En mi barrio vivía una sirena. A veces la oíamos cantar por la mañana temprano, cuando pasábamos bajo su casa de camino al colegio. Cantaba, con una voz que no logro recordar, una de esas canciones infantiles que no se borran jamás de la memoria y que son como huellas de botas en el cemento fresco. Al pasar la barca, me dijo el barquero. El cemento tardaba toda la noche en secar pero por la mañana el dibujo de nuestras suelas quedaba allí marcado para siempre, inmortal, inmune al sol y a la lluvia, como la huella del primer hombre en la luna.

Aquella mañana, cuando fui a recoger a Tania, volví a pasar por el pasadizo que llevaba al colegio, aquel viejo túnel ennegrecido, plagado de rincones que olían a meados y en cuyas paredes aparecieron, una mañana de abril, las primeras pintadas de la Mano Negra. Sobre las escaleras que dan al pasadizo, en el tercer piso, estaba el balcón donde se asomaba ella, sus manitas agarrando los barrotes y las piernecitas colgando lacias y destartaladas como juguetes del viento. Las niñas bonitas, no pagan dinero. Oía su voz y me detenía, zarandeado por una riada de pantalones cortos, calcetines arremangados y zapatillas de deporte que colgaban de las mochilas. Agobiado por el peso de la cartera, me empeñaba en alzar la cabeza y en adjudicarle una cara que no asomaba casi nunca. Pero su voz flotaba sobre aquella estampida de críos peinados a tazón que saltaban los escalones de tres en tres, chillando y tropezando, y tenía la virtud de suspenderme en una especie de embrujo, una ensoñación momentánea de la que despertaba con el empujón de algún compañero, Pedrín o Vázquez o el Chapas. Rober, que estás alobao. Venga, macho, que llegamos tarde.

El pasadizo estaba pintado con cal y no quedaban en él trazos de pintadas ni manchas de orina. Había, eso sí, unos cuantos dibujos a spray, de letras gordas y esponjosas llenas de colorines que probablemente dijesen alguna gilipollez. No lo sé, no me detuve a leerlas. Las pintadas de la Mano Negra, en cambio, eran en blanco y negro, escuetas y abstractas, como la tele de entonces, los tebeos de Hazañas bélicas y casi toda mi niñez. Dos calles más allá, el colegio había sido reemplazado por una tienda de ultramarinos, la cual a su vez, en los últimos años, había evolucionado hasta dar paso a un chino, uno de esos supermercados atiborrados de bolsas de patatas fritas, juguetes de plástico, cuberterías baratas, pinzas de la ropa, cualquier cosa. Cuando la llevaba de regreso a casa de su madre, Tania fue tirando y tirando de mi mano hasta que llegamos a la puerta, donde me sobornó con una de sus sonrisas de fiesta. Le di un euro y la vi pasar al interior, rebuscando entre los estantes de chucherías, hasta que se dirigió a la caja con las manos rebosantes de caramelos y dos tiras de regaliz que casi llegaban al suelo.

—No creo que a tu madre le haga gracia que te atiborres de dulces justo antes de comer.

—Tío, tío, ¿esa niña también va al cole?

Tania había heredado de su madre una habilidad diabólica para cambiar de conversación. Probablemente, era una facultad innata entre mujeres.

—¿Qué niña?

Tania señaló a la muchacha que atendía la caja, una china gordita, más o menos de su edad, con el pelo aplastado, cara en forma de calabaza y ojos hendidos como tajos.

—No. No creo.

—¿Por qué? ¿Porque ya lo sabe todo?

—No lo sabe todo. Pero casi.

—¿Y por qué lo sabe casi todo, tío? —preguntó de nuevo, mascando regaliz a dos carrillos—. ¿Porque es china?

Otra de las facultades innatas de las mujeres en general, y de Tania en particular, era su capacidad para encadenar preguntas una detrás de otra. Y de dejarnos a los hombres, la mayor parte de las veces, sin saber qué decir.

—Sí, porque es china. Los chinos nacen sabiéndolo casi todo.

