Había hecho bien mi madre en no tirar aquellas zapatillas de deporte medio rotas. Al día siguiente, muy temprano, me las calcé, me puse un pantalón de chándal y una camiseta, y eché a correr por el parque de San Blas, en busca de un espectro perdido de dieciocho años. Por aquel entonces ya era un fanático del boxeo, un devoto ardiente y confundido que pensaba que el mundo empezaba y terminaba entre las doce cuerdas. Puede que tuviera razón, pero en cualquier caso, tarde o temprano, alguien te baja del cuadrilátero. Era como en aquel juego imbécil, el Rey de la Montaña, donde un niño se sube a lo alto de un montón de arena e intenta empujar a todos los que quieren arrebatarle el trono. El boxeo es igual: sobre la lona los púgiles llevan pantalón corto, quizá para que todo el mundo sepa que lo que sucede ahí arriba no es más que una pelea de críos, fuera del ring, peinados y vestidos, todos los grandes boxeadores —de Marciano a Durán, de Jack Johnson a Foreman— tienen la misma pinta de pingüinos fuera del agua, de descargador de muelles embutido a la fuerza en una fiesta de altos vuelos. Nada le sienta peor a un campeón que una corbata.
No me encontré por más que recorrí de arriba abajo todos los senderos del parque. Tampoco estaba muy en forma, así que la desteñida camiseta roja que mi madre había guardado durante tanto tiempo pronto adquirió un fulgor de sangre gracias al círculo de sudor que iba creciendo en mi pecho. Me detuve cerca de la avenida de Guadalajara, fuera ya del parque, muy cerca del lugar donde antaño se levantaban las chabolas gitanas. Jadeé un rato frente a la puerta del polideportivo de San Blas, antes de darme cuenta de que estaba esperando que reapareciera una niña en una silla de ruedas. Eché a trotar de nuevo, huyendo de los viejos fantasmas.
Más allá, entre el estercolero de chalés desguazados donde vive mi tía y mi barrio, se alza el parque de San Blas, pero antes del parque, cerca del antiguo edificio de Pikolín, se levantaba una especie de tierra de nadie: descampados cubiertos de hierbajos, fábricas abandonadas décadas atrás, altos muros grises revestidos de ventanales tuertos. De niño había tirado muchas tardes junto a mis compañeros en aquel erial que nos servía de lugar de reunión y de campo de entrenamiento. Tenía gracia que ahora, tantos años después, quisieran construir ahí al lado un estadio olímpico. Cuando apenas levantábamos un metro del suelo ya nos dedicábamos a lanzar piedras contra los cristales de las factorías desahuciadas y a pegar balonazos contra porterías dibujadas con tiza. En verano cazábamos bichos que se escondían en el tuétano de los ladrillos rotos y en invierno nos colábamos dentro de un almacén desvencijado, lleno de recovecos y escaleras, un gran antro vacío donde rebotaban nuestras voces. Una tarde de julio una tormenta nos sorprendió a la intemperie y corrimos a refugiarnos en las entrañas del almacén. El cielo entero se fue desmoronando y durante largo rato, sentados en los peldaños de metal, Pedrín, el Chapas y yo escuchamos el concierto del granizo contra la uralita, una larga pedrea que repiqueteaba sobre nuestras cabezas. Al fin nos asomamos a la entrada del almacén sólo para ver el fastuoso espectáculo de los relámpagos mordiendo la oscuridad, resquebrajando el cielo oxidado, como si Dios nos estuviera sacando unas fotos.
Fue la última vez que estuvimos los tres juntos: al día siguiente Pedrín abandonaba el barrio para siempre. Ahora las excavadoras habían devorado todo eso: los edificios desolados, el tejado gris de olas congeladas, el granizo, las risas, las nubes de verano. Aquella tarde perdida, traspapelada entre recuerdos, se presentó de nuevo con un montón de detalles irrecuperables: el olor del ozono, el miedo de los pájaros en sus nidos, la granizada unánime agazapada al fondo del oído como una chapucera reproducción de la lluvia. Y junto a ella, los sabores de otras tantas tardes: los caramelos de cuba-libre; los polos baratos enfundados en un plástico, cuyo color desaparecía a la primera y ansiosa chupada, dejando únicamente un insípido espárrago de hielo; los gritos de Pedrín cuando se cortó el pulgar con una lata oxidada y hubo que ponerle la vacuna del tétanos. Aparte del susto y la inyección, se llevó una buena mano de hostias a cargo de su padre, al estilo de la pedagogía clásica. Así tenías más cuidado al caerte o al hacerte daño, porque si no, cobrabas dos veces. Teníamos prohibido jugar en el descampado desde el día en que Pedrín casi se rebana el dedo con una lata abandonada entre las basuras, pero no tardamos mucho en desobedecer la orden. No había otro coto de caza igual para lagartijas y ciempiés, ni mejor blanco para afinar la puntería que aquellas ventanas rotas. Era un sitio tan bueno que poco tiempo después hubo que disputárselo a los gitanos —a pedradas, a palos, a lo que fuera— y adquirió la categoría de campo de batalla.
De aquellas guerras sólo quedaban sombras. Los colchones Pikolín habían cambiado su sede y ya no había lienzos de muros ni restos de fábricas. Una vez, en una pelea a pedradas, casi me saltaron un ojo y llevé más de un mes un bulto en la frente que parecía la premonición de una cornamenta. Las peleas durante el recreo, los puñetazos, los patadones en las costillas sólo eran una extensión de las clases, horas extraordinarias, una asignatura más, a mitad de camino entre la gimnasia y las matemáticas.
Llevaba más de una hora corriendo y estaba empapado en sudor. Vi a un abuelete gordo sentado en uno de los bancos del parque. Le colgaban los pies y estaba tan quieto que parecía esculpido en arcilla, pero no creía que los alumnos de trabajos manuales hubieran avanzado tanto en un par de décadas. No tenía mucho qué hacer hasta que llegara la hora de recoger a Tania del colegio, así que le pregunté si por curiosidad no había visto pasar a un niño muy flaco que andaba cojeando.
—No. Hoy no.
—¿Y ayer?
—Ayer no me acuerdo. ¿Era moro?
—Puede que fuera moro, sí.
—¿Qué pasa? ¿Le ha robado algo?
—No, que yo sepa.
Quizá para desmentir su semejanza con uno de mis ceniceros posmodernos, el abuelete se rascó la entrepierna. Llevaba uno de esos pantalones grises de posguerra, con la bragueta medio descosida y una barriga esférica que entroncaba las rodillas con los sobacos.
—¿Sabe?, yo me fui a Alemania en el 62. Trabajé en los muelles de Hamburgo. Tres años.
—Hamburgo, qué bonito.
—Y no aprendí alemán —prosiguió, sin hacerme ningún caso—. Ni puñetera falta que me hizo. Pero nadie me miró mal porque no fuese rubio.
Me senté junto a él. El abuelete entrecerraba los ojos, entregado a la simple delicia de tomar el sol. Ya no era rubio ni moreno: era calvo.
—También mi padre quiso irse a trabajar al extranjero —comenté—. A Australia. Pero no lo dejaron.
—¿Quién? ¿Franco?
—No. Mi madre.
—Eso son palabras mayores.
El sol no calentaba un carajo y las nubes se iban acumulando en el cielo como algodones sucios en una papelera. El vejete estiró los dedos al estilo de una lagartija antes de emprender la fuga.
—¿Eres del barrio?
—Desde que nací.
—¿Cómo se llama aquel árbol?
Señalaba un sauce llorón que se alzaba cerca de los columpios, junto al pequeño lago habitualmente enfangado de hojas secas. Pero ya no quedaban ni las hojas, ni siquiera un rastro del agua: parecía sólo una bañera sucia. Cualquiera que hubiera vivido en San Blas el tiempo suficiente conocía la historia de aquel sauce.
—El árbol del ahorcado —dije.
El viejo me miró con curiosidad, después se pasó la mano por la raya de los pantalones intentado enmendar el trabajo de la plancha.
—¿Para qué quiere a ese chico? ¿Va a ofrecerle trabajo?
—No.
—Entonces búsquese la vida. Nunca he sido chivato y no voy a empezar ahora.
Después de todo, aún queda gente buena en el barrio. No esperaba que me diese una dirección, pero ya sabía que lo había visto merodear por el parque. Con eso me bastaba. Eché a andar mientras el abuelete volvía a hundirse en su inmortalidad a corto plazo.
