UNO

Una mañana apareció el cuerpo de Gema flotando boca abajo, en la misma piscina del polideportivo de San Blas donde su padre había intentado ahogarme. Tenía los brazos abiertos, las piernas de pelele rematadas en un par de zapatos ortopédicos que tiraban de ella hacia el fondo, los largos y finos cabellos esparcidos en torno a ella como algas rubias. La descubrió una empleada de la limpieza que, en un primer momento, no se fijó ni en la camisa blanca ni en la falda a cuadros, ni siquiera en la silla de ruedas volcada al borde de la piscina. Su primera impresión —dijo a la policía, cuando pudo calmarse— fue la de una niña jugando a hacerse el muerto en el agua. Después vio las manchas rojas, los hilos de sangre entreverados a la melena, volcó el cubo con la fregona y se puso a gritar. Uno de los profesores de natación sacó el cuerpo de Gema, que chorreó sobre las losetas azules, entre el agua sucia y jabonosa de la fregona. Le dio la vuelta y le buscó los labios para hacerle la respiración artificial, pero se separó de ella en cuanto sintió la piel fría, los labios rígidos y abiertos como la boca de un pez.

Llevaba muerta poco más de una hora. La policía estableció desde un primer momento la hipótesis de un accidente: la niña había resbalado en uno de los charcos cuando intentaba bajar de la silla de ruedas. La silla de ruedas volcó y Gema se golpeó contra el borde de la piscina antes de caer al agua. Según diagnosticó el forense, la contusión en la cabeza no fue gran cosa pero bastó para aturdiría: el peso de los zapatos y de la ropa mojada hicieron el resto. El padre chilló, histérico, que su hija no podía haber entrado sola a la piscina, que él siempre estaba a su lado, pero su testimonio estaba lastrado por el dolor y la culpa: había dejado sola un momento a Gema a la entrada del mercado y cuando regresó a por ella, ya no estaba. Fue preguntando de puesto en puesto, cada vez más inquieto, hasta que oyó la ambulancia que bramaba calle abajo.

Aquella mañana, cuando emergí del metro de San Blas, el azar puso en mi camino un coche de policía que pasaba aullando y el sonido se fundió en mi cabeza con el fragor de aquella muerte a la que no asistí y que venía envuelta en destellos. La luz giraba enloquecida, hacía mucho tiempo que no pensaba en Gema, y el maullido del coche se mezclaba en la hormigonera de mis oídos con las canciones que ella cantaba desde la terraza. Me detuve herido por la reminiscencia, la coincidencia absurda del lugar y la hora: eran las nueve de la mañana y desde la boca del metro aún se seguía viendo, disimulada por setos y parterres, la entrada al polideportivo municipal, donde tantas veces había jugado con ella. Por pura casualidad, el polideportivo, el mercado y la comisaría de San Blas se encuentran en la misma manzana, apenas a un tiro de piedra, coronando un descampado que el tiempo ha ido rellenando desganadamente, aquí y allá, como uno de esos pasatiempos del periódico que se abandonan siempre antes de terminarlos, no porque sean demasiado difíciles sino porque no merecen la pena: un parque de bomberos, una sucursal bancaria, una oficina de hacienda, unas escaleras de piedra, una cafetería sin alma. En una de las casillas sin rellenar estaba yo, veintitantos años más viejo.

Mientras echaba a andar, con la bolsa de deporte al hombro, el vaho de la mañana brotaba de mis labios en lentas y tercas volutas, como los pensamientos que no me atrevía a expresar, como la lenta ficción de un cigarrillo. De niños aprovechábamos el frío para jugar al tabaco, recogíamos colillas aplastadas del suelo y nos las llevábamos a la boca: el invierno nos prestaba después un humo falso. Queríamos crecer deprisa, parecer mayores pronto, nos afeitábamos el vello de la cara varias veces al día para fabricarnos cuanto antes una barba, hacíamos resonar los tacones de los zapatos nuevos sobre el mármol barato de un portal para imitar el sonido de los pies adultos en las películas. Después, cuando llegó la hora, lo abandoné todo a medias: casi siempre uso botas o zapatillas de deporte; fumé dos o tres cajetillas y no llegué a acostumbrarme al sabor, a esa áspera quemadura en la boca; nunca me dejé barba.

En San Blas, en aquel tiempo, parecer adulto era una necesidad, un requisito para continuar vivo. Algunos de los críos del colegio —Moñiguín, por ejemplo— nunca pudieron escapar de su aspecto infantil. Un día lo encontré conduciendo un autobús y, aparte del uniforme, era como si sólo hubiera cambiado de asiento. También Gema se esforzó en crecer mientras pudo, pero la mitad de su cuerpo la seguía a duras penas, arrastrándose, un pobre garabato que siempre llevaba oculto bajo una manta, como si su desgracia no fuese más que una obscenidad que había que mantener apartada de la vista de todos. Entre el alivio y la pena, la risa y la lástima, los otros nadadores mirábamos las piernas atrofiadas de Gema atravesando la piscina de lado a lado, y no veíamos más que otra víctima propiciatoria.

