue por las apariencias —dije, apretando el botón del ascensor—. En realidad, nado en la abundancia.
—La señora Sampere no me dijo que esperase visita.
—Afile el oído, traigo buenas noticias. Créame, se alegrará de verme.
El ascensor me quedaba estrecho y traqueteaba con hechuras de ataúd en su último viaje, pero subía en vez de bajar, lo cual era un consuelo. Seguí la lengua amarillenta de la moqueta hasta que encontré el cartel blanco con letras azules. La puerta, de nuevo, estaba entreabierta y asomé la cabeza sólo para descubrir a la viuda de Sampere en su silla de ruedas, intentando izarse hasta el cajón más alto de un archivador.
—Buenos días, Carmen.
—Hombre, el boxeador —dijo, sin mostrar la menor sorpresa por mi visita—. ¿Puede echarme una mano?
Agarré la carpeta que sostenía en sus rodillas, abrí el cajón del archivador y pregunté dónde la dejaba.
—Mientras sea ahí dentro, donde quiera. Es la M de «mierda».
—Está bastante lleno por lo que veo.
—La mierda abunda —dijo, encogiéndose de hombros. Luego giró las ruedas y dirigió la silla hacia su despacho—. Mi secretaria ha salido a desayunar y debe de ir ya por el tercer donut, pero puede servirse un café si lo desea.
Señaló una cafetera portátil en una repisa, junto a una torre de vasos de plástico y una caja de galletas.
—Ya he desayunado, gracias.
—Sírvame uno a mí entonces, ¿quiere?
Hizo un mohín que en otros tiempos, quizá, le habría valido aplausos. Pero no buscaba una cita ni una portada de revista, sino guardar el centro del cuadrilátero y dejar claro quién sostenía las riendas. Primero me había vestido la chaqueta de secretaria y luego la minifalda de camarera. En condiciones normales la hubiese archivado en el cajón más alto del fichero, pero eché un vistazo a su montura de metal y me dio lástima. Además necesitaba hablar con ella, de modo que así la cafetera y rellené uno de los vasos.
—Con dos terrones, por favor.
Los eché dentro, cogí una cucharilla de plástico y le acerqué el vaso hasta la mesa.
—Remuévalo fuerte. Me gusta bien agitado.
—A sus brazos no les pasa nada. Un poco de ejercicio les vendrá bien, venga.
—Me preguntaba hasta dónde estaba dispuesto a llegar.
Sonrió y sacó un cigarrillo de la pitillera. Tomé asiento en el sillón que había frente a su mesa mientras encendía el cigarrillo con un ademán de vampiresa pasado de fecha.
—Eso depende —dije, manoteando el humo que llegaba hasta mi cara—. Aprendí algo de urbanidad en el colegio, lo justo para comer con cubiertos y no eructar en la mesa. Pero puedo ser bastante bruto si me lo propongo.
—Veo que esta vez no ha traído el gato.
—No. Me abandonó por una gatita persa.
—Cuánta deslealtad. Si me lo hubiera vendido a mí, habría salido ganando.
—Sí, pero él hubiera acabado capado —empezaba a hartarme de todos aquellos preliminares. Fui directo al centro del cuadrilátero—. De todas formas, si no recuerdo mal, a usted le interesaba comprar otra cosa.
La viuda echó un trago al vaso de café y después le hizo la manicura al cigarrillo.
—¿Qué le hace suponer que sigo interesada en la casa? Por lo que me han contado, ahora es sólo un montón de escombros.
—No crea, sólo necesita unos pocos arreglos y una buena mano de pintura. Además, lo que es la casa se la trae floja. Los terrenos siguen estando donde estaban.
—¿Sabe qué? —terminó el café y arrojó el vaso a la papelera—. Le faltan cojones. Mañana se sabrá cuál es la ciudad elegida como sede olímpica. Si sale Madrid, usted podría pedirme lo que quisiera por ese montón de estiércol.
—Ya —me rasqué la mejilla en el mejor estilo paleto—. Lo que pasa es que no creo mucho en los juegos de azar. Con la suerte que tengo, en vez de Madrid saldría Navalcarnero.
—Y entonces usted se quedaría únicamente con cuatro muros chamuscados y una bonita hipoteca.
Me había cazado contra las cuerdas y lo sabía de sobra. Seguí rascándome la mejilla. No veía qué otra cosa podía hacer.
—No me mire así. En un negocio como el mío hay que estar bien informada.
—No lo dudo —dije al fin—. Lo que ignoraba es que las deudas de mi tía apareciesen en la sección de famosos del Hola.
Carmen apagó el cigarrillo contra el cenicero de porcelana, barajó los papeles que tenía sobre la mesa y sacó un portafolio. Me lo acercó para que echara un vistazo. Lo examiné un buen rato pero no entendí gran cosa.
—Disculpe, pero he dejado a mi equipo de abogados aparcando el coche. ¿Qué se supone que es esto?
—Me cae usted bien, Roberto. Tiene gracia y eso ya es mucho en estos tiempos. Le ofrezco comprarle la casa de su tía por el montante de la hipoteca más todos los gastos de papeleo, notaría y bancos incluidos. Sólo tiene que firmar abajo, a la derecha.
Pasé una a una las hojas del contrato. Hacía muchos años que no firmaba nada, desde los tiempos en que Venancio preparaba mis combates. Los papeles siempre me habían apabullado: por las cloacas donde me movía bastaba con un apretón de manos. En mi actual negocio convenía no dejar más rastros que unas gotas de sangre y unos huesos rotos.
—Me imagino que estoy haciendo el canelo, ¿no? —dije mientras cogía un bolígrafo del elegante cubilete que flanqueaba su mesa.
—Se lo diré mañana. Quizá entonces tenga que archivar ese portafolio en la M. Firme a un lado en todas las hojas y al final en la última.
—Como comprenderá, me da un poco igual. Nunca me gustó el boxeo olímpico.
Terminé de firmar y le devolví el portafolio. Carmen comprobó las hojas una a una, concienzudamente. Como tenía para rato, rebusqué en los bolsillos y saqué un caramelo. Ella levantó los ojos del contrato, enarcando unas cejas que parecían gaviotas dibujadas por un crío.
