Fue extraño dormir de nuevo en mi cuarto. Por primera vez en muchos años regresaba a aquellas sábanas en las que había pasado casi un tercio de vida. Mi madre las había guardado al fondo del armario, pero, a pesar de todo, por debajo del detergente y la naftalina, seguían conservando el mismo tacto, el mismo olor a niñez y a ropa limpia. La cama ya me quedaba corta cuando pegué el último estirón: meterme otra vez en ella fue igual que calzarme un zapato demasiado estrecho para un solo día de fiesta. Tuve que doblar las piernas y en aquella postura fetal, encogido bajo la colcha y la pesada manta, recorrí la oscuridad intentando descifrar el contorno de los objetos, la ropa echada encima de una silla, el laberinto de líneas entre el armario y la mesilla de noche. En la rendija de la puerta, desde donde asomaba el resplandor de la tele en la salita y los retazos de las voces de mis padres, ahora sólo latía una veta de sombras. Tardé en dormirme y me desperté fatigado, confuso, de mal humor, la espalda dolorida, como un minero que regresa del pozo sin traer siquiera unos trozos de sueño.
Me levanté temprano, antes de que mi madre se empeñara en hacerme el desayuno, y salí a dar una vuelta. En el parque de San Blas me reencontré con viejos árboles que habían servido de diana para dardos y de poste en copiosos partidos de fútbol. Con los años, unos habían echado tripa, otros habían crecido a lo alto. En los tobillos acumulaban incisiones, patadas y balonazos y, algo más arriba, entre las cortezas descascarilladas, símbolos y letras escritas a navaja. Había toda una biblioteca oculta de mayúsculas, cruces gamadas, puntos de mira, lemas contra el poder, «aes» santificadas y otros símbolos anarquistas: todo un rosario de estratos geológicos que testimoniaban los ritos de paso a la edad adulta. Nada de flechas, corazones y cursilerías por el estilo: los árboles del parque de San Blas no pueden permitirse ciertas cosas, son tipos duros, enfundados en gabardinas verdes, y no se quejan cuando les operan de varices.
De camino a los columpios, me acerqué a un plátano que brotaba entre un césped ralo, y descubrí la P, la R y la otra R (Pedrín, Roberto, Richi) circundando un nudo de la madera. Acaricié las pequeñas letras (las dos «erres» encabalgadas, como la caligrafía de un Rolls Royce) y el tacto me devolvió la vibración de un golpe, el recuerdo de aquella tarde en que el Chapas sacó un destornillador de la cartera y cada uno de nosotros grabó la inicial de su nombre. Después, con la cuchilla de un sacapuntas, nos hicimos un corte en el pulgar e intercambiamos nuestras sangres, repitiendo una especie de juramento solemne que habíamos visto en una película de indios. Al fin y al cabo, el SIDA aún no estaba de moda, las flechas no llevaban veneno, los condones sólo eran un sueño para los polvos que no echábamos. Creíamos que la amistad duraba siempre.
Pedrín es el amigo más antiguo del que guardo memoria. Fuimos juntos hasta séptimo de EGB, cuando su familia se cambió de barrio, y los dos vivimos esa separación como si fuese una agonía, una auténtica catástrofe. No he tenido, y probablemente no vuelva a tener jamás, una relación más íntima con nadie. Cuando no había colegio, quedábamos a las nueve en la calle y pasábamos juntos todo el santo día, jugando a las chapas, las canicas, la peonza o el bote, según tocase, y sólo nos interrumpía el bramido de nuestras madres a la hora de la comida, la merienda y la cena. Por lo general nos llevábamos una buena tunda de palos al volver a casa al anochecer, rendidos y felices, como amantes que no pueden ocultar su pasión: la ropa sucia, las manos desolladas, las uñas festoneadas de tierra, las rodillas cuajadas de costras y arañazos. Cuando uno de los dos tenía que ir al retrete, se aguantaba hasta que no podía más y entonces decía, apretando las piernas: «Voy a cagar, macho». Y el otro decía: «Vale, yo también». No podíamos perder ni un segundo de estar juntos.
Al lado de esa camaradería total y fastuosa, las demás relaciones de la vida —novias, amigos, esposas, familiares— resultan meras formalidades, trámites con los que pasar el rato. En la niñez el tiempo no existía: las mañanas eran infinitas y el sol rodaba por las tardes con la cadencia de una pelota. Quién iba a imaginar que, cuando nuestros caminos se separasen por culpa del puto empleo de su padre, no volveríamos a vernos hasta muchos años después, en una cola del paro, y ni siquiera acertáramos a saludarnos. Tal vez no tuvimos cojones o tal vez ambos sabíamos que todo lo vivido juntos no podía resarcirse con dos frases de compromiso y una palmada en la espalda.
Una tarde Pedrín logró convencer a su madre para que le comprara un pollito de colores. Los habíamos visto un día dentro de una caja de cartón, amontonados unos encima de otros, pintados de verde, rosa y azul, y ya no quisimos otra cosa. Mi madre me dijo que ni hablar, que aquello era una crueldad, que los sumergían en colorante nada más salir del cascarón y muchos morían o se quedaban ciegos. Después del primer remojón, la supervivencia del pollito dependía de su habilidad para alzarse sobre las cabezas de sus congéneres, chillando entre estrujones y apretones, hasta que el capricho de algún niño los rescataba del martirio. El vejete que los vendía —abrigo gris raído, bufanda anaranjada, boina— permanecía horas de pie en la acera, vigilando la caja de cartón, soplándose de vez en cuando las manos heladas y sumergiéndolas en el vocinglero y bullente plumaje, buscando el calor de los recién nacidos entre las manchas de mierda. Muchos pollos morían dentro de la caja, de hambre, de frío, picoteados o aplastados por las patas de sus compañeros, y más de una vez, ante el estupor del crío que apretaba un duro entre sus dedos, el viejo sacaba un cadáver rígido en lugar de una bola viva de plumas.
—Éste se ha dormido —decía, guardándose el despojo en el bolsillo del abrigo—. Espera, que te doy otro.
Pedrín eligió un pollito rosa que no paraba de temblar y que entrecerraba los ojos como si también fuera a dormirse para siempre. Lo alimentó con pan mojado en leche y lo guardó en una caja de zapatos que colocó al lado de la estufa. Tuvimos suerte y el bicho logró salir adelante; la mayoría de los pollitos apenas duraban unos días, casi todos acababan asfixiados por alguna reacción alérgica a la puñetera pintura.
—Habrá que buscarle un nombre —dije yo, mirando al pollo rosa que iba y venía, piando y cagándose por los cuatro rincones.
—Ya lo tiene —dijo Pedrín—. Se llama Pollo.
Poco antes de Navidades, Pollo perdió su plumón y cambió su bonito colorido rosa por una envoltura amarilla común y corriente. Pensábamos que alguien nos había dado el cambiazo y andábamos por ahí con un mosqueo tremendo. No sirvió de nada que mi padre nos explicara el proceso: los niños no pueden admitir que se esfume un arco iris. Después, cuando creció, Pollo fue perdiendo la poca gracia que le quedaba hasta transformarse en un vulgar proyecto de gallina doméstica. Lo que antaño había sido un pequeño milagro ahora apenas cabía en la caja de zapatos, se hacía difícil llevarlo de un lado a otro y ninguno de los dos quería limpiar las cagadas que iba depositando a su paso. El día en que dejamos de llamarlo por su nombre, pasó a engrosar las filas de los pollos anónimos, los pollos con minúscula que atiborran las granjas y aguardan desplumados tras un mostrador de cristal. Su familia estaba hasta los cojones. El pollo iba y venía por la casa con sus andares de cine mudo, siempre detrás de Pedrín, pero ya no le hacíamos ningún caso. Era sólo un estorbo, un juguete pasado de moda. Un día su madre le retorció el pescuezo y lo sirvió en pepitoria sin decirle nada a su hijo.
—Qué bueno está esto, mamá —comentó mi amigo, mojando pan en la salsa.
—¿Te gusta? —preguntó el bestia de su padre—. ¡Pues es tu puto pollo!
La madre le dio un codazo al padre, que se reía a carcajadas. Pedrín se echó a llorar y durante unos segundos estuvo a punto de vomitar la comida, pero luego me confesó que se acabó todo el plato.
—Qué bueno estaba, macho.
Básicamente, la infancia es un pollito de colores. El chavalín rollizo y gracioso que desemboca en un adolescente gordinflas y un par de gafas de culo de vaso; la guapa nena con trenzas que se resuelve en una niñata histérica con la cara picoteada de granos. El timo del pollito se va repitiendo a todo lo largo de la vida. Más tarde o más temprano uno termina por comprender que la existencia puede resumirse en una larga y enrevesada sucesión de estafas, que no ha hecho otra cosa más que acumular pollitos de colores: un matrimonio fallido; una novia muy guapa que resulta un pendón; un trabajo cojonudo que a los tres meses se convierte en una condena a galeras; un cinturón de campeón de Europa de los medios que acaba colgado en una pared del salón, junto a aquel diploma de tercero con el que mi padre daba el coñazo a las visitas. Al final lo único que queda de cualquier milagro es un jodido pollo amarillento que se va cagando por todas las habitaciones, un pajarraco ridículo que ni siquiera sabe volar y que sólo sirve para la cazuela.
Donde antes se alzaban los columpios del parque ahora había unas porterías de balonmano y unas canchas de baloncesto sobre cuyo cemento descascarillado ya se desdibujaban las líneas de juego. En nuestro antiguo colegio no había instalaciones deportivas: en lugar de gimnasio contábamos con unos pocos columpios medio desvencijados, un trozo de césped mordisqueado y unos bancos historiados a navaja que teníamos que compartir con yonquis perezosos y ancianos iracundos. En el recreo nos apañábamos con porterías dibujadas con tiza sobre los muros de ladrillo o con tercos árboles en lugar de postes, y las dimensiones del campo dependían de la habilidad o la desgana del jardinero. También jugábamos al tenis sin rayas y sin red, estableciendo un campo imaginario sobre el que botaba la pelota, lo que daba lugar a discusiones interminables. Los fines de semana soñábamos despiertos, reconstruyendo la película que acababan de echar por la tele, aparejando un cristalino navío de remos o trepando por los peldaños de un castillo imaginario. Un palo hacía las veces de escopeta, de espada, de bate de béisbol.
