Mi madre se quedó mirando la fotografía como si la viera por primera vez, como si no acabara de reconocer a aquel hombre delgado y con cara de pocos amigos con el que había compartido su vida. Mi padre nos miraba desde el más allá, antes de las borracheras y la cirrosis, envuelto en el aura indestructible del blanco y negro, estirando mucho el cuello, incapaz de forzar una sonrisa fuera del marco estricto del retrato. Quizá le apretaba el último botón de la camisa o quizá el nudo de la corbata, un apéndice de tela que no se ponía casi nunca, más que en bodas o en funerales, y que le estorbaba más que favorecerlo. A mí me pasa igual, la corbata me sienta como una soga, y siempre salgo en las fotos rígido y circunspecto, como si acabaran de tomarme las huellas en la comisaría.
—Está muy joven —dije.
—Fue poco antes de casarnos, cuando todavía no se había peleado con tu tía.
Mi madre colocó el retrato en una estantería, apoyado en un plato de cerámica, y luego observó la pequeña caja fuerte portátil plantada encima de la mesa. Alargó los dedos hacia ella, pero no se atrevió a tocarla.
—Deberías devolverla, hijo.
—¿A quién?
—A su dueña.
—Está muerta, mamá. Ahora te pertenece. Todo lo que hay en esa puta casa te pertenece, incluyendo las putas deudas.
—No digas tacos.
Le expliqué otra vez lo que me había contado Richi, que éramos los únicos herederos, que la tía Angustias se había arruinado jugando al bingo y que sólo teníamos una hipoteca en ciernes. Aquella caja de hierro era lo único que había podido sacar en limpio aparte de zapatos pasados de moda y medicamentos caducados. Fui a la cocina y saqué la caja de herramientas que papá guardaba debajo del fregadero. Hacía mucho tiempo que no la tocaba, desde la última vez que me tocó apretar un grifo. La abrí, trasteé entre clavos y tornillos, y saqué un martillo y un destornillador. Regresé al comedor, puse la caja fuerte en el suelo, coloqué la punta del destornillador en la ranura y me dispuse a pegarle con todas mis fuerzas.
—No lo hagas —dijo mi madre.
—Dame una buena razón —dije, con el brazo en alto.
—No seas borrico, hijo. Si le das un martillazo a la caja, lo más probable es que hagas polvo lo que haya dentro.
—¿Crees que puede haber algo de valor?
Mi madre asintió con la cabeza. Me contó que unos años atrás había ido a llevarle algo de comida a mi tía y ella, para variar, la recibió muy amable, con extraños y ampulosos gestos de cortesía, y largas parrafadas que se transformaban en trabalenguas. Mi madre vio una botella de anís del Mono vacía sobre la mesa del salón y se imaginó que mi tía no estaba ensayando música folklórica. Estaba borracha perdida y en medio de su cogorza se había vestido como si esperase a algún flamante novio del pasado. Llevaba unos pendientes rojos que brillaban en medio de la penumbra y le colgaban hasta los hombros, y un vestido de fiesta largo y negro, adornado de lentejuelas que guiñaban a la luz como si fuesen párpados.
—¿Un vestido de fiesta? —pregunté, incrédulo—. ¿Largo y negro?
—Se le pegaba a los michelines como una tripa a una morcilla. Y no veas qué tajada había cogido, la pobre. Creí que me iba a vomitar encima de un momento a otro. Pero no, aguantó en pie, mientras esperaba que regresara aquel novio perdido. «Eso sí que era un hombre y no tu cuñado», dijo. Y de vez en cuando se tocaba aquellos pendientes que parecían lágrimas de sangre chorreando de sus orejas. Rubíes, dijo que eran.
—¿Crees que están ahí dentro?
—No lo sé —suspiró—. Pero también me dijo que eran el único recuerdo que guardaba de él, un regalo carísimo que le había hecho un pretendiente indiano poco después de regresar de Cuba.
Mi tía no sabía mucho de joyería y mi madre menos, pero la historia de los rubíes, aderezada con anís del Mono, tenía tela. No era difícil imaginar la ambientación. Sentada en una mecedora, pintarrajeada como uno de sus payasos, mientras el maquillaje se escurría entre los lagrimones, mi tía fue mezclando los retales de aquel novio perdido con flecos y conjeturas extraídos de novelones rosas y culebrones de la tele. Según ella, las piedras habían sido extraídas de una mina de Brasil y talladas por un artesano octogenario que había muerto asesinado nada más concluir su obra maestra. Aquella pareja de pendientes, salpicados de sangre humana, fueron arrebatados de mano en mano durante más de un siglo hasta desembocar en un tugurio de La Habana, donde alguien las depositó sobre una mesa para cubrir una apuesta. Un joven triunfador las ganó limpiamente con un trío de damas y, cuando regresó a España, se las dio a mi tía como regalo de pedida. El joven murió poco después, en la calle del Nuncio, de un navajazo en mitad de una reyerta que nunca se aclaró del todo, certificando que la maldición de los rubíes sangrientos había saltado el Atlántico.
—¿Era anís del Mono, decías?
—Sí, ríete —dijo mi madre—, pero ahí tienes a tu tía, de cuerpo presente, en el tanatorio de la M-30.
Por suerte, como muchas otras ancianas de su generación, mi tía se había ido pagando puntualmente el entierro durante toda su vida. Era uno de los pocos gastos del que prefirió no prescindir, más por superstición que por otra cosa, aunque me imagino la tabarra que le daría al pobre cobrador que tuviera que ir todos los meses a su casa. En cualquier caso, todas las deudas del entierro —las flores, el papeleo, la caja— estaban pagados: invitaba la compañía de seguros.
O al menos, eso dijeron por teléfono. Cuando llegamos al tanatorio, mi tía Angustias nos esperaba tras el cristal, hundida en su ataúd, en una penumbra medieval, y no le faltaba más que una estaca en el pecho. Había que convenir que muerta tenía mucho mejor aspecto que viva: el colorete y el polvo de arroz no parecían parte del atrezo de un circo. Reconocí que, para darle apariencia humana, los maquilladores de la funeraria se lo habían currado de lo lindo, pero no le pasé ni una al encargado de la compañía cuando pretendió cobrarme un suplemento por el ataúd.