Cerca del mercado, en otra de las casillas sin rellenar, se levantaba un muro blanco que en tiempos fue una discoteca de barrio, nada más que un muro y una pequeña puerta, sin adornos ni luces, algo feo y grande como un cine donde se aglomeraban las colas de jóvenes las noches de los sábados. Argentina, creo que se llamaba y le iba bien el nombre porque para nosotros estaba tan lejos como el sueño de un emigrante. Los chavales del barrio hacíamos de todo (falsificar la fecha en el carné, coger prestada ropa a nuestros padres, colocarnos alzas en los zapatos, amaestrar pacientemente un bigote de pelos lacios), cualquier cosa con tal de traspasar esa puerta donde empezaba la mayoría de edad. Cuando lo logré, al fin, aprovechando un carné robado cuya foto se me parecía, me encontré en un antro enorme y caótico, sembrado de luces al azar y con un ruido atronador cuyas vibraciones golpeaban dentro del pecho. Y cuando salí, los ojos enrojecidos y la garganta lijada, exaltado y feliz, ni siquiera me di cuenta de que llevaba los oídos taponados igual que si hubiera estado combatiendo diez asaltos contra un demonio en México. Tardé todavía algún tiempo en darme cuenta de que la discoteca era muy semejante al colegio: otro zoológico donde mantenernos apartados, una reserva natural hecha de cemento, alcohol y música, separada del mundo por un portero, unos muros y un estruendo infernal, pero que apenas se diferenciaba de la calle, de las farolas y semáforos, de los guiños y las luces del tráfico, salvo en que, en la discoteca, la luna y las estrellas iban con interruptor.

Crucé junto a aquellas verjas de tijera herrumbradas desde hacía décadas, el clausurado y mugriento paraíso de mis dieciséis años, mirando con recelo a derecha y a izquierda, sin la menor gana de tropezar con algún compañero de pupitre, esos rostros que iban emergiendo en mi memoria a medida que mis pies reconocían las calles. Alguna vez me había chocado con ellos, pero casi siempre fuera del barrio: conduciendo un autobús, sirviendo copas tras una barra, repartiendo propaganda de academias de idiomas. Una vez, en Fuencarral, un tipo alargó el brazo, ofreciéndome el folleto de un restaurante chino. Cruzamos la mirada y descubrí a un treintañero gordo, avejentado, al que le raleaba el pelo: una pésima recreación de Ferrer, el niño gordo que siempre iba detrás de mí en la lista de apellidos, en segundo, en tercero, en el infierno, por los siglos de los siglos. El tiempo se le había echado encima con sus torpes manos de alfarero aficionado, moldeando lorzas y michelines, prestándole ropa de una adolescencia inconclusa que le venía todavía más estrecha: botas militares, vaqueros raídos, una camiseta negra medio borrada donde se anudaban dragones lisérgicos.

—¿Qué miras tanto, tío? Yo no soy el cocinero.

—Pues lo pareces.

El restaurante tenía un nombre chino muy corto y muy tonto, un barullo de anagramas, un par de serpientes enroscadas en tinta roja. Doblé la hoja y la tiré en la primera papelera a mano. Sabía que Ferrer también me había reconocido, pero mejor no darle una oportunidad a la nostalgia, esos feos cruces de golpes bajos: qué hay chaval, qué fue de, te acuerdas.

Normalmente sabía cómo guardar la distancia, mantener alejados los fantasmas, pero aquella mañana algo removió en mi interior los recuerdos, como una repentina tormenta de nieve en una bola de cristal. Probablemente fue el olor de las calderas, la neblina, el frío invernal, el espíritu del aceite caliente de los churros flotando en la esquina del mercado. La grasa empapaba el papel marrón igual que la memoria el tiempo. Pero allí ya nadie vendía churros, nadie esperaba al carbonero junto a la trampilla metálica del sótano, era verano. Lo que había a mi alrededor no eran más que los restos del naufragio, una discoteca cerrada, comercios que habían cambiado de cara, árboles con iniciales grabadas a navaja. Mi madre peinaba canas y pronto iba a descubrir que a Lola le habían brotado estrellas en la raíz de los ojos. Únicamente Gema permanecía incólume, preservada del torno inútil del tiempo, perfecta en su urna de cristal congelado: el ejemplar disecado de una especie que no existió jamás en un mundo que ya no existía.

La bolsa de deporte contenía tres o cuatro mudas, unos zapatos, un cepillo de dientes, la ropa que pensaba iba a necesitar mientras cuidaba de mi madre después de su operación de varices. Pero nada más llegar me hizo ver que si alguien iba a cuidar de alguien, era ella de mí. Bufó despectivamente mientras deshacía mi equipaje y se puso trabajosamente en pie para demostrarme que podía haberme ahorrado todo eso: aún guardaba calzoncillos y camisetas de la época en que vivía con ella, antes de que ganara el campeonato europeo de los medios. Cojeaba, gruñendo, apoyándose a medias en los muebles, a medias en la muleta que le había prestado una vecina. Tras la cirugía, los médicos le habían recetado una semana de reposo absoluto, pero es que los médicos no la conocían bien.

—Mamá, estate quieta, hazme el favor. Que se te van abrir los puntos.

—Calla ya. Mira que pensar que yo no tengo ropa para mi hijo.

Abrió un armario y me enseñó jerséis y camisetas de mi época de estudiante. No le sirvió de nada que me echara mano a la tripa, para enseñarle cuánto había engordado desde entonces. De uno de los cajones del fondo sacó unas zapatillas de correr, medio descuajeringadas, y un par de viejos guantes de boxeo. Me extrañó que los conservara porque a mi madre nunca le había gustado que subiera al cuadrilátero. Sin embargo, alguna vez también había tropezado, en algún cajón de su cómoda, con algunos recortes de prensa con mis fotos: restos desollados de mi pasado.

—Creí que habrías tirado todo esto.

—¿Por qué iba a tirarlo? Mira, están nuevecitas.

Dobló una de las zapatillas para mostrarme lo flexibles que eran. El dibujo de las suelas estaba desgastado, erosionado, como los rasgos de una cara olvidada a medias.

—No sé, mamá. Podías haberlas regalado a la parroquia.