—¿Quiere uno? No llevan azúcar.
—Demasiado dulce para mí —ordenó los papeles contra la mesa, como si fueran un mazo de cartas—. Vuelva por aquí pronto. No soy rencorosa y haya villa olímpica o no, habrá que empezar las obras. Quizá le interese todavía ese puesto de jefe de seguridad.
Me levanté del asiento rascándome de nuevo la mejilla, aunque esta vez no fingía.
—Me sorprende usted, señora. Puede que acepte, gracias.
—A lo mejor le acaba gustando el boxeo olímpico.
Maniobró con la silla de ruedas para esquivar el escollo de la mesa y así poder estrechar mi mano. En su frente las gaviotas alzaron el vuelo pero la curva de la sonrisa seguía siendo mercantil. No pude evitar fijar los ojos en sus pies.
—¿Le gusta mi forma de bailar?
—No. Me gustan sus zapatos.
Era verdad. Un par de zapatos rojos de tacón alto, como sólo se ven en ciertos sueños no aptos para menores. Tersos, brillantes, sin usar. Encima de la plataforma negra de la silla de ruedas, con aquel par de tobillos muertos alojados dentro, parecían expuestos en un muestrario. La viuda se encogió de hombros.
—Italianos —dijo—. Como no siento nada en los pies, puedo calzarme lo que me dé la gana. Éstos son dos tallas más pequeños, creo.
—Se nota. Pero sentada en esa silla me recuerda usted a alguien. Una amiga de la infancia. Se llamaba Gema.
—¿Nació paralítica?
—No, los médicos la cagaron al poco de nacer ella. Ahora tendría más o menos mi edad.
—Lo mío también fue un accidente. Mi marido se salió de la carretera en una autopista.
—Lo siento.
—Él no sintió nada. Se mató en el acto.
Me despedí con un gesto y giré para salir. El caramelo se había disuelto en una burbuja de amargura y no me apetecía seguir hablando. Pero la viuda de Sampere se asomó por la puerta de la oficina cuando ya agarraba el tirador de la puerta.
—Ha dicho que su amiga tendría más o menos su edad. ¿De qué murió?
Me volví un instante hacia ella. Sentada en su jaula a ruedas, con su pelo rubio ángel y su maquillaje carísimo, nunca podría ser Gema. Nunca podría haberlo sido, jamás las habrían confundido en las listas de la contabilidad celestial, allí donde acabábamos todos, pobres y ricos: los millonarios que se rompen el cuello en una carretera y los niños que suben a los cielos a trozos, acariciando una llave de plástico.
—La encontraron flotando en una piscina.
—¿Se ahogó?
—No, señora —negué con la cabeza—. No se ahogó. Le encantaba nadar. A pesar de sus piernas inútiles nadaba como una sirena.
Abrí la puerta y las palabras me vinieron a la boca como una bilis, como una veta ácida del caramelo.
—La mataron.
Cuando salí de nuevo a la calle, todo me parecía falso. El portero que me miró de reojo al salir, la señora que paseaba su perrito por la acera, el sol brillando en lo alto como un clavo de latón. Todo excepto las palabras que acababa de pronunciar. Era la primera vez que las decía en voz alta y me habría gustado oír cómo sonaban fuera del salón destartalado de mi cráneo. Me había costado veintitantos años expresarlas, sacarlas fuera de mí, de ese montón de prejuicios, compromisos y frases hechas con que se va haciendo la vida. Lo sabía desde el primer día, desde que Pedrín, sentado a mi lado en el pupitre, me tiró de la manga de la chaqueta y me susurró al oído que habían encontrado a Gema flotando en la piscina. Desde entonces, desde que se estableció casi de inmediato la versión oficial, yo sabía que no podía ser cierto, que Gema nadaba demasiado bien para haberse ahogado, que nunca habría cometido la tontería de ir a nadar sola a la piscina, a las ocho de la mañana, y menos aún con la ropa puesta. Lo sabía cuando fui a su entierro, donde su madre ocultaba su dolor detrás de unas gafas negras mientras que su padre, el pescadero, lloraba a lágrima viva sin que le importara una mierda que todos los presentes viéramos aquellos goterones resbalando por su cara de ogro como si alguien se hubiera dejado un grifo abierto.
No fue como mis otros entierros: la tortuga de Pedrín cubierta bajo un montón de tierra, el canario congelado del Chapas. Ni siquiera como la misa por el alma de mi padre, cuando estrené corbata y pantalones largos. Al fin y al cabo, mi padre se había trabajado el hígado a fondo antes de entregarlo a los médicos, pero la muerte de un niño tiene un sabor a injusticia absoluta, a error garrafal en el gran plan divino. Volví a sentir esa hiel en la boca la mañana en que salí del metro de San Blas y vi los jardines de la piscina frente al parque de bomberos. Lo estaba paladeando desde que había visto a Carmen deslizándose en su silla de ruedas elegante y bien engrasada.
Me senté en un banco frente al templo de Debod. Aquel trozo del antiguo Egipto encajonado en Madrid también tenía olor a cementerio, como si albergara los restos de un faraón arruinado que se hubiera jugado los cuartos a los escarabajos y que, a la hora de morir, fuese incapaz de pagarse una pirámide. Una chica preciosa corría por el sendero de tierra, aislada del mundo por la sordera prefabricada de unos cascos, unos cables que le brotaban de las orejas, le contorneaban el cuerpo como abalorios de la quinta dinastía y se perdían en algún lugar de la cintura. El jeroglífico de su ombligo al descubierto y el vaivén de su culo enfundado en unos pantaloncitos cortos desmentían la solemnidad de aquellas piedras trasladadas desde otro continente y de aquella agua endomingada que reflejaba un cielo vacío. Recién regado, brillante por las gotas, el césped cortado a cepillo festoneaba su carrera. A pesar del mamotreto egipcio, todo el parque rebosaba una impresión de salud, como si Dios acabara de pegarse una ducha.
