CUATRO

Nos sentamos sobre unas tablas a mirar cómo los bomberos trabajaban. Richi fumaba despacio, sacudiendo la ceniza del cigarrillo y quitándose a papirotazos las pavesas que, arrastradas por el viento, iban cayendo sobre su chaqueta. El aire estaba impregnado de humo y mariposas ardientes. No había mucho que decir porque el fuego repetía una canción antigua: el incendio repentino de la tienda de Eladio, el ataque contra el coche del padre de Richi.

—Espero que tu tía hubiese salido de compras —dijo Richi al fin.

—Mi tía casi nunca salía de casa.

—Entonces…

—Me importa un carajo, Richi. Me importa una mierda lo que le haya ocurrido.

Era verdad. El churrasco en que probablemente se había convertido mi tía no me daba la menor lástima. Rastreaba en mi interior en busca de algún sentimiento y no encontraba nada, ni alivio ni luto, nada más que una mezcla de indiferencia, engorro por los trámites de defunción y preocupación ante cómo le daría la noticia a mi madre. Ahí sentado, veía chisporrotear las llamas, contemplando una aceptable versión del infierno con el que me habían acojonado desde que nací: un caos incandescente, lenguas rojizas y amarillentas, refinados tormentos. Si el infierno existía, mi tía ardería allí por los siglos de los siglos, pero no le envidiaba la ganancia a Satán y a sus demonios, que tendrían que aguantar hasta el fin de los tiempos su eterna mala leche y las pestilentes deflagraciones de sus gases. Mi tía ascendería pronto en el escalafón infernal, tenía cualidades. Seguramente, ni siquiera el fuego había logrado asustarla. Se habría plantado delante de la primera llamarada y se habría liado a bastonazos con ella. No podía imaginármela huyendo, gritando ni pidiendo auxilio. Era igual que yo, incapaz de tirar la toalla, y quizá eso era lo que más me jodía.

Cuando los bomberos empezaron a recoger las mangueras y las hachas, un policía con la cara tiznada se acercó a Richi y le contó que habían encontrado a una anciana muerta en el primer piso. Todavía era muy pronto para establecer cómo o qué había provocado el incendio, pero el fuego había empezado en la planta baja y el humo que iba subiendo asfixió a la mujer en la cama. Las llamas ni siquiera habían tocado el cuerpo. Richi le dio las gracias, arrojó la colilla a un lado y se puso en pie.

—Si estaba durmiendo quizá no se enteró de nada —dijo.

—Sí. Como en toda su puta vida.

La fachada quemada parecía el rostro de un púgil perdedor después de una pelea a doce asaltos: hematomas por todas partes y ojos cerrados en los balcones. La ventana rota de la cocina simulaba una boca con un diente menos desde la que no dejaba de brotar una espesa humareda, como si el tipo, después de la paliza, hubiese decidido consolarse fumando. Uno de los bomberos iba juntando los pedazos de la puerta destrozada a hachazos y se detuvo para examinar una mancha negra en el muro de la derecha. Richi y yo nos adentramos en lo que quedaba de jardín: un amasijo a mitad de camino entre una fogata echada a perder y un campo de batalla. Mientras nos acercábamos, rebañando lágrimas y cenizas de los ojos, la mancha en la pared fue adquiriendo la forma inconfundible de una mano.

—¿Alguno de ustedes se ha apoyado ahí? —preguntó Richi.

—No es hollín —dijo el bombero, volviéndose con el dedo manchado—. Es pintura negra. Y está reciente.

—No toque más. Apártese, haga el favor.

El bombero le obedeció y Richi examinó la mancha. Me hizo una seña para que me aproximara.

—¿Te suena de algo?

Parecía como si alguien se hubiese apoyado un momento antes de entrar en la casa. Igual que en la puerta del retrete de chicas, el día en que murió Gema. La Mano Negra había reaparecido, treinta años después, desde los vestuarios de la piscina hasta un muro a medio quemar.

—Me suena, sí.

—Pediré que consigan una muestra, pero fijo que no servirá de nada. Seguro que ese hijoputa llevaba guantes. La pintura negra canta que no veas.

Richi retrocedió y empezó a husmear entre los tablones, los cascotes y ladrillos. Detrás de una de las hormigoneras, tropezó con un bote de pintura y lo pescó con ayuda de un palo. Chorreaba pintura negra.

—Me juego lo que quieras a que no encontraremos ni una puta huella. Romero es muy listo.

—No necesito ninguna huella —dije, mientras Richi se dirigía hacia el BMW con su captura colgada del palo.

—Tiene que haber una bolsa por aquí.

Abrió el maletero del coche y rebuscó en su interior. Al fin encontró una y guardó el bote dentro. Tiró el palo a un lado y se volvió hacia mí, sacudiéndose las manos.

—Creí que lo tuyo eran las chapuzas —dijo.

—Ahora es una cuestión personal.

—¿Pero no dijiste que tu tía te importaba un carajo?

—Dos carajos. Dos por lo menos. Me refiero a Gema. Siempre he pensado que lo suyo no fue un accidente.

Un montón de vecinos se había juntado para contemplar el espectáculo. Los colegas de Richi, vestidos de uniforme, los mantenían detrás de las vallas de la obra. No quedaba mucho que ver: sólo un par de tipos husmeando entre la basura, los bomberos recogiendo sus trastos y unos cuantos maderos bailando la sardana. Apoyado en el coche, Richi observó los restos del incendio. Sacó otro cigarrillo, tal vez para hacer juego con la humareda gris que aún salía a bocanadas de la puerta y de la ventana de la cocina. Pensé que si mi tía hubiese ventilado alguna vez su habitación, quizá ahora seguiría viva.

—¿Tu tía tenía muchos familiares?

—Sólo mi madre y yo. Y de refilón. Era hermana de mi padre.

Richi sonrió mientras encendía el cigarrillo. Aspiró una larga calada y fue expulsando el humo entre los dientes.

—Entonces quizá tengas que darle las gracias a Romero. Le ha ahorrado mucho trabajo a los obreros. Esa ruina de los cojones —apuntó con el pitillo hacia ella— vale más a la plancha. ¿Te llevo a casa?

—No. Prefiero andar. A ver cómo le doy la noticia a mi madre.

—Nos vemos, Rober.

Me estrechó la mano y entró en el coche. Abrió la tapa del salpicadero y me dio una tarjeta con su número de teléfono.