Refunfuñó algo sobre los tiempos antiguos y los nuevos, un lamento por los trabajos manuales que incluyó bordados, dobladillos, fruta, mujeres, tostadoras y neveras. Las nuevas no duraban nada, dijo, y no especificó si se refería a las neveras o a las mujeres. Después de todo, nunca había sido muy bueno con los trabajos manuales: un cenicero de arcilla esculpido por mí parecía arte moderno. Tampoco me distinguía en matemáticas ni en ninguna otra asignatura, aunque, la verdad, siempre tuve un talento natural para dar hostias. Lo descubrí en el colegio, durante los recreos, en las peleas improvisadas en el patio. Quizá por eso, cuando aprobé séptimo, mi padre me regaló aquellos guantes que, por aquel entonces, me venían grandes. Metí la mano izquierda en aquella cálida guarida de infancia y comprobé que ahora me venía estrecha. Desde entonces mis manos no han crecido mucho, pero, como otras partes del cuerpo humano, el tamaño no indica nada respecto al rendimiento. Sentí la palpitación de la forma envolviendo mi puño, el calor sudado de aquel recipiente concebido para golpear, para hacer daño. Eran unos guantes no profesionales, como de juguete, los primeros que usé. La piel estaba un poco cuarteada en los extremos y necesitaban unos cordones nuevos, pero por lo demás habían aguantado bien todos los años del exilio.

—¿Ves? Todavía te sirven.

Mi madre jamás tiraba nada. Pertenece a esa generación de españoles que estuvieron toda la vida ocupados en sobrevivir a la posguerra. La ropa se reciclaba de padres a hijos, de hermanos a hermanos, y la radio, casi siempre encendida, seguía siendo el parte. Yo no tenía hermanos y hacía mucho que la guerra había terminado, pero ella vivía siempre al borde de otra catástrofe. Jamás llegué a pasar hambre de pequeño, pero aun así había que rebañar los platos hasta la última cucharada, no fuese a pasar que mañana no hubiese nada en la mesa. Creí que, tras la muerte de mi padre, el boxeo nos sacaría de pobres pero, visto el resultado, tal vez debería haberme dedicado a los ceniceros de arcilla. Hubiese ganado más pasta como escultor moderno.

Logré sentarla en la cocina mientras me preparaba un café, pero siguió perorando sobre economía doméstica con ese tono monocorde que hacía que mi padre perdiera los nervios. Cuando asistía a una de aquellas discusiones de frontón, con mi padre callado y mi madre hablando y hablando, siempre me fijaba en el modo en que las venas de las sienes le empezaban a latir y la cabeza entera bullía de rabia. Podía sentir la ira, las ideas homicidas asomando a la calva de mi padre del mismo modo que la nata hirviendo en el cazo de leche al fuego. Decidí seguir una táctica femenina: cambiar de conversación.

—Mamá, ¿cómo se llamaba el padre de Gema?

Mi madre titubeó, buscando el nombre entre consejos para ahorrar y remiendos de pantalones.

—¿El pescadero? Antonio.

—¿Sigue en la pescadería de San Blas?

—No lo sé. Ya no voy por allí. Sólo sé que se separó de su mujer después de la muerte de Gema.

Aparté la leche cuando ya trepaba cacerola arriba, como una de las pataletas de mi padre. Serví dos tazas, una con leche templada para mí. Sabía muy bien que a mi madre le gustaba el café hirviendo.

—Pobrecillo —dijo mi madre, soplando el café—. Nunca creyó que lo de su hija fuese un accidente.

—Bueno, fue una muerte bastante rara.

—Todo en esa niña era muy raro. Tuvo mala suerte desde el momento en que nació —acunaba la taza con las manos, bebiendo a pequeños sorbos—. Yo creo que Antonio sigue pensando que fue culpa suya.

—¿Culpa suya? ¿El qué?

—Todo. El que Gema naciera tan débil, que siempre estuviera enferma, que los médicos la desgraciaran para siempre. Y sobre todo, aquel día, cuando la dejó sola en el mercado. Eso es muy difícil que se lo perdone nunca.

De pie, mirando por la ventana de la cocina, bebí mi café. Al igual que su padre, yo nunca creí que Gema se ahogara sola. Había atravesado la entrada del polideportivo y nadie la había visto; había cruzado delante de los vestuarios cuando ninguno de los encargados estaba aún en su puesto. Y llegó hasta la piscina únicamente para intentar algo que nunca había intentado antes: bajarse de la silla de ruedas ella sola.

El polideportivo estuvo cerrado un día entero. A la mañana siguiente los chavales entramos a clase de natación con la reverencia que la muerte imprime en ciertos lugares: cementerios, catedrales góticas, catacumbas. No sé qué esperábamos encontrar pero la verdad es que no quedaba ni rastro de la muerte de la pequeña sirena, ni un largo cabello rubio, ni una gota de sangre, nada. Cuando regresamos a cambiarnos, el Chapas me dio un codazo y me llevó hasta los vestuarios de las chicas. Faltaba media hora para que empezara la otra clase: no sería la primera vez que alguno de nosotros se quedaba emboscado en un retrete para vislumbrar unos muslos o unos pechos incipientes. El Chapas abrió la puerta de uno de los servicios mientras se llevaba un dedo a los labios. En la puerta del retrete, a un metro del suelo, como si hubiera salido arrastrándose de la taza, había cinco manchas deformes y desiguales: la marca de la Mano Negra.

La Mano Negra había nacido años atrás, cuando yo estaba en quinto o en sexto de EGB, en los muros de los colegios, en los bancos del parque: una fantasmagoría infantil que aterrorizó las aulas y no nos dejaba dormir por las noches. Algunas madres despiadadas la utilizaban para que sus hijos se portaran bien, se comieran todo y se fueran pronto a la cama: «Mira que si no te duermes, va a venir la Mano Negra». Había chavales que no pegaban ojo en toda la noche: era difícil conciliar el sueño sabiendo que una garra maléfica, surgida del infierno, podía salir del armario o de debajo de la cama, estrangularte y arrastrarte a las profundidades.