—¿Y por qué…?

—Porque sí —dije, tirando yo de ella—. Venga, o tu madre me va a matar.

Cuando llegamos a su casa, las dos tiras de regaliz ya casi se habían igualado en longitud con sus trenzas. Como me temía, Lola le echó una bronca desde la puerta y la mandó a lavarse las manos. Cuatro trenzas —dos rubias, una negra, otra roja— pasaron corriendo hacia el lavabo.

—Pero primero deja las chucherías en la cocina, anda. Y ni se te ocurra tocarlas hasta que termines el postre.

—Lo siento —dije—. Ha sido culpa mía.

Lola se quitó un mechón de pelo de la cara y se volvió hacia mí.

—Perdona tú, Roberto. Ni siquiera te he dado las gracias. No pude avisar antes a tu madre.

—No te preocupes. Me ha emocionado que me siga llamando tío.

Lola sonrió, una media sonrisa que le dejó la mitad del rostro en sombras. Le dije que hacía mucho tiempo que no veía a Tania y que había sido ella quien me había ofrecido la mano en la puerta del colegio. Era una suerte porque yo no habría reconocido a la niña: casi había duplicado su tamaño desde la última vez que la vi. Ella volvió a apartarse aquel mechón de pelo negro que caía sobre su frente y asintió con tristeza.

—Sí. Me está haciendo vieja a marchas forzadas. No para de crecer. Será porque le ha dado por la danza.

Siguió hablando de ejercicios que estiraban los huesos, de alimentación sana y otras supersticiones populares, del horario del supermercado, que la había partido en dos, de cómo mi madre le echaba una mano con la niña siempre que podía. El destello de su pelo me distrajo del movimiento de sus labios. Lola siempre había tenido una cabellera magnífica, un montón de lana negra que ardía con luz propia y que hacía juego con el resto: con los ojos, dos pozos de oscuridad, y con la piel, que brillaba con el lustre del bronce. De niños discutíamos si sería gitana o no, pero cuando crecimos se acabó la discusión: se quedó con el mote y, de paso, con el título oficial de la tía más buena del barrio. En algunos de mis sueños de infancia, Lola, la Gitana, le había quitado el puesto a muchas guapas oficiales de la tele, y después, cuando di el penúltimo estirón, el recuerdo de sus pechos redondos, sus anchas caderas y sus faldas ajustadas me habían hecho sufrir más de una mala noche. Ahora, a sus cuarenta, seguía estando de buen ver, pero todo aquello era agua pasada y el río que se la había llevado —junto a las chapas, las peonzas, los cromos y las espadas de plástico— terminó por dejarla estancada en alguna charca de la memoria.

—Pasa, Roberto. Quédate a comer.

—No puedo. Mi madre me espera.

La niña se asomó al pasillo y me hizo burla. Yo le saqué la lengua. Su madre sonrió pero sin que la sonrisa llegara a nacer del todo. Se quedó a mitad de camino, en un rictus que le trazó una raya de preocupación en la frente y le plegó los labios con un vislumbre de amargura. Tania desapareció camino de la cocina, dando pasos de danza.

—Es curioso. No se parece en nada a ti.

—No. Ha salido a su padre.

—Se parece un poco a Gema. ¿Te acuerdas?

Su frente se arrugó aún más, escudriñando en busca del recuerdo.

—¿Gema? Ah, te refieres a aquella chica paralítica, la que casi nunca salía de casa. ¿En qué se parece a mí Tania?

—En el pelo rubio y en los ojos claros.

—Claro —dijo ella, alzando la cabeza a la vez que giraba el cuello, como un púgil que hace rodar un puñetazo. La recobré entera en aquel gesto tan suyo, tan feroz, tan gitano—. No iba a ser en las piernas.