De regreso a casa recordé aquel día en que Moñiguín llegó al colegio pálido de miedo. Dijo que, mientras cruzaba el parque, había visto a un vagabundo ahorcado. Faltaban menos de tres minutos para que empezaran las clases pero no nos lo pensamos dos veces: todos corrimos para verlo de primera mano. Era una mañana de invierno fría y desangelada, el vaho brotaba de nuestras bocas y los árboles parecían esquemas de sí mismos. Desnudo, deshojado, el pobre sauce parecía una ilustración de un libro de anatomía: las ramas se abrían como venas en busca de aire. Sobre el lago de juguete brillaba la caspa de la escarcha. En una de las ramas, combada por el peso del cuerpo, estaba ahorcado el vagabundo: un anciano barbudo, canoso, con pinta de alcohólico, la cabeza hundida entre los hombros. Tan sólo parecía dormido. Llevaba ropa usada, los pantalones atados con una cuerda y un par de botas viejas. Desde abajo vimos las suelas desgastadas; una de ellas tenía un agujero en el talón y estaba despegada por la puntera, formando una burla de cuero. Rompiendo el círculo de respetuoso temor que nos atenazaba, el Chapas tomó impulso, dio un salto y pegó con la mano en una de las botas. El ahorcado se balanceó con tranquila calma, como un durmiente buscando otra postura, acomodándose para el sueño eterno. Competimos un rato para ver quién era capaz de sacudirlo más fuerte hasta que oímos la sirena de la policía.
—Mierda de críos —dijo un poli gordo nada más bajar del coche—. ¿Quién lo ha visto primero?
Todos señalamos a Moñiguín, que pretendía emboscarse en el anonimato. Le preguntaron cuánto hacía que lo había visto y por qué no les había avisado. Moñiguín se fue encogiendo sobre sí mismo, intentando que la tierra lo tragara. No lo consiguió y mientras respondía, tragando saliva, parecía como si lamentara no tener a mano su regla nueva para dársela al policía y que se la rompiera en dos trozos.
Nadie supo nunca cómo se llamaba aquel pobre hombre ni por qué lo habían matado. La cuerda estaba atada a uno de los columpios y no había manera de explicarse cómo había subido sólo hasta allí arriba. Probablemente los camellos del parque lo encontraron durmiendo borracho en uno de los bancos y lo ahorcaron sólo por divertirse, por pasar el rato, igual que hacían con los perros y los gatos perdidos a los que lograban echar el guante. Probablemente los polis les hicieron unas cuantas preguntas y luego los dejaron en paz. Por aquel entonces, la heroína era un negocio floreciente y a nadie le importaba un borracho más o menos.
En el barrio aquellos muertos no interesaban a nadie, no daban más que para un recuadro en los periódicos y una mención de pasada en la bodega. Un borracho ahorcado, una niña paralítica ahogada: chismes de vieja, cuentos de chavales. En el colegio la historia del ahorcado dio para unos cuantos recreos y de vez en cuando nos acercábamos hasta el sauce y mirábamos hacia lo alto como si aguardáramos que de las ramas brotara otro fruto macabro.
Me duché, me vestí y fui a recoger a Tania al colegio. En la salida, al otro lado de las verjas, los padres esperaban. Abundaban los rostros de emigrantes andinos, había incluso una mujer china, pero no vi ningún moro. A mi lado, entre el batiburrillo de acentos sudamericanos y eslavos, se alzó una voz inequívocamente castiza:
—Cago en Dios, esto parece la puta ONU.
La voz pertenecía a un tipo chaparro y feo, de piel ennegrecida, como si se hubiera estado cocinando una semana a fuego lento. Pero el moreno era natural y para colmo lucía una mancha oscura y llena de pelos en la mejilla izquierda. El mote me vino a la boca mucho antes que el nombre: el Lenteja, Guti el Lenteja. Se atrevía a despotricar sobre pureza racial, él, que parecía un cruce de kiwi con ladilla. Los niños empezaron a salir de clase y una pareja de pequeñas ecuatorianas pasó a nuestro lado.
—¿Sabe lo que dice mi hijo? —preguntó, confiando en el color de mi piel—. Que no hay manera de tirarlos al suelo. Tiene gracia, ¿eh? Hemos tardado siglos en llegar al metro ochenta y ahora todos estos jodidos champiñones van a conseguir que volvamos a ser un país de enanos.
—Bueno, hablando de enanos, tú nunca hiciste mucho por subir la media.
Se revolvió, mosqueado, mirándome de arriba abajo.
—¿Roberto? ¿Roberto Esteban? —dijo, y parecía sinceramente emocionado—. ¡Choca esos cinco, coño!
Le estreché la mano, confiando en que la fealdad y la gilipollez no fuesen contagiosas. Me fijé en el quinteto de lunares estampados entre el índice y el pulgar. Tampoco había peligro de que fuesen cancerígenos, la biología no tenía nada que ver. Era el cinco en un dado: un hierro de cárcel, un preso entre cuatro paredes.
—¿Cuánto tiempo en el trullo?
—Dos años. Uno de ellos en Alcalá-Meco, junto a Romero.
Lo decía con orgullo, el tío. Se desabotonó el puño de la camisa y me enseñó otro tatuaje en su peludo antebrazo: una caricatura del Che Guevara medio diluida en tinta verde. Al hacerlo mostró sin querer la bandera española en el cierre metálico del reloj de marca.
—Demasiadas etiquetas —dije.
—¿Cómo?
—La banderita, el Che, el punto choro… Me pregunto dónde llevas el código de barras.
Se abrochó de nuevo la camisa. No hacía falta tomarle el pulso para percibir el viejo odio latiendo en sus venas.
—Joder, había olvidado lo maricón que eres.
—Hiciste mal.
—Pero me alegré un huevo cuando te partieron la jeta. Lo malo es que tuvo que ser un puto champiñón.
—No era champiñón, Guti. Era mexicano. Pero no te preocupes. Los champiñones nunca se han llevado bien con las lentejas.
La muerte bailó un instante en sus ojos. Fue a echar mano del bolsillo de atrás, seguramente en busca de la navaja, pero le agarré el brazo a tiempo. El Che se revolvió bajo mis dedos.
—Aquí hay niños, Lenteja —le susurré al oído—. No querrás que te parta la boca y se peleen por ver quién recoge más dientes.
Se separó de mí en el momento en que un chico lo abrazaba. Era casi de su mismo tamaño y estaba casi igual de moreno, pero no tan gastado ni quemado. El Lenteja le pasó una mano por la cabeza. Una vez le pegué una paliza a un hijoputa delante de su hijo pequeño. No me arrepentí lo más mínimo, pero no era una experiencia que me hubiese gustado repetir. Apenas unos instantes después, Tania apareció entre el revoltijo de críos y se abalanzó contra mis piernas.
—Tío, tío, ¿me has traído caramelos?
—Vaya —dije, y me di una teatral palmada en la frente—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo.
—Hola, Tania —dijo el Lenteja—. ¿Roberto está haciendo de papá por horas?
—No es mi papá. Es mi tío —respondió la niña, sacándole la lengua.
—Tania, haz el favor de no hablar con señores feos.
—Seguiremos la conversación —dijo el Lenteja, sonriendo.
—Vale. Cuando tú quieras.
Se echó al hombro la mochila de su hijo y se alejaron de la mano. Mientras le cogía la cartera, Tania me explicó que esa misma mañana había aprendido a dividir y me preguntó si yo sabía hacer divisiones.
—Claro. Yo puedo dividir un pastel en trozos sin el menor problema.
—No digo eso, tonto. ¿Tú puedes dividir dos números muy largos?
—Depende de lo largos que sean.
De repente me encontré con Lola cara a cara. Llevaba el pelo recogido en un moño y una media sonrisa de guasa colgada de la boca.
—Hola, mamá —dijo Tania.
—Hola, cariño —se agachó, besó a su hija en la mejilla y le arregló el cuello de la camisa—. Se te da muy bien tratar a los niños. Deberías pensar en tener uno.
—Lo siento —dije apartándome—. Mi madre no me avisó que hoy venías tú a recogerla.
—Es que no lo sabía. Roberto —dijo levantándose—, quiero que me perdones por lo del otro día. Fue cosa de mi mal genio.
Supuse que el mal genio venía incluido en el precio, junto con el pelo, las caderas y todo lo demás. Echamos a andar camino de su casa. Cuando Tania entró en el chino a comprar chucherías, Lola se volvió a mí y me preguntó si me apetecía cenar el viernes en su casa.