—Te tendré al tanto. Pero si se te ocurre cualquier cosa, llámame.

—Gracias, Richi.

Mientras arrancaba, eché a andar, cruzando el coro de vecinos que todavía remoloneaban por allí, a ver si veían algo que mereciese la pena. Tendrían que esperar hasta que llegara el juez, claro que lo mismo tenían suerte porque ya se oía a lo lejos la sirena de una ambulancia. Recorrí buena parte de la calle hasta que encontré un gato flaco fisgoneando entre los cubos de basura. Reconocí al inquilino famélico que mi tía trataba a bastonazos. Maulló plañidero cuando un taxi frenó a su lado, y prácticamente saltó hasta mis pies.

—Tranquilo, pequeño —dije, recogiéndolo del suelo—. Lo mismo ahora eres millonario.

El cristal ahumado de la ventanilla fue bajando y un lunar ostentoso apareció antes que la cara. El Lenteja se echó a reír cuando me vio con el gato en los brazos.

—Coño, Roberto, sabía que eres gilipollas pero no tanto como para ponerte a hablar con animales.

—Sí, tengo un don. Hasta entiendo lo que dices. Podría montar un circo.

El Lenteja no me rió la gracia. Llevaba el piloto verde y el cartelito de «libre» en el parabrisas.

—Anda, mamón, sube. Hay alguien que quiere hablar contigo.

—Espero que no sea uno que yo me sé, porque entonces no vamos a hablar.

—No creo. Pero quizá te convenga oír lo que tiene que decir.

—¿Quién?

—Sampere. Tira el puto gato y sube al taxi.

Abrí la portezuela y subí al asiento trasero pero no solté al gato. El Lenteja protestó pero le dije que acababa de adoptarlo y no era cosa de abandonar un huérfano a la primera oportunidad.

—Además —dije—, gracias a ti, me has picado la curiosidad. ¿No sabes que la curiosidad mató al gato?

El Lenteja y yo no cambiamos una sola palabra durante todo el trayecto. De vez en cuando me observaba a través del retrovisor y en el pómulo izquierdo veía la gran mancha velluda del lunar clavada en mí: un tercer ojo que hubiera equivocado el camino de la sabiduría. Y el del culo. Como un talismán flexible y cálido, el gato ronroneaba bajo mis manos. Había que reconocer que el Lenteja era un hombre libre, al menos en lo que al tráfico se refería: el taxi atravesó Madrid a toda hostia, saltándose semáforos y pasos de cebra, hasta que llegamos a un edificio de oficinas cerca de la Plaza de España. Detuvo el coche, apoyó el brazo en el respaldo y se volvió hacia mí.

—Tercera planta. No vayas a perderte.

El portal estaba abierto y la mesa de la portería vacía. A pesar del gran espejo y del despliegue de filigranas doradas no parecía un inmueble muy lujoso. En la penumbra, el reflejo me devolvía la imagen de un tipo cansado, con la cara tiznada y la ropa salpicada de pavesas. Preferí olvidarme del ascensor y subí los tres pisos a pie, con la escalera a oscuras y el gato bajo el brazo. Una tontería porque el Lenteja ya debía de haber avisado de mi llegada. En la tercera planta, a lo largo de la moqueta amarillenta, una serie de puertas se extendía a derecha e izquierda. Una de ellas estaba entornada y a su lado había un rótulo blanco con letras azules y apaisadas que ya había visto impresas en una media docena de monos. SAMPERE CONSTRUCCIONES. Toqué con los nudillos y detrás de la puerta una voz dijo «adelante».

Un resplandor me guió a través del pasillo hasta una oficina amplia y casi despojada de adornos. La luz partía de una lámpara verde que imprimía a muebles y archivadores un barniz de acuario. Al lado de la lámpara se sentaba una señora rolliza, rubia de bote y tirando a jamona. Examinaba unos papeles y ni siquiera levantó la cabeza cuando me oyó llegar.

—¿Es usted la secretaria?

No respondió ni quitó la vista de los papeles. Sólo alzó una mano, historiada con uñas largas y rojas, y me indicó que esperase.

—Estaba citado con el señor Sampere.

Entonces levantó la cabeza y me extrañó no encontrarme con el loro que me temía en un principio. A pesar del exceso de maquillaje y de la nariz aguileña, todavía era una mujer hermosa al estilo de una película antigua, una vieja película italiana. Eso sí, todos los adornos que le faltaban a la habitación los llevaba puestos encima: anillos en los dedos, un broche dorado en el busto y unas pulseras que sonaban como un sonajero. Sacudió las pulseras para ofrecerme asiento.

—Soy la viuda de Sampere, señor Esteban. Puede llamarme Carmen.

—Encantado, señora —dije—. Yo soy Roberto.

Tomé asiento y acaricié lentamente al gato. La viuda Sampere lo miró y se le iluminaron los ojos. Pude entender que, no mucho tiempo atrás, el brillo de esos ojos hubiese conseguido cualquier cosa, por ejemplo, un anillo de matrimonio, una compañía constructora, un infarto.

—¿Y su gato tiene nombre?

—Se llama Rocky —improvisé.

—¿Rocky no es nombre de perro? —preguntó Carmen, sacando un cigarrillo de una pitillera dorada.

—Es que se apellida Marciano —encendió una cerilla y el humo casi disipó el arco de sus cejas—. Es nombre de boxeador.

—Como usted.

—Hace tiempo que me retiré, señora.

Escribió algo con una mano mientras con la otra sostenía el cigarrillo, jugueteando delicadamente con las uñas, como si contara con los dedos. Dejó la pluma sobre el papel y observó de nuevo al gato. No era una mirada amorosa.

—¿Cuánto pide por Rocky?

—No está a la venta, señora.

—No parece muy bien alimentado. ¿Cuánto pide por él?

Pasé la mano por el lomo despeluchado, pulsando un arpa de costillas y llagas. Se suponía que yo era el sordo.

—¿Cuántas veces hay que decirle que no? El gato no está en venta y la casa de mi tía tampoco.

—Pero si ni siquiera ha oído mi oferta —dijo, expulsando el humo despacio, con la cadencia de una actriz de cine mudo.

—No, pero me basta ver a la gentuza que le hace los recados.

Sonrió, entrecerrando los ojos. Parecía divertida. Se echó atrás en el asiento y la lámpara le imprimió a la torre blanca del pelo un tinte verdoso.

