Le pedí a mi madre que me planchara una camisa. Me preguntó por qué, si siempre iba hecho un desastre y le dije que había quedado a comer con unos amigos. Cuando me entregó la camisa con todas las arrugas domesticadas, mi madre se sentó a ver cómo me abotonaba delante del espejo del salón. Vi su cara de guasa mientras me pasaba un peine por las greñas.
—¿Tus amigos son sastres?
—No, pero puede que uno de ellos me consiga un trabajo.
—¿De figurín en El Corte Inglés?
Terminé de peinarme, me puse la chaqueta y le di un beso en la mejilla. Tenía motivos para cachondearse: no me había visto acicalarme tanto desde los tiempos de la primera comunión.
El cielo transpiraba un color azul, el dulce perfume de la tarde del viernes. Hace mucho que no obedezco horarios, pero ese gajo del reloj lo llevo siempre anclado en la memoria: el instante en que se cierran los libros, se abrochan las carteras y la chiquillada sale a borbotones del colegio. Ahora apenas hay críos jugando en la calle pero el borrón de las nubes y la silueta fugaz de los pájaros sobrevolando el crucigrama de tejados garantizan que el tiempo sigue haciendo sus deberes. Los mismos árboles, las mismas nubes, los mismos pájaros. No necesitaba el oído machacado en un ring de México para escuchar la banda sonora de la tarde del viernes, el chillido hambriento de las golondrinas, el escándalo de los gorriones en sus nidos, en medio de los saldos del verano.
Entré en el chino donde Tania solía aprovisionarse de golosinas para comprar una botella de vino. No sé mucho de vinos, así que elegí el más caro de todos. Sin dejar de atender una película de kung-fu apretujada en una pequeña televisión portátil, la niña gordita cogió la botella y marcó el precio en la caja registradora. Ella tampoco tenía horarios ni vacaciones ni días libres.
—¿No vas al colegio? —le pregunté cuando me devolvía el cambio.
—¿Eh?
—Si no vas al colegio.
—Sí. Colegio por la mañana, señor.
Salí a la calle con una quemazón de ira rondándome el pecho. Me pregunté dónde andarían los putos inspectores de trabajo. Aunque, pensándolo bien, mejor que los inspectores de trabajo no se pasaran por allí porque lo mismo devolvían a la niña a China junto con toda su familia. El mundo era un acertijo incomprensible igual que esas pintadas que adornaban los muros del pasadizo, plagadas de letras obesas y recubiertas de brillantes colores.
La L me recordó una de las piernas de mi tía, enfundada en unas medias de esas que en realidad eran redes de llevar naranjas y con varices como orugas. Mi madre había encajado la noticia con un estoicismo que yo no esperaba, una mezcla casi física de alivio y tristeza, como uno de esos jornaleros a los que les anticipan la jubilación y de repente no saben qué hacer con sus manos. Se sentó en su sillón y buscó mecánicamente las agujas de hacer punto, pero se quedó con ellas inmóviles bajo los brazos. Eran muchos años cuidando a mi tía y desprenderse de aquel fardo, por engorroso que fuese, suponía más un trauma que una liberación. Cuando le conté que había muerto en un incendio, que el humo probablemente la había asfixiado mientras dormía, mi madre comentó que no podía comprenderlo, por mucho que mi tía tuviera tantos enemigos en el barrio y se hubiera ganado a pulso el odio de cada uno de ellos. Lo dijo con un tono de rara calma, como si, al mismo tiempo, hablara en nombre de todos los ofendidos mientras tejía un fantasmagórico jersey moviendo las agujas en el vacío. Al rato se detuvo y se quedó mirando la labor, los ojos en blanco, como midiendo el ancho de una mortaja.
—Ya estamos solos, hijo.
—Siempre estuvimos solos, mamá.
—Quiero decir la sangre, la familia. Ya no quedamos más que tú y yo.
Me mordí los labios. Preferí no señalar que la sangre no tenía nada que ver, que para el caso daba lo mismo que a mi tía la hubiesen recogido en un basurero. Mi madre, como siempre, jugaba al billar a tres bandas. Con su última carambola, mencionaba de refilón a la familia que yo no había querido fundar, al nieto que no había querido darle. Pero eso tampoco era exclusivamente culpa mía: desde los quince años le había ido presentando a todas mis novias y ninguna había superado el examen. La que no era puta, era tonta, y la que no era tonta, era bruja. De manera que muy pronto decidí que, ya que tenían que cargar conmigo un trecho, al menos les ahorraría a las chicas un mal trago.
El portal estaba abierto. Desdeñé el ascensor y subí a pie las escaleras. Llamé al timbre de la casa de Lola y esperé un buen rato con la exasperante sensación de que quizá había olvidado nuestra cita y de que todos los vecinos del rellano me observaban por la mirilla. Al fin oí el sonido inequívoco de unos tacones, enderecé los hombros y me arreglé el cuello de la camisa. No sabía en qué categoría la habría colocado mi madre pero yo, desde luego, lo tenía muy claro. Sólo unos días atrás la había sorprendido sin maquillar, en la cocina, preparando el almuerzo y aun así casi me dejó sin respiración. Ahora, cuando me abrió la puerta, la metamorfosis me golpeó en plena cara y supe el tirón que siente una mosca atrapada en una telaraña.
Lola se había arreglado y maquillado, se había cepillado el pelo y resplandecía enfundada en un vestido azul muy ajustado que parecía hecho de electricidad pura. Dolía sólo mirarla. Sentí un calambre de deseo que llegó hasta las uñas de los pies, dio media vuelta y se alojó en las entrañas, a medio camino entre la erección y el gatillazo. No sé por qué pero, cuando me sonrió, invitándome a pasar, una frase del rosario que mi madre me obligaba a rezar con ella restalló en mi cabeza: «Terrible como un ejército dispuesto para la batalla». Mientras bisbiseaba la letanía y con el repiqueteo cansino de la lluvia tras los cristales, me distraía pensando que esa frase no era el piropo más adecuado para soltárselo a la Virgen María. Ahora, de pie en el umbral de su casa, lo entendí por primera vez. Las pinturas de guerra no sólo habían restaurado su antigua belleza: la habían magnificado, envolviendo su hermosura natal en un aura sagrada.
—Pasa, no te quedes ahí.
—Perdona —dije, limpiándome los pies en el felpudo, como si arrastrara en los zapatos todo el agua de aquel recuerdo infantil.
—¿Está lloviendo?
Sólo en mi memoria, quise responder. Pero no pude, tenía la lengua pegada al paladar, igual que la primera vez que comulgué y se me quedó atascada la hostia. Lola me tomó de la mano y me hizo pasar.