—Estaremos solos. Le he pedido a mi hermana que se quede con Tania.
—¿Toda la noche?
—Toda la noche.
No se podía pedir más. Me despedí de ellas con un casto beso en la mejilla. Quedaban dos días hasta el viernes, pero ya me sentía impaciente: al fin y al cabo me había pasado toda la adolescencia esperando aquel momento. Llegaba con algo de retraso, sí, pero sería mucho mejor que conseguir ahora un coche teledirigido o una colección de cromos. Siempre me han caído bien los Reyes Magos.
Después de comer, mi madre se puso a tejer a la luz de la ventana. En la tele, un guaperas engominado le decía algo a su secretaria. Probablemente era una serie doblada porque no lograba distinguir el ruido que se arrugaba en los labios. Pero no hacía falta entender qué decían: las historias no habían cambiado mucho desde aquellos seriales interminables que mi madre oía por la radio. Jóvenes millonarios de buen corazón, doncellas maltratadas, canallas sin escrúpulos, en fin, lo de siempre. El zumo rojo del corazón humano mezclado en distintas batidoras a diferentes velocidades para consumo del mismo público. Me levanté, medio amodorrado, y fui a mi cuarto. Recogí los viejos guantes de boxeo que mi madre había guardado con tanto cariño, algo de ropa de deporte de cuando era niño, y lo metí todo en una bolsa.
—Si me voy un par de horas, ¿serás capaz de estarte quieta?
—¿A dónde voy a ir? —respondió sin levantar la vista de la labor.
—No puedo ni imaginármelo. ¿Sabes si el padre Osorio sigue en la parroquia?
—¿Dónde va a seguir, si no?
Cuando mi madre se ponía las gafas de cerca, le daba por la filosofía. Miraba la labor sin dejar de mover las agujas y de cuando en cuando alzaba los ojos por encima de las lentes para echar un breve vistazo a la tele. No le hacía mucho caso, prefería escuchar los diálogos. En realidad, bastaba con ver diez minutos sin prestar mucha atención para adivinar el destino de cada personaje.
—Tonta —dijo, hablándole al aparato—, no le hagas caso. Lo que quiere es llevarte al huerto.
Tenía razón. Cerré la puerta y salí a la calle. Brillaba el sol, hacía calor: un día perfecto para que los comerciantes callejeros salieran a hacer negocio. Pero es muy raro encontrarse hoy con un gitano al pie de un Doscaballos, esgrimiendo una romana y voceando las bondades de su fruta. Nadie vendía ya pollitos de colores, ningún pobre viejo se agachaba en una esquina para sacar un pequeño milagro con plumas de una caja de cartón a cambio de una moneda. Sin embargo, Tania y los demás niños de su generación también tendrían su propia variante de la Cenicienta: la carroza que se transforma en calabaza al dar las doce campanadas, los vestidos en harapos, ningún príncipe yendo por ahí, haciendo un casting de juanetes.
La parroquia de la Trinidad se alzaba al otro lado del parque, casi al inicio de la calle Amposta: un edificio feo como el pecado, con todo el aspecto de un almacén de hostias. Parecía que la hubieran construido de la noche a la mañana, con materiales de deshecho y planchas prefabricadas, y que la hubieran dejado caer de golpe, a traición, en un solar que aspiraba a jardín y se quedó en tierra de maceta. Hasta la cruz, excesivamente alta para aquella techumbre chata, estaba demasiado torcida y desgarbada para hacer de pararrayos celestial. Algún arquitecto, o quizá algún concejal de obras, había entendido mal las instrucciones de montaje: la bóveda triangular iba abombándose camino del altar hasta rematar en un Cristo de metal, herrumbroso y casi abstracto, que abría los brazos como para evitar que el techo se derrumbara encima de los fieles. A lo mejor, ése era el efecto que querían conseguir: el de un rescate in extremis, con las filas de bancos ligeramente desviadas, como arrastradas por la marea, y los ventanales bañados en un azul de naufragio.
Cuando era un niño y entraba en aquella iglesia siempre tenía la impresión de subir a un navío en alta mar, golpeado por olas y arrecifes. Osorio, el capitán del barco, era un cura grande, fuerte, con la nariz abollada y la cara cosida a cicatrices. Los demás curas hablaban con voz meliflua y mujeril, y no tenían piel sino cutis. En cambio, el padre Osorio tronaba desde el púlpito, despertando a las señoras que aprovechaban el calor de la iglesia para quedarse dormidas, y gastaba unas manos de picapedrero que se agitaban con los presentimientos del infierno. La primera vez que me confesé con él no me preguntó si me hacía tocamientos, solo o con otros amigos, como nos decía el padre Ignacio, un cura jovencito, de piel blanca y húmeda, cuyo sudor titilaba en la penumbra del confesionario. Osorio casi ni me dejó susurrar el «Ave María Purísima».
—Sin pecado concebida. Venga, abrevia. ¿Cuántas pajas te has hecho esta semana?
—¿Pajas?
—¿No sabes lo que es una paja y vienes a confesarte? Venga, chaval, no me hagas perder el tiempo.
Rebusqué en mi mochila de pecados habituales: pereza, envidia, mentiras a mis padres, torturas de animales. Osorio me interrumpió alzando una de sus manazas hechas de piedra pómez.
—Eso son cosas de críos. Salvo lo de martirizar criaturas del Señor. ¿Qué eran? ¿Gatos, gorriones?
—Ciempiés. Escarabajos. Y una lagartija.
Bajó la cabeza y bisbiseó unas oraciones. Me ordenó rezar dos padrenuestros y después aprovechó la señal de la cruz para atizarme un pescozón que todavía me escuece.
—La confesión es un sacramento serio, el salvavidas de tu alma inmortal. No lo desperdicies con gilipolleces, anda.
—Pero mi madre dice que cada semana…
—Dile a tu madre que Dios tiene mejores cosas que hacer que atender chuminadas.
Por respuestas como aquella Osorio se había ganado una merecida fama de rojo. Durante los estertores de la dictadura solía prestar la iglesia para reuniones clandestinas y una vez llegó a parar los pies a la policía, que quería desalojar de su parroquia a los enlaces sindicales. Abrió los brazos y se plantó delante de una docena de maderos, que por aquel entonces eran grises, grises de la cabeza a los pies, con abrigos que llegaban hasta las pantorrillas y porras negras en las manos. Cuentan las malas lenguas del barrio que, a uno que pretendió entrar a la fuerza, le soltó una hostia que le voló la gorra con barboquejo y todo. Pero lo más probable es que los policías se quedaran de piedra al ver aquel cura erguido como un árbol frente a la puerta de la iglesia: «Ésta es la casa del Señor. Hagan el favor. Aquí no entra nadie con sombrero y menos con pistola».
Nadie vio aquel puñetazo que quedó como una de las leyendas áureas del barrio. Y aunque el padre Osorio tenía los modales de un camionero y podía derribar a un antidisturbios de un directo en la mandíbula, no creo que lo hiciera. En su juventud había sido boxeador, peso pesado; decían que allá, en el País Vasco, había entrenado a Urtain, pero eso también era, tal vez, otra leyenda áurea. Al padre no le gustaba presumir de sus tiempos de púgil, aunque eso no impidió que, después de que me expulsaran del colegio, decidiera encauzar mis pasos por el camino del deporte. Osorio se enteró de que me habían expulsado del colegio por romperle la cara a un cura y un buen día se plantó delante de mí, apoyando las manos en las rodillas, y me miró con aquellos ojos entrecerrados que parecían los ojales de una chaqueta.
—Tan chiquito y tan bestia. ¿Quién lo diría? ¿Con qué mano le diste?
—Si cree que voy a arrepentirme, va listo.
—¿Con qué mano?
—Ese cabrón se rió de mi madre. Así que ya puede empezar a darme.
Yo era muy chulo, sí, pero la verdad es que la camisa no me cabía en el cuerpo. Osorio, como indicaba su apellido, era un plantígrado enfundado en una sotana. Con paciencia infinita, volvió a interrogarme:
—Te he preguntado con qué mano.
Cerré los labios y permanecí quieto, callado, firme como un marino al timón cuando se acerca la tormenta. De pronto Osorio soltó su manaza como si fuese un martillo, y yo alcé instintivamente el brazo izquierdo. Detuvo los dedos a un palmo de mi jeta, marcando el golpe.