Me metí otro caramelo en la boca. El sabor llegaba repatriado desde viejas tardes de infancia gastadas en chupachups, tiras de regaliz y polos caseros. En verano nuestras madres rellenaban un molde de plástico con naranjada o Coca-Cola, lo metían al frigorífico y un par de horas después, cuando el frío iba formando una costra, introducían unos palitroques de ésos que te regalaba el médico después de inspeccionarte la garganta. El resultado era un trozo de hielo coloreado que se quedaba sin sangre al segundo lametón. Había que comerse el polo en dos bocados y guardarse el palitroque en el bolsillo para la próxima tanda. Pasaba por el portal con uno de limonada en la mano —mi favorito— cuando vi a Gema sentada en su silla de ruedas, bajo la sombra de los plátanos.
—¿Me das un poco? —dijo.
Sabía que le encantaban los dulces, así que me encogí de hombros y se lo di entero.
—Nos lo comeremos juntos. ¿O ibas a algún sitio?
Estuve a punto de decirle que sí, que iba a ver una acera que estaban arreglando en el barrio, enfrente de Azulejos Gascón. Pedrín me había avisado porque los obreros acababan de marcharse y el cemento todavía estaba fresco. En cambio, ella no tenía nada que hacer excepto ver pasar las moscas.
—No. Sólo estaba paseando.
Mientras lamía despacio el polo, Gema me contó que había vuelto a ver salir la vecina del quinto con su perro. Dijo que se había fijado muy bien, que el perro llevaba un collar nuevo y que seguramente iba a entregar un mensaje secreto.
—Lástima que no estuvieras aquí para seguirla.
—No —dije sentándome en cuclillas a su lado—. Estuve en la feria.
—¿Viste a la niña-araña?
Los ojos casi se le desencajaban de las órbitas por la expectación. Me agaché más aún, pensando de antemano en la trola que iba a inventarme.
—Sí. La vi por una rendija del carromato.
El polo se quedó en su mano, goteando, mientras improvisaba una serie de mentiras, a cual más gorda. Le dije que había encontrado una rendija en el carromato y que pude asomarme por ella y ver el espectáculo. Que la niña estaba metida en una urna de cristal y que podía verla de vez en cuando entre las piernas de los espectadores. Le conté que la habían encontrado en la selva amazónica y modelé su aspecto a partir del dibujo del cartel: la cabeza de una niña rubia de la que brotaban ocho largas patas.
—¿Hablaba?
—Sí. Respondía a todas las preguntas que le hacían. Tenía un micrófono para amplificar la voz, para que a la gente no se le ocurriera acercarse.
—¿La gente no podía acercarse?
—No. Decía que se alimentaba de carne humana.
Gema se echó a reír. Luego miró el polo, que casi se había derretido entre sus dedos, y lo tiró a la tierra.
—Sería para que la dejaran en paz, seguro. ¿A ti te pareció peligrosa? ¿Te pareció que podía atacar a alguien?
—No —me rasqué la cabeza—. La verdad es que no.
—¿Era guapa?
Recordé el cartel donde se veía a una niña rubia cargando con aquel reguero de patas y, como si fuera a calcar el dibujo, lo coloqué mentalmente encima de la silla de ruedas, ese otro monstruo de metal en el que Gema iba a todas partes.
—Sí. Era muy guapa.
Me pidió que la describiera exactamente, pero yo no recordaba tantos detalles del cartel, así que tuve que pedirle prestado a Gema el color de sus ojos, la forma del pelo, su sonrisa y sus dientes, esperando que no se diera cuenta de donde había sacado el retrato.
—¿Y parecía triste?
—Sí, parecía triste. Aunque le gustaba reírse, se reía del miedo de la gente. Yo creo que prefería que la temieran a que la compadecieran.
Gema se quedó un momento pensativa. El sol de la tarde, cayendo a través de la hoja del plátano, se derramaba en calderilla tibia sobre las flores de su vestido y la piel de sus brazos.
—¿Cómo dijiste que se llamaba? —preguntó al fin.
—Bruma.
—Bruma. Qué nombre tan bonito. Me habría gustado conocerla. Si mi padre me hubiera llevado, quizá habríamos podido hacernos amigas.
Durante unos instantes vacilé, no supe qué decirle. Podía decirle que no, que era imposible que la viera porque los niños tenían prohibida la entrada, que incluso yo había tenido que espiarla a través de una rendija, que la mantenían prisionera dentro de aquel carromato para que no aterrorizara a la gente con sus patas de araña. Pero también podía arrinconar las mentiras, decirle que no había ninguna araña, que todo consistía en un truco de espejos, que Bruma probablemente ni siquiera se llamaba Bruma, que después de la función se transformaba en una niña normal y corriente que podía caminar sobre dos pies como todas las niñas. Todas excepto ella. Decirle que únicamente había un monstruo, no una araña, sino una sirena enjaulada en una silla de ruedas, una niña a la que mostraban gratis en una terraza, cantando canciones infantiles, y a la que llevaban a nadar todos los días con la esperanza de que no supiera nunca que estaba condenada.
—Quizá podría curarse con alguna operación —murmuró, y su murmullo tenía la misma cadencia de un sueño en voz alta, esa voz pastosa que emerge de los labios cuando estamos dormidos—. No sé, injertar su cabeza en el cuerpo de una niña que hubiera muerto en un accidente.
—Quizá —repetí, dibujando con el dedo en la arena.
Antes de que empezáramos a urdir un plan de rescate para salvar a Bruma, apareció Pedrín gritando que dónde me había metido. Por lo visto, todos los chavales del barrio habían dejado su huella en el cemento fresco y sólo faltaba yo. Pero me vio agachado junto a Gema y sus explicaciones se cortaron en seco.
—Ven —le dije, poniéndome en pie—. Voy a presentarte a alguien. Gema, mi amigo Pedrín. Pedrín, ésta es Gema.
—Encantado —dijo Pedrín, enrojeciendo hasta las orejas.
Me divertí observando cómo tartamudeaba. Se inclinó al estilo de un galán de película para besarle la mano. Mientras extendía desmayadamente el brazo, Gema también disfrutó de su turbación. Al final, Pedrín balbuceó una disculpa, se despidió y salió corriendo.
—Parece que tus amigos te esperan —comentó Gema.
De repente tuve una idea. Normalmente no tengo muchas ideas, al menos no muchas que no tengan que ver con romperle la cara a alguien, y por eso mismo me sorprendió lo fácil y brillante que era. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?