—Verá, señor, su tía no cabía en ninguno de los modelos normales.
—No me extraña. Lo raro es que no hayan tenido que meterla en una lancha de desembarco.
Era un tipo joven, rubio, bien peinado y bien trajeado. Me cogió suavemente por el codo y me sacó al patio, donde mi madre no pudiera oírnos.
—Pero su tía pagaba una tarifa normal, ¿me comprende? Esa tarifa no incluye ningún extra.
—Y a mí qué me cuenta.
—Que alguien tiene que pagar la diferencia, señor.
—Yo no les pedí que la metieran en ese cajón. Por mí como si la entierran en una huevera.
—¿Y su madre? —dijo el joven con una inesperada sonrisa, señalando al interior del salón, donde mi madre se había sentado en uno de aquellos correosos sofás hechos a los culos compungidos—. ¿Qué opinará de esto, señor?
—Deje a mi madre en paz o necesitará otra huevera para sus dientes.
Lo único que mi madre opinaba es que había que tirar la caja fuerte, sin abrirla, en una alcantarilla. Estaba dispuesta a creer que la pequeña caja fuerte que había encontrado dentro de una lata de Cola-Cao guardaba aquellos pendientes de rubíes con que la había recibido una vez en su casa, que los rubíes eran auténticos y valían una millonada y que además transportaban con ellos una maldición de sangre. Mi tía había sido la última víctima de la cadena.
—No voy a tirar la caja, mamá. Te pongas como te pongas. Los rubíes no tienen nada que ver con que a la tía Angustias intentaran asarla.
—Seguro que están ahí dentro —insistió.
En cualquier caso, necesitábamos la llave. Vi al empleado de la funeraria que charlaba con los deudos de otro entierro, al otro lado del patio, y se me ocurrió de golpe.
—¿No te han dado los de la funeraria una bolsa con los efectos personales de la tía? —Mi madre asintió con la cabeza—. ¿Te fijaste si entre ellos hay una pulsera?
—Me parece que no.
Me entregó una especie de estuche aséptico cerrado con una cremallera, un bolso de aseo para el último viaje. Lo abrí y manoseé entre pañuelos de papel, medias usadas, bragas… Los últimos objetos que custodiaban a mi tía en el momento de morir. Me extrañó no descubrir un consolador. Tampoco había ninguna pulsera.
—No importa —dije, cerrando la cremallera y devolviéndole el estuche—. Creo que sé dónde está la llave.
Mi madre fue a decir algo pero en ese momento llegaron un par de vecinas cogidas del brazo, vestidas de oscuro y exhibiendo una tristeza profesional. Se agarraron de su brazo, moquearon, suspiraron al unísono, y lograron incluso arrancarle un par de lágrimas. Una de ellas me miró, esgrimiendo un pañuelo bajo los párpados hinchados, cuchicheó algo al oído de la otra, y vino hacia mí.
—Ay, hijo, qué desgracia. Ya te has quedado sin tu tía.
—Gracias a Dios.
—¿Cómo dices? —preguntó en un tono a mitad de camino entre la incredulidad y la sordera crónica.
—Que gracias a Dios que se murió durmiendo.
—Ay —repitió con dramatismo—. Ojalá Dios nos llevara así a todos.
«Amén» murmuré. Dejé a mi madre en compañía de aquel par de cuervos y salí de nuevo al patio de la funeraria. Después de todo, no siempre vale más estar sólo que mal acompañado. Pronto aquellas dos plañideras empezarían a alabar las virtudes de la difunta y no encontrarían ninguna. Un velatorio español es como la matanza del cerdo: se aprovecha todo, desde las anécdotas más miserables hasta el número de calzado del muerto. Hace falta rellenar las horas de duelo y la careta de la tragedia no da para tanto. Al cabo de unas horas, el primer gracioso esboza un chiste, un segundo le ríe la gracia, un tercero aplaude, alguien trae una botella. Tarde o temprano todos caen en la cuenta de que la muerte no es más que un chiste malo que pone fin a una mala película cómica.
Giré la cabeza y vi una silueta familiar abriéndose paso entre las plantas del patio, precisamente una autoridad, un especialista en entierros. El padre Osorio se bamboleaba embutido en unos pantalones de pana atrasados varias décadas. Caminaba incómodo, congestionado, a punto de estallar dentro de una camisa a cuadros que le venía estrecha: en su garganta, hinchada como un bíceps, el alzacuellos parecía únicamente la anilla de una granada de mano. Posó una de sus zarpas en mi hombro y me preguntó qué tal estaba mi madre.
—Bien, padre. Gracias por venir.
—Era mi obligación. No te vayas muy lejos. Luego tengo que hablar contigo.
Al entrar en la sala, las plañideras se hicieron a un lado, dos cuervos que echan a volar ante la irrupción del labrador, alejándose de un indefenso espantapájaros. El espantapájaros —derrumbado en el sillón, con un pañuelo desplegado en el regazo, sin ganas de llorar— era mi madre. Osorio le cogió la mano y la consoló al estilo de su oficio, con unas cuantas palabras aprendidas en decenios de experiencia y siglos de ceremonias. No podía oírles pero sí reconstruir aquel diálogo entre la fe y el dolor, mientras el objeto de sus desvelos esperaba el momento de zarpar en su travesía bajo tierra, tirándose pedos dentro del ataúd y guardándose alguno para el viaje. Podía adivinar las frases de consuelo de Osorio porque me las había dicho una vez, el día en que enterraron a mi padre. Mi madre, seguramente, le repetiría lo mismo que me había dicho a mí hasta que me dolió la cabeza, la misma murga cristiana de siempre: «No importa lo mala persona que fuese: es nuestra última familia, hijo, la única que nos quedaba». «La última no», pensaba yo. «Si quieres más, te compraré un cocodrilo».