—Tranquilo, chaval, no voy a zurrarte. Hace mucho que no levanto la mano a nadie. Sólo quería saber si eres zurdo o diestro. Y ya lo sé.
Aquélla fue su presentación oficial antes de adoptarme como pupilo. Por aquel entonces tenía trece años y no creo que Osorio se acordara del mocoso aquel que ni siquiera sabía hacerse pajas. Entrené con él dos horas todas las tardes hasta que me enseñó todo lo que sabía. Entonces le habló de mí a Venancio Fuentes, mi futuro entrenador, el hombre que me llevó hasta el campeonato de Europa de los medios. Osorio no se quitaba la sotana ni para saltar a la comba, su mole negra rebotaba sobre el piso de baldosas desiguales con el estruendo de un ogro bueno en un cuento infantil. En mi recuerdo de niño era verdaderamente un ogro, tanto que me desilusionó encontrarlo en la puerta de la parroquia, fumando un cigarrillo. Ahora apenas me sacaba un palmo y el cepillo gris que le cubría la cabeza se había ajado en una pelusa blanca: el tiempo había empleado su lima a fondo.
—Vaya —dijo, tirando la colilla al suelo—. El hijo pródigo.
—Más bien la oveja descarriada, padre.
Cubriendo la sotana, llevaba una gabardina vieja y raída, salpicada de motas azules. También el pelo, el rostro y los brazos tenían rastros de pintura. Nos estrechamos las manos un buen rato, mirándonos al fondo de los ojos. Yo vi lo que siempre había visto: una cara de granito tallada a golpes, la cabeza de viejo gladiador robada de algún museo romano y encontrada después en un basurero, con la nariz rota y los pómulos desgastados por la intemperie. Sus facciones destilaban una dignidad no eclesiástica sino proletaria, igual que una de esas sartenes requemadas donde la costra ya forma parte del metal; unas facciones de estibador jubilado, incoherentes con aquellos hábitos, como si su propietario, paseando por una feria, se hubiese detenido un instante para hacerse una foto de broma, asomando la jeta sobre una sotana dibujada en un decorado de cartón.
—¿Vienes a confesar tus muchos pecados? —gruñó Osorio, que seguía forcejeando con mi mano, intentando cortarme la corriente sanguínea.
—Me parece que no —jadeé, devolviendo el apretón con todas mis fuerzas.
Me rendí yo primero. Liberé mi mano y la agité en el aire, rasgueando unos acordes flamencos. La sangre se me dormía en los dedos y una quemazón de dolor chisporroteaba en el punto donde había golpeado el frigorífico de mi tía. A pesar de la edad, las canas y los pelos blancos que le asomaban de las orejas, el padre Osorio conservaba intacta su fuerza de mula.
—Estás flojo, Robertín. Tendrías que volver al gimnasio.
—¿Sigue entrenando chavales, padre? —pregunté sin dejar de tocar la guitarra.
—Tengo dos o tres críos. Ecuatorianos. Muy bajitos. Con todos juntos, no hago uno como tú.
—¿De bueno?
—No. De gordo.
—Quién sabe, padre. Quizá esté entrenando a un futuro campeón del peso mosca.
—Sí. O del peso champiñón.
Los kilos siempre fueron su obsesión. Una vez me dijo que Cristo podía haber sido un buen peso welter. Me invitó a entrar a su iglesia. Una penumbra aguamarina, filtrada desde los ventanales, bañaba el interior. Los bancos estaban apilados contra las paredes, tapando buena parte de los ventanales. Una precaria enredadera de andamios ocupaba todo, desde los escalones del altar hasta las columnas de la entrada. En lo alto, unos tablones formaban la improvisada plataforma donde Osorio arañaba los cielos: una vasta ola de azul confeccionada a brochazos que se detenía más o menos a mitad del techo. Una escalera metálica apoyada en una de las columnas contribuía a darle a todo el conjunto un aspecto de mecano infantil. Solté un silbido de admiración.
—¿Se sube hasta ahí arriba para pintar, padre? Eso sí que es tener fe.
—El chisme se tambalea un poco, sí —admitió Osorio—. Pero qué le vamos a hacer. No hay dinero para contratar a unos pintores.
Cogió la brocha con la que había estado pintando y la enjuagó en una lata. La pintura y el aguarrás habían adulterado el antiguo aroma, un olor que venía envuelto en domingos a las doce, en cirios y pilas bautismales. El padre Osorio se quitó la gabardina jaspeada de churretones azules, mojó la mano en la piedra seca y se santiguó mecánicamente.
—Le echaría una mano, padre, pero los trabajos manuales nunca fueron lo mío.
—Ya, ya sé que eres un intelectual —dijo, limpiándose las manos en un trapo—. No te preocupes, tengo ayuda.
Le seguí hasta la sacristía donde, al pasar, cerró distraídamente la puerta vencida del armario que llevaba medio siglo abriéndose a capricho, quejándose con el chirrido lastimero de las bisagras sin engrasar y el tintineo de la llave, churrigueresca e inútil, al caerse al suelo. Había unas mondas de mandarinas en el suelo. Osorio tenía cosas mejores que hacer con su tiempo libre que barrer el suelo, colocar otra cerradura o atender las confesiones de un niño idiota.
Sin detenerse, pulsó un interruptor, se agachó, se arremangó las faldas y empezó a bajar los escalones. El fluorescente tartamudeó dos o tres veces y, antes de que lograra deletrear la luz, Osorio ya estaba abajo, palmeándose la sotana. El polvo se expandió desde el pasado, en aquel estrecho sótano donde tantos años atrás me había iniciado en los rudimentos del boxeo.
—Mira bien. ¿No echas de menos algo?
Sobre la pared blanca y picada de viruela colgaba el mismo mapa del mundo, un despiece de países con décadas de retraso, las fronteras desfasadas y rellenas con los colores mustios del franquismo. En un rincón, sobre un pupitre de colegio, reposaba una Olivetti negra, la vieja máquina de escribir con la «efe» encasquillada donde habían aprendido mecanografía generaciones de alumnos lerdos. Yo, por ejemplo, no aprendí nada, me aburrí de golpear las teclas repitiendo hileras e hileras de letras ordenadas en cuadrillas de cuatro, formando regimientos ortográficos.
—¿Qué? ¿Te acuerdas o no?
Miré con más atención. Al fondo, en los pupitres que ahora yacían amontonados en una pila verde desvaído, se habían sentado los hombres del sindicato a discutir papeles prohibidos, de noche, entre susurros, sin más luz que un cirio encendido. Mi padre —que carecía de inquietudes políticas, pero acudió a alguna de aquellas reuniones clandestinas llevado por algún amigo o algún colega de la fábrica— me contó que uno de ellos solía subirse a un pupitre y, agarrado a los barrotes, con el ventanuco de vidrios miopes entreabierto, vigilaba a ras del suelo la calle desierta. En las palabras de mi padre latían los recuerdos de una edad angustiosa, los años del hambre y las humillaciones, el olor a comida de las tarteras metálicas de vuelta del trabajo, el aceite de las mejillas tensas en los claroscuros del cirio que se retorcía bajo un horizonte de zapatos. ¿Qué había quedado de todas aquellas veladas heroicas? Los hombres claudicaron, mi padre se dio a la bebida, el barrio entero se agujereó las venas. Los mismos pupitres de colegial que habían acogido a los líderes sindicales del barrio recogieron luego a jóvenes yonquis de brazos picoteados, pandilleros arrepentidos, delincuentes imberbes, chavales que coqueteaban con la muerte, expresidiarios. Únicamente Osorio siguió al pie del cañón. Contaba con la ayuda del padre Miguel, un muchacho pelirrojo e idealista que siempre iba a todas partes con una guitarra y no llevaba más señal del sacerdocio que el alzacuellos. Los rasgueos y los acordes de séptima fueron el complemento de las clases de mecanografía y los rudimentos de boxeo que Osorio impartía en el blanco útero del sótano. Pero los chavales no se conformaban con las canciones de iglesia adaptadas de los Beatles: querían que el padre Miguel, adentrándose en la armonía satánica, les sacara canciones de Led Zeppelin, de Deep Purple y de Black Sabbath, cuando no directamente rumbas de Los Chichos. Un día que la apisonadora del Smoke on the Water tronaba a toda caña desde el tocadiscos, al tiempo que dos guitarristas se cocían unos porros y yo saltaba a la comba, el padre Osorio bajó las escaleras, agarró el disco que gimió con un maullido al sacarlo del plato, y lo partió en trozos como si fuese una hostia negra.