—Bien, vamos a verlos —dije, cogiendo el manillar de la silla de ruedas. La saqué de la sombra del patio y la empujé hasta la acera.
—¿Dónde me llevas? Mi padre tiene que recogerme aquí a las siete.
—Estarás de vuelta aquí a las siete, créeme.
Al vernos, las señoras que habían salido a tomar al fresco dejaron de abanicarse y se irguieron en sus sillas. Alguna se volvió por la rendija de las puertas entreabiertas y llamó para avisar al hijo o a la hija. Era la primera vez que veían a Gema custodiada por alguien que no fuera su padre, pero me importaba un bledo lo que dijeran. La paseé orgullosamente entre aquella guardia de cotillas, como si condujera el carro de una princesa en medio de la plebe. Un rastro de murmullos cerraba nuestra marcha. Unas calles más allá, nos cruzamos con el Chapas, al que no había visto desde la pelea de la feria, y no tuve el valor de decirle nada. Todavía tenía la cara contusionada por los golpes, el protector dental torcido y un ojo hinchado. Cuando pasaba a mi lado, hizo un gesto de burla y se estiró el labio para enseñarme el hueco donde le había saltado un diente. Gema volvió la cabeza para mirarme, entre asustada y confundida, y yo le guiñé un ojo.
—¿Es amigo tuyo?
—Sí.
—¿Qué le pasó?
—Le pillaron mirando a Bruma.
Me detuve frente a la tienda de Gascón, junto a la pila de baldosas que escoltaba la obra. Ya no quedaba nadie. Los chavales habían apartado las vallas amarillas y no se habían molestado en volver a colocarlas. Unos goterones grises salpicaban el asfalto, testimoniando el paso de la manada. Había casi una docena de marcas sobre el cemento fresco. Estampados allí, reconocí de inmediato los zapatos de Pedrín, las zapatillas de deporte del Chapas y las botas de pies planos de Vázquez: las demás pisadas podían ser de cualquiera. Me volví hacia Gema y le dije que se descalzara.
—¿Por qué?
—Ahora lo verás.
Aparté la manta que cubría su regazo, le quité los zapatos ortopédicos y la alcé en vilo. Soltó un pequeño chillido ahogado, algo a medio camino entre el placer y la alarma, cuando se vio planeando sobre aquella corteza gris que parecía un parche de la luna pegoteado en una juerga de astronautas. Mientras se aferraba a mi cuello, sus piernas esqueléticas colgaban de mis brazos como trapos mojados, raídos esquejes sin voluntad ni tuerza. La fui bajando suavemente hasta que sus pies desangelados tocaron el cemento, balanceándose de un lado a otro sin apenas rozarlo. Así que volví a sentarla en la silla, cogí sus pies marchitos y los posé uno tras otro en aquel fango espeso, presionando para dejar las huellas de sus plantas y sus pequeños dedos muertos sobre la superficie.
Gema miraba las marcas trazadas en aquella argamasa esponjosa como si no pudiera creer que fueran suyas. Se apoyó en los brazos de la silla de ruedas para asomarse al borde de ese mar petrificado donde acababa de dar dos pasos.
—Se quedarán ahí para siempre —dije—. Cuando puedas caminar, volverás aquí para verlo.
—Cuando pueda caminar —repitió, con un nudo en la garganta—. Gracias, Roberto.
Estampé mi marca al lado de la suya: una vulgar suela de zapato junto a una zancada de ángel. Una sonrisa le cruzaba la cara, enmarcada por dos lágrimas tibias. Las limpió con el dorso de la mano y la sonrisa resplandeció por sí sola. Pensé que a su padre no le haría mucha gracia que se la devolviera con restos de cemento en los pies, así que empujé la silla de ruedas hasta el parque de San Blas en busca de una fuente donde limpiarla. De camino, Gema iba canturreando una de esas canciones infantiles que a veces derramaba desde la terraza. Quisiera ser tan alta como la luna. Ay, ay. Como la luna. Como la luna. El chorro de agua helada caía sobre sus pies acomodándose a la cadencia de los versos. Estaba tan fría que los dedos se me empezaron a dormir, pero ella no se quejó, no sentía nada bajo la caricatura de esos pies mal dibujados entre cuyos dedos iba arrancando sucias esquirlas grises.
La dejé en el mismo lugar donde la había encontrado, en el patio, a la sombra, la manta en el regazo, los torpes zapatones cobijando su esbozo de sirena. Fue la última vez que la vi. Unos días después apareció flotando boca abajo en la piscina del polideportivo. Una espátula con cemento afirmó los ladrillos del nicho, como si el enterrador lo hubiera recogido días atrás del mismo fango primordial donde yo había falsificado sus primeros pasos. Dentro, en la oscuridad del ataúd, yacía la envoltura mortal de Gema, su pobre y lisiado cuerpo, aquel experimento anfibio que había resultado fallido.
Mientras su padre lloraba y su madre se escudaba tras sus gafas negras, el cura de turno soltó un rollo chino sobre la resurrección y la vida eterna. Yo tenía grabada una frase en la cabeza, una de las promesas del catecismo. Al terminar el oficio, mientras mis padres hacían cola para dar el pésame, alcancé al cura y le tiré de los faldones para que me explicara algo, sólo para que me espantara aquel moscardón teológico que no dejaba de picotearme los sesos. ¿Resucitaría Gema? ¿En cuerpo y alma? Por supuesto que sí, muchacho. Ella estaría con todos nosotros cantando en el Día del Juicio. ¿Resucitaría con su cuerpo, padre? ¿Con su mismo cuerpo? Eso es lo que decía el catecismo, no me venga ahora con monsergas. ¿Ni siquiera en el cielo iban a darle unas piernas de verdad a Gema?
Me levanté del banco sin haberme quitado el gusto a hiel de la boca. El templo de Debod tendría tres mil años o más, pero parecía más falso que un decorado de ópera. Los antiguos egipcios utilizaban piedra, nosotros cemento: por lo demás las cosas no habían cambiado mucho. Gema estaba tan muerta como un faraón de la quinta dinastía y aún no entendía por qué me empeñaba en abrir su sarcófago. El pobre cura al que interrogué por el almacén de miembros de repuesto en el paraíso se me quedó mirando un instante con cara de palo antes de seguir su camino. Por un momento pensé que iba a echarme una bendición, como si se acabara de tropezar con un vampiro de pantalones cortos.