La neblina de la mañana había dado paso a un sol pomposo, de pega, que desprendía luz pero no calor. Me detuve frente al paso de cebra donde empezaba nuestra clase de Educación Física. Las rayas eran blancas y antes fueron amarillas y todo lo demás parecía seguir formando parte de otro decorado. El asfalto seguía agrietado, una señora arrastraba su carrito de la compra camino del mercado de San Blas como si regresara a casa con tres décadas de retraso. De repente el tiempo parecía detenido, congelado, con el mismo aspecto insano y glacial de los alimentos precocinados, de esas lasañas que se venden en cajas como si fuesen trozos de cadáveres.
Para llegar a mi antiguo colegio, al San Hilario, había que cruzar un buen trecho de parque. Lo llamábamos colegio pero en realidad era un establecimiento penitenciario en prácticas, un proyecto de cárcel infantil donde cumplíamos condena por haber nacido pobres. Ocupaba la planta baja y los sótanos de uno de esos bloques obreros donde el cemento servía de alma: en tiempos había sido una vivienda y ahora, en el mismo espacio, se alzaba un supermercado del día. En aquel intermedio que duró dos décadas había sufrido una sorda invasión de pizarras, chirriantes meñiques de tiza, bolígrafos de colores, lapiceros, cuadernos, pupitres ilustrados y crucifijos de madera donde Cristo hacía gimnasia. Sólo había cuatro aulas y los alumnos nos aglomerábamos en ellas para ganar espacio: séptimo y octavo, quinto y sexto, tercero y cuarto, estaban juntos. Una monja, a la que seguramente echarían por fea de algún convento, se ocupaba del revoltijo ensordecedor de segundo, primero y párvulos. Dos profesores, uno de ciencias y otro de letras, se turnaban en los cuatro cursos superiores: uno la mañana y otro la tarde. Su sabiduría lo abarcaba todo: lo mismo enseñaban análisis sintáctico o raíces cúbicas que Historia Sagrada.
Una vez don Fernando, el profesor de ciencias, me preguntó si pensaba que yo era más inteligente que una calculadora. Dije que sí y entonces me hizo salir a la pizarra y escribir una multiplicación de catorce cifras. Apenas había dibujado la raya cuando el hombre anunció, con un número muy largo, la victoria aplastante de la máquina.
—Anda, anda. Siéntate, alma de cántaro.
Después del cierre del colegio, una tienda de ultramarinos rellenó de berenjenas, escabeches y arenques aquel templo del saber. Nadie lo lamentó salvo, tal vez, los arenques. Cuando íbamos allí a comprar las litronas que nos bebíamos a morro en el parque, todavía podía ver, junto a un calendario de polvorones La Estepa, la sombra del crucifijo estampada en una de las paredes. A aquel crucifijo le rezábamos todas las mañanas una oración en inglés (un trabalenguas que no aprendí jamás y que bisbiseábamos a coro como si fuese una adivinanza) y otro en español por las tardes, por si Cristo tampoco sabía idiomas. Al fin y al cabo, nos habían prometido el paraíso. Si éramos buenos, si rezábamos todas las noches, si no escribíamos torcido en los renglones del cuaderno. Murmurábamos el padrenuestro dos veces al día, pero era lo mismo que recitar la tabla de multiplicar o la lista de los reyes godos. Salvo los pringaos o los tontos del culo, ninguno ponía en ello ni una chispa de fe, ni siquiera el profesor que iniciaba los rezos como el que cuenta ovejas para dormirse. No es que fuéramos ya, tan renacuajos, una pandilla de descreídos y ateos precoces: es que el paraíso no tenía realidad alguna, no aparecía en los atlas ni en los libros, tampoco lo señalaba el puntero del hombre del tiempo en la tele. No estaba en ningún mapa.
Del infierno, en cambio, sí podíamos hacernos una idea. Según los libros de texto, en la entrada había un perro guardián de tres cabezas. En mi barrio no había tanto presupuesto y teníamos que conformarnos, en el mejor de los casos, con vulgares chuchos de dos cabezas. Una vez vimos uno en los jardines que había enfrente de mi casa. Vázquez y yo jugábamos al fútbol cuando de repente aparecieron dos perros callejeros unidos por el culo, tirando cada uno para un lado, ladrando y gimiendo.
—Mira, mira —dijo Vázquez—. Están follando.
Era la primera escena de sexo explícito que veíamos y, la verdad, no parecía algo muy agradable. Dolor, espasmos, dentera, nudos de entrañas. Vázquez les tiró un balonazo pero ni aun así logró separarlos. Una señora que pasaba se santiguó y murmuró: «Qué vergüenza, qué vergüenza». El repartidor de leche paró la furgoneta y se asomó por la ventanilla para soltar una guarrada. Un par de borrachos salieron de un bar cercano, con sendas jarras de cerveza, y se acercaron para animar y dar instrucciones. Al final, el viejo del azufre emergió de su puerta y les tiró encima a los perros un cubo de agua.
Cuando alguna vez, en clase de religión, le preguntábamos cómo era el paraíso, don Joaquín carraspeaba, cambiaba de tema o balbuceaba las mismas tonterías que el sacerdote en misa: una bucólica descripción de nubes blancas y coros celestiales, un aburrido algodonal de buenas intenciones, liras y plumas de ángeles, todo ello presidido por un anciano bondadoso y severo a un tiempo, una versión magnificada de Papá Noel con una corona de rayos en lugar de barba blanca. En la entrada trabajaba San Pedro, una especie de conserje jubilado que guardaba las llaves del cielo y un enorme libraco donde constaba el nombre de todos nosotros, pecadores, junto a la lista interminable de nuestros pecados.
No, preferíamos imaginar el paraíso a nuestro modo: un parque de atracciones, unas vacaciones de verano que se prolongaban meses, una eterna fiesta de cumpleaños, con globos y patatas fritas, donde jugar con los amigos para siempre. Pero el verano daba paso al otoño; las patatas fritas se acababan, dejando un rastro de migas crujientes al fondo; por muy grande que fuese el parque de atracciones, terminaba por desaguar en un descampado lúgubre, igual que las chabolas gitanas al final de San Blas. No había forma de imaginar la palabra siempre: ése era el problema. Por eso empezamos a manejar conceptos paradisíacos más modestos.
—El cielo está hecho de esponjitas —decía Morcillo, el tío más gordo de cuarto, al que le chiflaban los dulces—. El suelo de esponjitas rosas, los muebles de regaliz, y el techo de pastillas de leche de burra.
Andresito el Moco discrepaba: más que un montón de chucherías, el paraíso consistía en una partida de petaco con bolas infinitas y un marcador tan amplio que admitía números elevados a la enésima potencia. Sin embargo, aquellas entelequias matemáticas tampoco servían de mucho: el paraíso no se podía alcanzar ni tocar ni comprar, no era como los juguetes que esperaban en el balcón o bajo la cama el seis de enero. En el colegio, hasta los Reyes Magos tenían más predicamento que aquella patraña.
Con un poco de esfuerzo, uno podía llegar a admitir que en el paraíso hubiese máquinas de petaco e incluso chucherías de kiosco, pero lo que no estaba dispuesto a tolerar de ningún modo es que dejaran pasar a Andresito el Moco. Faltaría más: Andresito, el hijo de Eladio, jugando al petaco entre las nubes, con ese velo verde que le asomaba por uno de los agujeros de la nariz a todas horas, de día y de noche. Nadie se atrevía a comer el jamón york y la mortadela de la tienda de Eladio. Uno de los nuevos alzó la mano en la primera clase de religión para despejar aquella duda metafísica:
—Padre, ¿es cierto que en el paraíso resucitaremos en cuerpo y alma?
—Así es, Ricardo.
—Entonces, ¿eso quiere decir que en el cielo estaremos con nuestras manos y nuestras uñas y los padrastros de las uñas y todo lo demás?
—Exactamente.
—¿Y Andresito, padre?
—¿Qué pasa con Andresito?
—¿Le dejarán entrar en el cielo con el moco colgando?
Así hizo su aparición Ricardo, el Chapas. En el ecosistema de la clase —regido por leyes tan férreas como las que ordenan una pirámide alimenticia—, el Chapas ocupaba un escalón intermedio desde el que podía mofarse impunemente de los herbívoros como Andresito, pero tenía que andarse con mucho ojo con los depredadores de mayor rango, como yo, por ejemplo. En ese escalón intermedio, las cotas de supervivencia no dependían tanto de la mala leche o de la fuerza física, sino de ciertas habilidades sociales para caer en gracia a los matones y evitar así una lluvia diaria de hostias. El Chapas lo consiguió explotando el arte del ridículo al extremo: era un payaso nato, un berzas al que no le importaba que le expulsaran una semana del colegio si la gracia valía la pena.
Pero no todos tenían un sentido del humor tan avanzado como para atreverse a colocar los párpados del revés en mitad de la clase de Geografía o a sacarse la polla y cascarse una paja en la cajonera. Así que algunos moradores de la franja intermedia tenían que recurrir a otras destrezas. Musgo, por ejemplo, practicaba el arte de oler mal y además le sudaban las manos. Era uno de esos tipos asquerosos que no sólo no se duchaban sino al que, encima, la genética había jugado una mala pasada. Para empezar, había heredado el vello de su padre, un camionero gordo que tenía que afeitarse dos veces al día por lo menos, si no quería que lo confundieran con un oso.