—Estáis en la casa de Dios —tronó, manoteando para disipar la niebla.
—Será la casa de Dios, padre —replicó uno de los alumnos, enfundando su guitarra—, pero Roberto bien que se entrena para pegar hostias.
—Como Cristo con los mercaderes del templo —dijo Osorio y le quitó la colilla al otro de un bofetón limpio que apenas le rozó los labios—. Y no digas «hostias», a ver si te voy a meter una.
—¿Pero Cristo no decía que había que poner la otra mejilla?
—Cristo decía misa. Anda, daos el piro antes de que os parta la guitarra en la cabeza.
No fue el exceso de volumen de las baladas heavys lo que hizo que el padre Miguel se buscara una parroquia más acorde con sus gustos pacifistas: fue un motorista que irrumpió una tarde en la iglesia con una Bultaco de media cilindrada. Aterrorizó a las abuelas que estaban rezando el rosario y acosó al padre Miguel desde el altar hasta la entrada, derrapando entre los bancos al estilo de un motocross clerical. Subí a la carrera, desde el sótano donde estaba entrenando, y pude ver su casco negro y rojo, adornado con ramalazos de fuego infernal que repetían las llamaradas del tubo de escape. El padre Osorio, que me había precedido en la carrera, fue a auxiliar a su compañero, arrinconado contra la pila bautismal, cuando el motorista lo vio, giró, apretó el acelerador y se dirigió hacia él a toda velocidad. Osorio fintó en una perfecta combinación de cintura y juego de piernas, como si torease una vaquilla insensata, y desmontó al jinete de una guantada. La moto fue a estrellarse contra una hilera de bancos y el enviado satánico se empotró tras ella. Los chillidos de las abuelas traspasaron la humareda mientras el olor a gasolina derramada lo iba empapando todo. Osorio levantó al jinete caído con una sola mano y lo apartó de su montura, mientras la rueda aún seguía girando tercamente en el aire. Se agachó junto a él, arrancándole el casco de un manotazo.
—¿Estás bien, chaval? Contesta.
Pálido, ceniciento, el Jeringas balbuceó algo a la tercera sacudida. Con un suspiro de alivio, Osorio le examinó las pupilas con el empaque de un médico en el cuadrilátero. Abrió la mano y le preguntó cuántos dedos veía.
—Cinco.
—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que hay cinco dedos?
El Jeringas asintió con la cabeza, como un tentetieso de ida y vuelta mientras los colores iban volviendo a su cara.
—Pues te los voy a plantar en toda la jeta si algún día se te ocurre repetir algo así. ¿Me has oído?
El Jeringas cabeceó otra vez y se fue irguiendo despacio. Alto y destartalado, enfundado en el mono de motorista, nunca le había visto más parecido a su propio mote: parecía el émbolo de una jeringuilla con la aguja rota. Al recoger el casco del suelo, un gesto de dolor le atravesó la cara. Osorio pescó el brazo derecho sin muchos miramientos y lo trasteó hasta que el Jeringas empezó a gritar.
—Tienes la muñeca abierta. También, quizá, una fractura de hombro. Tendrá que verte un médico. Y no chilles, no me seas maricón.
El Jeringas me miró esforzándose en no llorar, en aparentar la hombría que se le había hecho pedazos. Intentó levantar la moto del suelo utilizando sólo el brazo sano.
—Deja la moto ahí.
—Pero es mía.
—La moto se queda ahí hasta que arregles todos los desperfectos de la parroquia. ¿Queda claro?
Encogido, con el brazo en cabestrillo, el Jeringas musitó algo y se marchó cojeando de la iglesia. Antes de irse me echó una última mirada, breve y rencorosa. Osorio levantó la moto y contempló el charco de gasolina que empezaba a extenderse entre los bancos. Le pidió al padre Miguel que fuese a buscar una fregona.
—¿Es que no vas a hacer nada?
—Voy a arreglar la moto. Qué más quieres que haga.
—¿Pero tú has visto a ese mal nacido? Hay que poner una denuncia, llamar a la policía.
Una de las abuelas apoyó de inmediato la propuesta del sacerdote, y el coro de ancianas la secundó. El padre Osorio pasó los dedos por los radios, ligeramente torcidos, de la rueda delantera.
—No vamos a hacer nada. Ni denuncia ni policía ni nada. Y ustedes me hacen el favor de callarse, que nadie les dio vela en este entierro.
Miguel avanzó apartando los bancos, volviéndolos a poner en su lugar con una furia sistemática que contrastaba con la calma de Osorio en su papel de mecánico con sotana.
—Esto no puede seguir así, Gonzalo. El otro día unos chavales me sacaron una navaja a la entrada del metro. Y ahora esto.
—Quizá deberías pedir el traslado al Cristo de Medinaceli o a San Francisco el Grande. Son iglesias más bonitas. Y los fieles de postín. Te encantará.
—No he dicho eso. Digo simplemente que no podemos quedarnos de brazos cruzados.
Osorio sacó una de las bujías y la sopló suavemente, girándola entre los dedos. Miguel estaba indignado.
—¿De modo que no hacemos nada?
—Ningún policía entró en esta casa con Franco, así que calcula tú ahora. El chaval arreglará los desperfectos. Tengo su palabra.
—¿Los desperfectos? Espabila, Gonzalo. Ese animal casi nos mata a todos.
—¿Y por eso quieres que vaya a un correccional o a la cárcel? ¿Tú has estado alguna vez en la cárcel, hijo?
Las mujeres se callaron de golpe. Miguel bajó los brazos a lo largo del cuerpo. Osorio guardó la bujía en el bolsillo de la sotana y se puso en pie.
—¿Crees que en una cárcel le enseñarán algo a ese pobre chico, le enseñarán a ser un hombre? ¿Tú crees? —Miguel no respondió—. Yo creo que estamos aquí para salvar almas, almas de delincuentes y asesinos, almas en pecado mortal, no para mandar gente a la cárcel. Si pensara eso, me habría apuntado a la Guardia Civil.
—Estás dando a Dios lo que es del César.
—No te hagas la picha un lío, anda. ¿Sabes lo que es un alma descarriada? Ahí tenías una. Cristo dijo «bienaventurados los pobres», pero bien sabía él que no hay ninguna bienaventuranza en la miseria.
Fue entonces cuando el padre Miguel me descubrió en medio de la iglesia. Observó mis zapatillas, mis pantalones cortos, los guantes que me había regalado mi padre. Luego se agachó, me puso las manos en los hombros y me miró fijamente a los ojos.
—Tú lo conoces, ¿a que sí?
Se formó un silencio tan hondo como un pozo. Yo no había cumplido los catorce pero sabía de sobra lo que era un chivato.
—Tú sabes cómo se llama. Dímelo.
—Miguel —Osorio habló a sus espaldas—. Hazme caso, te has equivocado de parroquia. Tu misión es tocar la guitarra, nutrir de almas puras los coros celestiales.
—Sólo quiero ayudarle. ¿Me vas a decir cómo se llama?
Bajé la cabeza. No pude sostener más tiempo el ámbar puro de su mirada. El padre Miguel se irguió, dio media vuelta y salió de la iglesia. Las abuelas le siguieron, cuchicheando. Osorio suspiró.
—Es como si lo hubiera publicado en la hoja parroquial. Antes de la misa de once ya lo sabrá todo el barrio.
Después me pasó la mano por el pelo y me preguntó si de verdad conocía a aquel chaval de la moto. Era la misma pregunta que acababan de hacerme un momento antes, pero en sus labios sonaba distinta.
—Sí. Lo conozco.
—Es amigo tuyo, ¿no?
—No, padre. Es el Jeringas. Un hijoputa.
Osorio sonrió.
—Bueno. Entonces tu silencio tiene más mérito.
Me gustaban las homilías de Osorio porque estaban llenas de criminales, de putas y fariseos. Para él, la gran lección de Cristo era que siempre se movía entre lo peor: tenderos tramposos, ladrones, hijos desagradecidos, borrachos, leprosos y demás gentuza. Bien mirado, San Blas podía ser Galilea, un nuevo escenario evangélico con bodegas malolientes, tiendas de ultramarinos, yonquis pecadores y autobuses en lugar de cuadrigas. Osorio no iba a entregar una de sus ovejas descarriadas a los romanos para que luego la obligaran a marcar el paso.