—¿Y Tania?
—Con mi hermana. Ya te lo dije. Va a quedarse allí toda la noche.
Me besó en los labios, un roce apenas, y luego se despegó de mí. No estaba acostumbrado a perder el centro del cuadrilátero. Nunca me ha gustado bailar y Lola se deslizaba entre los muebles como una música. Se volvió y me miró de arriba abajo.
—Estás muy guapo.
—Pues anda que tú.
Solté la botella, la enlacé de la cintura y la besé en la boca como si buceara, como si rastreara el fondo en un lago de aguas tibias y oscuras. El miedo se había disuelto y la bola del estómago había descendido hasta su lugar natural en tales ocasiones. Lola debió de notarlo cuando la estreché contra mí, una mano en su nuca, otra en su cadera.
—Quieto, león. Tenemos tiempo.
—Te equivocas —jadeé—. No lo tenemos.
Alcé la falda y acaricié su culo, lo sentí palpitar bajo mis dedos: sólo los astronautas del Apolo habían soñado aterrizar alguna vez sobre dos lunas tan suaves, pálidas y frías. Mi mano derecha jugueteó con el cierre de su vestido y la espalda se fue revelando en amplias rebanadas de piel, estremeciéndose a medida que la cremallera descendía. La arrinconé contra la pared y ella se defendió mordiendo, clavándome las uñas en el cuello. Nuestras bocas se estaban empleando a fondo pero el resto de órganos y extremidades también habían iniciado conversaciones por su cuenta: lengua con lengua, diente con diente, vientre con vientre. Su pelo inundó mis ojos; uno de sus zapatos cayó al suelo y su pie se enroscó en mi tobillo; mi pelvis se frotó contra la suya, buscando el hueco donde encajar, regresar al origen de donde nos habían separado los años, la distancia, el olvido, la deriva de los continentes. Su mano se interpuso para allanar el camino, luchando contra el cinturón y los pantalones, mientras la otra intentaba encontrar mi corazón abriéndose paso a arañazos. Di por bien empleados todos los entrenamientos y torturas con que me habían apaleado en el gimnasio, como si las interminables series de abdominales y los miles de pesas levantadas no fuesen más que ensayos para aquel torneo definitivo: el momento en que la agarré de las nalgas, la alcé en vilo y la empotré contra la pared como si todavía no se hubieran inventado el sofá, la cama o el suelo. La naturaleza no regala músculos en vano: comprendí que para eso, y no sólo para pegar hostias, me había dado Dios unos brazos.
Durante unos minutos el tiempo cesó de existir, se abrasó en una llamarada de felicidad total, animal y absoluta, donde no cabía nada más que la certeza de cumplir un sueño. Justo antes de despeñarme hacia el abismo del orgasmo, me vi a mí mismo al otro extremo de la habitación, con el pelo cortado a tazón y pantalones cortos, rodeado de amigos y compañeros de clase. Reconocí a Pedrín, al Chapas, a Vázquez, al Musgo, a Moñiguín, a Andresito el Moco: todos miraban donde señalaba mi brazo. Le di un codazo a Pedrín mientras decía: «Mira, macho, lo he conseguido, me estoy tirando a Lola, la tía más buena del barrio. Me la estoy tirando, yo solito, macho».
Cuando terminamos me quedé embelesado ante el blanco de la pared, las intricadas geografías del gotelé bailando ante mis ojos como espuma al cruzar un navío. El aliento de Lola en mi oído también tenía un ardor marino, un olor a brea, a algas muertas en la orilla. Tardé algún tiempo en comprender que formaba palabras, que estaba pidiendo que la bajase. No lo hice porque aún estaba saboreando los restos del amor, la dulce sensación de ir encogiéndome dentro de ella, recogiendo las gotas de sudor y las sobras de fatiga. Seguía con los ojos perdidos en el mar de la pared cuando ella me agarró la cabeza, me miró y se echó a reír.
—¿Buscas a alguien? —me preguntó jadeando.
—A los Reyes Magos —respondí entre resuello y resuello—. Les había pedido esto desde el primer día que te vi y quería darles las gracias.
—Podías habérmelo pedido a mí y te habrías ahorrado una pasta en sellos.
La dejé en el suelo. Fue hasta el cuarto de baño bajándose el vestido, abandonando sobre la moqueta los casquillos vacíos de los zapatos. Mientras oía correr el agua, recapacité un instante en la locura que acababa de cometer: el primer polvo que echaba sin condón en décadas. El espectro del sida planeaba sobre mi generación desde que tuvimos edad de afeitarnos. Pero, al fin y al cabo, aquél era un combate en diferido, una pelea aplazada durante muchos años y debía celebrarse según las reglas de entonces. Cuando Lola dejó libre el lavabo intenté arreglar el asunto con agua y jabón. Luego me miré en el espejo: tenía el cuello y el pecho marcado a fuego, goterones de sudor y manchas cárdenas florecían en mis mejillas, pero, por lo demás, aparte de la nariz rota y las cicatrices de las peleas, era el rostro de un niño que acaba de encontrar los juguetes bajo la cama.
Volví a tiempo de ayudarla con los cubiertos y los platos. El aroma del asado anegaba ya toda la casa y pensé que si cocinaba así todos los días, lo de pasar por vicaría era para pensárselo. Lola cerró el horno y dijo que todavía faltaban diez minutos. Llené las copas y le ofrecí una.
—Está muy bueno. ¿Qué es?
—Ni puta idea. Lo he comprado en el chino del pasadizo —Lola dio la vuelta a la botella para estudiar la etiqueta—. Ahora que lo pienso, es la primera copa que me tomo en diez años.
—¿En serio?
—En serio. Todavía voy de vez en cuando a Alcohólicos Anónimos.
—Espero que no recaigas en el vicio por mi culpa.
—No creo, pero merecería la pena.
Lola sonrió. Removí la copa, aspiré el efluvio cálido del vino. Los antiguos, familiares demonios treparon hasta mi sangre. Tomé un trago, lo paladeé en la boca. Era un sabor recio y polvoriento que borró de un plumazo el rastro de sus labios.