—Macho, si miras despacio al padre de Musgo a la cara —dijo una vez el Chapas—, puedes ver cómo le crece la barba.
Musgo no tenía barba todavía, sino una especie de pelusa donde se quedaba prendida la leche, pero el pelo ya le rondaba por los hombros. Cuando alguien que no lo conocía, cometía el error de estrecharle la mano sudada, experimentaba la misma sensación que al trepar por un muro cubierto de verdín. Ése era el mecanismo de defensa de Musgo: el asco, el sudor, y era tan efectivo como la tinta del calamar o el veneno de una serpiente. En el océano primitivo del colegio, el Chapas era una rémora, uno de esos pececillos que limpian los dientes a tiburones y barracudas, mientras que Musgo era un pez chungo y llorica, quizá venenoso, cuya digestión te podía costar un disgusto. Prácticamente, ningún matón se dedicaba a buscarle las cosquillas a Musgo si no tenía bien claro dónde iba a limpiarse luego las manos.
Por último, debajo de todo, en el último peldaño de la escala biológica, estaba el plancton, el forraje: los empollones, los gordos, los gafotas, la gente que cobraba todos los días porque sí, porque tocaba; los pringaos a los que robaban los rotuladores y les tiraban el bocata a una papelera. Moñiguín, por ejemplo, aquel tipo desangelado, delgaducho y feo al que vi muchos años después conduciendo el mismo autobús en el que regresaba a casa: un cagapoquito de nariz ganchuda y ojos tristes que parecía ir por ahí mendigando una hostia. Todos los jueves por la tarde, al entrar en clase de dibujo, Barroso, uno de los depredadores, se acercaba al pupitre de Moñiguín, le metía una colleja y luego cogía la regla mientras canturreaba: «¿Regla nueva, eh, Moñiguín?». Acto seguido, la arqueaba como si estuviera comprobando su flexibilidad hasta que la partía delante de sus narices. Barroso volvía a su pupitre al tiempo que entraba don Joaquín, aquel legionario renegado, quisquilloso y maniático que solía pasar revista a lápices, tiralíneas y compases antes de empezar la clase. Al tropezar con la regla rota, siempre se le descomponía la cara.
—Hijo, no sé cuántas veces te he dicho que te compres una regla nueva.
Lo amonestaba con su voz sacerdotal, y Moñiguín se iba hundiendo más y más en su miseria, encorvándose como una quisquilla en el fondo marino, un animalito indefenso en busca de concha. Probablemente, en anteriores reencarnaciones, Moñiguín siempre había tenido la misma pinta de víctima propiciatoria: aunque jamás hubiera hecho la señal de la cruz, habría acabado de cristiano en la arena del circo; de sacrificio azteca, sólo porque pasaba por allí; de hereje quemado por error en un auto de fe; y también de judío en una cámara de gas un día que se olvidó los papeles en casa.
Como número cómico, la humillación reiterada de Moñiguín dejaba bastante que desear y daba más pena que otra cosa, pero la verdad es que siempre nos reíamos. Así eran las cosas, el espectáculo tenía que continuar y Barroso se debía a su público. Todo estaba ensayado y cronometrado al milímetro, igual que una coreografía: colleja, regla rota, profesor, bronca. Ni siquiera cuando don Joaquín se retrasaba un poco, acertaba Moñiguín a guardar la regla rota en la cajonera. Se quedaba ahí, mirando los dos trozos de plástico en las manos, como un actor malo aguardando que le den la entrada en el diálogo.
Cuando el Chapas soltó su primera parida pública sobre Andresito el Moco, todavía estaba al fondo de la pirámide alimenticia, nadie celebraba sus chistes con aplausos y cobraba casi todos los días. Había entrado nuevo en el colegio aquel año y además llevaba aparato dental. La primera provocación ya era grave, pero la segunda era imperdonable. Una mañana lo descubrí haciendo amigos en los servicios. Un grandullón de sexto al que llamaban el Jeringas le tenía aprisionado del cuello, mientras otro, un retaco de piel cetrina con un lunar infame en la cara, le iba dando patadas en el culo. El Jeringas me vio parado en la puerta y dijo una frase que bien podía esculpirse de lema en la entrada del colegio:
—¿Tú qué miras, macho?
Tenía razón, aquello no era asunto mío. Entré y meé en uno de los urinarios mientras la paliza proseguía. A pesar de que no dejaba de recibir puñetazos y patadas, y de que tenía la cara como un tomate, aquel chaval novato con la boca forrada de metal parecía estar pasándoselo en grande. No paraba de revolverse y de mofarse de sus captores, que a duras penas lograban doblegarlo.
Aquella tarde, mientras esperaba a Vázquez en el portal de su casa, vi al nuevo que bajaba por la escalera saltando de dos en dos los escalones. Iba botando una pelota y me saludó con su sonrisa forjada en hierro antes de salir a jugar a la calle. Le pregunté a Vázquez si era amigo suyo.
—Vive en el tercero —dijo—. Su familia se cambió la semana pasada.
—¿Lo conoces?
—Bueno —Vázquez afirmó con su párpado—. Su padre es policía. Un día su madre vino a casa y estuvo hablando con la mía. Él venía con ella y me dijo que se llamaba Ricardo, pero que lo llamaban el Chapas.
A la semana siguiente volví a encontrarlo haciendo relaciones públicas. Esta vez habían logrado arrinconarlo contra uno de los retretes e intentaban meterle la cabeza en la taza. El nuevo seguía riéndose pero esta vez me pareció que sus chuflas sonaban menos ardientes, menos airosas. El miedo le había agrietado la voz: era como si él mismo intentara darse ánimos. El retaco le estaba golpeando los costados con rabia, furioso porque, nada más aterrizar en el colegio, el nuevo ya lo había bautizado. Lo llamó Lenteja y el mote arraigó de inmediato, prosperando a lo largo y lo ancho de las aulas. Hasta el Jeringas, su compañero de palizas, lo había adoptado:
—Dale fuerte, Lenteja.
¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Lenteja era un apodo perfecto para aquel renacuajo moreno como un gitano que gastaba un lunar del tamaño de una sartén en la mejilla. Había que admitir que el nuevo tenía un verdadero talento para buscar motes, pero aquella mañana, con la cara a un palmo de la taza del váter, no parecía encontrarse en su mejor momento. Me estaba lavando las manos, echando un vistazo por el espejo del lavabo, cuando el Jeringas volvió a advertirme que me metiera en mis asuntos. La verdad es que la cosa empezaba a ponerse pesada. Uno no podía orinar a gusto con todo aquel jaleo, no podía concentrarse. Cerré la cremallera, aparté al Lenteja de un manotazo y le estrellé al Jeringas la jeta contra la pared. Dos patadas bien dadas me bastaron para ponerlos en fuga. Me amenazaron de lejos mientras ayudaba al Chapas a levantarse.
—Gracias, macho —dijo, resollando—. Aunque ya casi los tenía dominados.
—Sí, ya me he dado cuenta.
Fue a darme la mano, pero se excusó porque la tenía manchada de orina. Mientras se lavaba, vi su sonrisa metálica reflejada en el espejo del lavabo.
—Me llamo Ricardo, pero todo el mundo me llama Chapas.
—Yo soy Roberto. Puedes llamarme Rober, pero si algún día vas a ponerme un mote, piénsatelo bien antes porque te comes el váter.
Vázquez y yo fuimos de los pocos alumnos de San Hilario que nos libramos de ser bautizados. Sabía que el Jeringas y el Lenteja jamás me perdonarían aquello, pero no me asustaban: no tenían cojones para venir a por mí, ni de uno en uno, ni bailando en pareja. Dos cobardes de ese calibre sólo podían acabar en un sitio, y ahí es donde los descubriría con el tiempo: formando parte del cortejo de Romero, siguiendo el rastro de sus botas camperas, su cabellera rubia y sus ojos claros.
Cuando regresé a casa, después del paseo, encontré a mi madre en la cocina, apoyada en la muleta, cortando rodajas de tomate. Sólo eran las once de la mañana pero ya había barrido y fregado la casa, hecho las camas y puesto al fuego una olla que bullía al compás de la radio.
—Mamá, sabes que no puedes estar de pie. Se supone que he venido para cuidarte.
—Quita, quita. Los hombres sólo servís para tirar la basura por la noche. Y algunos ni eso.
Abrí el frigorífico, saqué una manzana, la limpié con un trapo hasta sacarle brillo. La fruta estalló radiante en mi boca.
—No comas nada, que luego dices que no tienes hambre.
—Sí, mamá.
—Ayer no comiste en casa.
—No, mamá.
—Ni siquiera me avisaste.
—Se me olvidó, mamá.
—¿Con quién comiste?
—Con Lola y con su hija.
Me preguntaba con su típico tono de reproche, cansino, como un disco rayado. Ni siquiera me hacía falta entender qué decía. Delante de una madre, da igual la edad que tengas porque siempre mides medio metro. Pero al nombrar a Lola, dio un respingo y el cuchillo se detuvo sobre la tabla.
—¿Has comido con Lola, dices? ¿Cómo se te ocurre?
—¿Está divorciada, no? —pregunté con la boca llena.
Rumió algo que no entendí mientras seguía cortando tomates. Fui al baño y, cuando regresé, aún seguía ramoneando una cantinela de recriminaciones que se unió en contrapunto al murmullo de la radio y al burbujeo de la sopa en ebullición. Busqué, en el mantel de plástico de la cocina, los pliegues imperecederos, las florecillas descoloridas y las quemaduras de los cigarrillos de mi padre. Había una donde, de pequeño, me cabía de sobra un dedo. Yo la recordaba enorme pero tuve que resignarme a comprobar que ahora apenas asomaba la punta del meñique por el agujero, como la cabeza de una marioneta. Mi madre siempre le regañaba cuando se sentaba fumando a la mesa, la larga pava de ceniza colgando del cigarrillo. La memoria suele agigantar las cosas. Yo tuve una vez un pez luchador tailandés que daba vueltas en una pecera, enloquecido por las ganas de currarse con un colega. Al trasluz del cristal, el Señor Rodríguez parecía una cría de dragón, pero desde la boca de la pecera sólo era un chanquete rojo con muy mala hostia. La memoria funciona igual: después no se pueden calzar los recuerdos en unos agujeros del mantel o en unos viejos guantes de boxeo.