—A mí me basta echarle un vistazo —canturreó, señalando mi ropa— para saber qué tal le van las cosas. ¿Sabe que yo tenía un loro que se llamaba Roberto?

—Mujer, ya que habla de loros, yo cambiaría de peluquero.

—El rubio no me favorece, ¿verdad? —enrolló un rizo en uno de sus dedos, adelantando varias décadas de historia cinematográfica—. Roberto era un loro muy maleducado. Decía tacos delante de las visitas y soltaba unos silbidos muy groseros. Un día estaba dándole de comer, me cogió el dedo con el pico y por poco me lo revienta. ¿Sabe cuánta fuerza tiene en el pico un loro?

—Ni idea. Explíquemelo.

—Tuve que enseñarle disciplina. Con el dedo reventado, cogí unas tijeras y jugué a apuñalarle dentro de la jaula. Roberto revoloteó, chilló y de repente se quedó frito. Sólo quería asustarle pero luego me enteré de que los loros son animales de corazón delicado.

—Quién lo diría.

—Mi marido se llevó un disgusto… Era una cacatúa blanca, de Sudamérica, y costaba una millonada.

—Su marido era un hombre rico. Seguro que enseguida encontró un repuesto.

Carmen Sampere seguía sonriendo de medio lado cuando apagó el cigarrillo contra un cenicero de porcelana.

—¿Me está haciendo proposiciones, Roberto?

—No es ésa mi intención. Creo.

—Entonces deje de joderme —dijo suavemente. El humo ascendía en rizos, a juego con su pelo—. Lo he llamado porque alguien me dijo que usted, como familiar de la señora Esteban, quizá pudiera convencerla de que vendiera.

—Mi tía y yo nunca nos llevamos muy bien.

—Sí, eso me han contado. Lo vieron peleándose con ella poco antes de que atacara a uno de mis empleados.

—Le informaron mal. Estábamos descorchando una botella de champán y entonces un imbécil se acercó demasiado.

—Vamos a retirar la denuncia —dijo, tamborileando las uñas sobre la mesa—. Correré con todos los gastos de hospitalización. A cambio, me gustaría que hablara con su tía. Su falta de colaboración está retrasando un proyecto que podría enriquecer a todo el barrio.

—Sí, mi tía siempre fue una aguafiestas.

—Tengo todos los planos aquí —dijo, señalando los papeles sobre la mesa—. Hoteles, restaurantes, gimnasio…

—¿Pondrá también un futbolín?

—Sólo falta una pieza para empezar las obras —siguió hablando, sin reírme el chiste—. Y esa pieza es la finca de su tía. El complejo deportivo dará trabajo a mucha gente, señor Esteban, y no me refiero sólo a trabajo temporal.

Alzó los ojos de los papeles y me miró sonriendo. Rocky entrecerraba los ojos mientras le rascaba el cuello. No estaba acostumbrado a las caricias sin bastón.

—Menos mal, porque no es que se me dé muy bien colocar ladrillos.

—Bueno, no estoy hablando sólo de dinero.

—¿Me está haciendo proposiciones, señora?

—Le estoy ofreciendo trabajo. Tiene usted aplomo y sangre fría. Estaba pensando en un puesto de jefe de seguridad.

Me eché a reír a carcajadas. Rocky entreabrió un ojo, sobresaltado.

—Disculpe, señora. Pero eso sí ha tenido gracia.

—¿Por qué? Nada mejor para detener forajidos que contratar forajidos y nada mejor para hundir barcos piratas que poner otro pirata al mando. Lo aprendí en una película.

Era un buen argumento y además era cierto. En un buen porcentaje, el negocio de la seguridad privada se nutre de antiguos delincuentes reciclados. Yo mismo conocía a unos cuantos. Suspiré. Por unos instantes me tentó el amparo de un refugio, una oficina, un teléfono, empleados a mi cargo, un contrato, una nómina. Respetabilidad, un traje, una corbata: lo que siempre había soñado mi madre. Pronto no tendría edad para ganarme la vida pateando cabezas.

La viuda Sampere podía ser muchas cosas, pero no tonta. Aprovechó que yo había bajado la guardia para lanzar un gancho.

—¿Hablará con su tía entonces?

—A no ser que monte una sesión de espiritismo, lo veo muy difícil.

—¿Qué dice?

—Lo que oye.

—¿Su tía ha muerto? —a la señora Sampere se le escapó un suspiro de alivio—. Lo lamento de veras, pero tal vez esa muerte nos beneficie a todos.

—¿Usted cree?

—Sé que usted y su madre no nadan en la abundancia precisamente. La venta de esa finca podría solucionar todos sus problemas.

—No lo había pensado —dije, siguiendo un rastro de ceniza en el puño de mi camisa—. Tendré que darle las gracias al hijoputa que la mató.

La señora Sampere se me quedó mirando fijamente y después pestañeó una, dos veces. Parecía que la pintura se le había quedado pegada a los párpados. Tenía maquillaje de sobra, la iluminación adecuada y tal vez un buen guión, pero si la viuda Sampere era actriz, entonces aquella noche merecía el Oscar.

—No ha sido muerte natural, señora. Algún desgraciado le pegó fuego a la casa.

Volvió a pestañear y luego buscó la pitillera entre los papeles. Extrajo un cigarrillo, jugó con él entre los dedos, no lo encendió.

—¿Usted no pensará…?

—Yo no pienso nada, señora. Me echaron del colegio antes de que me enseñaran a pensar. Pero a clase de matemáticas sí que llegué.

—¿Está loco? —se echó hacia adelante en el asiento—. ¿Me está acusando de asesinato?

—Tampoco fui a clase ese día, pero sé sumar dos y dos.

La señora Sampere frunció el ceño, arrugó la cara y envejeció de golpe veinte años. Todo su posible atractivo se había resquebrajado bajo la capa de maquillaje, dejando al descubierto únicamente a la terca usurera de pelo teñido dedicada a las excavadoras y a la compra y venta de inmuebles: un avatar de mi tía con unos cuantos años menos y unos cuantos millones más, pero fundamentalmente idénticas en los aspectos básicos. Ferocidad, avaricia, usura.

—Es usted un imbécil —dijo cogiendo otra vez la pluma de oro—. Vamos, lárguese. Tengo mucho trabajo.

No pensaba obedecerla pero se volvió hacia un lado para coger unos papeles, en un movimiento extraño. Pensé que se trataba de un asiento giratorio, pero entonces vi los manillares metálicos a su espalda.