Cuando llegué a casa, mi madre me dijo que había llamado Lola. Me lo dijo sin ninguna entonación especial, pero sin poder ocultar ese remoquete de disgusto que saltaba en su boca cuando, de niño, me llamaban al timbre las malas compañías.
—¿Quería algo?
—No sé lo que quería. Sólo ha preguntado por ti. Y me ha despertado además.
Estaba sentada frente a la tele, las piernas en alto, los pies reposando sobre un almohadón en una silla, viendo uno de esos consultorios públicos donde la gente le cuenta sus dolencias a un supuesto médico para encontrar formas originales de seguir enfermos. No tenía ganas de discutir, de modo que me duché, me cambié de ropa y fui a buscar a Lola.
La encontré en casa, llorando. No quiso abrirme así que al principio no pude sacar mucho en claro de los gimoteos que me llegaban a través de la puerta. No lo hice hasta que no la amenacé con montar una escena en el descansillo para que disfrutaran los vecinos. Entonces corrió el cerrojo, me dejó pasar y se ocultó detrás de la hoja. Tuve que apartarle las manos de la cara para comprender al fin la razón de su llanto.
—¡Dios!
—Roberto, no —sollozó—. Por favor.
Bajo el manojo de dedos hervía un rosario de hematomas. La mandíbula desencajada le daba un aspecto de pintura abstracta, como si la hubiese dibujado Picasso. El labio superior estaba rajado y parecía que fuese a saltar de la boca. Lo que más me preocupaba era el ojo izquierdo: un burujón púrpura le hinchaba el párpado y un anillo de sangre bordeaba la pupila.
—¿Te has puesto hielo?
Respondió algo que no entendí, unas palabras envueltas en sangre y mocos. La acompañé hasta el lavabo, descorrí las cortinas de la ducha y le puse la cabeza bajo el chorro del agua fría. Un diente ensangrentado se desprendió y rodó por la loza hasta quedar atrapado en el sumidero. Luego la senté en la taza del retrete y le fui limpiando las heridas con lo que tenía a mano en el botiquín. Se quedó inmóvil, sin quejarse, como si estuviera trabajando en una mascarilla de maquillaje. Después de empapar varios algodones, le dije que no se moviese y fui a la cocina en busca de hielo. Cuando regresé con una cubitera, vi con alivio que me había hecho caso: seguía sentada muy quieta, como una niña a la que han castigado. Prefería que no se mirase aún en el espejo porque la cara que le habían dejado, limpia de sangre, era peor que antes. Era una cara como para asustar a cualquiera. A lo largo de mi carrera había visto muchas palizas, pero no muchas con las que pudiera comparar. Quizá una vez, en las fotos de un informe forense, y otra, en unos vestuarios de México D. F., en un espejo que reflejaba el obituario de mi carrera de boxeador. Debajo de la bolsa de hielo que se sujetaba contra el ojo, el rostro de Lola era una obscenidad.
—No hay mucho más que yo pueda hacer, Lola. Tendremos que ir a ver a un médico.
—No quiero ver a nadie.
Asentí con la cabeza. No quería que nadie la viera, incluido yo. Una cólera sorda empezó a desfilar por mi cabeza, un coágulo espeso que me atoraba la garganta. No fuego, sino hielo: un aguardiente gélido que me empapó de arriba abajo cuando la levanté para ayudarla a llegar hasta el salón. Me pidió que apagara las luces, todas las luces. La oí sollozar en la penumbra mientras yo rebuscaba entre los armarios de la casa, abriendo y cerrando puertas hasta que encontré una botella de coñac. Llené una copa hasta el borde y se la di. Los viejos demonios treparon por mi sangre antes de encontrar su boca. Frunció el labio magullado antes de que el alivio del alcohol le diese fuerzas para hablar.
—Vete, por favor.
—Ha sido Romero, ¿no?
—No quiero hablar de eso, Roberto. No quiero hacer nada. Sólo déjame en paz.
Bebí un trago, a gollete, sin pensarlo. El primer sorbo de coñac desatascó la bola de odio que tenía atrancada en el cuello. Ahora la sentía en el estómago, caliente, erizada de pequeños colmillos. El segundo sorbo me afinó los sentidos y pude ver el vestido blanco de Lola resplandeciendo en la penumbra, estampado de manchas de sangre seca que lo convertían en la parodia de un traje de lunares. Había una lámpara de pie caída sobre el sofá, unos cristales rotos esparcidos por el suelo, una mancha de líquido en una de las paredes de la habitación. Puse en pie la lámpara, pasé una servilleta por la mancha, recogí los cristales uno a uno, dejando las astillas de vidrio sobre el cenicero de la mesa con una tranquilidad que daba miedo.
—Lola —me agaché junto a ella—. Voy a llevarte a un hospital. ¿Dónde está Tania?
—En casa de mi hermana.
Telefoneé para llamar a un taxi. Fui al dormitorio y busqué en el armario una chaqueta y algo de ropa limpia. Cuando le pasé la chaqueta por los hombros, antes de que la ayudara a levantarse, Lola se encogió, rechazándome instintivamente. Podía sentir el asco floreciendo en cada uno de los poros de su piel.
El taxi nos llevó hasta el ambulatorio de San Blas en apenas cinco minutos. De vez en cuando, al conductor se le escapaban los ojos por el retrovisor para echar un vistazo a Lola. No podía reprochárselo: bajo la cascada de pelo negro corrida como una cortina, su cara era de las que no se olvidan. Aparcó frente a la entrada de urgencias y le dije que esperase. Acompañé a Lola hasta la entrada de una de las consultas, donde me la arrebató de las manos una enfermera cincuentona. La llamé cuando ya se iba pasillo adelante.
—Lola —se detuvo un momento, sin volverse—. ¿Dónde puedo encontrar a Romero?
Negó con la cabeza y luego se apoyó en el hombro de la enfermera. La mujer me miró de arriba abajo como si clasificara un bote relleno de excrementos. Sólo entonces me di cuenta de que todavía llevaba la botella de coñac en la mano izquierda.