Todos los críos nos echamos a temblar cuando el inconfundible archipiélago de dedos negros apareció festoneando el pasadizo de camino a la escuela. Los cuchicheos pasaron de boca en boca, de clase en clase, de matemáticas a lengua, del recreo hasta gimnasia. Ninguno de los pequeños nos atrevíamos a ir solos a los servicios, porque alguien había advertido que la Mano Negra acechaba dentro de los retretes, aguardando a los niños miedosos, a los descreídos, a los audaces que se atrevieran a llamarla mientras miraban fijamente al espejo. Nadie sabía a ciencia cierta cómo, dónde ni por qué había empezado aquella historia, pero circulaba la leyenda de un hijo que pegaba a su madre, un hijo desobediente y malvado que murió con la mano rígida, encorvada como una garra. No hubo manera de meterla dentro del ataúd y tuvieron que enterrar al niño con el brazo colgando. Bajo la tierra la mano se fue poniendo negra y negra hasta que se pudrió, se separó del cadáver y salió del cementerio para cumplir su destino de monstruo.

—Mentira —decía Pedrín.

—Vale. ¿A que no tienes huevos a ir a mear solo?

Nadie los tenía. Nos aguantábamos las ganas hasta que no podíamos más, o bien acudíamos a los servicios en manada, gastando bromas y lanzando gritos espeluznantes para horrorizar a los más pequeños. Más de uno salió por los pasillos haciendo el pingüino, los calzoncillos y los pantalones subidos a medias. Y los profesores no reaccionaron hasta que hubo que hospitalizar a un crío de tercero: se llevó un susto de muerte cuando se encontró de veras con la Mano Negra posada sobre su hombro al ir a sentarse sobre la taza. Uno de los alumnos de octavo había cogido un guante de goma, lo pintó de negro, lo rellenó de agua y lo dejó atado a la cadena del retrete.

Poco a poco la leyenda se fue desvaneciendo, olvidando, dejó de dar miedo para convertirse en otro fósil del museo de la infancia, al lado del Coco, el Tren de la Bruja y el Ratoncito Pérez. Algunos de los mayores se apropiaron de la patente y solían estamparla tras cualquiera de sus fechorías: el robo de un examen o la rotura de un escaparate. Le pregunté a Lola por la Mano Negra, mientras la ayudaba a poner la mesa. Por supuesto, resistirse a su invitación había sido inútil.

—¿La Mano Negra? ¿Cómo es que sacas eso ahora?

—Me acordé mientras cruzaba el pasadizo para recoger a Tania.

—Primero esa pobre inválida y ahora la Mano Negra. Te veo muy nostálgico, Roberto.

No podía contarle a Lola lo que sólo sabíamos el Chapas y yo: que la Mano Negra hizo su aparición en el váter de un vestuario de chicas, tal y como certificaba la leyenda, sólo para testimoniar su paso por el mundo antes de matar a Gema. Tania trepó a su silla masticando el último trozo de regaliz.

—¿Qué es la Mano Negra, mamá?

—La mano de una niña que no se lavaba antes de comer. ¿Tú te has lavado las manos?

Tania enseñó sus manitas mientras desplegaba una sonrisa enmarcada en dos trenzas rubias que, en cuestión de pocos años, arrancaría aullidos a los chicos del barrio. Aún no lograba comprender cómo es que no había heredado la espléndida cabellera negra de su madre. Tal vez el rubio le venía de la rama paterna, pero me extrañó no ver ningún retrato del padre en la casa. No tenía confianza suficiente para hacer preguntas.

Mientras comíamos, recordé las veces que me había ido tropezando a Lola por los peldaños del tiempo, en encuentros casuales cuando iba a visitar a mi madre. Al igual que otras mujeres hermosas, Lola sabía que el centro de gravedad de su belleza estaba en su pelo y, al igual que otras mujeres que no se encuentran a gusto consigo mismas, visitaba la peluquería con más frecuencia de la necesaria. Había probado infinidad de peinados, como si su cabeza fuese la pieza del puzle que no terminaba de encajar, aun a sabiendas de que ni la media melena, ni el corte egipcio, ni las mechas rubias iban a añadir un leño a la hoguera esplendorosa de sus rizos negros.

En todos aquellos encuentros apenas cruzamos más de cuatro palabras. Los dos llevábamos demasiada prisa. Ya fuese arreglada para salir de fiesta o cargando con las bolsas de la compra, siempre me saludaba alzando la cara orgullosamente, con aquel estilo flamenco y bravío que desconcertaba a los profesores. Y siempre la veía distinta, no ya por las mutaciones que imponían las modas —las minifaldas horteras y las medias de colores de los ochenta, el traje chaqueta y los tacones altos en los noventa— sino obedeciendo las leyes de su propia metamorfosis, como las fases de una mariposa, sólo que en sentido inverso. En cierto modo, Lola había reculado, se había ido encogiendo en busca de la oruga y la crisálida. No en un sentido físico, claro, porque las caderas se habían ensanchado y el volumen de sus pechos se había acentuado desde que fue madre. No se molestaba en ocultarlo, pero ya no giraba tan a menudo el cuello en aquel gesto tan suyo, tan desafiante, como una estatua que buscara despegarse del mármol. Había inclinado la cerviz, había aceptado la derrota, en su cabeza empezaba a clarear la ceniza. Al fin aquella negra hoguera se estaba apagando, chisporroteando en unas cuantas hebras que le caían en flecos cansados por la nuca y la frente, con filamentos de canas prematuras que, entre tanta loción y tanta bolsita de tinte, apenas evocaban ya su magnífico color de ala de cuervo. El moreno de su piel, que resplandecía en las piscinas de verano volviendo locos a los socorristas, ahora tenía el brillo apagado de una peseta vieja, una de esas monedas caducadas que encontramos al fondo de los cajones.