—¿No me ha oído? ¿O es que es usted sordo?

La sorpresa me había paralizado, dejándome tan frío como el cenicero. La mujer pulsó un mando en uno de los reposabrazos y la silla giró hacia la izquierda. Una silla grande, negra, pesada, llena de cables y aparatos.

—Es paralítica —dije en un alarde deductivo.

—Y usted imbécil —repitió ella.

—Puede. Pero debería tener más cuidado a la hora de pedir referencias a sus empleados. Romero, aparte de delincuente y traficante de drogas, también es pirómano.

—No conozco a ningún Romero.

—Eso dígaselo a la policía.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Rocky maulló mientras la viuda Sampere, maniobrando con la silla de ruedas, empezaba a insultarme y a despotricar sobre abogados. Bajaba ya las escaleras cuando el portazo sonó a mis espaldas. El taxi no me esperaba, así que empecé a pasear mientras acomodaba a Rocky bajo mi brazo.

Me tentó la idea de acercarme a Ópera, entrar al Oso Panda y pedirle a Sebas uno de sus zumos de frutas y un plato de leche para el gato. Pero seguí adelante, dejé atrás la tarta de bodas del Palacio Real y crucé el viaducto de Segovia con sus invulnerables paneles de cristal blindado. Pegado a uno de ellos, como moscas recorriendo una ventana, un par de turistas miraban el atardecer tóxico de Madrid, un suntuoso fresco de cielos sonrosados y nubes ardientes. Gracias a un concejal previsor con algún primo cristalero, Madrid había perdido su gran balcón al más allá. Los suicidas madrugadores ya no podrían disfrutar del panorama antes de aterrizar contra el cemento o contra el capó de un coche. Antes bastaba asomarse al pretil del puente para sentir el silbido del abismo, la canción de los ángeles, el mismo vértigo irresistible que empuja a los niños cuando se tumban boca arriba en el césped.

A lo largo y lo ancho del cielo fulguraban las brasas de uno de esos crepúsculos inverosímiles que caen de vez en cuando sobre Madrid para hacer propaganda del paraíso. El viento de la sierra aventaba las pavesas de las nubes y esclarecía el aire. Pero al otro lado del puente la multitud fue espesándose: parejas abrazadas, grupos de chavales, familias con críos cogidos de la mano. Un ruido de fondo empezó a calar en mis oídos. A Rocky, que había estado tan tranquilo hasta entonces, se le erizó la piel y empezó a revolverse. Bufó, maulló, me pegó un arañazo y acabé por dejarlo marchar. Saltó de mis brazos con elástico rencor y una niña soltó el globo que llevaba en la mano para intentar atraparlo, pero apenas pudo hacer otra cosa que ver cómo se escurría entre un mar de piernas y zapatos. El globo blanco, hinchado con helio, ascendió rápidamente hacia los cielos.

Enfrente de San Francisco el Grande se levantaban las primeras casetas de la feria. La música de los tiovivos, las canciones horteras y el parloteo de los altavoces se fundían en un único estruendo, jaleando a los coches de choque que se perseguían unos a otros como gallos de pelea en una jaula eléctrica. Un chico rubio se empeñaba en impresionar a su novia, disparando a las dianas móviles con una desafinada escopeta de perdigones. Detrás de una mampara de cristal, el algodón dulce iba brotando en filamentos blancos y rosas, devanando el ectoplasma de mi tía en una peluquería de más allá. Si había nombrado herederos a sus putos gatos, yo debería encontrar a Rocky cuanto antes, adoptarlo y declararme su albacea con piojos y todo. Un tipo flaco, de mejillas chupadas, iba cantando los números de la subasta detrás de unas estanterías tan repletas de muñecas, jamones y peluches de trapo que parecían nichos en un cementerio de regalos. Apenas entendía lo que decía: la voz, vulgar y cazallera, brotaba del micrófono como si saliera desde la trompa de un elefante. Era la misma voz, el mismo tipo, la misma subasta de todas las verbenas, el mismo número que no tocaba nunca.

Al triciclo rojo y a la muñeca con miriñaque y trenzas los conocía yo desde los tiempos en que iba con pantalón corto. Los saludé con el respeto que se debe a los mayores. Habían recorrido España de feria en feria, trabajando todas las noches ante públicos distintos, y habían sobrevivido a todas las innovaciones del sector —el auge de las pilas, los juguetes electrónicos y las consolas de videojuegos— sin que jamás, ni una sola vez, saliera su número en el oráculo de la cazalla. Hasta los jamones parecían invulnerables, resguardados del azar por la misma alquimia secreta que los preservaba de la corrupción y la muerte.

Un verano apareció una feria en el descampado de San Blas: las carpas y las atracciones brotaron de la noche a la mañana, junto a los camiones y los operarios que se afanaban en plantar los palos y desembalar las lonas. Me asomé a la ventana y la noria floreció ante mis ojos: una rueda resplandeciente que, allá a lo lejos, rompía el horizonte familiar de árboles y tejados. Cuando nos reunimos abajo, en la calle, el Chapas, Vázquez, Pedrín y yo corrimos para comprobar que no se trataba de una quimera. Nos detuvimos delante de un hombre que estaba engrasando el mecanismo del tiovivo y el Chapas le preguntó cuánto tiempo pensaban quedarse.

—El fin de semana —dijo y, como vio que nos quedábamos remoloneando por allí, añadió—. Venga, chavales, dejadme vivir.

Los caballitos galopaban inmóviles, esculpidos en círculo, y sus ojos pintados miraban con avaricia los hierbajos que crecían aquí y allá, entre las ruinas y cascotes del descampado. El coche de bomberos, rojo y reluciente, parecía impaciente por arrancar. Vázquez parpadeó con su ojo chungo, se alzó de puntillas y pasó las manos a lo largo de la carrocería de plástico. No pudo evitar tirar del cordón y el sonido de la campana se alzó, alegre y solitario, entre la rígida somnolencia de las otras monturas. El hombre dejó la aceitera sobre las planchas metálicas y amagó una carrera:

—Me cago en diez… ¿Os queréis ir a tomar por culo?