Regresé al taxi y le pregunté al conductor si conocía a un compañero suyo, un tipo bajito con un lunar en la cara.
—¿Un lunar grande lleno de pelos?
—Como una sartén donde se estuviera friendo un kiwi.
—El Lenteja —dijo riéndose—. Lo ha sacado usted clavadito.
—Veo que los buenos motes perduran. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—A estas horas estará comiendo en el bar del Manolo. Suele parar por allí. Si no está en medio de algún chanchullo, claro.
Di otro trago a la botella y le dije que arrancara. El tipo tenía ganas de seguir la conversación y me preguntó si conocía al Lenteja y de qué lo conocía, pero yo estaba muy ocupado con el coñac como para hacerle caso. A fuerza de tragos, había logrado disolver la bola de pinchos que tenía en el estómago y ahora sentía las espinas circulando por mis pies y mis brazos como si me estuviera transformado en cactus.
El Manolo estaba cerca de Las Musas, en la esquina de una de esas avenidas impersonales y flamantes, todo farolas y ladrillos rojos, que parecen recién bautizadas y donde hasta un chicle en la acera resulta un sacrilegio. Le pagué al taxista veinte euros por la carrera, más del doble de lo que indicaba el taxímetro. Cuando me iba a devolver el cambio, lo rechacé con una sonrisa.
—Por su grata conversación —dije.
Entré al Manolo y busqué al Lenteja entre los comensales. Había unos cuantos albañiles almorzando, sentados en sus mesas, y los saludé alegremente con mi botella de coñac. Detrás de ellos estaba el Lenteja, enfrascado en un plato de macarrones. Me pareció raro: tenía que haber estado comiendo lentejas, para hacer juego con su cara.
—Te invito —le dije, tirando otros veinte euros al lado del plato—. Ahora vámonos.
El Lenteja cogió el billete, me miró y lo dejó otra vez sobre el mantel de papel blanco. Habló con la boca llena. Nunca he soportado la mala educación en la mesa.
—Estoy comiendo, ¿vale?
—Ya has terminado de comer. No te lo voy a repetir.
—Vete a tomar por culo.
No terminó la frase. Le estampé la jeta contra los macarrones y luego se la fregué de arriba abajo para que no dejara ni uno en el plato, como los chicos buenos. Cuando la alcé para que me escuchara, tenía salsa de tomate por toda la cara y macarrones adornando la nariz y las cejas. Le agarré de una oreja que, en aquel momento, podía haber ganado un concurso de gastronomía.
—¿Qué? ¿Nos vamos o sigues con la mesa?
El Lenteja, se levantó como pudo mientras yo lo llevaba de la oreja como a un colegial díscolo. El congreso de albañiles se había quedado petrificado en su asiento, pero yo les aseguré que, aunque no lo pareciera, Guti y yo éramos amigos. Amigos del colegio, nada menos. Cuando ya estábamos en la calle, el Lenteja forcejeó para intentar soltarse.
—Suelta, cabrón, me vas a arrancar la oreja.
—Es una idea, mira.
Había visto hacerlo a un cura en el colegio, zarandear a un crío y levantarlo en vilo hasta que se quedó con el apéndice en la mano como un torero en una tarde de gloria. Nunca se es demasiado viejo para aprender. Pero no era tan sencillo: Guti pesaba lo suyo. Tiré con fuerza y sólo conseguí desprenderle el lóbulo. El Lenteja aulló mientras unas gotas de sangre salpicaban la acera impoluta.
—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Mariconazo!
—Tranquilo, que ahora te pongo pegamento.
Mientras se sujetaba la oreja con una mano, echó la otra al bolsillo trasero del pantalón, para intentar sacar la navaja. Pero no fue lo bastante rápido, ni siquiera para abrir la hoja. Le atrapé el brazo y se lo retorcí a la espalda. Me sentía lleno de pinchos por todos lados, invencible, invulnerable, como si levara puesta una puta armadura japonesa. Cuando el arma cayó al suelo, arrojé al Lenteja de boca contra la pared. Luego la recogí y accioné el seguro: mi brazo se extendió en otro pincho más, diez centímetros de acero. Hacía algún tiempo que no manejaba una navaja. La sentí temblar en mi mano izquierda mientras en la derecha sopesaba la botella. Apenas quedaba un culo de coñac, pero me daba lástima desperdiciarlo sobre su coronilla.
—¿Qué te he hecho, Roberto? ¿Qué te he hecho?
—Escucha bien, garrapata. Sólo voy a hacerte una pregunta cada vez. Por cada respuesta que no me guste, tú eliges: botella o navaja.
—Coño, tío…
—Le contaste a Romero que me habías visto saliendo de casa de Lola. ¿Sí o no?
El Lenteja reculó contra la pared. La sangre de la oreja se escurría entre sus dedos pero también podía ser salsa de tomate. Cuando respondió parecía que aún estuviera masticando macarrones.
—Sí. Se lo dije.
—¿Dónde puedo encontrar a Romero?
—¿Romero? No sé.
—Mala contestación.
Fui a pegarle un botellazo en la cabeza pero el Lenteja levantó el brazo y lo paró con el codo. Me sorprendió ver lo bien que envasan los botelleros el coñac: el cristal rebotó contra el hueso y casi se soltó de mi mano pero no se rompió. La sensación fue la misma que al fallar un raquetazo de tenis, cuando la bola golpea contra la madera. O eso o yo estaba perdiendo facultades.
El Lenteja cayó de rodillas, gritando de dolor. A lo mejor le había roto el codo, pero eso me importaba un bledo. Total, todavía le quedaba otra mano.
—Me cago en tus muertos —farfulló.
—Sí, vale. Ponte a la cola. Te lo voy a preguntar de otra forma y será mejor que prestes atención, porque ahora toca navaja. ¿Me vas a ayudar a encontrar a Romero?