La inmensa mayoría de los alcohólicos se rodean de murallas, defensas y parapetos para no tener que poner a prueba su fe. Saben que la cerveza sin alcohol es un cuento chino, que un minúsculo decimal de veneno podría llevarles de nuevo al infierno. Examinan atentamente colonias y lociones para después del afeitado en busca de algún rastro del enemigo y los más precavidos ni siquiera vuelven a cocinar con vino. Cuando sentí aquella coz de sangre en mi boca, Lola pasó a segundo plano, usurpada por el protagonismo de la copa, y supe que mis largos años de abstinencia se tambaleaban. Ignoraba si había comprado la botella de vino sólo para impresionarla con una machada o para demostrarme algo a mí mismo, un secreto escondido al fondo de las tripas. Pero supe que si bebía, aunque sólo fuese otro trago más, tendrían que recogerme con una pala. Aproveché que Lola se agachaba para vigilar el asado y arrojé el resto del vino al fregadero. Luego fui al baño, me metí los dedos en la boca y vomité. Un espectro de bilis se quedó colgando de mi boca.
Lola no dijo nada cuando acompañé el resto de la cena con agua del grifo. Me preguntó qué clase de música me apetecía oír y le dije que me daba lo mismo: con mi oído deshecho, todas me iban a sonar a papilla. Pero no podía decirle que estaba medio sordo y que mi única banda sonora, desde hacía décadas, era la Fantasía en do mayor de Schumann. Eso requeriría muchas explicaciones. En el equipo de música empezó a sonar una canción suave, melancólica y deliberadamente llorona. Estaba en español pero no me detuve a deletrearla. Mientras trinchaba la carne, Lola se dio una palmada en la frente.
—Había olvidado lo de tu tía. Lo siento.
—Gracias. La verdad, no nos llevábamos muy bien.
—Tuvo que ser una muerte horrible.
El chasquido de la carne al caer sobre el plato, rebosando salsa y jugo, marcó un redoble inesperado en la ranchera. En conjunto, resultaba una marcha fúnebre bastante apropiada.
—Estaba durmiendo, no se enteró de nada. Mi tía siempre tuvo mucha suerte.
—En el barrio no se habla de otra cosa. ¿Qué tal está tu madre?
—Sorprendida y confusa. Mi madre no es capaz de entender que haya gente capaz de hacer esas cosas.
—¿Quieres decir que el incendio fue provocado?
El tenedor se había detenido a un palmo de su boca. Tuve que explicarle el valor de la finca de mi tía, su terca negativa a vender, las ofertas y amenazas de la constructora. No valía la pena entrar en detalles, hablarle de la viuda Sampere o de la más que probable intervención de su ex en todo aquel feo asunto. La mención al fiambre ahumado de mi tía había sido como sazonar el asado con ketchup.
—Tal vez deberías hablar con la policía, Roberto.
—Ya lo he hecho aunque no tengo pruebas.
—No es que yo crea que la poli sirva de mucho. Lo digo por experiencia. Iba a la comisaría con el ojo morado, ponía la denuncia y regresaba a esperar otra paliza. Decían que no podían hacer nada, pero yo creo que ninguno tenía cojones a enfrentarse con mi difunto.
Lola fue a servirme más vino pero tapé la copa con la mano. Retiró la botella y se quedó mirando aquel líquido oscuro donde nadaban mis demonios. Ella tenía otra clase de demonios.
—A mí me crecieron los cojones el día en que abofeteó a Tania. Ahí sí que se acabó la historia. Esa noche volvió borracho a casa, esperé a que se durmiera, y le até los brazos y los pies a la cama. Cuando se despertó por la mañana tenía un cuchillo en las pelotas.
—Joder.
—Sí, eso pensaba él. Después se le quitó la resaca de golpe. Me amenazó, chilló, casi arranca el cabecero de la cama, hasta que le clavé la punta del cuchillo en los huevos.
—Eso suele relajar bastante —dije, apretando instintivamente las piernas con esa simpatía que experimentamos los hombres cuando hablan de nuestros genitales.
—Se meó encima, Roberto. Le tuve atado un día entero a la cama y cuando lo desaté, estaba más suave que un guante. Le dije que si volvía a ponerme la mano encima, tendría que matarme, porque la próxima vez me haría unos pendientes con sus cojones. Supongo que no le apeteció elegir entre dormir con braguero o pasarse el resto de su vida en la cárcel. Firmó los papeles del divorcio y el juez decretó una orden de alejamiento —bebió un trago de vino para pasar los recuerdos—. Que tampoco es que sirva de mucho, pero algo es algo.
—Tu difunto —dije, moviendo la cabeza—. Qué lástima que no me llamaras.
—Tiene gracia que digas eso. Estuve a punto de hacerlo.
Por aquel entonces Lola estaba tan desesperada que quedó un día con el novio de una amiga suya, un policía que le advirtió que la ley en casos de maltrato es una puta mierda. «Con esos tipos, el forense suele llegar antes que nosotros», dijo. Añadió que él conocía unos rumanos en Canillejas que, por menos de mil euros, podían coger a su marido y pegarle una paliza de muerte, pero que lo mejor era avisar a un profesional. Salía más caro, sí, pero merecía la pena.
—Entonces mencionó tu nombre —dijo Lola, sonriendo—. Me dijo que podría localizarte en un bar en Ópera. Al principio ni siquiera caí en la cuenta, pero cuando dijo que en otros tiempos te habías dedicado al boxeo y que habías crecido en el barrio, entonces supe que eras tú. No han salido muchos boxeadores famosos de San Blas.
—No tan famoso —gruñí.
—Entonces, ¿es cierto que te dedicas a matar gente?
Lo decía falsamente asustada, con esa extraña mezcla de cinismo y fascinación que sienten ciertas mujeres ante los chicos malos. Después de todo, Lola, más que con los malos, se había juntado con los peores.
—¿Tengo pinta de asesino?
—No sé. No sé qué pinta tienen los asesinos.
—Deberías saberlo. Te casaste con uno.
—Diego puede ser muchas cosas. Un ladrón, un traficante, un maltratador y un hijoputa. Pero no es un asesino.
Era la primera vez que lo llamaba algo distinto a «difunto» y también la primera vez que oí el nombre de pila de Romero. Era como vivir muchos años con un picor de mierda en la ingle, ir un día al médico y descubrir al fin que el picor tiene nombre.
—Mató a su hermano pequeño, Lola —fue a protestar, pero alcé la mano—. Es cierto que fue en mitad de un tiroteo, pero ni se sabe la cantidad de muertos que lleva encima. Entre las víctimas de sobredosis y los cadáveres encontrados en incendios accidentales, la lista se ha alargado mucho.
—¿Incendios?
—Romero empezó a hacer fuegos de pequeño, cuando sólo era un renacuajo. ¿Te acuerdas de la tienda de Eladio? Pues no se chamuscó sola. Desde entonces Romero ha estado implicado en unos cuantos fuegos.
—¿También en el de tu tía?
—Es muy posible. El policía aquel que te habló de mí, ¿iba bien vestido, llevaba unas gafas así, tipo John Lennon?