Crucé los jardines del tanatorio, engalanados con su empalagoso y lírico aroma a muerte, y fui en busca del bar, donde los deudos ahogaban las penas y mataban el hambre. Era uno de los pocos locales de la ciudad abiertos de sol a sol porque a la dama de la guadaña le importan un carajo los horarios y convenios sindicales. En una de las mesas, una familia se arremolinaba en torno a unos refrescos y unos cuantos bocadillos marchitos. Más allá, cuatro hombres mayores, uno calvo y tres de pelo cano, jugaban un mus silencioso, sin cartas y sin señas. Mano a mano fumaban, guardaban silencio y bebían sus cervezas. Predominaba el luto, las corbatas oscuras y las gafas negras. Miré mi chaqueta de ante color marrón claro y mi camisa desabrochada, y me encogí de hombros. Pedí una Coca-Cola al camarero y me acodé en la barra. A mi derecha, dos mujeres de mediana edad cotorreaban de sus cosas y, a mi izquierda, el empleado de la compañía de seguros susurraba por el móvil. Me saludó con una mano pero no le di carrete, no fuese a ser que me metiera una ración de aceitunas de clavo.
El humo de los cigarrillos sobrevolaba el local deshilachándose en nubes mustias, henchidas de pensamientos tétricos. Cuatro vasos de tubo con manchas de espuma en los bordes, abandonados y posados en los extremos de una mesa alargada, parecían cirios apagados adornando la tapa de un ataúd. Los murmullos crujían a mi alrededor como hojarasca entre las lápidas. Allí abajo hasta la Coca-Cola tenía el sabor pegajoso y dulzón de una corona fúnebre con una leyenda apaisada en una cinta roja. Mientras aguardaba que el padre Osorio viniera a buscarme, recordé algunos de mis primeros funerales.
El primer entierro al que asistí no fue el de mi padre ni el de Gema, sino el de la mascota de Pedrín, una tortuga que se llamaba Iñaki, uno de esos pequeños galápagos de agua, verdes y amarillentos, que parecen pintados a mano y que se pasan la vida chapoteando en una isleta cutre con una palmera de plástico. Pedrín se pasaba el día observando el letargo de aquel gusarapo imbécil cuyo único atractivo consistía en que, de tanto en tanto, asomaba la cabeza de la concha. Muchos años después cuidé de un pez luchador tailandés que no es que fuese la alegría de la huerta, pero al lado de Iñaki, la pecera del Señor Rodríguez era un circo de tres pistas. De vez en cuando, Pedrín lograba hacerla reaccionar restregándole un dedo por la jeta y entonces la tortuga se defendía lanzando un mordisco a una velocidad sorprendente para un animalejo cuya actividad límite lindaba con la siesta. El resto del tiempo se movía a cámara lenta por el agua sucia de la isleta, soltando cagarrutas microscópicas y buscando las lentejuelas de colores en que consistía su comida. La verdad, no había mucha diferencia entre unas y otras.
Una mañana Pedrín apareció en la puerta de mi casa, llorando a moco tendido. Sostenía la tortuga muerta en la palma de la mano y me pidió que lo ayudara a enterrarla.
No es que hiciera falta mucho esfuerzo para cavar un agujero: más bien se trataba de ayuda psicológica. Por el camino, Pedrín me contó que Iñaki había amanecido flotando en la isleta, con la cabeza desmayada, incapaz de abrir los ojos. Al cogerlo, soltó una diminuta pompa de agua por la boca, una burbuja que estalló sin un quejido y que encerraba, tal vez, sus últimas palabras. Pedrín se preguntaba qué diablos habría podido pasar para que se le muriera un bicho cuyos augustos parientes de los mares del Sur podían rebasar fácilmente los doscientos años, y yo tuve el detalle de no mencionarle que el agua podrida de la isleta probablemente tenía mucho que ver en el asunto. No era cosa de estropearle otro funeral después de que años atrás se comiera sin querer a su anterior mascota, un pollo con el plumaje cambiado.
Enterramos a Iñaki en un pequeño descampado que había junto a la factoría de Vinos Savin. Fue una ceremonia discreta y rápida: Pedrín cavó un hoyo con las manos en la tierra apelmazada por el invierno y depositó dentro al galápago muerto. Luego tapó el hueco con tierra, se sorbió los mocos y los dos nos quedamos sin saber muy bien qué hacer, mirando aquella tumba en miniatura y soltando nubes de vaho a guisa de responso fúnebre. De repente Pedrín rompió a tararear una parodia de la Marcha Fúnebre, algo que no encajaba del todo con un quelonio difunto y menos aún con sus lágrimas. De regreso al barrio le pregunté por qué había hecho esa tontería que acabó de chafar la posible solemnidad del sepelio.
—No sé —respondió—. Me parecía que había que decir algo.
Ninguno de los animales que amuebló nuestra niñez tuvo demasiada suerte. Andresito el Moco adoptó un chucho vagabundo pero lo trataba tan mal que el animal decidió regresar a la calle. Apenas alzaba un palmo del suelo pero andaba de aquí para allá, chuleando con aquel parche negro que le ganó el apodo de Pirata estampado en uno de sus ojos, mientras el resto de pelo, blanco como el plumón, se iba volviendo gris turbio a fuerza de rascarse con bordillos y tubos de escape. Pirata intentaba tirarse a todas las hembras a la vista, sin discriminar tamaño ni raza, y se sacudía contra ellas vibrando como si le sacudieran corrientes eléctricas. A veces ni siquiera distinguía la especie, y una tarde se abalanzó sobre las piernas de Lola, que había salido de cacería enfundada en unos zapatos de tacón y unos leotardos que desafiaban todas las leyes de la naturaleza, la decencia y la óptica. El perro empezó a restregarse contra sus tobillos, aferrada a ella como si fuese una Vespa, y Lola lo apartó de una patada, no sin que antes oyera el comentario de un vecino calenturiento: «Hazle un favor al perro, hombre». Lola se volvió y descubrió a un vejete acodado en una ventana, en camiseta, abanicándose con un periódico.
—Házselo tú, que ya has practicado con tu mujer, gordo de mierda.