—¿Qué miras tanto, tú?

Lo dijo con un acorde de chulería antigua, una de esas acometidas feroces que desmantelaban de arriba abajo la posibilidad de cualquier flirteo. Lola me llevaba dos años, un intervalo que apenas contaba ahora, pero que durante mucho tiempo fue un abismo infranqueable. Cuando yo estaba en sexto, peleándome con los quebrados, ella ya resolvía ecuaciones de segundo grado. Cuando yo llegué a octavo, ella ya tonteaba con novios de veinte años, ya estaba estudiando la matemática del sexo, la forma de pintarse las uñas y de caminar con tacones, imprimiendo ese sutil balanceo que emborrachaba a cualquiera con sangre en las venas. Tenía fama de ser la tía más puta del barrio pero jamás le importaron un bledo aquellas habladurías y chismes de vieja que no destilaban más que envidia pura. No tenía miedo a nada: se subía a la moto del novio de turno mostrando una pantorrilla interminable, o bien se paseaba con la barbilla erguida, sorda a los piropos y a los silbidos de los muchachos del cole, como un mascarón de proa que fuese cortando una a una las olas turbias del deseo.

—Te miro a ti.

—¿Y qué ves?

—Ya sabes lo que veo. No necesitas que te regale el oído.

—Hijo, qué poco sabes de mujeres.

Como en los combates largos, la pelea había ido cambiando en los últimos asaltos, cuando el cansancio se echa encima de uno de los combatientes, los brazos se lastran, los pies se atornillan al suelo y el aire en los pulmones se transforma en plomo. Pasada la mitad del combate, después de encontrar el segundo aliento, ahora era yo quien llevaba ventaja. Lola arrastraba un divorcio, una hija y la secreta desesperación que empieza a socavar a ciertas mujeres cuando se acercan a los cuarenta. Aunque su belleza no se había diluido, ni mucho menos, ya había recibido las primeras facturas de embargo. También yo, cuando me retiré del boxeo, sentí el acoso de los acreedores, el vencimiento de las letras de aquella juventud con la que nos habían engatusado a todos. ¿Juventud? Ni de coña: la juventud no era más que acné en el alma, estupidez, inexperiencia, un rollo publicitario para vender perfumes y coches caros.

—Mamá, ¿puedo ir a jugar un rato?

—Un rato sólo, que luego tienes que hacer los deberes.

Antes de irse, Tania afirmó con la cabeza, en un gesto esbozado con tan poca fe que hasta yo descubrí la estafa.

—Tania suena a marca de refrescos. ¿De dónde sacaste el nombre?

—Mi difunto se empeñó. Me habría gustado llamarla Clara, como mi hermana.

—No sabía que tu marido estuviese muerto.

—Para mí como si lo estuviera.

Se levantó y empezó a recoger los platos. Le eché una mano aunque se empeñó en que no la ayudara. Nos quedamos en la cocina, compartiendo un silencio punteado por el entrechocar de los platos en el lavavajillas. Cuando apretó la rosca de la vieja cafetera, la rabia, al fin, le salió de la boca.

—Sólo espero que ese hijo de puta me siga pasando la pensión para poder olvidarme de él del todo. Y que la niña cumpla la edad suficiente para enseñarle cómo se usa un condón.

No había mucho que decir a eso y no lo dije. La cafetera empezó a bailar bajo el fuego. Lola apartó un mechón de pelo de su cara y me miró a los ojos.

—Roberto, entiéndeme: Tania es lo único bueno que me ha pasado en la vida. No quisiera que cometiera mis mismos errores. ¿Te gusta con leche?

—Sí.

—No hablas mucho, ¿eh? Así no es fácil mantener una conversación.

—Es que nunca he sido muy buen consejero matrimonial.

—¿Tú no te casaste?

—¿Yo? ¿Estás de broma?

—Lo dices como si fuera una enfermedad.

—Para ver hostiarse a dos, prefiero el boxeo. El boxeo al menos tiene reglas. Los pocos amigos míos que se casaron, acabaron contra las cuerdas.

—Les sacaron los hígados, quieres decir.

—Los hígados y a algunos algo peor.

Pensaba en Sebas, el camarero del Oso Panda. Cuando su esposa lo abandonó, no le dejó a cero la cuenta corriente, ni se llevó la casa, el coche, ni los hijos que nunca tuvieron. Sencillamente, le arrancó el corazón.

—Vaya —comentó Lola, cruzando los brazos y recostándose contra el fregadero—. Eso es lo que me dicen todas mis amigas. Que en España es muy fácil desplumar a un marido y luego vivir de las sobras del divorcio. Debo de ser la única gilipollas del reino.

—Gilipollas es tu marido. Por divorciarse de ti.

El pitido de la cafetera sonó como la campana en el ring. Mejor no seguir por ese camino y menos aún con una niña pequeña jugando en otra habitación. No soy muy culto, pero no me hacía falta estudiar Física para notar las señales que despedía su cuerpo desde que había entrado en su casa: las mismas que seguía haciendo mientras servía el café. Por mi experiencia en el cuadrilátero, en puertas de discoteca, en peleas callejeras, había aprendido a descifrar la más leve pulsación en un hombro, el brillo de una mirada, la vena que late agazapada en la sien. Era toda una autoridad en relaciones corporales. Antes de que la mano despegara del codo, ya adivinaba cuando una hostia iba a venir por mí.

—¿Quieres invitarme a cenar? —preguntó, con cierto recochineo en los ojos.

—Cualquier día de éstos, si te dejas. Por qué no.

—¿Y qué hacemos con Tania?

—Se la encasquetamos a mi madre.

—A tu madre no le caigo muy bien, Roberto.