—Sí. ¿Lo conoces?
—Richi, Ricardo Sánchez. Lo llamábamos el Chapas.
—Intentó tirarme los tejos —dijo Lola apartándose unos flecos de pelo de la cara—. No se cortó un pelo, aunque yo estaba muy asustada y él sabía que yo era muy amiga de su novia.
—Entiéndelo, Lola: estás demasiado buena. Me extraña que no lo recuerdes del colegio. El Chapas fue uno de mis mejores amigos.
—¿En serio? A mí me pareció un gilipollas.
—¿Qué opina tu amiga?
—Lo mismo o peor. Lo dejó al poco tiempo y te aseguro que yo no tuve nada que ver.
Nos levantamos para quitar los platos. Cuando se agachaba para abrir el frigorífico, su vestido azul eléctrico se expandió hasta mostrarme el esplendor redondo de los cielos. En esta versión estaba editado en dos hemisferios y en cinemascope. Me aferré a su cintura antes de que sacara la bandeja.
—Tengo algo mejor para el postre —susurré.
—¿Otra vez? —ronroneó, encajándose contra mí como las piezas de un puzle—. Veo que traes mucha hambre atrasada.
—Estás demasiado buena, Lola. Ya te lo dije.
Ella se volvió y me ofreció la boca. El beso fue profundo, largo, lleno de complicadas reminiscencias de la cena. Sorbí los vestigios del vino tinto en su lengua, oyendo aullar otra vez los demonios de la carne y todos mis otros demonios. Después la llevé en brazos hasta la cama. Esta vez me lo tomé con tiempo: quería desenvolver los regalos.
Eran las seis de la mañana cuando dejé la casa de Lola. Me vestí sin hacer ruido y la dejé dormida en la cama. Enfrente del portal, en medio de la calle vacía, había un taxi aparcado. El conductor me miraba con cara de guasa, un brazo apoyado en la ventanilla bajada. Era canijo, feo, y tenía una loncha de pelos oscuros pegoteada en una mejilla.
—¿Es un poco pronto para llevar a la niña al colegio, no? —gritó.
Mi padre me enseñó que hay que mirar bien a derecha e izquierda antes de cruzar una calle. Lo hice y después crucé a la carrera, pero el Lenteja, con el motor del coche al ralentí, arrancó de un solo acelerón: apenas pude rozar el capó de un manotazo. El taxi se perdió en el azul friolento de la mañana, pedorreando gases como si mi tía se hubiese reencarnado en el tubo de escape. Si el Lenteja y Romero seguían siendo uña y carne, ahora ya no le faltarían motivos para visitar de nuevo a Lola.
También me advirtió mi padre que tuviera cuidado con los tipos bajitos. Los grandes confían demasiado en su tamaño y en su propia fuerza, pero con los enanos nunca se sabe. «Ahí tienes a Napoleón» decía. «O a su Excelencia, el Patas Cortas, que nos tuvo cogidos de los cojones durante cuatro décadas. Fíjate bien, hijo: a un tipo que le cuelgan los pies cuando se sienta en el coche, todo lo que le falta de altura, le sobra de mala leche». El tiempo le fue dando la razón. Los peores púgiles que me encontré en mi carrera, los más ásperos, los más rocosos, parecían tentetiesos a los que les habían injertado los guantes de boxeo a la altura del codo, pero luego no había quien los tirase a la lona. Chamaco, por ejemplo, no era más alto que yo. A Paviani le castigué tanto y durante tantos asaltos que me cansé de pegarle. Con los mismos golpes podía haber derribado un chalé y aún me sobraban hostias para partir nueces. Al fin, cuando su entrenador arrojó la toalla, Paviani giró la cabeza, ciego de sangre, buscando su pareja en el baile. Se balanceaba en pie como un dado cargado: los hematomas en los ojos cerrados, la nariz rota y los pómulos hinchados pintaban un cinco en su cara.
De regreso a casa, mientras cruzaba Valdecanillas, los gatos huérfanos de mi tía salieron en estampida de entre unos contenedores de basura y me dieron un susto de cojones. Pensé que un perro había acudido a disputarles las sobras, pero, al acercarme, vi al niño que había descubierto trasteando en el frigorífico de mi tía. Se me quedó mirando, de frente, demasiado sorprendido para echar a correr, esmaltado en una oscuridad en la que sólo brillaban el temblor de las pupilas y una lágrima de metal que colgaba de su cuello. Pensé que se trataba de un colgante de plata, pero cuando retrocedió, buscando la protección de la pared, comprendí que se trataba de una llave. En las manos tenía una bolsa de basura que debía de haber caído del camión con las prisas de la noche del viernes. El niño llegó hasta la pared y aplastó la espalda contra ella, acorralado, esgrimiendo la bolsa como si pretendiera defenderse con unas cuantas mondas de patatas. Jadeaba de puro pánico. Alcé la mano izquierda en son de paz y me llevé la derecha a la cartera.
—Tranquilo —dije—. Tranquilo.
Saqué un billete de cincuenta euros, lo arrugué y lo tiré al suelo, muy cerca de sus pies. Después di media vuelta y lo dejé en paz.
Una vez el Chapas, Pedrín y yo iniciamos una cruzada contra los perros callejeros del barrio. Íbamos armados de trabucos, un arma infantil que se fabricaba con un globo sujeto a la boca de una botella de leche. Metíamos dentro una piedra, estirábamos el globo y al soltarlo de golpe el proyectil salía disparado con fuerza y precisión matemáticas. Era mejor y más sencillo que un tirachinas: la versión para niños de una escopeta recortada. Gracias a los trabucos, en una sola noche, dejamos a oscuras una manzana entera. Pero las farolas no se podían mover, mientras que los perros salían disparados en cuanto sentían el aguijonazo mineral en el lomo. La tarde en que empezamos la cruzada, un tropel de chuchos heridos atravesó las calles del barrio. Los aullidos llegaron hasta el parque, donde la persecución era más fácil porque bastaba con agacharnos para recargar los trabucos. Tras una orgía de pedradas, corrimos tras un pequeño perro salchicha que se había quedado rezagado. El animal apenas podía correr y además cojeaba de una pata. Sin embargo, cuando comprendió que estaba rodeado, sufrió una transformación: lo animo un inaudito acceso de coraje, se encrespó, gruñó y nos enseñó los dientes. Entonces vimos que uno de los cantazos le había saltado un ojo: un muñón sanguinolento le colgaba de la cuenca vacía y casi le tapaba la boca. Nuestro ánimo guerrero se enfrió de repente, bajamos la cabeza avergonzados y guardamos las armas. Aquella noche le pedí a mi madre las sobras de la cena para llevárselas al pobre perro cojo, pero no lo encontré aunque busqué por todas partes.