Nos pasamos toda la mañana haraganeando entre las casetas, viendo los postes clavarse en la tierra y los clavos hundiéndose a martillazos, con esa muda fascinación ante el trabajo ajeno que sólo sienten los ancianos y los niños. Lo que más nos intrigó fue un carromato pintado de verde oscuro y decorado con unos carteles donde podía leerse:

BRUMA, LA NIÑA-ARAÑA

BRUMA, EL MAYOR MISTERIO DE NUESTRA ÉPOCA VÉALA, SÓLO CIEN PESETAS

BRUMA, LA NIÑA QUE CRECIÓ SOLA, EN LAS SELVAS DEL BRASIL,

ALIMENTÁNDOSE DE CARNE HUMANA

SÓLO ADULTOS Y NIÑOS ACOMPAÑADOS

PERSONAS SENSIBLES ABSTENERSE

Uno de los carteles mostraba la cabeza de una muchacha que no tenía brazos ni piernas ni tronco, sino únicamente un repugnante cuerpo de araña del que brotaban ocho largos filamentos peludos y viscosos. El efecto era verdaderamente terrorífico pero me llamó la atención la expresión de la cara: no parecía malvada o hambrienta, sino sólo triste, resignada. No era más que una niña de pelo rubio y ojos claros que cargaba a cuestas con un monstruo de ocho patas. Un tipo gordo con un cubo en la mano abrió la puerta del carromato y nos preguntó qué estábamos haciendo.

—Acabo de darle de comer y no creo que os gustara verlo.

Intentamos atisbar el interior pero él interpuso su corpachón, embutido en un mono azul desteñido, y nos enseñó el cubo del que rezumaba una sustancia espesa y negra. Acercando una boca que apestaba a tintorro, murmuró:

—Hace una semana, en Orense, a un niño curioso se le ocurrió entrar cuando yo no estaba y se quedó sin un brazo.

De vuelta a casa discutimos la posibilidad de que existieran arañas humanas en la selva amazónica: aquello era mucho mejor que la noria, el tiovivo o los coches de choque. «Es una trola» sentenció Vázquez. «Y una mierda» respondió Pedrín. «¿Visteis el cubo? Era sangre, macho». En cualquier caso no queríamos perder la oportunidad de ver de cerca aquel prodigio. Lo malo es que teníamos que intentar convencer a algún adulto para que nos acompañara al carromato. Se lo pedí a mi padre durante el almuerzo. Masticaba despacio, enclaustrado en su silencio, y al final me preguntó cuánto costaba la broma.

—¿Veinte duros? No jodas y vete al patio a ver arañas.

Siguió jugando con las patatas fritas, arrinconándolas con el tenedor mientras se servía vino vaso tras vaso. Terminé de comer con la esperanza de que el Chapas, Vázquez o Pedrín tuvieran más suerte y después salí enfurruñado a la calle, al sol justiciero de las tres de la tarde. Apretaba en una mano los cinco duros que mi madre me dio en la cocina, aprovechando que mi padre no miraba. «Para los coches de choque» advirtió mientras cerraba el monedero. «Y ni se te ocurra acercarte a ese carromato».

Los cinco duros sudaban entre mis dedos como si fueran a derretirse por el calor, como si no fuesen monedas de verdad sino simulacros de chocolate. El barrio entero se tostaba a la parrilla; la luz veraniega cortaba bancos y muros a cuchillo, los afilaba, les sacaba punta y no dejaba ni la peladura de las sombras en el suelo. Una chicharra había instalado su taller en algún agujero y su serrucho —ubicuo, inaccesible— vibraba a todo lo largo de la calle. Caminaba furioso, dando patadas a las piedras, estrujando los puños dentro de los bolsillos, cuando una voz chistó mi nombre. Me volví hacia las ventanas selladas por la siesta, pero no vi a nadie. El chistido se repitió y vi a Gema sentada en su silla de ruedas, bajo el ramaje amarillento de un árbol. Estaba enmascarada en una penumbra centelleante, toda ella hecha de puñados de luz, desde el pelo rubio hasta las hebillas de los zapatos. En el patio del portal, entre los dos plátanos exhaustos, su figura solitaria brillaba como un emblema heráldico. Tenía la falda arremangada, para que los rayos de sol acariciasen sus muslos escuálidos en un vano intento de que el calor resucitara músculos y nervios. No pude evitar fijarme en las cicatrices que surcaban sus piernas delgadas y nervudas como las garras de un pájaro.

—Quería pedirte perdón por lo del otro día. Mi padre es un poco bestia.

Sólo había oído su voz cayendo desde arriba, cuando tarareaba aquellas canciones infantiles en la terraza de su casa. Ahora sonaba más madura, más adulta, como si tampoco ella encajara con el resto de su cuerpo.

—¿Qué día?

—En la piscina, la semana pasada. Deja de mirarme las piernas.

—Perdona —dije avergonzado.

Me encontré con sus ojos, dulces, verdes, translúcidos. Siempre que veía a Gema, me sorprendía intentando armar un rompecabezas: los brazos y el tórax, desarrollados por la natación, no se correspondían con el estrago de las piernas, ni tampoco con el pelo rubio ni la cara de niña.

—Estoy enferma, sí, pero pronto estaré bien. Mi padre me ha explicado que, si nado mucho, mucho, todos los días, mis piernas se pondrán fuertes y dentro de unos años caminaré yo sola.

—Nadas muy bien —admití.

—Le conté a mi padre que tú no me habías puesto el mote. Aunque a mí me parece un nombre muy bonito. ¿A quién se le ocurrió?

—Al Chapas.

—¿El Chapas es ese niño que lleva un aparato en los dientes? —afirmé con la cabeza—. ¿Cómo se llama?

—Richi.

Mencionó los nombres de mis amigos y de varios chavales del barrio. Me sorprendió que conociera tantos detalles mirando sólo desde su atalaya.

—Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—. Es mucho mejor que la tele. Cuando me canso de leer, me gusta asomarme por la terraza.

Le gustaba oír retales de conversaciones, frases sueltas que recortaba y pegaba a sus observaciones para ir formando una historieta. Así, con dos o tres comentarios maliciosos de las vecinas y aprovechando que de vez en cuando le llevaba la compra a casa, había inventado un romance entre Eladio, el tendero, y una señora del segundo.

—¿Y te has fijado en la viuda del quinto? ¿Ésa que siempre viste de negro y que vive con su madre?

—Sí. Su madre no se levanta de la cama desde hace años. Dicen que está muy enferma.

—¿Pero tú la has visto alguna vez?

—No.