—Por cierto —dijo mi madre, rebuscando en un cajón—, tendrás que ir a la farmacia para comprarle esto a tu tía.
Me tendió un taco de recetas. Lo cual quería decir que mi tía Angustias había sufrido otra recaída, quiero decir, uno de esos repentinos ataques de hipocondría que colapsaban las salas de consulta de los ambulatorios y vaciaban las despensas de todas las farmacias del barrio. Mi tía cambiaba de médico de cabecera como yo de novia, y el bata blanca novato tardaba varias visitas en comprender que mi tía no sólo estaba como un cencerro, sino que el racimo de síntomas exactos e incompatibles que le describía los había sacado de la lectura minuciosa de los suplementos de salud en las revistas de moda.
—¿De qué se está muriendo esta vez? —pregunté, repasando aquel rosario de nombres ilegibles—. ¿Colesterol, cáncer, hipertensión? ¿Todo junto?
—No te burles, que algún día tendrás su edad.
—Mamá, nadie tendrá su edad. La tía Angustias es inmortal.
Al menos lo parecía, tenía exactamente la pinta de un vampiro en una película de bajo presupuesto, un chupasangre que se mantuviera relativamente joven aún (doscientos años en lugar de quinientos) y que intentara aclimatarse a la época actual mediante pelucas, maquillajes caseros y ropajes estrafalarios. No conseguía dar el pego. Ni de coña.
—Por cierto, después de comer también podrías acercarle esto —dijo mi madre, dándome una bolsa de plástico con la cruz verde de la farmacia. Eché un vistazo: estaba llena de medicinas hasta los topes. Mi tía Angustias era capaz, ella sola, de desequilibrar el presupuesto de la Seguridad Social para varios años.
—Ya, ya sé que no te gusta verla, pero hace muchos años que no la visitas.
—No es que no me guste. Me da asco.
—No digas eso. Es toda la familia que nos queda.
Lo malo es que tenía razón, aunque mi tía hacía todo lo posible por disimularlo. Nunca nos había querido. Era la única de los Esteban que tenía algún dinero, pero jamás vimos un duro suyo, ni siquiera cuando yo, su único sobrino, era un crío. Tenía en alquiler varios pisos en Vallecas y Moratalaz, pero ella vivía en un caserón destartalado, al otro lado del parque, cerca de Canillejas, en un palacete venido a menos, plagado de hierbajos y custodiado por una horda de gatos hambrientos y roñosos, tan miserables y ariscos como ella.
Su marido había comprado aquella casa por una miseria, en los tiempos en que el jaco se adueñó de San Blas, cuando las bandas de yonquis campaban a sus anchas por el césped y los niños esquivábamos las jeringuillas vacías entre los columpios del parque. Años después, el tenderete de los sueños se cambió de barrio y el caballo encontró otros pastos donde galopar, pero bastó que se anunciase la posibilidad de que Madrid fuese sede olímpica para que todo aquel terreno se revalorizara como si hasta las cagarrutas de perro escondiesen pepitas de oro. Todos los vecinos vendieron sus parcelas a un precio que hacía pensar que a lo largo y ancho de la calle iban a levantar un estadio de atletismo, un hipódromo, un restaurante macrobiótico y un lupanar de lujo para delegados deportivos. Únicamente mi tía no había cedido a las presiones de los concejales ni de los constructores, y nadie podía entender por qué: al fin y al cabo podía vender la finca por una millonada y trasladarse a cualquiera de sus otras propiedades. Pero, ya fuese por maldad, por pura cabezonería, o porque quería elevar la oferta hasta límites estratosféricos, había decidido resistir ella sola un cerco de excavadoras, camiones y grúas.
Aunque oficialmente no contaba con todos los permisos, la empresa constructora ya había empezado las obras. En realidad, no lo habían hecho para adelantar trabajo, sino para fastidiarla, para que se hartara, aceptara el dinero que le ofrecían y se largara de una vez. Casi me daban lástima: había que ser idiota para pensar que mi tía iba a dar su brazo a torcer sólo por un montón de ruido y de polvo. A veces pensaba que, por mucho que me jodiera, era de ella de quien había heredado el coraje, la terquedad, el cemento que lastró mis rodillas y el hierro que atornilló mis pies al suelo en aquel combate contra Chamaco.
Fui a la farmacia a llenar el cesto y me divertí un buen rato con la cara de asombro de la chica que me atendió tras el mostrador.
—¿Todo esto es para usted?
—Sí. ¿A que no parece que me esté muriendo?
Torció la cara y se puso a recopilar cajitas. Comentó algo en voz alta mientras rebuscaba en uno de los anaqueles de la trastienda.
—Perdone, ¿decía algo?
—Que parece un pedido para el Ejército.
Me fijé en lo guapa que era mientras recortaba los códigos de barras de los medicamentos. Siempre he pensado que la destreza de un farmacéutico manejando el cúter suele ocultar un cirujano frustrado.
—Es algo parecido —confesé, sacando la cartera—. No puedo ocultárselo. En realidad son para venderlas en una discoteca.
—¿También el Hibitane y la Lizipaína? —preguntó con cara de cachondeo—. Mire que son pastillas para la garganta.
—Sí. Es que con el volumen tan alto se quedan todos afónicos.
—¿No quiere también tapones para los oídos?
—No me hacen falta, gracias.
Pagué y regresé a casa. La farmacia y el estanco eran de las pocas cosas que seguían estando en su sitio: los demás negocios habían cambiado de rótulos, dueños y oficios como las fichas en el juego del Monopoly.
Mi madre ya había puesto la mesa y se entretenía pasando el plumero por los muebles. Dejé la bolsa de medicinas sobre la mesa.
—Mamá, ¿quieres sentarte de una puñetera vez?
—Siéntate tú a comer, que tienes que llevarle esto a tu tía.
—¿Comer? Si son las doce de la mañana.
—Eso, y ni siquiera has desayunado. Se te ha quedado fría —dijo mi madre mientras acunaba la cacerola con las manos.
Logré convencerla para que se sentara. Cuando alcé la tapa de la olla, una nube de vapor nubló por unos instantes el hábitat de la cocina. Ésa era la idea que tenía mi madre de la temperatura a la que debía servirse la comida: ideal para fundir plomo. Cuántas veces, de niño, me había quemado la lengua y después vivía días enteros con un zapato en el interior de la boca. Mi madre se levantó otra vez, cogió el cucharón y empezó a servirme. Le pedí que parase, como siempre, cuando ya el nivel del líquido desbordaba el plato. Removí con la cuchara, despacio, sintiendo cómo el calor corría a través del metal hasta mis dedos.
—Come, hijo. Que se enfría.
—Joder, mamá. ¿Quieres que me abrase?
—He tenido que volver a calentarla. Como no venías…
Empecé a marear la sopa con la cuchara, dejando que el vapor me hiciese una limpieza de cutis. Había olvidado que dialogar con mi madre es como golpear un saco: simplemente absorbe los golpes y gira para ofrecer otro flanco. Puede tirarse horas discutiendo. Mientras comía, escogió otro tema de conversación, una táctica muy femenina que me pilló con la guardia baja.
—¿Cómo has visto a Lola?
—Muy guapa, como siempre.
—Mejor que no te vean mucho con ella.
—Ya van dos veces que me lo dices. ¿Por qué?
—Tú haz caso a tu madre.
Dejé la cuchara en el plato y sentí una vena palpitando en mi sien: un trasvase de temperatura, directamente del plato a mi cabeza. Una herencia paterna.
—Si no querías que viera a Lola, no tendrías que haberme pedido que fuese a recoger a su hija al colegio.
—Pobrecita esa niña. Qué maja es.
No dijo nada más. Se sentó junto a la ventana y empezó a tejer uno de sus jerséis interminables. «Es para Tania», comentó sin alzar la vista de la labor. La vena de mi padre latía en mi sien. Terminé de comer, me limpié la boca con la servilleta, cogí la bolsa de medicinas y salí a la calle.
SAMPERE CONSTRUCCIONES, rezaban dos grandes cartelones que franqueaban la entrada a la obra. En uno de ellos, debajo de las grandes mayúsculas inclinadas, una mano había escrito a bolígrafo: Me tocas los cojones.
Tuve que apartar una de las vallas para pasar. Eran las cuatro de la tarde y los obreros debían de haber salido a comer, dejando las máquinas y vehículos detenidos, sumidos en una ilusión de movimiento. Los volquetes y las grúas conformaban el elenco de una fauna extinguida: el brazo de la pala mecánica sugería la pata de un insecto antediluviano y la puerta abierta de un camión exhalaba un aire de agonía. Los socavones, las pilas de ladrillos, los montones de tierra parecían extraídos de un paisaje lunar, una estación abandonada tiempo atrás, entre matojos radiactivos. Apenas pude reconocer en toda aquella parafernalia de desolación el viejo decorado de mi niñez, como si las excavadoras y las perforadoras hubiesen luchado por arrancarlo de cuajo no sólo del espacio sino también del tiempo.