Nunca había vuelto a ver una mirada tan cargada de miedo y desesperación hasta que tropecé con aquel muchacho agazapado entre los contenedores de basura de Valdecanillas. Como el perro, no tenía la menor oportunidad, y al igual que el perro, en vez de llorar o suplicar, apretó los dientes y, en silencio, se aprestó para la lucha. Tal vez, con aquel billete arrugado, había intentado no sólo echarle una mano sino, ante todo, aplacar mi conciencia. Cincuenta euros no es mucho dinero por un ojo saltado.
Abrí la puerta de casa procurando no hacer ruido para no despertar a mi madre. Me desvestí, muerto de sueño, pero el tacto blanco de las sábanas me enardeció en lugar de acunarme. Los besos y caricias de Lola reverdecieron como las brasas cuando se aviva un fuego: después de todo, aún tenía el sabor de su saliva en la boca. Aquella noche habíamos rebasado el punto en que la lujuria se funde con el agotamiento y al fin me tumbé bocarriba en la cama mientras su melena se desparramaba sobre mi pecho. Tendida en la penumbra, viajando con los dedos desde mi ombligo a mi cuello, Lola empezó a hablarme de su hija, del trabajo de cajera que apenas le alcanzaba para llegar a fin de mes, de la pensión que nunca cobraba, de los gastos del colegio. A la vez que hablaba, iba dibujando las palabras en mi vientre, y comprendí que me estaba dando algo mucho más profundo que el sexo, el cariño, el amor: me ofrecía su miedo. Se había quitado los zapatos, la ropa, la lencería y la vergüenza, y allí, acurrucada contra mí, temblaba el núcleo esencial de lo que ella vestía de sol a sol con tacos malsonantes, uñas postizas y desplantes de chulería crónica. El rímel se había disuelto en el sudor y su voz me llegaba fatigada y soñolienta, a través de un paisaje esbozado a retazos en un futuro incierto. Una extraña ternura se abrió camino en mi pecho, entre las hebras tibias de su pelo, y por primera vez pensé en la herencia de mi tía, en si todo ese dinero podría servir para ayudarla. Barajé en la cabeza las frases que podría decirle, pero no se me ocurrió otra cosa que su nombre:
—Lola.
—No digas nada, anda —susurró—. No sé por qué te cuento todo esto. No es asunto tuyo, no puedes hacer nada.
—Quizá pueda —murmuré, acariciándole la cabeza—. Quizá sí pueda.
—Además —se echó a reír—, tendrías que partir muchas piernas para saldar todas las deudas.
—Piernas nunca faltan.
—Lo nuestro sería un desastre, fijo. La puta del barrio y el matón a sueldo, igual que una película.
—No digas eso ni de broma. Tú no eres puta. Nunca lo fuiste.
—La gente no piensa lo mismo, Roberto.
—La gente es gilipollas, Lola.
El blanco del techo nos cubría como un cielo a punto de nieve. No había nubes ni estrellas: sólo sombras.
—Perdóname por lo de antes.
—¿Por qué, cariño?
—Cuando te llamé asesino. Sólo pretendía pincharte.
Entonces, con la vista fija en las constelaciones fantasmales del techo, le conté a Lola toda la historia. Sólo unos cuantos la conocían, a pedazos, pero ninguno tenía los suficientes como para poder armarla entera: Richi, Sebas, mi madre, el comisario Muñoz, el padre Osorio, Venancio Fuentes, una bailarina pija. Cada uno tenía un trozo del rompecabezas pero aquella noche le dije a Lola lo que jamás había dicho a nadie, todo lo que sabía sobre mí, lo bueno y lo malo, desde los encargos de mala muerte que me llegaban a través del Oso Panda hasta las palizas justicieras del colegio, desde las borracheras donde perdía la cabeza hasta la tutela de una niña inválida. Empecé por el final, explicándole mi forma de vida, mi catecismo personal, el modo en que aceptaba o rechazaba un trabajo. Yo no era un asesino, sino sólo un barrendero que iba por libre, el que recogía la basura a deshoras, el que cobraba deudas que la justicia se había hartado de reclamar, el que desinfectaba hogares impermeables al raticida y la lejía. A menudo mi labor de limpieza era tan desagradable como la de un higienista dental: yo también sacaba dientes y muelas, pero sin anestesia. Mi etapa como esponja humana me llevó muchas menos palabras: no había mucho qué decir cuando uno se pasa el día con la boca llena, bien bebiendo o bien vomitando, y además no recordaba gran cosa.
—¿Cómo te atreviste a beber una copa?
—Había que celebrarlo, ya te lo dije.
—Estás loco, Roberto —Lola suspiró—. ¿Seguro que no te has dejado nada en el tintero?
—No que yo sepa.
—Mi madre me decía que yo era un imán de problemas. No supe cuánta razón tenía hasta el día en que me casé. Pero no pareces mucho mejor partido que mi difunto.
—No creas. Puede que ahora mismo sea millonario. Siempre que mi tía no haya dejado la herencia a sus gatos.
—Roberto —Lola alzó la cabeza y me miró de frente: en sus ojos destellaban cenizas—. Créeme: me importa una mierda el dinero.
—Te creo. Sólo bromeaba. Además, estoy pensando en adoptar los gatos.
Lola se echó a reír, me hizo cosquillas, nos revolvimos entre las sábanas, pero estábamos demasiado cansados para empezar de nuevo. Se sentó en la cama, despegándose de mi abrazo, y cogió un cigarrillo. Fumando allí, desnuda, con el humo enroscándose en torno a sus cabellos, parecía un anuncio de tabaco. Nunca había tenido más ganas de encender un pitillo.
—Hay algo que no entiendo. Cómo es que siempre vuelves a lo de esa pobre chiquilla. Hace ya tantos años.
—Me caía muy bien, era amiga mía. Recuerdo cuando cantaba desde la ventana de su terraza. Además, hay algo extraño en su muerte.
—¿No crees que fuera un accidente?
—No lo sé, Lola.