Aquella afición de Pirata por las hembras desmesuradas le costó cara. Un mal día intentó tomar por asalto la parte trasera de una gran danés con muy malas pulgas. La perra se revolvió, furiosa, y casi parte al violador de una dentellada. El perrillo salió huyendo con tan mala suerte que acabó aplastado bajo las ruedas de un coche.
Poco después del exilio definitivo de Pirata, la madre del Chapas estaba limpiando la terraza cuando la jaula del canario se le resbaló de las manos y cayó por la escalinata del pasadizo. El animalito, que se llamaba Pichurri, sobrevivió de milagro a un aterrizaje de tres pisos, sin contar varias vueltas de campana, pero si no lo hubiera hecho quizá le habrían ido mejor las cosas. A resultas del leñazo, se le partieron las dos patas, no podía erguirse ni levantar la cabeza, y desde entonces se quedaba aplanado en el suelo de la jaula como si hubiera decidido retroceder en la escala biológica, de vuelta hacia el mundo de los reptiles. Cuando su madre bajaba a hacer la compra y nos quedábamos solos en casa, haciendo los deberes, el Chapas se divertía atormentando a aquel canario paralítico. Metía un bolígrafo entre los barrotes, le hurgaba con él en la cabeza y le animaba a que alzara el vuelo.
—Venga, Pichurri, que lo tuyo es cuento.
—Richi, no seas cabrón.
Pero sí lo era: un cabrón, un sádico. Si el pájaro no hubiera sido de la familia, seguro que habría cogido unas tijeras y le habría cortado las alas sólo para divertirse un rato, igual que hacía con los gorriones y las lagartijas que cazaba en el descampado. Una vez cogió a un gato vagabundo del parque y lo ahorcó de un árbol. «Míralo, igual que el borracho» decía, mientras el pobre animal se debatía luchando contra la soga que lo estrangulaba. Tuvo suerte de que llegara yo y pudiera desatarlo antes de que palmara.
El pajarillo vivía aterrorizado y siempre que veía acercarse a alguien, agitaba las alas como si prefigurase sus gloriosos días de ángel cautivo. Con todo, lo que acabó con él no fueron los tormentos del Chapas sino el ansia higiénica de su madre, que no podía ver una pelusa en el salón sin ir a buscar el estropajo y la fregona. Como le pareció que Pichurri se rascaba mucho, hincando el pico entre las plumas, a la pobre mujer no se le ocurrió otra cosa que sacarlo de la jaula, taparle la cabeza con una mano y rociarlo de arriba abajo con una buena dosis de insecticida. En menos de un minuto, el canario se quedó frito.
—¡Pichurri!
El Chapas me contó que el alarido desgarrador de su madre atravesó toda la casa, brotó por la ventana y le obligó a subir desde el portal, donde estaba jugando a los indios, tres pisos a la carrera. En el salón, acongojadas ante el despojo amarillento del canario con todos los poros de la piel repletos de veneno, su madre y su hermana no podían contener el llanto. El Chapas lo agarró de una pata e iba a tirarlo a la basura cuando su madre le dijo que lo dejara, que Pichurri se había ganado a pulso el honor de que lo embalsamaran. El salón de la casa del Chapas ya estaba decorado con algunas otras aves disecadas —una perdiz, un aguilucho y un mochuelo— que su padre había cazado en su juventud, pero habían perdido la dirección del taxidermista y a la madre no se le ocurrió otra cosa que guardarlo en el frigorífico, envuelto en una bolsa de plástico transparente, antes de que el bicho empezara a oler mal. Entre unas cosas y otras, la familia olvidó el encargo y fue arrinconando la bolsa de plástico tras los cubitos de hielo, entre hornadas de croquetas y gambas congeladas. No lo redescubrieron hasta un año después, cuando llegó el momento de irse de vacaciones: la madre del Chapas estaba descongelando el frigorífico y tropezó de nuevo con el canario.
—¡Pichurri!
A aquella reedición del grito sepulcral sucedió una nueva tanda de llantos funerales a cargo de la madre y de la hermana del Chapas. El padre y él estaban a favor de tirar aquel despojo a la basura de una vez por todas, pero la madre impuso su criterio por encima de la autoridad paterna y la placa de policía.
—Pues tú me dirás qué hacemos con este polo de limón —dijo el padre, ya más bien cabreado—. Dentro de nada empezará a chorrear.
—Pichurri es como de la familia. Se viene con nosotros.
—De eso nada —bramó el padre—. En cuanto empiece a oler, lo tiro por la ventanilla del coche. No creo que llegue a Despeñaperros.
Al final la madre llamó a la puerta de una vecina y le preguntó si podía cuidarle el canario. La vecina respondió que por supuesto y entonces, en lugar de una jaula, se encontró entre las manos con una bolsa de plástico y, en su interior, una diminuta y rígida momia.
—La ventaja es que no tenía que cambiarle el agua ni darle lechuga —me dijo el Chapas muerto de risa al regresar del veraneo.
Cuando miro hacia atrás, hacia mi infancia, veo el barrio entero decorado con pájaros en jaulas y trinos cautivos. Casi todo el mundo guardaba un pequeño y ruidoso prisionero en casa, un canario amarillo, un periquito, un loro, un jilguero. Nunca pude entender dónde estaba la gracia de contemplar a un animalito hecho para el vuelo saltando de un palitroque a otro y entonando gorgoritos. Quizá los barrotes servían para recordarnos nuestra misma condición de esclavos. Hasta Gema, cuando se ponía a cantar en su jaula de la terraza, tenía un canario en el piso de abajo que se arrancaba a hacerle compañía.