—Ni tú ni nadie. Yo creo que su madre no existe. Es una excusa que ella se ha inventado para no salir de casa. Me he fijado en que sólo va a trabajar dos días a la semana, a horas fijas. Y después vuelve enseguida y se encierra otra vez en casa —Gema bajó la voz hasta el cuchicheo—. Estoy segura de que es una espía.

La verdad es que la viuda del quinto ya nos parecía sospechosa a nosotros desde hace tiempo. Ni siquiera estábamos seguros de que fuese viuda: simplemente vestía siempre de negro, era alta y jamás sonreía. Vivía con las persianas echadas, hacía la compra los lunes y los viernes, no hablaba más que para dar los buenos días y nadie conocía su nombre. Algunas señoras hablaban mal de ella porque vestía muy ceñido y calzaba siempre zapatos de tacón de aguja, pero nadie le había conocido un novio, ni la habían visto jamás del brazo de un hombre, ni subir con alguien a su piso.

La mujer tenía un perro grande y negro que sacaba a pasear raras veces, y que en ocasiones se quedaba horas enteras ladrando y aullando bajo las persianas echadas. A veces, cuando sabíamos que su dueña había salido, subíamos hasta el descansillo del quinto sólo para sacarlo de quicio. Apenas nos oía llegar, se ponía a ladrar, enloquecido, golpeaba y arañaba la puerta con el ansia de sus colmillos sin estrenar. Otras veces se quedaba en silencio, completamente inmóvil a pesar de nuestras provocaciones, y de la puerta cerrada sólo emanaba un cálido y nauseabundo olor canino. Los ladridos y la peste a perro fueron motivo de discusiones entre los vecinos y llegó a votarse su expulsión del inmueble, pero dio lo mismo porque ella nunca acudía a las reuniones de la comunidad. Todo el mundo pensaba que el chucho hacía sus necesidades en la terraza. Le conté a Gema que la teoría del Chapas es que ella estaba liada con el perro. «Fijaos como ladra ahora, es que va a transformarse en hombre» decía el Chapas mientras lo oía acometer contra la puerta. «Os aseguro que está casada con ese puto perro».

—Es una espía —insistió Gema—. El perro lo necesita para enviar los mensajes.

—¿Sabes que una vez se nos ocurrió seguirla?

Gema se apoyó en sus fuertes brazos y logró erguirse un poco en la silla de ruedas. Le conté cómo habíamos esperado durante horas a que saliera de casa y cómo le dimos unos minutos de ventaja. Después nos metimos las manos en los bolsillos y cruzamos el pasadizo fingiendo que charlábamos de nuestras cosas. Ella caminaba muy erguida, con un moño en lo alto de la cabeza, pisando fuerte sobre la acera, cosiendo el asfalto a taconazos. Estaba a punto de cruzar una calle cuando, de repente, sin nada que lo hiciera prever, giró la cabeza y nos descubrió detrás.

—¿Y qué hicisteis? —preguntó Gema.

—Nos quedamos parados como idiotas.

—Justo lo que no había que hacer —se lamentó—. Tenías que haber seguido andando. Pero hay que reconocer que es una buena espía.

El sol de agosto se filtraba entre las hojas exhaustas, duchando las piernas de Gema en una lluvia de escamas. Intentaba desviar la vista, pero mis ojos permanecían atrapados en la blancura de la piel, en el terso dibujo de sus rodillas inútiles. Al lado de una de las ruedas de goma, se abría el hoyo abandonado de un guá donde solíamos jugar a las bolas. Un poco más allá, se vislumbraba aún el redondel de arena de la peonza, y una chapa, aparcada en el correaje de cemento que bordeaba la acera, se aburría esperando unos dedos. Gema se había sentado a descansar justo en el centro de nuestro campo de juegos, el mismo territorio donde, según el cambio de las estaciones, se sucedían los círculos, los corros, las carreras. El pañuelo, el bote, el rescate. Con las primeras lluvias de otoño, cuando la tierra seca se empapara, Andresito el Moco cogería prestada una de las herramientas del taller de su padre y entonces alguien tendría que vigilar para que los mayores no nos sorprendieran lanzando la lima. Por la tarde las niñas saltarían a la comba o irían cifrando en sus pies el acertijo en paralelo de la goma. Pero Gema no podía correr ni danzar ni saltar: sólo estar allí sentada, mirándolo todo.

—¿Fuisteis a ver la feria?

Asentí con la cabeza. Le conté que había montones de casetas y un tiovivo y una noria y unos coches de choque. No pude detenerme y seguí hablando como un caballo desbocado de aquel extraño carromato y de su inquilina, la niña con patas de araña. Vi cómo en sus ojos se encendían dos chispas verdes.

—Tienes que ir a verla, Roberto. Ve a verla y luego me lo cuentas.

—¿Por qué no vienes con nosotros?

—No puedo. Mi padre no me dejaría.

—Tu padre —balbuceé, agachado a su lado, con los cinco duros quemándome los dedos—. Tu padre podría llevarte. Hace falta un adulto para entrar al carromato.

Gema negó con la cabeza, sin dejar de sonreír, y entonces lamenté haberle hablado del carromato. A su manera, ella también era un monstruo, uno de esos engendros mitológicos que ilustraban en los libros del colegio las historias de griegos y romanos: un puzle hecho con cabeza de mujer, torso de león y garras de águila. Pero, al contrario que Bruma, con su cabeza encasquetada en un cuerpo de araña, Gema era hermosa y parecía más hermosa aún bajo el chorro rubio de luz, sentada en su silla de ruedas como una princesa de cuento en un trono metálico. Una sirena, como la había bautizado el Chapas.