No le conté que Richi y yo habíamos visto la Mano Negra en la piscina, estampada en una puerta de los servicios de chicas, y después otro avatar de la misma Mano Negra en la pared de la casa de mi tía. Ya tenía bastantes problemas con su difunto como para añadir otro leño a la hoguera. Pero me fastidió aquel primer subterfugio cuando hacía sólo unos minutos que acababa de abrirle mi corazón. Sebas me dijo una vez que nadie puede amar del todo a alguien, aunque entregue su vida. A mí me sonó a un poema malo. «Los sueños siempre se escapan, chico», sentenció Sebas, repasando la barra con un trapo. «No puedes contarle todos tus sueños a una mujer si ni siquiera tú sabes qué coño has soñado». A punto de dormirme, en la misma cama de adolescente donde tantas veces había soñado con Lola, caí en la cuenta de que tampoco le había contado todo sobre mí, todo lo que yo sabía. No le había dicho que estaba medio sordo y que a veces oía los ruidos del mundo como desde el interior de una piscina. Sordo, pendenciero y exalcohólico: menudo partido.
Quedé con Richi por la mañana en el mismo bar donde celebramos nuestro reencuentro. Se llamaba La Parada porque en otro tiempo, decían, hubo enfrente una parada de taxis, pero hacía mucho que los parroquianos no podían recordar otra luz verde que el piloto de la máquina de tabaco. El Lenteja no solía aparcar por allí y Richi no había llegado aún, así que me tocó cruzar guantes con el mismo vejete borracho que me había inventado un combate en Las Vegas. Pepe el Puñales ya era una figura mitológica en el barrio desde los tiempos en que yo era un crío: un torero fracasado que presumía de cornadas imaginarias e hipotéticas tardes de gloria aunque nadie del barrio le había visto jamás con una muleta en las manos. Era tan flaco que daba grima verlo, con los pantalones que se le escurrían bajo los sobacos y una camisa a cuadros tan llena de lamparones que parecía un mantel. Pasaba el tiempo apalancado en las barras de diversos bares, de San Blas a Vallecas, y vivía únicamente por y para los toros, rememorando faenas épicas de los grandes matadores y contándolas con tal lujo de detalles que me extrañaba que le quedara sitio en la memoria para reconocer a un boxeador de barrio.
—Robertito, niño, qué alegría —saludó, mientras la dentadura postiza le bailaba en la boca—. Chaval, ponnos dos cañas.
—No bebo alcohol, Pepe.
—Me cago en tus muertos.
—Pero te acepto una Coca-Cola.
—Vaya mariconada.
Era su forma de hablar, no había que hacerle mucho caso. De todas formas, la invitación era meramente retórica, porque no se sabía que Pepe hubiese pagado una copa en su puta vida. Todo el mundo le convidaba a cambio del dudoso privilegio de escuchar sus crónicas taurinas, las cuales incluían, casi siempre, una relación pormenorizada de su cogida. Yo ya había oído varias versiones en las cuales cambiaba la fecha, la plaza y el toro: lo único fijo era la cornada, una puntada a lo largo del muslo que le había dejado de recuerdo una vistosa cojera.
—¿Te he contado alguna vez cómo me dejó cojo Filibustero en Málaga?
—No, ésa no me la sé.
—Me cago en la leche —dijo Pepe, palmeándose la pierna.
Y empezó a describir, con la ayuda de una servilleta de papel, una larga y complicada serie de naturales entre los que podían oírse los gritos de los subalternos y los vítores unánimes de la plaza: un eco de la misma multitud fantasmal que acompaña a un viejo púgil sonado mientras rememora en voz alta el gran combate. Richi apareció cuando se llevaban al Puñales a la enfermería, intentando taponar con las manos el grifo de sangre abierto en el muslo.
—¿Dónde te ha pillado el toro hoy, Pepe? ¿En Aranjuez?
—No, en casa de tu puta madre.
El Puñales acabó la caña de un trago, soltó un taco, remató con un pase de pecho y se fue renegando, exagerando aquella cojera que era la cifra de su vida. Lo vimos cruzar la calle renqueando, arrastrando la pierna, insultando a los coches que pasaban.
—Qué personaje —dijo Richi.
—Inofensivo —puntualicé yo.
—No creas. Al parecer, la cojera no fue cosa de un toro sino de un Doscaballos que andaba mal de frenos.
Richi me contó que, tiempo atrás, el Puñales había tomado la glorieta de Atocha como plaza improvisada donde recordar sus buenos tiempos. Toreaba de noche, a la luz de las farolas, gritando burradas a las motos y automóviles que intentaban esquivarlo mientras unos cuantos borrachos lo jaleaban echándole monedas en mitad de la calzada.
—El Doscaballos le retiró de los ruedos durante algún tiempo. Espero que no le vuelva a dar por ahí porque entonces va a haber que encerrarlo.
Pidió una cerveza y nos sentamos en una de las mesas del fondo. Por el modo en que se apuntaló las gafas con un dedo, supe que no traía buenas noticias.
—He estado husmeando aquí y allá, Rober. Tu tía tenía un abogado que le llevaba todo el papeleo.
—Espero que no sea alérgico a los gatos.
—Palmó sin hacer testamento. Al menos en la oficina del abogado no se ha encontrado ninguno. Ni en la casa tampoco, y eso que registramos de arriba abajo. Eso os deja a tu madre y a ti como únicos herederos.
Saboreé la Coca-Cola. Las palabras sonaban a gloria pero la voz de Richi no llevaba bien el acompañamiento. Tenía una cara larga, como si fuese a darme el pésame.
—Bueno, suéltalo ya.
—Tu tía estaba en la ruina, macho. En la puta ruina. Tenías razón cuando decías que era un bicharraco con suerte. Debía un montón de pasta a varios bancos.
Rechiné los dientes. Me entraron ganas de partir la mesa de una hostia, pero logré contenerme. La muy hijaputa se había muerto igual que había vivido: dando un corte de mangas.
—Vaya —dije, y me dio por echarme a reír—. Hay que joderse. No he durado ni un día de millonario.
—Lo fue vendiendo todo, Rober, todo. Las casas de Moratalaz, las de San Blas, las de Vallecas. No le quedaba más que ese caserón de mierda plagado de gatos pero ya ni siquiera era suyo. Lo volvió a hipotecar para hacerse cargo de las deudas.
—Por eso no quería venderlo a la constructora —murmuré—. Porque entonces no tendría ni donde caerse muerta.
—Eso parece. Y lo peor es que sí habéis heredado algo.
—¿El qué?
—La hipoteca. La puta hipoteca.
Junto a la entrada, la máquina tragaperras empezó a escupir monedas y se puso a cantar loca de alegría. Richi bebió un trago de cerveza mientras aquel sonsonete y el vómito de calderilla me crispaban los nervios. El pobre tipo que se iba llenando los bolsillos no sabría nunca lo cerca que había estado de desayunar una palanca.
—Me cago en su puta alma —dije al fin—. Esté donde esté.