Claro, en las piernas no. Gema no tenía exactamente piernas, sino un par de muñones largos y atrofiados, dos esbozos de huesos frágiles y revestidos de pellejo. «Mira, dos hilos colgando», decía el cabrón del Chapas. Nunca bajaba a la calle, nunca la habíamos visto más que tras los barrotes de su cárcel doméstica. Hasta el canario que trinaba en una jaula, un piso por debajo, tenía más luz y más sol que ella. Unas veces nos reíamos, hacíamos chistes despiadados al estilo del Chapas; otras veces la compadecíamos, nos daba lástima, nos inspiraba la compasión brutal y descarnada con que los niños miden las desgracias. A mí al menos me daba pena esa chiquilla que casi nunca bajaba a la calle y que se quedaba arriba, en un exilio de ventanas, viendo jugar a todos los críos del barrio. Me imaginaba lo que sería estar sola ahí, en la terraza, detrás de la empalizada de camisas, pantalones y sábanas tendidas, día tras día, casi siempre cantando una de esas canciones que querían ser alegres y que por eso mismo eran tan tristes. Quisiera ser tan alta como la luna.

Ay, ay.

—Pues ponte de puntillas, no te jode —decía el Chapas, mientras repartía las cartas.

—Chapas, te voy a romper los dientes.

El Chapas dejó de repartir. Pedrín y Vázquez también se quedaron helados ante mi amenaza.

—Rober —dijo el Chapas, guiñando el ojo izquierdo—, no me dirás que te gusta la sirena.

—Ni de coña. Si te vas a quedar sin dientes es por darme esta mierda de cartas.

Las mostré, aunque no hacía ninguna falta. La baraja se caía a pedazos. Estaba gastada, mordisqueada en los bordes, y los colores y dibujos del dorso habían ido emigrando hacia el pasado. Daba igual que escondiéramos las cartas contra el pecho: las reconocíamos nada más posarse en la acera. Al as de bastos le faltaba un cacho, el rey de copas tenía una doblez cenicienta en la esquina izquierda, la sota de oros estaba rota y pegada con celo. Los ases y figuras eran viejas amigas, viejas conocidas con sus virtudes y defectos, como tantos chavales del barrio. Como Vázquez con su ojo que parpadeaba, o como el Chapas con aquellos ganchos en los dientes.

—Y deja de babear, macho. Que eres más feo que la sirena.

Los tres se echaron a reír. Desde arriba, los trinos del canario se unieron a la canción triste de la luna, que siguió un par de versos más antes de apagarse del todo. Tan alta como la luna. Ay, ay. Como la luna. Para ver los soldados de Cataluña. Quizá Gema, ahí arriba, pensara que nos reíamos de ella, pero prefería eso a que mis amigos descubrieran en mí cualquier signo de debilidad, aunque sólo fuese lástima. No sé en otros barrios, pero en el mío no era fácil ser niño.

Desde mi ventana —empotrada en una hilera de casas blancas como un pueblecito en miniatura tallado para un imán de frigorífico— tampoco se veían los soldados de Cataluña. Ni siquiera se veía la luna. Sólo un jardín raído, con verjas destrenzadas y rosales exhaustos donde entraban a mearse los perros. Un viejo iracundo, amante de las plantas y enemigo a muerte de animales y críos, espolvoreaba de vez en cuando su trozo de jardín con azufre. El polvillo amarillento se quedaba allí, por los rincones, asfixiando a las pocas flores supervivientes, mezclándose en una pasta repugnante con la orina de los perros que no le hacían ni puto caso al azufre y que seguían alzando la pata a gusto. A veces mis amigos y yo echábamos una mano. No porque nos gustara el mal olor, sino por joder, por molestar, por divertirnos. Por la mañana, el viejo descubría el desastre y despotricaba sin tregua contra chuchos y críos.

En los paisajes destartalados de mi niñez no había más soldados que los guardias de tráfico y los que salían de vez en cuando en alguna película. En cuanto a Cataluña no era más que la sede del Barsa. Una noche estaba cenando en casa y echaban por la tele un documental sobre los campos de exterminio nazis. Un soldado americano llevaba a una niña en brazos. Fue apenas una ráfaga de espanto, en blanco y negro, pero juro que yo vi las piernas de Gema, dos jirones de hueso sin apenas carne, colgando inertes de los brazos del soldado.