Cuando empujé la cancela de la entrada, un gato soltó un maullido lúgubre, a juego con el chirrido desconsolado de la bisagra, y corrió a esconderse detrás de la casa. Hacía años que nadie le metía mano al jardín y hasta un tipo medio sordo como yo podía oír la ubicua carpintería de las chicharras como una especie de obra en miniatura. Avancé entre los lametones de la maleza amarilla y sedienta. Algunas flores despuntaban entre las malas hierbas, un trozo de manguera, recalentado por el sol, agrietado y desollado, aparentaba una vieja serpiente. La reverberación del calor revestía el caserón de un aura de encantamiento, un pasaje sacado de un cuento infantil, con ojos que se movían detrás de los batientes de las ventanas, entre las cortinas echadas. Al fin y al cabo, ahí dentro vivía una bruja mucho peor que las brujas de los cuentos, más malvada y codiciosa.
Yo la conocía bien, había sufrido a lo largo de los años sus caprichos histéricos y su avaricia legendaria. Ni siquiera su hermano (es decir, mi padre) la soportaba: la aborreció toda la vida, prácticamente desde el día en que nació. «Debí ahogarla en la cuna», solía decir. Entonces mi madre se santiguaba: «Qué borrico eres. Si sólo eras un niño». «Ya. Sería niño pero no gilipollas. Hasta recién nacida se veía venir lo mal bicho que era». Aseguraba que había enterrado a mis abuelos a disgustos y que luego había hecho lo propio con su marido, aquel pobre panoli esmirriado y cadavérico, que siempre vestía de negro, como si tuviera prisa por asistir a su propio funeral. De él fue de quien Angustias heredó su fortuna, media docena de pisos cuya renta se gastaba en tiendas de ropa y comida para gatos.
Reconocí su olor en cuanto abrí la puerta, un hedor grotesco y mendaz, a vejez marchita, cosméticos pasados de fecha y orina de mininos. Las persianas echadas listaban la penumbra, componiendo minúsculas órbitas de polvo. Una diáspora felina se diseminó bajo los muebles y se perdió escaleras arriba, en busca del dormitorio. En el recibidor, entre palmatorias mustias y estampas de santos, había un altar al marido, presidido por una foto de color sepia donde aparecía ya prematuramente difunto. Al lado, unos cuantos retratos de mi tía en su juventud, antes de que le diera su ventolera por la moda. Cuando cumplió cincuenta, poco después de quedarse viuda, empezó a vestir como una muchachita de veinte, incluyendo calentadores, vaqueros ajustados y medias rotas. Jamás daba su brazo a torcer, no le importaba una mierda lo gorda que estaba ni los murmullos que levantaba a su paso: había proclamado una guerra contra el tiempo y pensaba ganarla costase lo que costase, incluido el ridículo. Los chavales del barrio la llamaban de todo, desde «foca» a «cachalote», pasando por toda la gama de mamíferos marinos, pero ella simplemente los ignoraba y continuaba avanzando con sus zapatitos inverosímiles, sorda a los insultos y las risas, como un buque de gran tonelaje, poderoso, indestructible, indiferente a salpicaduras y marejadas. Nadie entendía cómo podía meter la humanidad de sus pies dentro de unas botitas y luego echar a andar mientras sostenía toda su masa en equilibrio sobre los tacones. Mi tía era capaz de joderle el plan a la Cenicienta: se habría quedado con el Príncipe y luego habría arrendado el castillo. Y algunos años después, cuando volvió la moda de la minifalda, todo el barrio pudo comprobar que los tobillos sólo eran una simple extensión de los muslos y las rodillas una conjetura entre varios pliegues de carne. Visto con la suficiente perspectiva, quizá nos equivocamos al juzgarla porque en realidad mi tía no pertenecía al orden de los cetáceos sino al de las cosas inanimadas o, en el mejor de los casos, al de los reptiles. Tenía un conjunto verde, con hebillas y correajes, que le daba una apariencia de dinosaurio, y una falda larga que la convertía en una mesa camilla. Después, cuando envejeció, fue colocándose nuevos accesorios, perfeccionando su fealdad a medida que la gente se iba acostumbrando a ella. Se perforó dos agujeros más en las orejas para colgarse unos pendientes de aro donde cabía un periquito, y también se implantó silicona en los labios. La operación no salió del todo bien (seguramente buscó el cirujano más barato que pudo encontrar) y fue entonces cuando empezó a limitar sus salidas a la calle. Sólo iba al banco, a comprobar el estado de sus cuentas y alquileres, al ambulatorio y al mercado, a hacer la compra de la semana tambaleándose precariamente como un rompehielos sobre una banquisa de cemento. Los vecinos la oían, la tele con el volumen al máximo hasta las tantas de la madrugada, discutiendo a voces con sus gatos.
—Hijaputa —saludé en voz alta.
Un tosco caballete de pintura presidía el salón en penumbra. Sobre el bastidor había una especie de cartón abarquillado con el boceto de un payaso. En las paredes colgaban varios cuadros cursis y chapuceros, burdas variaciones del mismo maquillaje blanquecino, la narizota roja, los zapatones, la ropa fláccida, las pelucas estrafalarias: todo dibujado sin guardar el menor respeto a las proporciones y embadurnado con horribles colores. Mi madre me había comentado que, gracias a una academia gratuita para la tercera edad, mi tía había descubierto en su vejez una repentina afición a la pintura. Por lo que pude ver, para ella no había mucha diferencia entre manejar el pincel y aplicar rímel a las pestañas, entre estrujar tubos de óleo y aplastar colorete sobre sus mejillas. Ninguno de aquellos zafios retratos de bufones circenses estaba terminado. En una de las esquinas siempre faltaba alguna pincelada, algún toque de color. Mi tía nunca acababa nada. Ni siquiera acababa de morirse la muy cerda.
Supongo que, como todo el mundo, mi tía Angustias empezó con los floreros, pero en seguida descubrió que su especialidad, su verdadera vocación, eran los payasos. Los pintaba a docenas, a cual más feo y malvado, siempre rematados con grandes sombreros y sádicas sonrisas. ¿A quién coño le hace gracia un payaso? A mí me daban mal fario desde niño: la idea de una máscara que oculta cualquier expresión facial, la sonrisa forzada, el aire entre patético y grotesco de los ropajes. Una vez leí en el periódico que en los Estados Unidos hubo un célebre asesino de niños que se disfrazaba de payaso en las fiestas de cumpleaños de sus pequeñas víctimas. Antes de que se lo cepillaran en la silla eléctrica, también se dedicó a pintar horrendos retratos de payasos y creo que hoy en día alcanzan cifras astronómicas en las subastas. Pero dudo mucho de que los fantoches de aquel psicópata pudiesen competir con los que pintaba mi tía: esas nubes espontáneamente malignas envolviendo la carpa del circo, esos lagrimones como perlas rodando exactamente hacia una obscena carcajada. Había uno que sujetaba en sus manos enguantadas —parecía que se hubiera puesto aquellos guantes blancos para borrar las huellas del crimen— dos o tres globos tristes y medio desinflados que más bien parecían las almas de los niños que había violado y matado. Los payasos de mi tía no venían del circo sino del infierno.
En la pared del comedor, como si también hubiera salido del infierno, estaba la foto de mi padre. Reconocí los ojos afilados, el bigote punteado sobre los labios, la sonrisa tan tensa que estaba a punto de ser otra cosa. Un rostro que había desaparecido de mi vida antes de que tuviera tiempo de acostumbrarme a él, de odiarlo en las rebeliones inútiles de la adolescencia, de quererlo con algo más que la inercia irresponsable y feliz de los hijos. Contra todo pronóstico, mi tía Angustias acudió a su entierro. Digo contra todo pronóstico porque llevaban años sin hablarse y porque, aunque forrada de millones, ni siquiera tuvo el detalle de ayudarnos con los gastos del funeral. Se presentó allí, en el tanatorio, enlutada de la cabeza a los pies, con un cardado de película de terror, unas gafas negras en forma de murciélago y los morros espachurrados en un mohín que casi atravesaba el velo. En seguida supimos que no sólo era la silicona desperdigada, que también era miedo lo que habitaba esa cara trémula, bañada de polvos de arroz y embadurnada de colorete en el que el vértigo del peinado producía la ilusión de que estuviera cayendo por el hueco de un ascensor. La muerte de su marido no la había afectado lo más mínimo: por eso era tan extraño que se atreviera a salir con aquella pinta sólo para dar el pésame a una familia con la que no trataba desde hacía años.
La cirrosis había derribado a mi padre de un derechazo al hígado. Un golpe fulminante: ni siquiera hizo falta la cuenta de diez. Apenas logro recordar la conmoción de las visitas al hospital; su cuerpo consumido por el dolor, envuelto en una sábana que prefiguraba el sudario; la cara de papiro amarillento desde donde él intentaba sonreírnos, juntar algo parecido a una sonrisa, un gesto que se le escapaba en seguida de la boca, un dibujo en un papel ardiendo. Un día llegué al hospital y había otro enfermo en su cama. La muerte llegó disfrazada con una mascarilla de oxígeno sobre la que parpadeaban otros ojos.
Estrené la orfandad a la vez que el luto, los pantalones largos, la corbata que me apretaba el cuello. En la sala del tanatorio, la gente hablaba y hablaba pero yo sólo oía el llanto de mi madre, sus lágrimas hirvientes corriendo por mis dedos. Entonces mi tía hizo su aparición, se acercó para darnos el pésame, me acarició la cabeza. Cuando mi madre le dio las gracias, ella interrumpió el duelo para preguntarle cómo habían empezado los síntomas.
—¿Qué? —preguntó mi madre detrás del pañuelo que le tapaba la cara.