También en mi casa había una pequeña jaula con un pequeño trovador amarillo. Mi madre le cambiaba el agua y rellenaba de alpiste el comedero, mientras que mi padre traía de vez en cuando de la pescadería un barquillo de jibia, un caparazón inmaculado, blanco como el esternón de un ángel. El animalito se afilaba el pico contra él, como un preso intentando limar los barrotes. No sé si tenía nombre y, si lo tenía, no lo recuerdo. Sólo sé que odiaba verlo ahí, día tras día, encendiéndose cuando le daba un rayo de sol, balanceándose en su diminuto cautiverio y alegrando las mañanas de mi madre como si fuese una radio hecha de carne y plumas. Un día no lo aguanté más: me subí a una silla, descolgué la jaula, la llevé junto a la ventana y la abrí para soltar al canario. Se quedó titubeando junto a la puerta abierta, como si no pudiera creerse tanta suerte, luego dio un saltito y emprendió un vuelo torpe, encogido, acogotado por tantos años de prisión. Dio una lastimosa vuelta por el aire, intentando alzarse hacia lo alto, apenas una parábola que lo enfrentó de golpe con la inmensidad del cielo, la anchura de la acera, la velocidad insólita de las golondrinas y la selva de los árboles. Giró con torpeza, buscando desesperadamente la ventana desde donde había echado a volar, el tajo abierto en medio de aquella pared encalada, descubrió los barrotes brillando entre las macetas y volvió a colarse por la puerta abierta en la seguridad de su jaula.
El padre Osorio atisbo por la puerta del bar y ya iba a marcharse cuando le hice una seña con la mano. Vino hacia mí pasándose un pañuelo por la frente. Cuando llegó a la barra, se sacó el alzacuellos y se abrió un par de botones de la camisa.
—¿Le pido algo, padre?
—Sí. La misma mierda que estás tomando. Con mucho hielo, gracias.
Cuando el camarero le sirvió la Coca-Cola, hurgó en el bolsillo trasero del pantalón, para guardar el alzacuellos, y extrajo una petaca. Aprovechó que el camarero se daba la vuelta para verter un generoso chorro en el refresco que burbujeaba. Fue a servirme otro chorro a mí, pero tapé mi vaso con la mano.
—Olvidaba que eres un chico bueno —ironizó.
—¿Qué es? ¿Whisky?
—Coñac.
—Siempre sospechamos que guardaba coñac en la sacristía.
—Cristo prefería vino. Pero los tiempos cambian.
Dio un trago largo a la bebida y, del mismo bolsillo del pantalón donde había guardado la petaca, sacó un paquete de Bisontes y un mechero. Extrajo un cigarrillo e intentó prenderle fuego sin éxito. Mientras forcejeaba con aquel vulgar encendedor de plástico, recordé de golpe el viejo mechero de yesca que usaba en otros tiempos y que había que prender a manotazos, como si amartillara un revólver. Golpeaba la ruedecilla con la palma de la mano, a la manera de los cazadores prehistóricos frotando piedras, y las chispas centelleaban en medio del gimnasio. A veces le daba con tanto empeño que el mechero saltaba despedazado, la gruesa cuerda anaranjada por un lado, y el cilindro con la rosca por el otro. Después Osorio se pasaba la tarde reconstruyendo las piezas con una delicadeza y una paciencia que parecían incompatibles con sus manazas.
—Peste de cacharros —dijo, apartando el mechero de la cara.
Tuvo que ir a pedir fuego a la mesa del mus espectral. Uno de los jugadores se inclinó y raspó una cerilla. Cuando volvió, Osorio me apuntó con el cigarrillo humeando en los dedos.
—Esta mañana vino a verme tu amigo, el policía.
—¿Ricardo?
—Ese mismo. ¿Le contaste tú algo de Raschid?
—¿Quién?
—Raschid. El niño moro, el de las mandarinas.
Conque era eso. La cara de funeral perduraba después de darle el pésame a mi madre porque pensaba que yo me había chivado a la policía sobre su escondite de la sacristía.
—Nunca me gustaron los chivatos, padre.
—Entonces explícamelo —dijo, frotando una de sus manos descomunales por el pelo cortado a cepillo—, porque no entiendo un carajo.
—Es fácil. Richi, Ricardo, sabía que había un chaval moro husmeando cerca de la casa de mi tía el día anterior al incendio. Lo leyó en el informe de la denuncia.
Le conté por encima la pelea que había tenido lugar con uno de los esbirros de Romero, cómo casi le saco un ojo con la esquirla de un vaso roto y cómo algunos de los operarios vieron al crío merodeando por las inmediaciones.
—El resto es más sencillo todavía. Richi no tuvo más que sumar dos y dos. Sabía, igual que yo, que si hay un huerfanito vagabundeando por el barrio tarde o temprano acabará en su parroquia. Como en los viejos tiempos.
—Lo negué todo —masculló Osorio, apretando el vaso con una de sus zarpas. Aparté la cara, por si reventaba y me salpicaban los cristales—. Ahora tendré que confesarme por decir mentiras.
—Ventajas del cristianismo, padre. Además, son mentiras piadosas.
—Nunca me gustó la policía. Ni antes, ni ahora. Ese amigo tuyo cree que Raschid es sospechoso del incendio y quiere interrogarlo.
—Ahora que lo dice, yo también —Osorio levantó sus cejas en dos arcos de medio punto—. Me lo encontré la otra noche, husmeando en unos cubos de basura. Le di cincuenta euros y entonces me fijé en la llavecita que colgaba de su cuello.
—Cincuenta euros. Ahora entiendo cómo es que no ha vuelto por la parroquia.
—Si lo llego a saber entonces, le compro la puta llave.
Osorio sonrió y los dos arcos de medio punto se deshicieron en una techumbre de pelos. Su cara pasó otra vez de catedral gótica a iglesia de pueblo. Aprovechó que el camarero estaba rellenando el lavavajillas para sacar otra vez la petaca y bautizar el vaso. Lo liquidó de un trago. Luego me preguntó para qué quería la llave y le conté la historia de la herencia, la hipoteca y la pequeña caja fuerte portátil que quizá podía sacarnos del apuro.
—Olvídalo. La de Raschid no es la llave que estás buscando.
—¿Está seguro?
Osorio afirmó con la cabeza una, dos veces, solemne y eclesiástico como una campana de bronce. Apuró la colilla y, antes de tirarla, encendió otro cigarrillo con la punta de fuego que quedaba.