El Jeringas arregló los desperfectos, pero Osorio no le devolvió la moto. Descubrió que era robada y se la devolvió a su dueño. El Jeringas juró vengarse, pero su venganza fue olvidada, se quedó colgada en algún canalón del tiempo, desinflada, como una de esas pelotas que los chavales colábamos cada tanto en el tejado.
Con la misma pinta de un viejo balón de cuero despellejado y veintitantos años más viejo, Osorio metió la mano en un bolsillo de la sotana y sacó un paquete de cigarrillos.
—Toma uno.
—No, gracias.
—Todavía no acabas de verlo claro, ¿eh? Te pasaste dos años aquí dentro, Robertín. Yo creí que lo descubrirías al primer golpe de vista.
Le prendió fuego al cigarrillo, aspirando con ansia la primera calada. La voluta de humo buscó el cielo pero sólo encontró un gancho clavado en el techo, en el mismo lugar donde flotaba la ausencia del ceniciento saco de boxeo, aquel fantasma gordinflón, cubierto de parches y arañazos, que durante tantas tardes había sido mi único horizonte.
—¿Dónde está el saco?
—Se me murió de viejo, Robertín. ¿Podrías conseguirme otro?
Nadie, ni mi padre, ni mi madre, ni mis amigos, ni nadie, me había llamado nunca de aquel modo. Aquel diminutivo era una prerrogativa eclesiástica.
—Claro. Hablaré con Venancio.
—Venancio —dijo Osorio, y el nombre salió envuelto en una prédica de humo—. Claro, cómo no había pensado yo en Venancio. ¿Cómo le va?
—Ahí sigue, en su gimnasio. Seguro que tendrá algún saco de sobra.
—Muy bien. Los chavales te lo agradecerán.
Cuando subíamos otra vez la escalera, le di a Osorio la bolsa con la ropa y los viejos guantes de boxeo. No eran gran cosa, dije, pero quizá le sirvieran a alguno de los chavales que entrenaba ahora. Osorio los magreó con mano experta.
—¿Son los mismos con los que empezaste, no?
—Sí. Ya sabe que mi madre no tira nada.
—Me vendrán bien. Gracias.
Osorio apagó la luz del sótano y se detuvo para tomar aliento. Rondaba los cincuenta cuando lo conocí, así que ahora ya rebasaba los setenta. Desde luego no los aparentaba, ni en su corpulencia, ni en la cualidad rocosa de su piel, ni en la destreza de sus manos. Todavía parecía capaz de detener a una brigada de policía a la entrada de su iglesia.
La puerta descabalada del armario se abrió a nuestro paso, como pidiendo atención. Osorio fumaba tanto que algún monaguillo malicioso llegó a decir que guardaba el tabaco en el sagrario, junto a las hostias, el vino consagrado y una botella de Fundador. También decían que no le bastaba con el vino de la misa y que se servía un lingotazo de coñac entre oficio y oficio. Era mentira: yo había visto muchas veces el coñac en el armario de la sacristía, junto a la ropa de calle y unos cartones de Bisonte.
—Padre, aparte de los ecuatorianos, ¿no tendrá otro pupilo?
—¿Cómo quién?
—Un niño moro. Suele ir a casa de mi tía.
—¿Ha robado algo? —negué con la cabeza—. ¿De qué lo conoces?
—Únicamente cogió algo de comida. A mi tía le vendría bien un régimen de alpiste, pero no le recomiendo al chaval que vaya mucho por allí.
—Tu tía —dijo Osorio, aspirando otra calada—. Tu tía está mal de la cabeza.
—Y además es muy mal bicho, padre.
—Sí que lo es.
Osorio se quitó el cigarrillo de la boca. Una nube de humo se le enroscó en los párpados y le sacó punta a los ojos.
—¿Y qué te hace pensar que doy refugio aquí a un infiel?
—A usted nunca le gustó mucho la fruta, padre —le señalé las mondas de mandarina al lado del armario de la sacristía—. Además, si hay un chaval perdido en el barrio, sea de la religión que sea, tarde o temprano acabará aquí.
—Tú tampoco eres muy cristiano, ¿a que no?
—Mi mano derecha no sabe lo que hace mi mano izquierda —dije, y Osorio se echó a reír. Era un viejo chiste pugilístico—. Además, yo estoy bautizado.
—De eso hace mucho, hijo. Hace un montón.
Osorio se agachó y recogió en su manaza las mondas de fruta. Las dejó encima de la mesa.
—Ese chaval necesita la ayuda de Dios, Robertín. Mucho más que cualquier otro que haya pasado por mis manos.
—Dios suele estar muy ocupado, padre.
—Es una putada —resopló—. No habla, no entiendo su idioma, casi no abre la boca. Un día me lo encontré en la puerta de la parroquia, acurrucado, tiritando de frío. Le invité a pasar y le dejé dormir abajo. Algunas noches ha vuelto por aquí.
—¿No teme que robe algo?
—¿Y qué va a robar? —Osorio apagó el cigarrillo contra la pata de la mesa. A juzgar por las quemaduras de la madera, era una práctica habitual—. Desde que quitaron las pesetas no hay quien deje un billete en el cepillo. Los domingos pesa como un muerto. Hace falta arreglar la puerta y el tejado, pero de momento el chaval me echa una mano con los techos.
Señaló hacia arriba, donde los brochazos de azul se habían detenido en una ola imperfecta, un cielo a mitad de camino. Los tejados eran otra historia. Las goteras de la Trinidad eran legendarias: la techumbre se estaba cayendo a cachos desde los tiempos en que en el Valle de los Caídos anidaban buitres en lugar de palomas. Pero las reformas no le importaban mucho al padre Osorio. Si por él fuera, le pondría a Cristo un paraguas.
Caminamos hasta la entrada de la iglesia. Una de las sábanas que cubría la pared de yeso se había caído. El cura cogió una grapadora roja de uno de los andamios y sujetó la sábana con dos grapas a la pared.
—Mondas de fruta. Eres muy listo, Robertín. Siempre lo fuiste. La gente piensa que todos los boxeadores son tontos del culo sólo porque han recibido muchos golpes y hablan por la nariz. Pero no es verdad. Los golpes nos hacen fuertes.
—Bueno, yo nunca recibí muchos golpes. Ni tampoco hablo por la nariz.
—Pero sigues andando como si llevaras los guantes puestos —dejó la grapadora otra vez en el andamio y me acompañó hasta la puerta—. Lástima que no siguieras boxeando.
—Quizá era demasiado listo, padre.
Le estreché la mano y él me devolvió un apretón breve, viril, sin intentar reducirme los huesos a gravilla. Luego arrojó la colilla al suelo, alzó una mano en señal de despedida y se metió en su parroquia.
Dejar de boxear no fue cuestión de inteligencia sino de fe. En cierto modo fue la Iglesia la que me encaminó hacia el cuadrilátero: primero aquel cura de los salesianos al que le rompí la jeta por insultar a mi madre, y después Osorio. Con Venancio aprendí la técnica, los trucos, las tácticas y estrategias, pero con Osorio cultivé la mística, el catecismo del sudor, la letanía del un-dos, un-dos, la forma de golpear cargando el cuerpo y de danzar de puntillas sobre unas playeras de goma. Durante un par de años —los años que otros chicos emplean en estudiar idiomas o en aprender a escribir a máquina— el boxeo fue mi religión. Todas las tardes acudía a aquella parroquia de barrio que ocultaba un gimnasio cutre en sus entrañas.
—Ay —se lamentaba Osorio a veces, mientras aguantaba el saco—. En la vida no he hecho otra cosa más que repartir hostias.
Atravesé el parque para regresar a casa y de nuevo tuve la sensación de que las tiendas y los portales se habían desplazado de lugar. La zapatería ya no estaba en su sitio, la frutería había cambiado de nombre, las panaderías se habían transmutado en supermercados chinos. Un par de días más con mi madre y tendría que comprar fichas nuevas para el monopoly. No me di cuenta de que alguien me gritaba desde varias calles atrás.
—Macho, ¿estás sordo? Llevo chillando hace una hora.
El tipo se detuvo junto a mí. No parecía del barrio: llevaba chaqueta, corbata y unas gafas de aro. Pero la cara ancha y los dientes a la vista me hacían cosquillas desde algún lugar del pasado.
—¿No te acuerdas ya de tu viejo amigo, el Chapas?
No había manera de reconocerlo sin aquellos ganchos sujetándole los dientes. Fui a darle la mano pero él tiró de ella y me dio un abrazo.