Me rozó la mano al entregarme la taza, un roce que preferí creer casual. Era más elocuente la pequeña taza de porcelana con el asa rajada, la hija menor de un juego de té, el típico regalo de bodas que al principio sólo se saca en las grandes ocasiones y que después va perdiendo lustre en el desgaste del matrimonio, hasta acabar de objeto arrojadizo en una bronca.

—A mí sí.

Se sirvió el café separándose de mí casi imperceptiblemente, en un delicado reflujo de cortejo. Su cadera volvió a chocar con el borde del fregadero, esponjándose como los neumáticos del barco atracado demasiado cerca del muelle, tensando y destensando las maromas.

—¿Por qué sonríes? —preguntó, llevándose la taza a la boca.

—Nada. Una tontería.

—Cuéntala.

—Me estaba acordando de cuando te veíamos a la salida del colegio. Aún vestida con el uniforme, la faldita plisada, la camisa, las coletas…

—Qué.

—Parecías más mujer que todas tus profesoras juntas.

Paladeó aquel piropo en retrospectiva, junto al primer sorbo de café.

—Sí, eso lo pensaba todo el mundo. Algunos llegaron a decirlo. ¿Sabes que llegué a salir con mi profesor de gimnasia?

—No me extraña.

—Él tenía treinta años y yo trece. Estaba casado y con dos hijos. Le podía haber hundido la carrera.

—Tía, tú podías haber hundido el Titanic.

Soltó la taza, me ofreció la boca. Fue un beso con veinte años de retraso, acariciado y aplazado, diferido y soñado en las largas noches de la adolescencia, en las fantasías imposibles, con el súcubo de un cuerpo que se demoraba en mi lecho mientras su dueña escapaba hacia otro mundo, sentada en el asiento trasero de una moto, bailando en una fiesta. Su boca sabía a café, a tabaco, a pasadizos oscuros. La apreté entre mis brazos, comprobando su sustancia, su peso, mientras nuestros labios se despegaban acuciados por la urgencia de la realidad y por su hija, que podía aparecer en cualquier momento. Fue un morreo más que un beso, un magreo de discoteca, prohibido, furtivo y proletario.

—Todavía puedes —jadeé.

—Roberto —me dijo al oído, y su voz era exacta a la del fantasma que me visitaba en mi cama adolescente.

—Sabes —susurré, acariciándola—, en el colegio todos los chavales nos preguntábamos si serías gitana o no.

La sentí envararse bajo mis dedos, una veta de nervios le recorrió la espalda de arriba abajo. Se apartó de mí, con un rencor extraño brillándole en los ojos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es la verdad, Lola. Parecías una gitana joven de San Blas, tan guapa, tan morena y tan mujer como ellas.

—¿Sigues con los piropos o es que eres gilipollas?

Cogió las tazas y las vació en el fregadero. Por un instante todo su pelo ardió, avivado por el sol que estallaba en la ventana.

—¿Te parezco una gitana? —preguntó con los brazos en jarras, una pose donde sólo faltaba un clavel en el pelo—. ¿Tú has visto a una gitana a los veinte, con tres churumbeles detrás y una tonelada de ropa encima?

—Lola, lo siento. No sabía que tuvieras algo contra los gitanos.

—Mira, que me llame Lola fue sólo un capricho de mi padre. Los hombres sois todos genios poniendo nombres.

Dio media vuelta y se puso a fregar los platos. Alargué la mano para reanudar el contacto, pero comprendí que estaba ya muy lejos. Simplemente le apreté el brazo, le dije que me iba, que tenía cosas que hacer. No sé si respondió o no. Quizá habló, pero no lo bastante alto. Aún no he aprendido a leer los labios a través del cogote.

En uno de mis primeros combates como profesional, un argelino me metió un puñetazo en frío que me hizo doblar las rodillas. Y una vez, en quinto o en sexto curso, don Joaquín me zumbó una bofetada a traición que me dejó la cara ardiendo. Algunos curas de los salesianos no se cortaban ni un pelo; debían de tener una edición especial de la Biblia, con el lema aquel de «la letra con sangre entra» escrito en la primera página, dos párrafos por delante de la historia de Adán y Eva. Con su baja estatura, su mala leche, y su rostro moreno y enjuto, don Joaquín, más que un cura, parecía un cabo rebotado de la Legión. Quizá había leído las Escrituras pero las entendía a su modo: donde Cristo repartía panes y peces, él repartía hostias.

Ninguno de aquellos dos golpes me sorprendió tanto como la salida de tono de Lola. No entendía por qué se había molestado tanto si, al fin y al cabo, en aquellos tiempos se pasaba la vida entre gitanos. Muchas veces iba por la calle con unas pintas que parecía la propaganda de un tablao. Con sus ojos negros, su talante colérico y su melena larga y rizada, bien podía haber salido dando palmas en cualquier disco de Los Chunguitos.

Gitanos, en mi barrio, los había de todos los colores, de todos los pelajes y oficios. Había gitanos buenos y gitanos malos, gichos que vendían ramos de rosas y gichos que tiraban de navaja en las esquinas; gichos que se dedicaban a la chatarra y gichos que vendían fruta en la trasera de una furgoneta. Los veíamos pesando limones en una balanza romana mientras intentaban engatusar a la abuela de turno. O bien, la mañana siguiente del Día de los Muertos, saqueando el cementerio de la Almudena, rescatando los mismos ramos que habían vendido el día anterior a la entrada del cementerio para volverlos a utilizar y venderlos a mitad de precio. Flores de ultratumba las llamábamos.