—¿Le dolía aquí? —preguntó, llevándose la mano a la altura del riñón—. Desde hace unos días tengo una molestia después de las comidas…
Mi tía parece un ser humano, sí, pero sólo es una cerda avarienta, un saco lleno de pedos. Justo el mismo día en que enterraban a su hermano se le desencadenó uno de sus célebres ataques hipocondríacos. Sus ridículos síntomas, sus putos gases eran más importantes que el luto recién estrenado, el desamparo de una viuda y un niño pequeño, la pensión de chiste que nos quedaba para los dos solos. Mi madre sólo le pidió ayuda una vez y prefirió no repetir, siguió matándose a trabajar limpiando escaleras, arreglando ropa para señoronas. Lo que nunca entendí es por qué no la mandó a la mierda sin billete de vuelta. Ella sabía tan bien como yo que mi tía acabaría dejándole el caserón, los pisos en alquiler y sus cuentas en el banco a su pandilla de gatos piojosos, si es que antes no daba con la manera de enterrarse con todos los ladrillos.
Dejé el retrato de mi padre donde estaba. Aparte de las fotos, los cuadros y los gatos, no había ningún recuerdo sentimental que la atase a aquella casa: por eso mismo era inexplicable que se negara a venderla. Los leguleyos que envió la constructora para transmitir la oferta (le prometieron casi el doble que a los demás vecinos) salieron desalentados, renegando, masticando insultos. Llegaron a llamar a mi madre, intentando convencerla de que, como familiar más cercano, la internara en un psiquiátrico alegando demencia senil, alzheimer, lo que fuera. Pero mi madre, la muy inocente, respondió que no, que mi tía es que era así.
Cuando fui a llevarle aquel cargamento de medicinas llevaba ya décadas muriéndose de los mismos misteriosos pinchazos en el abdomen que unas veces confundía con ataques cardíacos y otras con prefiguraciones de tumores malignos. No eran más que pedos en lista de espera, ventosidades que mi tía retenía como si fuesen calderilla en el monedero. Cualquier médico con dos dedos de frente le hubiese dicho que se pusiera a dieta y que dejara de beber Coca-Cola en las comidas, bebida que, según había leído en alguna de sus revistas de moda, tenía virtudes milagrosas. En los últimos tiempos arreciaron las discusiones con sus gatos y la tele al máximo volumen competía con el estruendo de las taladradoras. No había criada que la soportara más de un mes, así que de vez en cuando llamaba a mi madre para quejarse de los médicos, para que le hiciera la compra y, de paso, cocinara un poco y le llevara la comida a la cama. Revisaba las cuentas al milímetro y más de una vez la había acusado de quedarse con las vueltas. Mi madre salía echando pestes, prometiendo que no iba a volver jamás, pero su buen corazón siempre la traicionaba. Al fin y al cabo, mi tía ya no salía a la calle más que para ir al banco y al ambulatorio, como si los espejos hubiesen agotado su magia y decidido contarle la verdad. Y la verdad era que, a pesar de las fortunas gastadas en peluquerías y tiendas de moda (por no hablar de las operaciones de cirugía estética), el alma había acabado por hacerse presente al trasluz de la carne, revelando, debajo del maquillaje, a la bruja infame de los cuentos de hadas.
La única vez que mi madre se atrevió a pedirle algo a mi tía fue poco después de la muerte de mi padre. Me utilizó de mensajero: penosamente, mordiéndose la lengua, garrapateó una nota y la metió dentro de un sobre. Me pidió que se lo entregara en mano sin abrirlo ni leerlo. Mi tía me hizo pasar a aquel salón que era más grande que toda mi casa, cogió el sobre, lo rasgó y leyó la nota entre dientes. Nunca olvidaré su respuesta:
—¿Os habéis pensado que esto es un supermercado, sobrino?
Dejó el papel sobre una cómoda plagada de figuritas de porcelana, dio media vuelta y se dirigió a la cocina. No me atreví a moverme, así que, sin perder la posición de firmes, ladeé la cabeza e intenté leer el papel doblado al lado de una elástica y sofisticada belleza que sacaba a pasear a un par de galgos presuntuosos. El tejido de la falda se abría a un lado, dejando vislumbrar fugazmente el mármol de una pierna fina como un sueño, cuyo talón se fundía con el pelaje de uno de los perros. Parecían tres siameses unidos en el mismo bloque, esmaltados en la misma despreocupada elegancia. Aquella chica de hermosos cabellos nunca tendría que ir, acuciada por la necesidad, a pedirle las sobras a un pariente; aquel par de galgos abstractos jamás husmearían en un basurero. Apenas pude descifrar el encabezamiento («Por fabor») y una o dos palabras de la lista que venía a continuación, antes de que regresara mi tía. No sé qué me avergonzó más: las faltas de ortografía o la mala letra.
—Vuelve la semana que viene, tengo la nevera vacía. Y dile a tu madre que «huevos» se escribe con hache.
No le dije nada a mi madre, no volví allí en décadas. Hubiésemos preferido morir de hambre. Conseguimos que nos fiaran una docena de huevos en una pollería, pedimos prestado a los vecinos. Una tarde, de vuelta del colegio, distraje una botella de aceite de las estanterías de Eladio y la metí en la cartera. Mi madre no se atrevió a regañarme por aquel pequeño hurto, no dijo nada cuando la botella de aceite apareció en la cocina como si hubiera brotado de la encimera.
La vergüenza, la humillación de aquella visita remota me golpeó de nuevo al contemplar los muebles polvorientos, el asmático tigre de luz que salía de las persianas echadas y que husmeaba el salón en penumbra. Allí seguía la belleza inmortal y sus dos galgos anoréxicos, de paseo por su mundo pequeño y perfecto, siempre de camino hacia otras porcelanas. Una mierda inmortal: la hice añicos contra el suelo.
Subí la escalera que llevaba arriba, hasta uno de los dormitorios donde zumbaba la cantinela idiota de la tele.
Abrí la puerta y vi a mi tía roncando boca arriba, tumbada sobre un caos de almohadones. Trasplantados en un vaso de agua, los dientes me saludaron mientras el resto de la boca seguía a lo suyo. Los párpados buceaban bajo dos pegotes de rímel azul y el pelo estaba electrocutado en rizos de escarola. Los había de todos los colores, desde el blanco hasta el rosa, como si lo hubiera teñido con una docena de tintes a la vez. El resultado se asemejaba a un montón de algodón de feria, pero aposté lo que fuera a que no tenía sabor a caramelo. Lo que no había manera de saber era cómo había logrado la amalgama de arrugas, belfos y maquillaje en que consistía su cara. Hacía mucho tiempo que no la veía y descubrí de golpe de dónde había sacado el modelo para sus payasos.
A su lado, en la cama, frente a las ráfagas submarinas del televisor, dormitaba un gato gordo y estúpido. Porque había que ser estúpido para, con el olfato de un felino, aguantar el tufo a repollo que exhalaba mi tía. Al parecer, a todo se acostumbra uno. Al sentir mi presencia, el gato abrió un ojo y maulló con cursilería. Por toda réplica, mi tía masculló unas palabras en sueños, basculó hacia un lado y soltó una tanda de pedos. El último fue memorable, un redoble de tambor tan prolongado que se sobrepuso al sonido de la tele y la despertó. Hasta yo pude distinguir perfectamente ciertos matices sinfónicos.
—¿Quién anda ahí?
No respondí en seguida, quise disfrutar un instante de su perplejidad mientras tanteaba la mesilla de noche hasta topar con sus gafas de murciélago. A punto estuvo de volcar el vaso con el agua y los piños, pero lo recogió con inesperada pericia, extrajo con dos dedos la dentadura postiza y se la colocó con una sola dentellada voraz, después de secarla con una enérgica sacudida. Salpicado, el gato se enfurruñó y saltó de la cama a la alfombra.
—¿Eres tú, Nati?
Mientras seguía explorando la mesilla de noche, mi tía escudriñó la penumbra con los ojos pegoteados de miopía, rímel y sueño. Manoteó uno de sus brazos, desde la muñeca hasta el codo, hasta encontrar una pulsera barata que llevaba una llavecita atada en un extremo. Acarició la llavecita y pareció tranquilizarse de golpe. Si había pensado que iba a asustarla con mi silencio, iba listo. Pensé que quizá lo lograría si sacaba una voz de ultratumba.
—No. No soy la Nati.
—Yo conozco esa voz —dijo, y se acomodó las muelas en la boca. Las siguientes frases se le fueron cayendo una a una, sin ningún significado especial, como si jugara a las adivinanzas—. Es una voz que no oigo hace mucho tiempo. La voz de alguien que lleva mucho tiempo muerto. Mi hermano. ¿Eres tú, Juan? ¿Eres el fantasma de mi hermano?
Lo preguntó como si todavía le debiera dinero. Al fin encontró las gafas y se las colocó sobre la nariz. Pareció decepcionada cuando identificó al fantasma a los pies de la cama.
—Ah. Sólo es el hijoputa de mi sobrino. Acércate que te vea.
—Alguien tenía que salir a ti, tiita.
—No me llames tiita, gilipollas, que no tienes seis años. ¿Cuántos tienes ahora?
—Adivínalo.
—Sean los que sean, estás hecho una mierda.
—Yo, en cambio, te veo muy bien, tiita.
—Deja de reírte de una pobre viuda. ¿Qué te trae por aquí?
—Lo de viuda puede que sea verdad. Lo de pobre, vamos a dejarlo —dije, examinando un retrato del difunto: un hombrecillo enfundado en un traje que ya estaba pasado de moda cuando le hicieron la foto y que me miraba asustado, desde una eternidad también pasada de moda—. Lo envenenaste, ¿a que sí?
—¿Qué?
—¿Le echaste matarratas en el café o simplemente le diste la tabarra hasta que el pobrecillo decidió extinguirse por sí solo?
Mi tía se irguió en la cama y me quitó el retrato de las manos.
—Trae acá. Mi Julián era un santo.
—Un santo por aguantarte, tiita. Un mártir del matrimonio.
—Dios lo tenga en su seno.
—Que tenga cuidado Dios, no vaya a sacarle un ojo con los cuernos.
—¿Pero qué dices, mamarracho?
—Le pusiste los cuernos con medio barrio, tiita. Lo sabe todo el mundo.
—Qué tonterías dices, sobrino.