—Hay una cosa que puedes hacer, Rober.
—¿Qué?
—Vender. Vender la casa de tu tía. Acepta la oferta de la constructora y hazlo cuanto antes.
—¿La van a comprar así, hecha un churrasco?
—¿Crees que la quieren para alquilarla? Despierta, chaval. Sólo necesitan el suelo. En un par de días votan la próxima candidatura olímpica y, si Madrid sale elegida, todos esos terrenos subirán como la espuma.
—No sé si Sampere querrá saber algo de mí después de la última visita que le hice.
—¿Sampere? —preguntó Richi, terminando de un trago su cerveza—. Esa tía guarra sólo tiene una cosa en la cabeza y viene impresa en billetes. Hazme caso. Si juegas bien tus cartas, hasta puedes sacar un pico.
—¿Tan fácil lo ves?
—Créeme, Rober. Esa tía duerme con el dinero bajo la cama.
Llamó al camarero. Estaba claro que tampoco me iba a dejar pagar esta vez. El tipo afortunado ya había echado la mitad de sus ganancias a la máquina tragaperras mientras manoseaba la otra mitad que quedaba en la bandeja. La máquina, una ramera de hierro y plástico, seguía canturreando encantada con todo aquel magreo. Richi observó al hombre mientras esperaba que le trajeran el cambio.
—La gente es así, macho —dijo cuando salíamos a la calle—. Junta las monedas para ver si follan y crían billetes.
Abrió la puerta del BMW y me preguntó si me llevaba a algún sitio. No hacía falta, dije. Quería dar un paseo, pensar un poco, aclararme las ideas.
—No lo pienses mucho. No hay mucho qué pensar.
Había otro coche aparcado en doble fila, cerrándole el paso, y tocó el claxon para avisar al conductor.
—Creía que eso era una señal de prohibido —dije.
—Lo es, pero hace mucho que dejé de poner multas.
—Lo que todavía no entiendo es cómo la muy cerda pudo cagarla de esa manera. Tenía ocho o nueve casas, coño. Ha debido de hacer ricos a un montón de farmacéuticos.
—Te olvidas del bingo —dijo Richi, apoyando un brazo en la ventanilla—. Iba al bingo de Ciudad Lineal todas las tardes. Se dejaba una pasta en cartones.
—¿Y cómo cojones iba hasta allí? Necesitaba una carretilla para cada pierna.
—Supongo que en taxi —comentó Richi—. Por cierto, hay un detalle que no me has mencionado.
—¿Cuál?
—Lo del moro. Leí los papeles de la denuncia, cuando operaste de cataratas a aquel hijoputa. Algunos testigos dijeron que habían visto salir a un niño moro de casa de tu tía.
—Le sorprendí robando algo de fruta del frigorífico. Debía de estar hurgando por la obra y se coló en la casa. Sólo es un niño. No tiene importancia, Richi.
—¿Crees que tu tía lo conocía de algo? ¿Que pudo tener algo que ver con el incendio?
Negué con la cabeza. El tipo afortunado salió del bar maldiciendo su suerte y se dirigió a su coche lanzándonos una mirada de rencor. Por su cara, la máquina debía de haberle dejado pelado.
—Me recuerda a tu tía —dijo Richi.
—Pobre imbécil —sentencié yo.
Había que serlo para creer que en unas simples combinaciones metálicas se ocultaba la llave del tesoro. Hasta el puñetero bingo tenía más emoción. Imaginé a mi tía con una ristra de boletos desparramados sobre la mesa, soltando tacos y tachando números. Ya no habría casa de lujo para mi madre ni un colegio de pago para Tania. Como decía Richi, en el mejor de los casos, tal vez lograra equilibrar gastos. Todos mis sueños de poder ofrecerle algo de seguridad a Lola se esfumaron como un pedo en el aire. Eso era lo único que mi tía había dejado a su paso: gases.
El bingo era el casino de los pobres y la máquina tragaperras una ruleta sin crupier y con música incorporada. Ni siquiera requería un salón lujoso y unos cuantos empleados a su alrededor, sino sólo un enchufe. Básicamente el mundo no es más que una sucesión de trampas donde el dinero va cambiando de manos. Mi tía había atrapado a unos cuantos incautos en la telaraña de sus pisos de alquiler y luego ella a su vez fue depositando todas sus posesiones en los cartones de un bingo. Así funcionaban las cosas. Había entregado mi corazón a diversos vicios, había bebido hasta casi matarme y peleado dentro y fuera del cuadrilátero, pero nunca pude entender la pasión del juego. De pequeño, las cartas dejaron de interesarme cuando los chavales empezaban a apostar una peseta en cada envite y tampoco me gustaba coleccionar cromos. Me quedaba a un lado, dando patadas a las piedras, mientras los demás niños se juntaban durante el recreo en una versión infantil de un mercado bursátil, cambiando dos por uno, tres por uno, cantando en voz alta las cotizaciones. Era fácil saber, por las cabezas cabizbajas y los gestos de triunfo, quien manejaba el cotarro: los acaparadores llevaban en la mano el mazo de cromos y lo empuñaban con la misma experta y filatélica despreocupación que un crupier mezclando la baraja.
Cada vez que salía una nueva colección, Vázquez se abalanzaba al kiosco, relegando las gominolas y los soldaditos de plástico tras aquellas chocolatinas que venían escoltadas por un sobre del que surgían, fotografiados junto al escudo y los colores de su equipo, los rostros de los paladines del fútbol. Cada temporada se producían nuevos fichajes y algunos futbolistas eran casi imposibles de conseguir mientras que otros se repetían una y otra vez, con la insistencia de las pesadillas, las malas notas o la manzana pocha en el postre. El fútbol nunca significó gran cosa para mí: toda aquella parafernalia de camisetas listadas, los números de los dorsales y los guantes de los porteros, me importaba una mierda. Con el tiempo descubrí por qué el fútbol me repugnaba con la misma fuerza que me atraía el boxeo, cuando comprendí que es un deporte de lloricas, teatreros y cobardes. Qué asco me daba ver a esos hombretones hechos y derechos llorando como damiselas, sujetándose el tobillo tronchado hasta que conseguían que el árbitro sacara la cartulina del bolsillo. Después, al reanudarse el juego, el supuesto cojo echa a correr que se las pela. Y lo primero que se le ocurre a uno de esos ridículos millonarios en calzón corto cuando le meten un gol a su equipo es negarlo desaforadamente con el brazo mientras va a protestar al árbitro. No sé qué haría cualquiera de ellos frente a la verdad explícita del boxeo, donde el árbitro sólo es una sombra que se desliza entre las cuerdas para evitar el asesinato. Al contrario que en el boxeo, en el fútbol el tongo no es la excepción, sino la regla: con tal de ganar, vale cualquier cosa.