Al atardecer, cuando el calor ya se había apaciguado, Pedrín y yo fuimos a buscar a Vázquez y al Chapas. Al cruzar el pasadizo, alcé la cabeza y la vi aferrada a los barrotes de su jaula. Su rostro estaba a la sombra pero un lingote de sol inflamaba toda la fila de macetas. Me fijé en sus labios que se movían despacio, como si cantara algo para sí misma. A Vázquez lo castigaron sin salir. Cuando regresábamos los tres, camino de la feria, miré otra vez de reojo a la terraza y vi cómo Gema me saludaba con la mano, un gesto casi imperceptible, una seña secreta en una película de espías. No respondí al saludo pero el recuerdo de su mano abriéndose y cerrándose me persiguió a lo largo de toda la noche, atormentándome con la despedida que le había negado. Monté en los coches de choque, con Pedrín a mi lado, introduje la ficha en la ranura cuando sonó la bocina y arranqué con furia suicida entre una desquiciada danza de escarabajos. No quería esquivarlos: quería embestirlos, aplastarlos, empotrarme de frente contra ellos, sacarlos a topetazos fuera de la pista. Apreté el acelerador a tope y casi hice volcar a una pareja de chicas que reían juntas en un coche cromado: el golpe zarandeó el vehículo de arriba abajo y lo dejó clavado en una de las bandas, un blanco fácil para otros conductores. Giré el volante como un loco, buscando nuevas presas, mientras Pedrín chillaba frenético, casi puesto de pie en el asiento bajo la tempestad eléctrica de los ganchos. Al cabo de cuatro o cinco acometidas nuestro coche gris se había adueñado de la pista: un toro solitario y homicida girando en círculos entre atemorizadas reses de chatarra coloreada. Cuando la bocina sonó de nuevo, el encargado salió de la cabina, avanzó a grandes zancadas entre el embrollo de coches bloqueados y nos sacó a pescozones de nuestra montura.

—Pero todavía nos quedan tres fichas —protestó Pedrín.

—¡Que os larguéis, hostias!

Aferrado a un cucurucho de palomitas, el Chapas se descojonaba de risa y de sus carcajadas de metal volaban perdigones blancos. De repente dejó de comer y señaló a una pareja que caminaba de la mano. El tipo tendría unos veinte años y la chica bastantes menos, pero se balanceaba sobre los tacones como si hubiera nacido con ellos puestos. No nos hacía falta que se diera la vuelta: conocíamos de memoria aquella melena larga y negra, y aquel culo ceñido por un vaquero a punto de reventar.

—Eso sí que es una atracción —dijo el Chapas con la boca llena.

—Qué buena está, macho —corroboró Pedrín.

Lola se alejó mientras la mano de su acompañante empezaba a abandonar la cintura y se adentraba en el planisferio de sus vaqueros. Junto a ellos, un gigantesco girasol de naves espaciales empezaba a remontar el vuelo. Más allá, un monstruoso pulpo hecho de luces seguía agitando sus patas. Empaquetados en el extremo de los tentáculos, los críos reían de puro gozo al entregarse a una simple delicia mecánica. Pedrín propuso que ya estaba bien de dar vueltas, que teníamos que ir a ver a la niña-araña. Juntamos todas las monedas pero ni siquiera nos alcanzaba para una sola entrada. Además tampoco podríamos pasar si no íbamos acompañados de un adulto. Propuse que nos coláramos pero el Chapas dijo que no valía la pena.

—Para qué queremos pagar veinte duros por ver un monstruo si en el barrio tenemos uno gratis.

Pedrín se echó a reír pero a mí el chiste no me hizo ni puta gracia. Como vio que me resistía, el Chapas insistió.

—¿Qué hace Gema en un jardín a las tres de la tarde?

—No sé —dijo Pedrín, sacándose lágrimas de los ojos—. ¿Qué hace?

—La fotosíntesis.

Cogí al Chapas de las solapas y lo estampé contra una de las casetas. Las palomitas volaron por el aire y el Chapas se echó a reír con aquella carcajada nerviosa que le había visto por primera vez en los servicios del cole, cuando intentaban limpiar los retretes con su cara.

—Chapas, te lo voy a decir sólo una vez. Si vuelves a hacer un chiste sobre Gema, te comes los dientes.

—Pero Rober…

—Con chapa y todo.

Pedrín se colgó de mi brazo y preguntó qué pasaba. No entendía por qué me había puesto así, si siempre habíamos hecho chistes sobre Gema. El Chapas manoteó, sin dejar de reír, hasta que logró zafarse de mi abrazo. Recogió el cartucho de palomitas del suelo, me pidió las fichas de los coches de choque y dijo que iba a descambiarlas para subir al pulpo gigante. De repente todo, toda la feria, toda aquella parafernalia de gritos y luces me pareció una imbecilidad, un despropósito. A mi alrededor sólo veía un montón de peña desafiando la ley de la gravedad, montando en cacharros ridículos y alardeando de una alegría postiza. Mis amigos se pusieron a la cola para el siguiente viaje; cuando les tocó el turno, bajaron la barra de seguridad y se agarraron al volante de rotación que hacía girar la cabina sobre sí misma. Más de un niño, en pleno éxtasis planetario, había arrojado sobre las cabezas de los visitantes hasta la hostia de la primera comunión y la primera papilla. Pedrín golpeó el forro desfondado del asiento.

—Sube, Rober, que hay sitio.

—Paso.

Un encargado que iba comprobando las barras de seguridad saltó cuando la atracción ya se ponía en marcha, elevando su carga de chavales hacia las amoratadas nubes de la tarde. Mis dos amigos fueron alejándose despacio, subidos a aquella especie de cafetera giratoria al extremo de un brazo incrustado de luces brillantes. En el catecismo y en los sermones de la iglesia nos prometían que un día iríamos al cielo en cuerpo y alma, pero no decían nada de ollas espaciales ni tampoco dónde había que comprar el ticket.

Caminé entre la multitud, esquivando las casetas, sin poder arrancarme de la cabeza aquella frase que me había dicho mi madre, cuando le conté que Gema esperaba curarse algún día. «Eso no se cura, hijo». «Pero su padre dice que si nada lo suficiente, sus piernas…». «Su padre sólo intenta consolarla» cortó mi madre. «Sus piernas están muertas».

«Nunca conocí a mis padres…». La voz se alzó un instante por encima del estruendo de las risas y la música, y se apagó ahogada en el chillido de una bocina. Un montón de gente esperaba frente al carromato de Bruma: parejas de novios, padres con sus hijos, jóvenes fumando. Vi a Lola y a su novio de turno besuqueándose en el primer remolino de la cola. El tipo gordo se había peinado, había cambiado el mono por una levita mugrienta y el cubo lleno de sangre por un megáfono con el que repetía una y otra vez las mismas advertencias con las que atraía al público hacia su telaraña. Quince minutos por sesión. Podían preguntarle a Bruma lo que quisieran pero, por favor, nada de fotos. Nada de acercarse a los barrotes. No fumen dentro, por favor. Los niños tendrían que ir acompañados de sus padres. La dirección no se haría responsable si no seguían estos consejos elementales para su seguridad…

Como si el megáfono y los carteles espeluznantes no bastaran, en un altavoz situado junto a la entrada podía oírse —entrecortado por gritos de miedo y risas nerviosas— el coloquio que se desarrollaba en el interior del carromato.