—Como de que me voy a morir —dijo bajo un palio de humo—. Es la llave del paraíso y no tiene precio. Para quitársela, primero tendrías que matarlo y luego arrancársela del cuello.
—¿La llave del paraíso? Ahora soy yo quien no entiende un carajo.
Llamó al camarero y pagó la cuenta. Regresamos a los jardines del tanatorio y posó una mano sobre mi hombro.
—¿Tienes un momento?
—Sólo un momento, padre. Quiero acompañar a mi madre.
—Tiene compañía para rato. No tardaremos nada, ven. Es justo ahí al lado.
Salimos del tanatorio. Madrid se difuminaba en la pecera malva del atardecer, bajo un toldo de árboles que se llevó el aroma meloso de las coronas fúnebres. Al otro lado de un parquecillo anestesiado por la luz veraniega, se alzaba la mezquita de la M-30. Una doble cascada de coches inundaba los carriles pero en mis oídos no salpicaba más que el fragor de un riachuelo lejano. Había unos cuantos chavales jugando al fútbol bajo los árboles y un par de muchachas, cubiertas con chador, charlaban sentadas en un banco. Cuando pasamos a su lado, una de ellas clavó en mí sus hermosos ojos negros.
—Creía que mirar así lo tenían prohibido por su religión.
—No seas imbécil —dijo Osorio.
Caminaba tirándose a cada paso del fondillo de sus pantalones de pana, incómodo dentro de aquella vestimenta civil que, con toda seguridad, era ropa de segunda mano prestada de la parroquia. En tiempos del franquismo solía ir de paisano y ni siquiera se ponía el intermitente del alzacuellos, pero cuando cambiaron las tornas le gustaba lucir la sotana. Cuando le preguntaban por qué, decía: «Por llevar la contraria. Al poder siempre hay que llevarle la contraria». A Osorio siempre le había gustado pelear a la contra, viéndolas venir. Lo sabía desde una vez que subió conmigo al ring, en el gimnasio de Venancio. Rondaba los cincuenta, y se movía despacio, apoyándose en las cuerdas como si estuviera descansando en la barra de un bar, o bien fijando los pies en el centro y girando con la cadencia de un chotis bailado por un oso pardo. Pero su guardia era impecable y aún guardaba nitroglicerina en la pegada. En su juventud debía de haber sido un adversario de cuidado, de ésos que te tiran a la lona con una sola mano. Me lo demostró en un breve intercambio, al final de un asalto, al cazarme con un puñetazo que apenas le brotó del codo pero que estalló en mi cabeza como una carga de profundidad. Me temblaron las rodillas y eso que sólo se trataba de un entrenamiento.
—¿Intenta convertirme al islam, padre?
—No, ya te di por perdido.
Osorio se agachó y cogió un puñado de tierra. Por un momento pensé que iba a ponerse a jugar a las chapas. Fue soltando la tierra despacio mientras uno de los críos dejaba de perseguir la pelota y se lo quedaba mirando.
—He dedicado toda mi vida a sacar críos de las cloacas —dijo—. Críos como ésos, vinieran de donde vinieran. Las drogas, la pobreza, la violencia, la calle, la cárcel. Unas veces lo he conseguido y otras…
—Y otras se tropezó conmigo.
Osorio sonrió. Se puso en pie, el cigarrillo en la boca, sacudiéndose la tierra de las manos. Enfundado en aquella camisa, con sus hechuras de rinoceronte y su cara amasada a puñetazos, no parecía un clérigo sino un expresidiario, un avatar de todos los púgiles salvados por el boxeo a lo largo de los años —criminales ilustres, asesinos rebotados de la cárcel, chorizos de navaja, rateros de tres al cuarto—, todos aquellos ángeles sonados, con narices desfiguradas a golpes, cejas cortadas y pómulos cosidos a costurones, como estigmas de una fe salvaje.
—Contigo o con algo peor. Hace mucho tiempo que conozco a Nidhal, un imán de esta mezquita que se dedica a lo mismo, a intentar guiar a las almas descarriadas por el buen camino. Fue él quien me habló de Raschid.
Antes de entrar a la mezquita, Osorio sorbió el último trago de tabaco. El humo se le enmarañó en la cara y lo apartó a manotazos, como si esparciera el aroma de un botafumeiro. Luego arrojó la colilla más allá de la escalinata, posó una manaza en mi hombro y entramos.
El interior de la mezquita tenía algo de catedral y algo de colegio. Un vigilante custodiaba la puerta, un par de chavales uniformados salían apretando una carpeta contra su pecho, una mujer con chador aguardaba tras la ventanilla de información. Osorio la saludó con la cabeza y seguimos avanzando hasta desembocar en unas escaleras tan blancas como el resto del edificio.
—Desde fuera no parece tan grande —comenté.
—La musalla, la sala de oración, queda arriba —murmuró Osorio.
Mientras bajábamos, me explicó que la mezquita también albergaba un colegio, un museo, una biblioteca y varias salas dedicadas a diversos estudios coránicos. No entendí el resto porque me precedía en el descenso y aún no he aprendido a leer los labios por la espalda. Encontramos a Nidhal cerrando con llave una de las puertas. Era un anciano frágil, muy flaco, de pelo cano y una barba en forma de candado cerrándole la boca. Iba vestido al estilo occidental, con camisa y chaqueta, y llevaba un grueso libro bajo el brazo. Saludó a Osorio con una inclinación de cabeza y luego me estrechó la mano, reteniéndola un momento al tiempo que me examinaba con sus mansos ojos verdes.
—Gonzalo me ha dicho que estás buscando a Raschid.
—Bueno, yo…
—Roberto es un poco tímido, Nidhal —me cortó Osorio, y detecté cierto recochineo en su voz—. La otra noche le dio cincuenta euros.
El anciano volvió a posar en mí sus ojos circundados de arrugas. Enmarcada en una ancha sonrisa, una gran paz se fue extendiendo por toda su cara.
—La limosna es uno de los cimientos sagrados del islam —dijo, mientras me cogía del brazo—. Claro que hará falta más que un poco de dinero para salvar a ese niño.