En cambio Vázquez se desvivía cada vez que echaban un partido por la tele y rasgaba los sobres de las chocolatinas con la urgencia viciosa del alcohólico abriendo una botella, parpadeando cada vez más rápido. Mientras paseaba por el mismo parque donde habíamos bailado con ahorcados, recordé la cara de tristeza de mi amigo mientras la chocolatina se iba derritiendo dentro de su urna de papel de plata. En sus dedos manchados de mierda dulce se alzaba otra nueva remesa de decepción, un cuarteto de héroes dominicales y vulgares. «Éste lo tengo, éste también, éste lo tengo repe». Había futbolistas que se resistían durante semanas, durante meses enteros; otros no salían jamás y las leyendas infantiles aseguraban que el fabricante se había olvidado de incluirlos por tratarse de fichajes de última hora o bien sólo por el gusto de joder la marrana. Una vez Vázquez se quedó sin completar el álbum de la liga por culpa de Quini, un delantero del Sporting de Gijón que, en las subastas de los recreos y en el oráculo infantil de las chocolatinas, se convirtió en un fantasma. Rasgaba sobres y más sobres con la esperanza de que ocurriese el milagro, pero el cromo de Quini se quedó para siempre en el limbo de las cosas imposibles: una ausencia rectangular entre las sonrisas de sus compañeros de equipo, una mancha en blanco en las escrupulosas páginas del álbum, un hueco que va cubriéndose de polvo en una pared festoneada de retratos.
Después de la siesta volví a la casa de mi tía para echar un vistazo a las posesiones familiares. No sé por qué la seguía llamando así cuando en teoría ya había pasado a nuestras manos: cuatro muros chamuscados y un jardín plagado de malas hierbas. El resto de la herencia consistía en una hermosa hipoteca que no tenía ni la menor idea de cómo iba a pagar. Lo más sensato era hacer caso a Richi, llamar a la viuda de Sampere y aceptar su oferta, pero yo nunca he sido muy sensato. La otra opción era sentarme a esperar y ver si de la tierra quemada empezaban a brotar lingotes de oro.
Las excavadoras y hormigoneras pastaban a sus anchas, solitarias, inmóviles, un rebaño de amarillentas vacas prehistóricas abandonadas a su suerte, sin nadie a quien molestar. Los bomberos habían sellado la cancela del jardín con una cinta que advertía que el edificio amenazaba ruina. Aparte de una inconsciencia, saltar aquella barrera probablemente también era un delito, pero no tenía tiempo ni ganas de llamar a un abogado. Aunque Richi me había comentado que en el banco las cuentas estaban criando telarañas, mi tía era una de esas urracas que guardan la pasta debajo del colchón. De hecho, fue lo primero que miré, pero no encontré nada más que roña, muelles impotentes y manchas de sudor del tamaño de Siberia. Bajo la cama había una escupidera de loza y unas cuantas cajas remozadas de polvo y llenas de ropa vieja: toneladas de vestidos apolillados que mi tía ya no se podía poner y que ni siquiera había donado a la parroquia. Registré los armarios del piso de arriba sólo para perderme en un revoltijo de quincalla y bisutería barata, pendientes huérfanos, pulseras de latón, figuritas de porcelana mutiladas, muestras de perfume pasadas de fecha y echadas a perder que salpicaban las estanterías de un podrido y dulzón hedor a manicomio. Los abrigos se balanceaban colgados de sus perchas como reses desolladas en ganchos de matadero. No había más que lomos de conejo y chaquetas horripilantes de cuero rancio, teñido de rojo chillón o de verde fosforito: si alguna vez había guardado pieles de visón, mi tía debía de haberlas empeñado para comprar los cartones de la suerte que nunca tocaron. En las repisas inferiores, los zapatos —inútiles, copiosos, desamparados— se aglomeraban en un varadero de hebillas, colores y tacones por duplicado, como barcas gemelas aguardando el desguace. Todo aquello parecía el saldo de una tienda de disfraces, no valía ni el esfuerzo de tirarlo por la ventana. Mi tía había muerto con todas sus ajadas posesiones alrededor, como un faraón arruinado en una pirámide de mierda.
En el piso de abajo persistía el olor a quemado. El fuego había tiznado las paredes y escrito jeroglíficos en los azulejos del baño, mordisqueado algunos muebles y reducido a cenizas las alfombras, pero no se había atrevido a tocar a los payasos en sus marcos, quizá por miedo a llevárselos al infierno en una llamarada. El retrato de mi padre también estaba intacto: rompí el cristal y me lo guardé en la chaqueta. En una de las vitrinas, mezclados en un desorden ancestral, había docenas de potingues y cremas antiarrugas, lotes de aspirinas, montones de analgésicos caducados como para salvar de la jaqueca a un par de países africanos. Mierda y más mierda. Husmeé en la cocina, entre tarros de mostaza caducada y arcaicas latas de Cola-Cao, el alimento de la juventud, punteadas de lunares y con sus vistosos rótulos de arroz, alubias o harina. Me quedé mirando aquella joven madre, guapa, morena, sonriente, de pelo corto, que llevaba una bandeja con la merienda mientras dos críos, niño y niña, saltaban en torno a su delantal, expectantes y hambrientos. Ha pasado casi medio siglo pero los niños aún no han saciado su hambre, la madre no acaba de llegar a la mesa. El año del hambre no terminaba nunca, la radio a la hora de comer seguía siendo el parte, las lentejas sabían a posguerra, no había que dejar ni una cucharada en el plato.
En una lata rosa, destinada a galletas, encontré una pequeña caja fuerte portátil, de acero, con un asa metálica y una pequeña cerradura. La sacudí despacio y sentí algo que golpeaba en el interior. Si quedaba algún resto de la fortuna de mi tía —un reloj de oro, un anillo de diamantes, joyas auténticas— debía de estar ahí adentro. No fue hasta que salí otra vez a la calle, cuando recordé dónde había visto la llave. Primero, en la muñeca de mi tía, atada a una pulsera de baratija, y luego en el cuello de aquel niño moro al que había acorralado junto a unos cubos de basura. El sol estaba muy bajo y las sombras se habían adueñado del solar. Inmensas, fantasmales, las siluetas de las excavadoras se extendían por el suelo, tapando palas y cubetas manchadas de cemento, lamiendo la maleza del jardín hasta tocar los muros de la casa quemada. Junto a la puerta desvencijada, en la pared, la Mano Negra se despidió de mí.