«¿Llevas mucho tiempo aquí?».

«Desde que recuerdo. Me recogieron muy chiquitina en una selva del Brasil».

«¿Comías carne humana?».

«Sí».

«¿Por qué?».

«Eran más fáciles de cazar».

En aquella caverna metálica, la voz sonaba lenta, resignada, teñida de un ligero acento sudamericano, pero no había nada monstruoso en ella. Un viejo que pasaba a mi lado, llevando a su nieto de la mano, murmuró: «Menuda patraña».

«¿Qué comes ahora?».

«Lo que me dan: conejos, corderos, pájaros».

«¿Vivos?».

«Me gusta la carne fresca, señor».

En el altavoz se espesó un intenso escalofrío seguido de un silencio donde podía rastrearse el pánico. Alguien lo rasgó para preguntarle si estaba allí por propia voluntad pero la voz no respondió. Junto al cartel donde Bruma tejía una telaraña entre helechos, había un cocodrilo disecado, la piel empedrada de parches y costurones, y los ojos atrapados en el vidrioso fulgor de dos canicas. Era un bicho enorme y polvoriento, con el lomo hecho como de docenas de monederos de los que usaba mi tía. Un par de críos jugaban a intentar levantarle las fauces, pero apenas lograban alzarlas un palmo cuando volvían a cerrarse de golpe con el terrible chasquido de un cepo. El más pequeño se reía, metiendo la mano entre las dos filas de dientes y apartándola hábilmente antes de que cayera la caduca dentellada de todo aquel peso muerto. Si fallaba, el muy idiota podría buscar trabajo en la feria. El gordo del megáfono los vio y los ahuyentó a collejas.

—Venga, venga. A tomar por culo de aquí.

Di la vuelta al carromato para comprobar si había algún hueco desde donde se pudiera atisbar el interior. Nada: sólo un par de ventanas altas, cerradas a cal y canto, clavos y tablas pintadas. El Chapas apareció detrás de un enorme helado de fresa que se prolongaba hasta las comisuras de sus labios en un vistoso bigote rosa.

—¿Quieres? —preguntó, ofreciéndome el cucurucho.

Negué con la cabeza. Se alzó de puntillas, intentando espiar entre las maderas.

—No se ve una mierda, macho.

—Ya lo sé.

—Les podíamos decir a Lola y a su maromo que nos colaran.

—Sí, claro. Y también que nos presten las trescientas calas. ¿Y Pedrín?

—Se quedó dando otra vuelta en el pulpo —desistió al fin, apartándose del carromato y dio otro lametón al helado—. Bueno, para lo que hay que ver…

Solemne, el gordo se abrochó la levita y abrió la puerta del carromato. Una fila de gente fue brotando del interior, aglomerándose ante los tres peldaños de la entrada. Intentamos atisbar entre los borbotones de cuerpos y cabezas, pero no vimos más que unas cortinas rojas colgando en la penumbra. Los que iban a entrar preguntaban a los que salían si merecía la pena y las respuestas iban del pasmo a la ira, parando en todas las estaciones intermedias. Un anciano con bigote que le daba el brazo a una señora intentaba dar una explicación científica al prodigio. Hacía aspavientos con los brazos y pegaba grandes voces, para que todo el mundo supiera que había descubierto el truco.

—Nada, nada. Elemental. Es un juego de espejos.

El Chapas sonrió, la tentación era demasiado fuerte para él. Lo vi venir: antes de que abriera la boca ya supe que iba a decirlo.

—Señor, si quiere, puede venir a mi barrio. Por sólo cinco duros, le enseño un auténtico monstruo.

—¿Pero qué dices? —preguntó la mujer.

—Una sirena. En mi barrio vive una sirena.

No tenía la culpa, no podía evitarlo. Ni yo tampoco. No podía dejar pasar la ocasión de soltar un chiste, igual que yo no pude sujetar mis manos. Lo tiré al suelo, le machaqué el rostro hasta que me dolieron los nudillos y su sangre se mezcló con el helado de fresa. Cuando nos separaron, el Chapas se quedó un rato encogido en el suelo, más sorprendido que asustado. Se revolvió en el suelo y escupió varios trozos de barquillo que se había tragado junto con el primer puñetazo. El aparato de ortodoncia le bailaba en la boca, entre cortes que rezumaban una espuma roja. Alguien gritó que yo era un animal, que llamaran a la policía. El Chapas se incorporó y trasteó con la mano hasta que sacó un diente, un diente ensangrentado que enseñó a todo el mundo como si fuese una piedra preciosa. Dijo algo que no llegué a entender, probablemente un chiste que salió a tropezones entre los desperfectos de su boca rota, y luego empezó a reírse a carcajadas.

Ahora, cada vez que me cepillo los dientes, cada vez que me paso el hilo dental por las encías, vuelve a mi cabeza la dentadura destrozada de Richi: no el rostro tumefacto de alguno de mis adversarios, la ceja abierta de un boxeador argelino del que no recuerdo el nombre o los ojos hinchados de Paviani, sino los labios ensangrentados de mi amigo escupiendo sangre a risotadas. Aquella risa invulnerable no sólo certificaba que la fuerza bruta no valía de nada, sino que me emparentaba con la estirpe de los matones de retrete, aquella larga, interminable lista de déspotas colegiales que abusaban de los débiles y pisoteaban juguetes. Yo era el monstruo, no Gema, la sirena de barrio, ni Bruma, la niña con patas de araña que comía carne humana en la selva, sino yo, el pequeño salvaje que resolvía todo a base de hostias.

Por la noche, cuando llegué a casa y entré en el baño, descubrí que la sangre que se iba por el lavabo no sólo era de Richi: me había rajado los dedos con los ganchos del aparato de ortodoncia. Únicamente cuando vi las heridas, aquel latido sordo que se agazapaba en mis manos empezó a transformase en dolor. Habíamos mezclado nuestras sangres, igual que cuando nos cortamos la yema del pulgar con la cuchilla del sacapuntas para hacer un juramento indio.

Oí otra vez la carcajada de Richi mezclada a las risas de los críos que paseaban entre las casetas de la feria. Cerca de la Puerta de Toledo ya sólo quedaban los deshechos de la alegría: papeles, envoltorios, helados derretidos, palomitas esparcidas por el suelo. Rocky se había perdido para siempre, como aquel globo blanco de una niña camino de los cielos.