Acuclillado en el suelo, tragando aire a bocanadas, el Lenteja afirmó con la cabeza. Se puso en pie trabajosamente, frotándose el codo donde seguramente empezaba a crecerle otro codo por generación espontánea. Unos cuantos curiosos se habían agolpado para presenciar el espectáculo, entre ellos, un par de camareros y unos cuantos albañiles, todavía masticando el primer plato y con la servilleta colgada del pecho. Antes de que empezaran a aplaudir, cogí al Lenteja del brazo sano y nos alejamos de allí para buscar su coche. Lo tenía aparcado en batería, apenas a una docena de metros de la esquina. Al llegar junto al taxi, rebuscó con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón hasta dar con las llaves. El brazo derecho lo mantenía en alto, en avanzado estado de gestación. Las gotas de sudor jugaban al petaco con su cara, sorteando las manchas de tomate y la verruga peluda que era como una bola extra. Las llaves se le escaparon y cayeron al suelo, entre el bordillo y la rueda.
—No puedo conducir —gimió.
—Guti, no me seas maricón.
Recogí las llaves, abrí la portezuela y lo empujé al asiento del conductor. Soltó una maldición cuando su brazo preñado rozó el volante. La idea se me ocurrió de pronto, mientras me sentaba en el asiento de atrás y le pasaba las llaves del coche.
—Una pregunta más, y recuerda que toca navaja —le apoyé el filo junto a la oreja rasgada, que aún goteaba sangre—. ¿Llevabas tú a mi tía a jugar al bingo los fines de semana?
—Sí, algunas veces.
—¿Te llamaba ella?
El Lenteja tragó saliva, mientras el miedo le electrificaba la yugular. La de cosas que pueden aprenderse mirando atentamente un cogote.
—No hacía falta. Yo sabía más o menos a qué hora tenía que aparecer.
—¿Te lo decía la viuda de Sampere, verdad?
Cabeceó un par de veces. En el lóbulo, un hilo de sangre se estiraba imitando sutilmente a un pendiente.
—Muy bien, Guti. Una última pregunta, facilita. ¿Te dio propina alguna vez?
—¿Tu tía? En la puta vida.
Le palmeé el hombro y le dije que arrancase el coche. Giró la llave de mala manera, con el brazo encasquillado, pegado al cuerpo, encogiéndose para meter las marchas al estilo de una cucaracha pisoteada a medias. Gracias a mi experiencia en apartamentos de alquiler, conocía bastante bien a las cucarachas y sabía que no puedes fiarte ni un pelo de ellas. Una cucaracha a la que has dejado medio muerta en el baño puede aparecer a la mañana siguiente en la cocina, zampándose el desayuno, haciéndose una transfusión de café con una simple mancha que haya tirada en el suelo. Pero también son bichos inquietos y curiosos, que se aventuran por todos los rincones. Por eso, aun forcejeando con su pata estropeada, el Lenteja localizó los peores garitos de la zona. Creía que hacía años que la cárcel, la sobredosis y la selección natural habían limpiado el barrio de tugurios, pero aún quedaban algunos donde podían rastrearse polvos blancos, como una escuela sucia con restos de tiza en la pizarra.
Estaban entre las rendijas de las calles: un bar cutre; una bodega lóbrega; un portal en un edificio medio abandonado, con pintadas en las paredes; unas escaleras que descendían hasta la oscuridad de un pasadizo que parecía la entrada al infierno, donde un par de chavales fumaban sentados en los peldaños. Era demasiado temprano, algunos locales no habían empezado a funcionar y en los otros no había ni rastro de Romero. Pegué otro lingotazo al coñac y le dije al Lenteja que ampliara el radio de búsqueda. En una rotonda cerca de Canillejas, un gordo peludo, ataviado únicamente con chaleco y pantalones de cuero, se acercó al taxi y me preguntó si buscaba farlopa. En su cabezota afeitada sólo asomaba el sol pero peinaba un bigote como el manillar de una moto.
—¿Conoces a Romero?
—¿El gitano?
—Sí.
—Depende —dijo, y posó en la ventanilla un antebrazo del tamaño de un jamón. Los tatuajes testificaban que había pasado todos los controles sanitarios—. ¿Buscas a un tío guapo? ¿No te basta conmigo?
—No te gustaría —dije, enseñándole la botella de coñac—. Le busco para meterle esto por el culo.
—No estés tan seguro —dijo, rascándose el bigote—. Ni de una cosa ni de la otra. No te ofendas, pero me he tragado pollas mayores y tampoco me pareces lo bastante hombre como para encular a Romero.
—¿Tú crees?
—Sé lo que digo. Estuve con él en el trullo.
—Qué bonito. ¿Todavía lo echas de menos?
El gordo suspiró y se apartó el chaleco de cuero para mostrarme, en medio de la selva negra que le alfombraba la tripa, una cicatriz de medio metro, rosada y llena de arrugas, que cruzaba desde el ombligo hasta los riñones. Parecía un mapa de la selva amazónica con el navajazo de una autopista inconclusa.
—Esas cosas no se olvidan —comenté.
—Te aseguro que no. Me pasé unos cuantos meses en el hospital de Alcalá-Meco. Cuando me dieron el alta, él ya había salido a la calle. Todavía ando buscando a ese mal nacido.
—No te preocupes. Le daré recuerdos tuyos si lo veo.
—Un consejo, tío —dijo, antes de que el Lenteja arrancara, esgrimiendo un dedo gordo como un pepino—. No le des nunca la espalda a Romero. Ni siquiera para ir a coger la vaselina.
El Lenteja arrancó y tiró calle Alcalá hacia adelante, rumbo a la Cruz de los Caídos. De la Cruz no quedaban ni los cimientos: la habían extirpado para borrar malos recuerdos, pero el nombre persistía en la memoria del barrio y en la guía mental de los taxistas. Me preguntaba durante cuántas generaciones más seguiríamos usando aquella denominación sacada de una guerra civil que, por suerte, no conocimos. El Lenteja se detuvo delante de un semáforo. Me clavó los ojos por el retrovisor: hacía tiempo que se había limpiado el tomate de la jeta y ensayaba lo que quería que fuese una mirada irónica. Pero en su cara lo más interesante seguía siendo aquella excrecencia velluda.
—¿Qué pasa? ¿Lo conocías?
—Julito el Oso —dijo, golpeando el volante—. Se encaprichó de Romero y le hizo una visita en las duchas, junto a unos amigos.