—Supongo que ya nadie te llama así, Richi —dije, intentando esconder mi emoción—. No hay por qué mantener el mote.
—No creas —me guiñó un ojo—. Ahora llevo otra clase de chapa.
Sacó la cartera y me enseñó la placa. Era un madero, quién iba a imaginarlo. Después de todo nunca se pedía policía cuando jugábamos a polis y ladrones.
—¿Es de verdad?
—¿Tú qué crees?
—Richi, tú nunca has pagado nada. Hasta tu carné de la piscina era falso.
Se echó a reír con una de esas carcajadas suyas en estéreo que hacía imposible no secundarla. Me pasó otra vez la mano por el hombro y me empujó hacia unos soportales.
—Venga. Te invito a un trago.
Abrió la puerta del bar con una mano y anunció triunfalmente mi llegada, justo lo que menos deseaba que hiciera. Dos o tres parroquianos se volvieron al oír mi nombre. El camarero, un chaval joven y probablemente extranjero, se quedó esculpido en el gesto de ir a tirar una cerveza.
—¿Que no sabes quién es? —dijo un viejo borracho, abrazándome efusivamente—. Este hijoputa fue campeón del mundo.
—De Europa, Pepe. De Europa.
—Del mundo, coño. Si lo sabré yo.
Pepe el Puñales ilustró un rato a la audiencia sobre mis hazañas: un par de combates, uno contra un italiano y otro contra un griego, una defensa del título en Londres, incluso describió con todo lujo de detalles una pelea épica en Las Vegas. No quise corregirle y explicarle que yo jamás había boxeado en los Estados Unidos, que aquella pelea que tanto le entusiasmaba no había sucedido jamás. Para él, el combate con Chamaco fue un tongo, una injusticia. El Chapas sonreía, divertido ante mi agobio.
—Vale, vale. Luego seguimos —dijo, llevándome hacia una de las mesas del fondo—. Ahora tenemos que hablar. Niño, ponnos dos cervezas.
—No —dije—. Para mí una Coca-Cola.
El Chapas se sentó frente a mí. Ricardo Sánchez, quiero decir. No me hacía a la idea de verlo con el pelo corto y gafas. La última vez que nos encontramos llevábamos melenas y pantalones de pitillo.
—Sí. Muñoz ya me advirtió que habías dejado la bebida.
—¿Lo conoces?
Hizo un gesto vago con la mano, sin dejar de sonreír.
—Es amigo tuyo, ¿no?
—Lo fue.
El comisario Muñoz me había acogido una noche en su calabozo del distrito de San Bernardo. Me habían detenido por pelea, escándalo público y no sé cuántas cosas más. En aquella época, poco después de dejar el boxeo, estaba completamente desquiciado: casi siempre andaba borracho perdido, de bronca en bronca. Trabajaba de portero en varias discotecas y, la verdad, era bastante bueno siempre que no me diera por beber: entonces no había manera de sujetarme. Fue Muñoz quien me convenció para que alquilara mis puños en los combates ilegales que se celebraban los fines de semana en un almacén de las afueras. Entre el alcohol y las pastillas no recuerdo gran cosa de aquellas reyertas callejeras donde valía todo: de cabezazos a patadas. Sólo sé que a más de uno lo sacaron con los pies por delante únicamente para que unos cuantos millonarios y sus furcias pasaran un buen rato. No aguanté mucho tiempo ahí y no porque no fuese bueno: no perdí jamás, que yo sepa. Pero aquello tenía tanto que ver con el boxeo como una discoteca con el ballet clásico. Poco después lo dejé y busqué un centro de Alcohólicos Anónimos.
—Yo también conozco a Muñoz —dijo Richi, apartándose mientras el camarero servía las bebidas—. Digamos simplemente que no es trigo limpio.
—Digamos que desde entonces no me fío mucho de la poli.
—Haces bien —dijo, y dio un largo trago a su cerveza—. Pero ahora no estoy de servicio. Sólo estoy tomando un trago con un viejo amigo.
—Por qué será que no te creo.
Sacó un paquete de tabaco. Me ofreció un cigarrillo y negué con la cabeza. Jugueteó un rato con el mechero antes de prenderle fuego. Era un mechero caro, de plata o quizá una buena imitación plateada. En cualquier caso, nada que ver con el encendedor de plástico que usaba el padre Osorio.
—Pero si ya no boxeas —dijo, exhalando volutas de humo.
—Nunca me gustó el tabaco.
—¿Te acuerdas cuando nos encendimos nuestro primer pito, en los jardines del viejo aquel?
—No me voy a acordar si fue justo enfrente de mi casa. Si me llega a ver mi padre, me mata.
—Qué loco estaba el viejo, ¿eh? Y vaya putadas que le hacíamos. ¿Te acuerdas cuando nos meábamos en sus rosales y él pensaba que habían sido los perros? —asentí con la cabeza—. ¿Qué habrá sido de él?
—Murió, supongo. Le pasa a todo el mundo.
—A mí me lo vas a decir.
Cogió la botella por el cuello, desdeñando el vaso, y le pegó un buen trago. Resonó la lengua contra el paladar mientras suspiraba de satisfacción. Para hacerlo como en los viejos tiempos sólo le faltó eructar.
—En serio, no estoy aquí de servicio. Alguien me dijo que estabas por el barrio y quería saludarte. Hace muchos años que no nos vemos, Rober. Pero ayer presentaron una denuncia contra ti.
—Déjame que lo adivine. Sampere Construcciones, ¿a que sí?
—A ese tipo le sacaron un trozo de cristal del párpado. Por poco pierde el ojo.
—Quizá lo metió donde no debía. ¿Me vas a detener?
Richi detuvo la botella cuando iba otra vez camino de su boca.
—¿Estás tonto o te pasa algo? Sé perfectamente cómo es esa gentuza, Rober. Acosaron a los vecinos, a muchos les obligaron a vender. Hay docenas de denuncias contra esa constructora.
Fui vaciando poco a poco la Coca-Cola en el vaso. Estaba caliente y tendría que esperar un rato a que los hielos hicieran su trabajo. Hay cosas que no cambian, por ejemplo, la puta manía de no usar la nevera. Meneé el vaso, entrechocando hielos y cristal, mientras esperaba que Richi también se fuera enfriando.
—El tuerto dice que amenazaste de muerte a tu tía.
—Una discusión familiar —me encogí de hombros—. Ya sabes cómo son esas cosas.
—Leí los expedientes de Muñoz. Sé a lo que te dedicas, Rober, y francamente, como poli, me importa un carajo. Hay sitios a donde la ley no nos permite llegar. Personalmente, creo que está muy bien que existan tipos como tú para limpiar toda esa basura.
—Sí, cumplo una importante labor social. Una especie de servicio de fumigación, un raticida de choque. Lo mismo me decía Muñoz. Me proporcionó unos cuantos trabajos.
—Ya. Seguramente yo no llegue a tanto. Pero entiendo que eres el contrapeso exacto para la gentuza como Romero.
—Romero —dije, y volví a hacer tintinear el vaso—. Ya que lo mencionas, no entiendo cómo fue tan caballeroso.
Le conté una versión resumida de mi encuentro con Romero y su cuadrilla de mariachis. Richi se entretuvo soltando volutas de humo y picoteando de la bandeja de aceitunas que nos habían puesto de tapa. Luego me explicó que algún pez gordo de la constructora lo había puesto al frente de la seguridad de la obra.
—Todo perfectamente legal, incluyendo contratos de trabajo. Lo sé porque me tocó revisarle los papeles.
—A lo mejor tienes que darle una medalla a Sampere por ponerse a reinsertar delincuentes.
—Pues no te extrañe. Pero con sus antecedentes, Romero tiene que andarse con ojo. Se pasó toda la juventud en el trullo y no creo que le apetezca volver a visitar a sus colegas.
—Hablando de colegas, esta mañana me encontré con el Lenteja.
—¿Dónde?
—A la salida del colegio, iba a recoger a su hijo. Me extrañó no verle ayer en la obra.
Richi terminó su cerveza de un trago y levantó la botella vacía para pedir otra al camarero. Se quedó un momento pensativo, jugando con una mueca donde, de niño, asomaban ganchos metálicos. Sonrió y mostró la dentadura, exacta, completa. Ya no quedaban desperfectos en su boca.
—Tiene gracia. Fue gracias al Lenteja que nos conocimos. Me salvaste de una paliza en los lavabos. Y todavía te dedicas a lo mismo.