Se ruborizó como si acabara de echarle un piropo. Ni siquiera parpadeó cuando recité los nombres de algunos de sus amantes: Eladio, el tendero; Paco, el farmacéutico; Manuel, el frutero. Encajó el golpe con toda naturalidad, haciéndolo rodar mientras se atusaba sus rizos. Todavía estaba enumerando la lista cuando escapó con la destreza de un púgil que sale bailando de las cuerdas:
—¿No has oído eso?
—¿El qué?
—¿Estás sordo o qué? Abajo, en la cocina.
Primero Tania, luego mi madre, luego mi tía. Mientras bajaba las escaleras pensé si las mujeres no dispondrían de un mecanismo genético innato para cambiar de conversación. En cualquier caso, aprovechando su excusa, podría dejarle las medicinas en la cocina y así librarme de ver su fea jeta durante otros diez años. Sí, con un poco de suerte puede que no volviera a verla hasta que embarrancara en una caja de pino. Con ese reconfortante pensamiento, bajé la escalera y entré en la cocina. La puerta del frigorífico estaba abierta y, envuelto en el tenue resplandor que iluminaba la penumbra, vi a un niño arrodillado revolviendo en el cajón de la fruta. Volvió la cabeza al oírme entrar, asustado, pero ni siquiera entonces dejó de masticar. Llevaba una manzana en la mano, el hambre y el miedo palpitaban en las aletas de la nariz y en los enormes ojos negros que giraban, buscando una salida. Estaba sucio y desnutrido, como un animal acorralado, un gato callejero escarmentado a pedradas.
—No tengas miedo, chaval. Coge lo que quieras.
Quizá no me entendió, quizá mi tono fue excesivamente brusco. Cogió un par de mandarinas de la nevera y, sin dejar de masticar, saltó bruscamente al fregadero, empujó la ventana abierta y se coló a través de la reja. Era lo bastante flaco y lo bastante ágil para pasar a través de los barrotes, pero aun así se arañó el codo con el filo de aluminio. Unas gotas de sangre salpicaron los agonizantes parterres, pintando pétalos falsos en las ramas secas. El chico cayó de mala manera y rodó entre las reliquias del jardín. Después recogió la fruta que se le había escapado de las manos, miró de reojo a la ventana para comprobar que yo seguía allí, agarrado a la reja, y echó a andar, cojeando un poco, mientras mordisqueaba ansiosamente la manzana.
Dejé la bolsa con las medicinas en el frigorífico abierto. En la balda de abajo había tres botellas de Coca-Cola; en la de arriba, dos botes de kétchup y uno de mostaza. Media docena de huevos, yogures, un trozo de queso y una cacerola con un resto de puchero cocinado por mi madre. Me giré y descubrí a mi tía en la entrada de la cocina, apoyada en un bastón.
—Lástima que no se haya llevado también el puchero —dijo—. Tu madre cada día cocina peor.
Se había puesto una bata raída en la que sobrevivían algunas flores estampadas, y unas pantuflas a juego. El bastón en la mano era más bien un elemento decorativo. Si no, no había manera de saber cómo había bajado tan deprisa. En la otra mano sostenía un trozo de porcelana.
—Sobrino, algún día trincaré a ese hijo de puta. Te aseguro que se le van a quitar las ganas de venir.
—¿Te ha robado otras veces?
—Unas cuantas. Este barrio siempre ha sido un nido de chorizos. Ahora tenemos que aguantar a los moros además de a los gitanos.
—Tú siempre tan comprensiva.
Mi tía gruñó y apoyó todo su peso en uno de sus tobillos de elefante. No sé para qué llevaba el bastón: no podía caerse ni adrede.
—Y tú siempre tan gilipollas. El amigo de los gitanos. ¿Qué coño se te ha perdido por aquí?
Cogí la mandarina que quedaba, me levanté y, antes de cerrar el frigorífico, le señalé la bolsa con las medicinas.
—Si lo fuera, les habría pasado el cargamento. Hay drogas para cerrar una discoteca.
—Tú sabes mucho de discotecas, ¿eh, sobrino? —dijo, apoyándose otra vez en el bastón—. Así es como te ganabas la vida, ¿no? Dando hostias en discotecas.
No respondí porque siempre me ha parecido de mala educación hablar con la boca llena. Seguí pelando la mandarina y dejando las cáscaras junto al fregadero.
—Me debes noventa y siete euros, tiita.
—¿Yo? ¿De qué?
—De la puta farmacia.
—No cambies de tema ahora. Desde que naciste no has hecho más que darle mala vida a tu madre. Así fue como enterraste a tu padre: a disgustos. Eres la vergüenza de la familia.
Mi madre tenía razón: la fruta ya no es lo que era. Me tragué un gajo que sólo sabía a plástico. Pero había que reconocer que la tía Angustias sabía cómo hacer daño. Seguramente era de ella de quién había heredado la mala hostia, la lengua fácil y el don del insulto.
—No, tía. Muchas gracias, pero no me puedo comparar contigo. La vergüenza de la familia siempre fuiste tú.
Levantó el bastón para atizarme con él, pero lo enganché al vuelo. Me acerqué lo que pude hasta ese proyecto de trabajos manuales debajo del cual palpitaba su cara.
—Ni se te ocurra alzarme la mano, puerca. Y entérate de una vez: si pudimos enterrar a mi padre no fue gracias a ti. Ni siquiera fuiste a visitarlo al hospital.
Solté el bastón de golpe. La vieja se tambaleó dramáticamente pero yo había calculado bien: para caerse, habría necesitado un terremoto. Soltó un par de hipos compungidos, histriónicos, y luego me ofreció el cuello para que se lo cortara.
—Eso, pégame. Maltrata a una pobre anciana. ¿Es así como te ganas la vida, no?
Me quedé helado. Mi tía aprovechó mi desconcierto para pasar a mi lado, arrastrando las pantuflas, exagerando el calvario del bastón. Recogió las cáscaras de mandarina y las arrojó al cubo de la basura junto con los restos de la porcelana rota.
—Golpeando a gente indefensa —dijo sin mirarme—. Rompiendo huesos por dinero. Qué asco.
Era demasiada suerte embocar la misma bola tres veces. Porque mi tía llevaba razón: desde que abandoné el boxeo, así era exactamente como me ganaba la vida. Dando hostias en discotecas, primero, y rompiendo huesos, después. No era un secreto de estado, desde luego, pero tampoco había mucha gente que lo supiera. Mi número no aparecía en las Páginas Amarillas, ni en la J de «joder» ni en la H de «hostias». Mis clientes solían contactar conmigo a través del Oso Panda, el bar de mi amigo Sebas, y había un expediente y unas cuantas fichas policiales al respecto.
—¿Quién te ha contado eso?
—Poco importa quién me lo contara. Lo sabe todo el mundo.
Todo el mundo era mucho decir. Mi tía no leía periódicos y mi nombre sólo había aparecido en los periódicos muchos años atrás, en alguna página de deportes. En cuanto a mis fechorías, nunca dieron para un mísero recuadro de sucesos. Pude haber sido aspirante mundial del peso medio pero me quedé en matón de barrio, en justiciero por encargo que recogía la basura que nadie —ni la policía, ni los abogados, ni nadie— quería recoger. Nadie sabía a qué me dedicaba, excepto Sebas, aquel camarero flacucho que era como el hermano que nunca tuve, mis ocasionales clientes y los desgraciados que se iban cruzando en mi camino: el músico idiota que ensaya a altas horas de la madrugada, el cabrón que no paga sus facturas, el cobarde que continúa acosando a una antigua novia. Por unos cuantos billetes el celoso nostálgico olvidaba de golpe ciertas calles, el moroso encontraba su cartera, el vecino ruidoso aprendía a usar el volumen del aparato, aunque fuese con los dedos rotos. Lo mío no era la política ni las altas finanzas, sino la fontanería de bajos fondos, las chapuzas. Me guiaba el afán de pasta, sí, pero también un sentido de justicia elemental que no comprendería ningún juez y que me permitía dormir de un tirón por las noches. Sólo una vez acepté un encargo sin hacer caso de mis tripas: Laura, una bailarina a la que me ordenaron proteger y a la que me arrimé demasiado. Ella creía que yo era guardaespaldas profesional, lo cual es tanto como creer que Dios se dedica a la jardinería. Otorrinos aparte, era la única persona que descubrió que yo estaba sordo. Quizá por eso nunca respondí a sus llamadas.
Terminé la mandarina y me limpié las manos en un trapo. Miré por la ventana: los obreros habían terminado el descanso. Un volquete se desperezó y echó una carga de tierra al suelo. Una nube de polvo se extendió por la escombrera lunar de la calle. El conductor abrió la puerta de la cabina, saltó a tierra y se alejó unos pasos para fumar un cigarrillo. Era un tío enorme: a su lado, el camión parecía de juguete. Cuando el polvo terminó de asentarse, una pala mecánica lo recogió y empezó a cargarla de nuevo en el volquete para empezar de nuevo. En cierto modo, eran como niños jugando.
—¿Quieres contratarme? —pregunté.
—¿Contratarte? ¿Para qué?
El desprecio le latía en la voz: no hacía falta mucho oído para notarlo. Sin dejar de apoyarse en el bastón, abrió la puerta del frigorífico y se sirvió un vaso de Coca-Cola. Le señalé el espectáculo de las excavadoras, el estruendo y el polvo que prosperaban a una docena de pasos de la verja.
—Para que te quite de encima a esos parásitos.
Mi tía, que estaba bebiendo un trago, casi se atragantó. Lanzó una carcajada aparatosa que bañó la puerta del frigorífico y parte de la cocina.
—¿Crees que te necesito para eso? Qué iluso eres, sobrino. Ni siquiera me molestan.