—No iba a encapricharse contigo, hombre.
—Adivina quién le pasó el pincho —dijo, soltando una risita—. Romero estuvo una semana afilándolo contra los ladrillos.
—¿Intentas asustarme? Anda, tira.
Gastamos lo que quedaba de tarde recalando en varios tugurios desde Ciudad Lineal hasta Las Ventas. Yo acariciaba el culo de coñac entre mis manos, como si fuese pólvora embotellada, mientras sentía los demonios rascando en mi barriga, pidiendo más alcohol y más sangre. Nadie parecía conocer a Romero. ¿Romero? No, señor, no me suena. ¿Quiere unas pastillas? A cada nuevo fracaso, el Lenteja parecía más y más desalentado, temiendo que le cayera encima una nueva remesa de hostias. Cuando salí de la enésima taberna hedionda y lo vi apalancado en el coche ronroneando una expresión de confidente inútil, casi me dio lástima. De repente recordé aquella tontería de que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen y me pareció que iba siendo hora de cambiar de tercio. Entré en el taxi, le devolví las llaves al Lenteja y le dije que me llevara a casa de Lola.
—¿Lola?
—Sabes dónde es, estabas la otra noche haciendo guardia. No me obligues a recordártelo a pescozones.
Un tiovivo de calles desfiló a través de la ventanilla. Llevaba horas buscándolo, necesitaba dar con él antes de que al cactus que llevaba dentro se le secaran las espinas. Me bebí de un trago lo que quedaba de coñac para regarlo antes de la definitiva sequía. Hice bien: cuando el Lenteja giró en el callejón allí estaba, caminando de un lado a otro de la acera y agitando su melena de oro viejo como un león enjaulado examinando los límites de su reino. Gritaba, con los brazos en alto, hacia la lluvia de ropa —camisas, pantalones, zapatos— que caía desde una de las terrazas del tercer piso. Algunos vecinos estaban asomados a las ventanas, viendo el espectáculo, y Romero les amenazaba con el puño, alternando maldiciones con súplicas de perdón a Lola. Parecía borracho o dolido, tal vez las dos cosas, pero no tanto que no tuviera cuidado de ir esquivando los montones de ropa tirados por la acera con sus botas camperas, no fuese a tropezar y a perder el control de la escena.
Eso es lo que parecía, el muy hijo de puta: un actor, un actor malo procurando no tropezar con los muebles al tiempo que recitaba su monólogo, un soliloquio de baratillo que mezclaba todos los trillados lugares comunes de la culpa y el arrepentimiento. Perdóname, no puedo vivir sin ti, es que me tienes loco. Estaba tan metido en el papel que ni siquiera me vio hasta que ya me tenía encima: la botella agazapada en una mano, la navaja abierta en la otra.
—¿Qué coño haces aquí, payo?
No tenía muchas ganas de hablar: el coñac lo hizo por mí cuando se estrelló contra su cara, como si todos los genios y demonios almacenados en el interior de la botella sólo estuvieran esperando salir para abalanzarse contra él con uñas y dientes. Se tambaleó, aturdido por el impacto, y retrocedió unos pasos mientras los vidrios rotos empezaban a hacer su trabajo. La sangre brotó de unos cuantos cortes sembrados por las mejillas, la nariz y la frente, y Romero parpadeó con sus canicas azules para quitarse aquel velo rojo de los ojos. Tal vez también pensaba hacerme un llavero con sus cojones porque, sin pensarlo, lancé una puñalada larga que le buscaba la entrepierna, pero aún tuvo instinto suficiente para girar el cuerpo y recibir el navajazo en la cadera. La hoja se clavó a fondo, golpeó contra algún hueso y se rompió con un chasquido. Romero gritó y se derrumbó como una marioneta a la que cortan de golpe las cuerdas, apoyándose en el capó de un coche para intentar frenar la caída. Aproveché que lo tenía al alcance de mis puños para hacerle una demostración de lo fácil que era golpear a alguien indefenso. Le machaqué la cara una y otra vez, soltando toda la rabia y el alcohol en cada puñetazo, hasta que me dolieron los nudillos, hasta que sentí que el jaleo que coreaba nuestra pelea desde las ventanas daba paso a un silencio turbio, un espejismo donde sólo se oía el sonido de mis puños rompiéndose contra su cara como la cuchilla del carnicero contra la tabla de picar carne.
—¡Déjalo, déjalo! ¡Lo vas a matar!
Sentí una mano que me agarraba del pelo y tiraba hacia atrás de mi cabeza, pero sólo solté a Romero cuando descubrí a Lola a mi espalda, con un mechón de mis cabellos entre sus dedos. Un vendaje le cubría el ojo izquierdo, un armazón de hierro le apuntalaba el cuello y unos ganchos de metal le punteaban los dientes obligándola a hablar de mala manera, tropezando con todas las letras. Una mujer gorda, con gafas, la sujetó de los brazos e intentó calmarla. Debía de ser su hermana. No entendía cómo habían podido darle el alta tan pronto. Mientras Romero, libre de mis puños, se escurría hacia la inconsciencia, Lola siguió escupiendo palabras desde aquel mecano que le habían incrustado en la boca.
—¡Animal! ¡Eres un animal! ¡Mira lo que has hecho!
Me hice a un lado, herido de estupor, sin comprender siquiera cómo podía agacharse junto a aquel hijo de puta y alzarle la cabeza de la acera, lloriqueando. Yo se la hubiera pisoteado: de hecho, es lo que iba a hacer cuando ella bajó a interrumpir antes de que igualara el combate a los puntos. A los puntos de sutura, claro. Le limpió la sangre con el borde del vestido y al menos, cuando surgió la cara entre la conmoción de facciones trituradas, supe que Romero no volvería a ser guapo.
Entre murmullos, los vecinos se fueron acercando. La hermana de Lola se agachó para consolarla y en la mirada que me lanzó de refilón vi reflejado el asco. En los ojos de los vecinos había también miedo y rabia, pero fue el gesto de dolor de Lola, su forma de abrazar al gitano lo que me dio la certeza de que no tenía nada que hacer allí.
Di media vuelta y me largué. Tenía sed, una sed horrible.