—Las cosas nunca cambian —dije—. Aquí siguen sirviendo los refrescos calientes y al Lenteja todavía le dura el mote. ¿Qué fue del Jeringas?
—Palmó de sobredosis. En Alcalá-Meco.
El camarero trajo otra cerveza y otra remesa de aceitunas. Richi entrechocó la botella con mi vaso. Echamos un trago a su salud.
—Por el Jeringas.
—Por el Jeringas. ¿Sabes que el Lenteja se ha metido a taxista?
—No jodas.
—Sí, hombre, sí. ¿Te acuerdas cuándo su padre se cabreó aquel año que suspendió todas?
—Sí, le metió una paliza que te cagas.
—Pero no fue por eso —precisó Richi—. Fue porque le preguntó qué pensaba ser de mayor. Y el Lenteja, que por aquel entonces pasaba una gripe hippie, contestó: «Papá, voy a ser un hombre libre».
Richi se echó a reír, una de aquellas carcajadas salvajes y estentóreas que hizo que todos los parroquianos se girasen para mirarnos. No pude evitar secundarle, incluso antes de que terminara el chiste.
—Me lo encontré un día, montado en el taxi, y se lo recordé. Le señalé el cartelito que llevaba en el parabrisas y le dije: «Lenteja, lo conseguiste. Ya eres un hombre libre».
La risa nos devolvió intactos a la orilla de una playa donde había cascos de litronas, naipes marcados, árboles grabados a navaja.
—La verdad, Richi —dije, secándome los ojos—, no me acostumbro a verte vestido de madero.
—Bueno, no llevo uniforme y además mi padre era poli. No hago más que seguir la tradición familiar. Fue mi padre quien detuvo a Romero, ¿no lo sabías?
Me quedé de piedra. No, no lo sabía. Mientras sacaba un pañuelo y se limpiaba las gafas, Richi me contó que su padre había dejado el cuerpo hacía algún tiempo. Jubilación anticipada: una noche arrojaron una botella de gasolina ardiendo contra el parabrisas de su coche y se salvó de milagro. Pasó varios meses en el hospital, bailando entre la vida y la muerte.
—Ahora tiene la cara desfigurada y todo el pecho lleno de quemaduras. Pero mi viejo es un tipo duro. En Fuengirola, donde va a veranear todos los años, les vacila a las extranjeras diciendo que sobrevivió al ataque de un tiburón.
—Coño. Lo siento, Richi.
—Fue el hijoputa de Romero. No hubo manera de probarlo, pero no hacía ninguna falta. Yo sé que fue él. El ataque contra el coche de mi padre ocurrió poco tiempo después de que Romero saliera del trullo.
—Igual que cuando la tienda de Eladio —murmuré.
Richi se colocó otra vez las gafas sobre la nariz y fue como si montara el cerrojo de un arma.
—¿Qué piensas hacer?
—Hace años que le ando detrás, pero Romero es muy listo, bastante más que los imbéciles que suelen acompañarlo. Nunca baja la guardia.
Era verdad. Por ejemplo, jamás se había enganchado al caballo, a pesar de que prácticamente fue él quien inauguró el tráfico de droga en el barrio. Casi todos sus colegas habían acabado muertos o convertidos en espectros de sí mismos, tristes esqueletos pedigüeños de mirada perdida y brazos acribillados. Daba pena verlos revolviendo entre las basuras, reuniendo cartones, mendigando en las paradas de autobús. Richi juntó las manos, apoyó la barbilla en ellas y me susurró unas palabras que sonaron a confesión. Habló demasiado bajo para entenderlo, pero no necesitaba leer sus labios:
—Un día de éstos le haré un favor al barrio. Como hay Dios, Rober.
—Me gustaría hacerte el favor yo —dije—. Pero sólo me dedico a las chapuzas.
—Ya lo sé —dijo, irguiéndose de la butaca y rebuscando en su chaqueta—. Te lo agradezco igual.
Tras el cristal de las gafas, algo en su mirada decía que ya había pasado el tiempo en que necesitaba guardaespaldas, que ya no era el chiquillo desvalido a quien dos abusones metían la cabeza en el retrete. Miró la hora en el reloj y fue a pagar a la barra. Ni siquiera me dio tiempo a sacar la cartera: me sacó a empujones del bar mientras nos despedíamos de la parroquia. El viejo Pepe montó un amago de guardia y empezó a boxear en broma. La puerta se cerró a nuestra espalda y Richi dijo que me acompañaba un rato.
—Y ahora que lo pienso, ¿qué coño hacías tú a la salida del colegio? —preguntó—. ¿Vas a repetir curso?
—Iba a recoger a Tania, la hija de Lola.
—¿La gitana? ¿Sigue igual de buena? Hace tiempo que no la veo.
—Yo diría que ahora está mejor, si cabe.
Richi soltó un silbido de finales de los setenta, un sonido que, en mis oídos apagados, venía escoltado por alarmas y pintadas libertarias.
—Ahí no cabe ni el sujetador. Menudo par de tetas que tiene Lola. Pero no te hagas ilusiones, macho. Está casada.
—Divorciada, según me contó.
—Con el tipo que se casó, no creo que el divorcio cuente mucho.
Richi se detuvo y me miró, el rostro crispado en una adivinanza infantil. Faltaban las pecas y los brillos metálicos, pero cuando guiñó el ojo izquierdo —el mismo tic involuntario de cuando imitaba a Vázquez— el nombre me golpeó desde atrás.
—Romero —dije.
—Romero —confirmó—. El mismo que viste y calza.
No me lo podía creer. Comprendí de inmediato por qué no había retratos de su marido en casa de Lola y por qué se había cabreado tanto cuando la llamé gitana: un expresidiario traficante y pirómano no era alguien de quien una pueda enorgullecerse. Que yo supiera, lo único bueno que había hecho Romero en su puta vida era aquella niña que había heredado sus ojos claros y su pelo rubio.
—Romero es gitano de pura raza, así que si vas a ponerle los cuernos, ándate con ojo.
—¿Crees que le tengo miedo?
—No lo digo por ti, sino por ella. Le metía unas palizas de cojones. No era raro verla salir, cuando llovía, con un paraguas y unas gafas de sol.
—Qué hijo de puta.
Me rechinaron los dientes. Richi palpó los bolsillos de su chaqueta hasta dar con el móvil, que pitaba cada vez más alto.
—La hostiaba gratis con que imagínate si le das motivos. Un día hasta la niña llegó a cobrar. Creo que fue eso lo que decidió a Lola a pedir el divorcio… ¿Sí?
Mientras escuchaba le fue cambiando la cara. No fue una conversación muy larga. Al final guardó el móvil en la chaqueta y me miró. Parecía extrañado de verme allí.
—Será mejor que me acompañes —dijo.
—¿Pasa algo?
No respondió y fuimos andando hasta donde tenía aparcado el coche, un BMW metalizado, uno de esos coches color cromo que en la publicidad se aparean con caballos al galope, carreteras en llamas y rubias despampanantes. Bromeé sobre lo bien que le iban las cosas y que yo, en mi negocio, tenía que conformarme con un Renault de segunda mano. Tampoco respondió.
Antes de arrancar, rebuscó bajo su asiento y sacó una sirena portátil. Bajó la ventanilla, sacó el brazo y la colocó con una sola mano mientras con la otra arrancaba el coche. La sirena aulló, lanzando destellos anaranjados allá por donde íbamos pero no estuvo mucho tiempo en marcha. Fue pegando gatillazo apenas dejamos atrás el parque y traspasamos la cancela de la obra. Una humareda densa irrumpió por las ventanillas acompañada de un olor a quemado que acuchillaba los ojos. Richi aparcó por las bravas entre un camión volquete y una de las hormigoneras: las ruedas chirriaron sobre la grava. El lugar parecía una barbacoa para vehículos extravagantes, porque también había un coche de bomberos y un par de coches patrulla cuyas luces azules parpadeaban entre el humo. Bajamos del BMW, tosiendo y lagrimeando, y uno de los policías se acercó a Richi para informarle. Le dijo a voces, tapándose la boca con un pañuelo, que el incendio ya estaba controlado y que habían tenido suerte de que la obra contara con una boca de riego. Dos o tres gatos montaban guardia detrás de las vallas. Vi a dos bomberos que intentaban pasar una manguera por encima de la cancela como si lucharan con una serpiente mitológica, mientras las pavesas caían sobre el jardín una tras otra: colillas arrojadas desde el infierno. La casa de mi tía ardía por los cuatro costados.