Un gato esquelético de color ceniza brotó bajo el mueble del horno y se puso a lamer las gotas de refresco que habían caído sobre los baldosines. Se entrometió entre los pies de mi tía y ella se lo quitó de encima de un bastonazo en el lomo. El gato maulló, lastimero, y salió contoneándose hacia el salón. Ni siquiera corrió, debía de estar acostumbrado a esas caricias. Mi tía basculó el peso hacia su otra pierna, con la gracia de un travestí con elefantiasis, y me apuntó con el bastón.
—A tu madre no le hará mucha gracia enterarse del negocio al que te dedicas. La próxima vez que venga…
—La próxima vez que venga, te meterás la lengua en el culo, hija de puta —me acerqué a ella hasta que la contera de goma me tocó la camisa—. Porque si se lo cuentas, te arranco la cabeza, ¿estamos?
—¿Quién, tú? Tú no tienes cojones, sobrino. No los tenías cuando boxeabas y no te van a crecer ahora.
La sangre me subió a los ojos. Es difícil que yo pierda los nervios, pero reconozco que mi tía me saca de quicio. Con ella debe de funcionar algún tipo de química familiar, quizá la herencia inconclusa de mi padre, que se fue de este mundo sin haberle podido cortar el cuello. Siguió cloqueando sin parar, diciendo que yo era un fracasado, contándome la pena que le había dado a mi madre cuando decidí dedicarme al boxeo, el orgullo con el que se había vivido en el barrio mi título de campeón de Europa, la ilusión que brillaba en los ojos de los chavales, la emoción con la que se reunían todos, grandes y pequeños, niños y ancianos, bajo el televisor del bar de Paquito las noches en que yo combatía.
—Yo siempre les dije la verdad: que ibas a perder, que eras un mierda, lo llevas escrito en la cara. Para qué hacerse ilusiones contigo. El día en que mi sobrino se enfrentase a un hombre de verdad, se acabó, les dije. Y así fue. Tenías que haber visto a esos pobrecillos a la mañana siguiente de la gran pelea, cabizbajos, llorosos, todos aquellos imbéciles que confiaron ciegamente en ti, igual que tu madre —mi tía se rió, movió la cabeza y vació el vaso en el fregadero—. Parecían que se habían llevado ellos la paliza. Pero yo ya se lo había advertido. Les dije que tú sólo sabías pelear a traición, por la espalda, en la calle. Es tu profesión, ¿no, sobrino?
Aparté el bastón de mi pecho y le estrujé la cara como si fuese la ubre de una cerda. Para el caso, lo era: ordeñaba mala leche a chorros. Una pringue de maquillaje se me escurrió entre los dedos mientras mi tía chillaba y gruñía.
—Escucha, te lo voy a decir sólo una vez. Puedes contar lo que te salga del coño, a quien quieras, donde quieras. Pero si mi madre se entera, vuelvo aquí y te mato. Por el alma de mi padre que te mato.
La solté, cerré la mano y le pegué una hostia al frigorífico que por poco lo doblo. Un abollón quedó inscrito en la chapa blanca de la puerta, una firma de mi amenaza.
—Tu hermano, hija de puta. Tu hermano.
Mi tía lloriqueaba como si tuviera público. Me volví hacia la ventana de la cocina. Lo tenía: el conductor del camión estaba asomado a la reja. Dijo alguna cosa y las palabras brotaron envueltas en el humo del cigarrillo. No era más que humo y ruido, otra extensión del volquete.
—Es una discusión familiar. Váyase a tomar por culo.
—Ya veo —dijo quitándose el cigarrillo de la boca. Tenía cara de calabaza y aquel casco amarillo sólo aumentaba el parecido. Expulsó otra bocanada de humo hacia el interior de la cocina.
—Va a ser mejor que se largue —dije.
—¿Me vas a echar tú? Mira que yo no soy una abuela.
Sacudió la ceniza en el fregadero. Después, con la punta del cigarrillo, quemó una de las cortinas, meticulosamente, casi como si estuviera remendando el agujero. Sopló un poco para agrandarlo. Quizá había sido demasiado educado. Le quité a mi tía el vaso de la mano y lo arrojé contra la reja: el vaso reventó y se deshizo en una galaxia de cristales. El gigantón se cubrió la cara con las manos, chillando, y se apartó de la ventana.
Cuando salí al exterior, lo encontré arrodillado junto al muro. Un hilo de sangre le corría entre los dedos. Tenía miedo de apartarlos y descubrir dónde se le habían hincado las esquirlas. Berreaba con una vocecita aguda, en franca contradicción con su tamaño y sus zarpas de oso.
—Maricón, me has dejado ciego.
—Será el tabaco, que es muy malo, hombre. ¿Nadie te lo ha explicado?
Todo sucedió igual que una pelea de críos. La cuadrilla acudió a los gritos de su compañero herido; detuvieron las hormigoneras, las excavadoras y el resto de juguetes, y me rodearon. Algunos iban armados con picos y ladrillos, un ecuatoriano bajito asía una pala como si fuese un garrote. Eran media docena, y cinco de ellos llevaban el mismo mono azul sucio y desteñido, la cremallera abierta hasta el pecho, las letras de la empresa constructora en el ángulo superior izquierdo, como condecoraciones proletarias impresas en un blanco casi imaginario después de tantos lavados. La familia Sampere casi al completo, la rama pobre, las ovejas negras. Pero el sexto no pertenecía a la familia. Era alto, muy alto; no llevaba mono ni casco, ni arma alguna a la vista: por eso mismo me fijé en sus manos. Las guardaba en los bolsillos de los pantalones, bajo la camisa blanca y suelta, como si estuviera dando un paseo. Tenía una cabellera larga, ondulada, del color del oro viejo; las mejillas hundidas en una especie de aristocrática delgadez, curtida en el cuero oscuro de la piel. Los ojos también destilaban una elegancia feroz, quizá porque no parpadeaban, y las pupilas, planas como tachuelas, destellaban con el azul insolente de una loción para después del afeitado. De hecho, eran cuchillas de afeitar y, más que mirar, cortaban.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí.
Tenía que haberlo reconocido en el cloro letal de los ojos, pero fueron las botas camperas las que me lo devolvieron intacto: el mismo modelo de botas puntiagudas y horteras que habían destrozado mi camión de juguete.
—Romero —dije—. Casi no te conozco. Como te has cortado las patillas.
—Ya ves.
No tenía muchas oportunidades contra aquel sexteto y menos aún desarmado. Mi mano izquierda (la misma que había marcado a fuego la nevera) irradiaba un calor tenue mientras iba quedándose dormida. Recogí el casco caído entre los parterres y lo hice girar entre los dedos.
—Cuando retransmitieron aquel combate tuyo por la tele no me lo podía creer.
—¿Dónde lo viste? ¿En la cárcel?
—¿Tú qué crees?
Vi el brillo del oro a través de los labios entreabiertos, la típica dentadura de traficante cíngaro. Lo peor de todo es que seguía sin enseñar las manos. Uno de los obreros se acercó al hombre caído y le apartó los dedos de la cara. El ojo izquierdo estaba encharcado de sangre. Romero observó la herida mientras sus compañeros cerraban el círculo.
—No —canturreó—. No tiene buena pinta, ¿sabes?
El hombretón gimió. Romero se volvió hacia mí y me atravesó con sus tachuelas azules.
—Dime qué hacemos ahora.
—De momento, ir a fumar a vuestra puta casa.
—Ah, es tuya la casa. Creí que era de esa vieja de mierda.
—La vieja de mierda es mi tía.
—No me acordaba. Tenéis un aire de familia ahora que lo dices. ¿Me devuelves el casco?
—Cuando vayas a comprar gaseosa.
El ecuatoriano de la pala fue a adelantarse, pero Romero lo detuvo con un giro seco de la barbilla y una mano metida aún en el bolsillo: el ademán de un torero a un subalterno.
—Ponte al día, hombre. Las gaseosas ya no se venden con casco.
—¿Ah no?
—Hazme un favor, Roberto. No me toques los huevos.
—No pensaba.
—No quiero líos. Así que haz el favor de devolverme el casco.
Sí que había cambiado Romero en la cárcel: primero se había recortado las patillas y luego los modales. En sus buenos tiempos jamás hubiera pedido nada por favor y si había algún lío, podías apostar lo que fuera a que él andaba en medio. Siempre le había gustado jugar sucio, de modo que no acababa de entender cómo es que no aprovechaba una ventaja de seis a uno.
—De acuerdo —dije. Lo tiré a un lado. Uno de los hombres se agachó a recogerlo, vigilándome de reojo—. Pero no veo para qué os hacen falta los cascos. De momento, aquí no tenéis permiso ni para colocar una baldosa.
—Ya. Todo a su tiempo. Nos vemos, Roberto.
Dio media vuelta y echó a andar, silbando una gitanada entre dientes. Uno de los obreros se agachó para levantar a su compañero herido y le ayudó a caminar, pasando el brazo sobre un hombro. Otro ladró una amenaza y escupió al suelo. Al jardín de mi tía no le venía mal algo de lluvia.
Cuando se alejaban, sentí algo que se rompía en mi interior, un dique agrietándose, filtrando una sensación casi olvidada en mis entrañas. Era miedo, pero no el miedo limpio y puro que precede a un combate, el sudor que brota a chorros en los vestuarios, sino el miedo tenebroso e impío de la niñez: el miedo al castigo, el temor a llegar tarde al colegio. Como niños al final del recreo, los obreros se subieron a las máquinas, pusieron en marcha los motores, empezaron de nuevo a apilar tierra como si fuesen a fabricar un castillo de arena, a diseñar una pista para jugar a las chapas. No, no era el temor a que me golpearan, al fin y al cabo no sería la primera vez que me daban una paliza soberana, sino la angustia de no poder defenderme, la sensación de estar fuera de juego, de ser demasiado pequeño: un niño indefenso en una piscina solitaria, un crío en el primer día en clase.