Arrastraba los pies y se apoyó en mí para caminar hasta la cafetería de la planta baja. Una vez allí, depositó el libro en la mesa y se dejó caer con un suspiro en una de las sillas. Estaba vacía, salvo por el joven camarero que se acercó a atendernos con una bandeja en la mano. Nidhal pidió té, yo dije que no quería nada. El anciano sonreía aliviado mientras se frotaba las rodillas.
—Tendrías que agenciarte un bastón —dijo Osorio.
—A estas viejas piernas todavía les queda mucho trabajo —Nidhal se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Dónde viste a Raschid por última vez?
—En la calle Valdecanillas, rebuscando en unos cubos de basura.
—Llevaba la llave colgada al cuello —intervino Osorio.
Nidhal asintió con la cabeza, mientras el camarero distribuía los vasitos de té. Guardamos silencio mientras aquel líquido caliente donde flotaban hojas verdes iba y volvía de las tazas a la tetera y de la tetera a las tazas. El camarero se alejó y Nidhal rodeó delicadamente con sus manos el vaso de donde brotaban hilachas de humo. Cuando empezó a hablar, más que de su boca, sus palabras parecían brotar de aquel círculo de vapor.
—Durante la guerra entre Irán e Irak, yo serví en el frente, en las trincheras, como enfermero de la media luna roja. Allí vi cómo los iraníes lanzaban oleadas de niños contra nuestros campos de minas, niños indefensos que no llevaban más que una llavecita colgada al cuello y un pañuelo negro atado en la frente. Mártires chiíes: cientos de niños, miles de ellos que caminaban rezando hasta que una mina estallaba bajo sus pies. Entonces otro niño tomaba el lugar del anterior para avanzar unos pasos más hasta que pisaba otra mina y reventaba hecho pedazos.
Nidhal se detuvo y sopló el vaso de té. El humo se dispersó, entretejiendo sus recuerdos en una telaraña de arrugas. Un solo pliegue vertical asomaba entre sus peludas cejas, apuntalando todo el dolor de la cara.
—El sol caía a plomo sobre la llanura, kilómetros y kilómetros de campos minados, pero nuestros soldados eran incapaces de disparar sobre aquella marea humana que marchaba en oleadas, cantando hacia la muerte. Los veíamos morir uno a uno, a docenas, a puñados. Oíamos las explosiones, veíamos la columna de humo y sabíamos que otra pequeña alma había subido al paraíso —bebió un sorbo de té, el calor se le pegó a los labios—. Porque de eso se trataba, del paraíso. Les habían prometido el paraíso, les habían colgado a cada uno una llave del cuello y les habían asegurado que aquélla era la llave que abría las puertas del cielo.
Osorio embuchó su té de un solo trago, lo mantuvo en la boca unos segundos, al estilo de un flemón, y luego lo pasó por el gaznate sin el menor gesto de placer, como si intentara pasar por la garganta, cuanto antes, aquel recuerdo horrible.
—Un día uno de los niños llegó a nuestras filas. Se llamaba Ahmed, apenas tendría diez años y nos lo encontramos enganchado en las alambradas. No dejaba de rezar, llevaba la ropa salpicada de polvo y sangre, los ojos abiertos de par en par, deslumbrados, alucinados. Me fijé en la llave que llevaba al cuello: era de plástico y decía made in Taiwan.
—Un paraíso muy barato —masculló Osorio.
—Lo primero que hizo cuando comprendió que estaba vivo, que había sobrevivido a la masacre que seguía diezmando a sus compañeros, fue soltarse de mis brazos y correr otra vez hacia las minas. Tuvimos que atarlo a la cama, estaba enloquecido. Intenté explicarle que lo habían engañado, que no había atajos para el paraíso, que el islam no podía tolerar aquella atrocidad. Curé lo mejor que supe sus heridas, y por las tardes, mientras temblaba de fiebre, le leía suras del Corán pero nunca logré arrancar las raíces del odio de su alma. Algún tiempo después, en la enfermería, Ahmed me contó que lo que había visto mientras cruzaba los campos de batalla no eran niños destrozados por las minas sino ángeles que cruzaban el cielo en todas direcciones.
Intenté imaginar aquel horror, pero no pude. Una extensión de cráteres humeantes, cuerpos volando por los aires, brazos y piernas sembrados en el suelo mientras unos niños marchaban cantando, como si fueran de excursión al más allá. Sólo soy un tío de barrio y la imaginación no me da para tanto. Uno de los curas de los salesianos nos dijo que éramos afortunados, porque nuestra generación iba a vivir el fin del mundo, el apocalipsis encarnado. Puede que el hombre tuviera razón, pero se había equivocado de país. Había que ser capullo.
—Con el tiempo, Ahmed regresó a Irán, a su casa. No pude hacer nada por retenerlo, aún hervía dentro de él la sangre de todos aquellos niños muertos. Siempre llevaba colgando al cuello la llave del paraíso, aquella llave de plástico que ni siquiera servía para abrir un cofre de juguete. Sus padres habían muerto y entonces Ahmed tuvo que cuidar de su hermano pequeño, Raschid. Yo le escribí muchas veces para que volviera conmigo y me ayudara en la tarea de salvar otros niños, pero él nunca respondió. Un amigo mío, un médico iraní, me contó que murió en un atentado suicida, en Jerusalén, antes de cumplir veinte años.
Nidhal seguía calentándose las manos en el círculo de vapor. Levantó el vaso, soplando levemente, y bebió el té a pequeños sorbos.
—Ese mismo amigo localizó a Raschid en un suburbio de Teherán y logró traerlo hasta aquí. Llegó hace sólo unos meses y me encontré con un muchacho obediente y callado, al que le gustaba sentarse solo, leyendo el Corán. Apenas salía a la calle y no jugaba con otros niños. Comprendí de inmediato que carecía de cualquier vínculo con el mundo salvo el fanatismo que le había inculcado su hermano. Que Raschid había quedado huérfano casi desde el momento de nacer y que en lugar de cuentos y fábulas había crecido oyendo una y otra vez la historia de los campos de minas iraquíes y los pequeños ángeles que subían al paraíso hechos pedazos. No tenía ni un solo juguete, salvo una pequeña llave metálica que su hermano le había regalado el día en que cumplió siete años.