Los más indómitos vivían en una barriada de chabolas, al lado del parque de San Blas, en una mezcla insólita de miseria y lujo, sin luz ni agua corriente, sin escuelas ni horario fijo. La electricidad la cogían de cualquier parte —de la primera farola que encontrasen, sin ir más lejos— y el agua brotaba al compás de una palanca asmática, goteando de una vetusta bomba donde se agolpaban tres o cuatro perros famélicos. Un buen día, a alguna lumbrera del Ayuntamiento se le ocurrió la feliz idea de regalarles unos cuantos pisos de protección oficial, otra barriada para ellos solos, y uno de mis amigos tuvo la suerte de que su padre, por algún tipo de enchufe municipal, consiguiera uno de aquellos pisos. Nos contó que en su casa no funcionaba el agua ni la calefacción, que lo primero que hicieron los gitanos fue quitar todas las tuberías y los grifos del edificio y venderlos luego a una chatarrería. Por lo visto, arrancaban las puertas y los marcos de las ventanas para encender fuego por las noches. Los bomberos del vecino parque de San Blas acudieron un par de veces ante las llamadas de pánico de los vecinos y lo único que encontraron fue una juerga flamenca multitudinaria y los techos ennegrecidos. Allí no dormía ni Dios: en lugar de puertas, en la entrada de los pisos había cortinas, y mi amiguete se había tropezado más de una vez con una pareja follando en las escaleras o con una mujer orinando en el portal, brotando como una col entre un laberinto de refajos. Pensábamos que exageraba, pero un día que fuimos a hacerle una visita nos encontramos con una pintada de dimensiones colosales en el exterior del edificio: NOS JEMOS JÍO AR TOMATE. Cuando se abrió la puerta del ascensor, del interior salieron un burro y media docena de gallinas.

Algunas familias prefirieron quedarse en sus chabolas de toda la vida, ese barrizal de fango y mierda donde los chuchos campaban a sus anchas y las antenas brotaban entre cartones. Recuerdo haber entrado un día en una de aquellas chozas confeccionadas con retales de obra, contrachapados y trozos de uralita, sin más tabiques que un par de sábanas colgadas, y haber visto una cama montañosa al lado de una estufa negruzca que parecía montada con piezas desguazadas de una armadura. La pelota que buscaba había rodado bajo la cama y, cuando me agaché a recogerla, descubrí un orinal descascarillado y muelles retorcidos brotando bajo las tripas de hierro. Al salir, una vieja, que al principio había confundido con otro trasto más y que estaba agazapada en una mecedora, esperando la muerte, me lanzó una mirada tan honda y tan abstrusa como una maldición gitana.

Sin embargo, fue allí, en la chabola de los Romero, donde fulguró la primera tele a color del barrio, y algún tiempo después los chavales nos acostumbramos al gran Mercedes negro aparcado a la entrada, junto a la roñosa furgoneta con las ventanillas decoradas con cortinas. Durante dos o tres meses, el hijo pequeño de la familia llegó a ir a la escuela, hasta el día en que lo echaron de clase de parvulitos porque descubrió a qué negocio se dedicaba su familia. Una de las profesoras enseñaba a los críos cómo distinguir una fruta por sus colores: «¿Qué es blanco por dentro y verde por fuera?». «La pera», respondían a coro los niños. «¿Qué es blanco por dentro y amarillo por fuera?». «La manzana». Los alumnos fueron ensayando variaciones y el pequeño de los Romero levantó una mano: «¿Qué es blanco por dentro y marrón por fuera?». Nadie supo responder, hasta que la profesora, sonriendo, dijo: «El coco». «Qué va a ser el coco, paya. Es la heroína».

El mayor de los Romero era alto, muy flaco, tirando a rubio, con los ojos redondos, límpidos y azules, como dos canicas de jugar al guá. Que yo supiera, no tenía nombre: lo llamábamos simplemente Romero, o el Romero, o, más habitualmente, el puto gitano de mierda. Más que nada, para distinguirlo de los demás gitanos, porque Romero era peligroso de verdad. Sólo el contraste entre su piel oscura y el claro de los ojos ya daba miedo.

Antes de cumplir los quince, Romero ya era una leyenda. Robaba coches, desvalijaba pisos, atracaba bares y comercios, entraba en las panaderías y en las bodegas del barrio, y se llevaba lo que le daba la gana, mirando directamente al dueño a los ojos mientras se llenaba los bolsillos, como si tuviera cuenta abierta. Una vez Eladio, el de la tienda de ultramarinos, lo denunció a la policía y Romero acabó en un correccional para menores. Estuvo allí un par de semanas y luego se escapó. A los dos días de verlo otra vez luciendo el palmito por las calles, la tienda de Eladio ardió de arriba abajo.

Me llevaba cuatro o cinco años y en el barrio eso era mucha diferencia. La primera vez que lo vi, estaba jugando a los coches con mis amigos, transportando arena en camiones de juguete y apilándola luego con volquetes. Comprendí que algo sucedía cuando Pedrín escondió su camión detrás de la espalda. Me di la vuelta y vi tres pares de zapatos cubiertos por pantalones de campana y, más arriba, unas hebillas de metal, y al final del todo, tres rostros coronados por largas melenas. El de en medio pertenecía a un tío alto y chulo, de ojos afilados, que sonreía enseñando los dientes.

—No tengas miedo, nene. No me dedico a los juguetes.

Todos mis amigos agacharon la cabeza, pero yo no. Romero me clavó aquel par de canicas azules que traía puesto en la cara y supe entonces, con más de una década de antelación, el odio impersonal que puede chisporrotear en una mirada durante los preliminares de un combate. Antes de la pelea, mientras el árbitro enumera las reglas básicas, los dos púgiles se observan durante unos segundos, acumulando acero en los ojos, intentando traspasarse el uno al otro, como si el cuerpo que se alza enfrente no fuese sólo carne y sangre y huesos, sino un obstáculo mental, una pared de pensamientos levantada contra la absoluta determinación de vencer. En el boxeo, como en la vida, uno siempre pelea contra sí mismo: lo demás son fantasmas que van asomando en el camino para enseñarnos que el camino está ahí.