—La llave del paraíso —murmuré.
Nidhal asintió y dejó la taza de té sobre la mesa. Acarició despacio la cubierta del libro. Las letras impresas en el lomo parecían escritas con fideos.
—Escapó corriendo el día en que le pregunté para qué necesitaba un candado, si aquí nadie iba a robar sus cosas. Fui un estúpido.
—No es culpa tuya —terció Osorio—. Al fin y al cabo, las llaves del paraíso son de plástico y se fabrican en Taiwán.
—Raschid no tiene amigos ni parientes, no tiene a nadie, excepto a mí. No hay nada que lo ate a este mundo salvo esa llavecita de metal. Eso y los recuerdos de guerra de Ahmed, la leyenda de un hermano mártir que se inmoló en un autobús, en Israel. Gonzalo, Roberto —dijo, apretando mi mano—: Es muy importante que lo encontréis. Os lo agradeceré siempre.
La sonrisa de Nidhal resplandecía todavía en mis ojos cuando salimos otra vez a la calle. El crepúsculo había teñido las blancas piedras de la mezquita con un aura de sangre. No sabía qué decir para expresar la rabia que me bullía por dentro. Osorio se detuvo para sacar un cigarrillo. Hablé mientras miraba sin ver el parque solitario, los bancos vacíos, el césped donde hace un instante jugaban los niños.
—¿Cómo cojones…? —empecé sin saber muy bien cómo seguir—. ¿Quién coño puede hacer algo así? Coger un puñado de críos, engañarlos con una patraña y usarlos de cebo humano para explotar minas. ¿Cómo es posible que llamen religión a eso?
—No te confundas, Robertín —dijo Osorio en el mejor estilo de sus charlas de gimnasio—. El islam no tiene nada que ver con eso. En todas las religiones hay santos y hay canallas.
—No es que yo haya ido mucho a misa, padre. Pero nunca me dijeron que me cargara una mochila con bombas y que estallara un autobús de infieles para subir más pronto al cielo.
—Claro, pero sólo porque el cristianismo es varios siglos más viejo que el islam. Hace siglos que pasó por todas las enfermedades religiosas juveniles.
—Lo dice como si se tratara del acné.
—Es un poco más serio que el acné —Osorio se sentó en un banco y estiró las piernas—. Mira, a principios del siglo XIII, miles de niños cruzaron media Europa con la esperanza de llegar hasta el Mediterráneo. Esperaban que se abrieran las aguas con un milagro y así ellos podrían pasar y liberar los Santos Lugares. No se sabe muy bien quién les metió aquella idea en la cabeza pero los frailes hicieron un buen negocio con los críos. Unos se hundieron en los barcos, otros murieron de hambre o de agotamiento, unos pocos lograron regresar a sus casas. Pero muchos de ellos fueron vendidos como esclavos en Túnez.
—Muy bien, padre. Y los musulmanes nos acaban de empatar el partido.
—La maldad pasta en el corazón humano. No sabe de colores ni religiones. Lo único seguro es que tenemos que salvar a ese niño.
—Nadie puede salvar a ese niño, padre. ¿No ha oído lo que ha contado su amigo ahí dentro? Su hermano se explotó en diferido, con un montón de gente alrededor. ¿No hubiera sido mejor que estallara la primera vez, cuando caminaba sobre las minas, o dejarle que se pudriera en esa alambrada?
Osorio movió la cabeza a derecha e izquierda, con el cigarrillo en la boca y los ojos entrecerrados. Se lo quitó de la boca para replicarme.
—Ahmed era un fanático, es cierto. Pero aun así había que darle una oportunidad. No sé mucho de teología islámica, pero seguro que ellos tienen algo semejante al arrepentimiento y al perdón.
—Según ustedes, los curas, todo puede ser perdonado.
—Todo. Así es.
—Incluso el asesinato.
—Incluso el asesinato. Incluso la crucifixión de Cristo, la muerte de esos niños, la muerte de esos pobres inocentes que viajaban en el autobús y que tampoco tenían culpa alguna.
—Usted cree en los milagros, padre.
—Claro que creo —dijo expulsando el humo en una nube eclesiástica—. Pero los milagros no tienen nada que ver. Es un asunto de la libertad humana, de la humana posibilidad de elegir.
—¿Usted cree que ese niño, Raschid, tiene posibilidad de elegir? Ese crío suelto por el barrio es una puta bomba de relojería. Con toda la mierda que su hermano le estuvo metiendo por las orejas desde que nació, con toda la sangre que ha mamado, ¿de verdad cree que puede elegir?
—Si no lo creyera, no llevaría esta sotana, hijo.
—Yo no llevo sotana. Ésa es la diferencia entre usted y yo.
Osorio negó otra vez con la cabeza. Le faltaba una para montar un dúo con San Pedro.
—No, Robertín. No es que no lo creas: es que no quieres creerlo. Si lo hicieras, tendrías que reconsiderar toda tu vida. No podrías echarle la culpa a tu pasado, al barrio o a las malas compañías.
—Vaya, padre —sonreí—. Hacía mucho tiempo que no me soltaba un buen sermón. ¿Tal vez debería confesarme para que rematara la faena?
—¿Para qué? —dijo Osorio, poniéndose en pie. Tiró la colilla al suelo y la aplastó con el zapato—. La confesión se basa en la creencia íntima de que uno puede cambiar. Tú no crees que se pueda. Por eso sigues siendo un matón.
—Amén —dije.
—Sí, ríete. Pero deberías pensar qué vas a ser cuando seas mayor.
«Aún no lo sé» susurré mientras veía a Osorio alejarse, la enorme espalda bamboleándose como un bloque de hormigón enfundado en una camisa a cuadros. «Cualquier cosa menos niño». Di media vuelta y regresé al tanatorio. Pero Osorio tenía razón. Un día de éstos tendría que ponerme a pensarlo.