—¿Y tú qué miras? —preguntó.

En la voz le brillaba un acento extraño, rebuscado, como un arma oculta entre la ropa. Sonaba andaluz pero no de una manera natural: más bien como si quisiera imitar la forma de hablar de los andaluces, una maniobra para despistar, para confundir rastros. Repitió la pregunta y yo tampoco desvié los ojos. No por chulería o por un insensato exceso de coraje, sino porque me encontraba fascinado ante su presencia. No asustado, sino literalmente aturdido por el aura de violencia que destilaba todo él, desde el rictus desdeñoso de los labios hasta la puntera de la bota carcomida y amparada por los vaqueros.

Romero levantó el pie y aplastó mi camión de juguete. Sonó un crujido espantoso y los trozos de plástico saltaron bajo el tacón. Cuando volví a mirarle la cara, no había cambiado un ápice su expresión de hijoputa. Desbarató la carretera que estábamos haciendo de una patada, dio media vuelta y se marchó con sus colegas.

—Eres ya muy mayorcito para jugar con estas cosas.

Nuestros caminos se cruzaron unas cuantas veces después de aquello, pero nunca pude devolverle el favor. Sabía que al cinto llevaba una navaja, como poco, y además siempre lo rodeaba una cohorte de guardianes y admiradores deseosos de aprender. En el barrio se formaron dos o tres bandas, pero la de Romero era la peor, tal vez porque no funcionaba exactamente como una banda —con sus códigos, sus insignias y sus ropajes estrafalarios— sino como una emanación del propio Romero, un tumor letal hecho de melenas y pantalones ceñidos y palmadas flamencas, de esbirros y lameculos que imitaban todos los gestos y poses de su ídolo. Ni siquiera había tenido que pelear para convertirse en jefe: estaba revestido de una autoridad animal que atraía tanto a hombres como a mujeres. Era algo que se percibía al primer golpe de vista, un hielo negro en el centro de sus ojos azules, una vibración que decía a las claras que no vacilaría un segundo a la hora de matar y que no le importaban una mierda las consecuencias, el castigo, la ley.

Fue esa frialdad bestial la que me envolvió, hechizándome, antes de que me pisoteara el camión. Allí, plantado ante unos críos, envuelto en ese uno noventa de maldad con el que parecía haber nacido, en esa aristocrática y elástica calma que enloquecía a las hembras, ya fuesen gitanas o payas. No era sólo la belleza, el coraje, la raza, ni siquiera el halo del peligro, sino la certeza de que nada iba a poder con él. Lo mismo le daba liarse a navajazos, incendiar unos ultramarinos o molestar a unos chiquillos. A veces me lo tropezaba en el barrio, de lejos, sus jactanciosos ojos claros sobrevolando la chusma que le guardaba las espaldas, del mismo modo que podía tropezar con el nombre de un púgil temible en los carteles, un boxeador al que nunca me había enfrentado y con el que tarde o temprano tendría que subir al ring.

Cuando dijo que no se dedicaba a los juguetes, mentía, como siempre. De hecho, sólo se dedicaba a los juguetes: navajas, palancas, ganzúas, relojes robados, destornilladores… Y años después, cuando el jaco se puso de moda, aumentó el catálogo con jeringuillas, mecheros, polvo blanco, cuchillas de afeitar con las que cortar aquellos paquetes que entraban en la chabola, los mismos con los que su hermano pequeño también se entretenía a veces.

El hermano se llamaba Carlos. Nos enteramos del nombre por los periódicos, un día que apareció escrito en la página de sucesos después de que la policía aparcara frente a la chabola familiar con tres coches patrulla y una orden judicial. Romero se resistió, hubo un tiroteo y el pequeño salió corriendo bajo el fuego cruzado. Un balazo le alcanzó en la cabeza: ya estaba muerto antes de caer al suelo. Puede que el nombre de pila de Romero apareciera también, no lo sé. Sólo me fijé en la foto, que retrataba a un chorizo de tres al cuarto, un joven delincuente con las manos esposadas a la espalda y los ojos de un animal acorralado que no se parecía en nada al príncipe de los gitanos que había aterrorizado y embrujado al barrio. El tronío, el orgullo y el coraje se habían ido por el retrete: en los papeles no quedaba más que un pobre chaval acojonado, que ya se encogía sobre sus hombros, no tanto para pasar al interior del coche patrulla —donde le empujaba un brazo casi fuera del cuadro— como para soportar la carga de su hermano muerto.

Romero pasó diez años en la cárcel. Le endosaron todo el lote: robos, violencia callejera, tenencia ilícita de armas, tráfico de drogas y homicidio involuntario. La prueba pericial demostró que la bala que acabó con la vida de su hermano había salido no de las armas reglamentarias de los maderos, sino de su revólver. No había vuelto a verlo desde aquella foto, pero no creo que la cárcel le hubiese cambiado mucho. El padre Osorio —el cura que me anudó mis primeros guantes de boxeo, el que me enseñó a saltar la comba y a golpear el saco— solía decir que en la cárcel un hombre no puede aprender nada. Se equivocaba: en la cárcel se pueden aprender muchas cosas. Para la gente como Romero, de hecho, era algo así como una carrera universitaria, una llamada a filas. En la cárcel intercambiaban direcciones, teléfonos, técnicas de extorsión, triquiñuelas legales. Y lo peor es que, una vez dentro, se acostumbraban a ella. Quiero decir, que ya no podías asustarles con nada peor, no al menos con la ley en la mano. Para algunos de ellos, volver allí otra vez sería como unas vacaciones pagadas.