—Quita esa puta mierda —dijo mi padre—. A ver si también vamos a tener que comérnosla.

Mi madre, en aquellos tiempos, también trabajaba de mando a distancia. Se levantó cansinamente y cambió al primer canal. Salió un concurso idiota, plagado de azafatas guapas con gafas redondas que se sentaban cruzando las rodillas y mostrando los muslos blancos y esponjosos.

—¿Prefieres esto, verdad? —dijo mi madre—. Si te conoceré yo.

—Pues sí, joder. Entre unas piernas y otras, para qué nos vamos a engañar.

Mi madre ni siquiera le regañó por usar tacos delante de mí. En la voz de mi padre farfullaban los demonios del alcohol, las mañanas y tardes exprimidas en la taberna, de coñac en coñac y de vino en vino. Tenía los ojos enrojecidos y se frotaba las manos, impaciente, nervioso, desmigando el pan sobre el mantel. Lo ahogaba el mal humor, la frustración por no encontrar trabajo, porque mi madre tuviera que coser para traer un poco de dinero a casa y que luego, encima, también tuviese que cocinar y poner la mesa. La ayudé a llevar los platos a la cocina.

—Mamá, esa niña, la que llevaba el soldado en brazos, ¿tenía la polio como Gema?

—No hijo. Eso era hambre. Y Gema tampoco tiene la polio. Un médico inútil la pinchó en mal sitio al año de nacer.

No sé si fue Vázquez o el Chapas quien había dicho que lo de Gema era la polio. Pensábamos que había sido la polio o alguna otra putada por el estilo. Saber que su desgracia se debía a una negligencia médica no hizo que me sintiera mejor. Durante toda la noche no pude quitarme de la cabeza las piernas escurridas de aquella chiquilla que colgaban de los fuertes brazos del soldado como dos tiras de trapo enfundadas en zapatos. Sin embargo, aquella niña judía, con las mejillas hundidas y los ojos alucinados por el hambre, quizá se hubiera salvado después de todo. Pero Gema no, a Gema no la habían sacado de un campo de exterminio. Su enfermedad no mejoraría con suero, muchos cuidados y una buena alimentación. No, lo suyo no tenía cura: era mala suerte. En la baraja divina todas las cartas estaban marcadas, y en el reparto general a Gema le había tocado una carta rasgada y pegada con celofán: una sota de oros.

La sirena era el mote que le había puesto el Chapas la primera vez que la vimos fuera de su jaula, en la piscina cubierta de San Blas. Nos sonrió mientras su pelo rubio flotaba en largos y deshilachados sargazos. Al principio ni siquiera reconocimos aquella figura solitaria que quebraba la calma rectangular de la piscina. Gema nadaba sin ningún esfuerzo: las piernas escuálidas y los pies deformes se adaptaban al agua como aletas, como si los médicos que la habían dejado inútil hubiesen ensayado con ella un experimento para devolver a la raza humana a las aguas. Parecía una visión de otro mundo y fue el Chapas, temblando de frío a las ocho de la mañana, el primero que abrió la boca.

—Jo, macho. Mírala. Parece una sirena.

Ni siquiera él pudo soltar a tiempo una de sus burradas. Los ganchos de metal en su boca sonaban como castañuelas. Era la hora de la primera clase de natación, estábamos medio adormilados, de pie, envueltos en nuestras toallas, esperando a la profesora. Únicamente Gema, sonriente y feliz, cruzaba de lado a lado la piscina cubierta, buceando entre las teselas azules, midiendo la profundidad de su reino. No era un reino muy grande, ni mucho menos. Bastaban diez o doce brazadas para abarcarlo y apenas llegaba a los dos metros en su parte más honda: lo suficiente para que un niño no se descalabrara cuando se tiraba de cabeza. Algún día, cuando creciéramos, pasaríamos a la sala de al lado, donde estaban los nadadores de verdad flotando sobre la calma resplandeciente de la piscina olímpica. Pero, de momento, a Gema le bastaba con ese rectángulo líquido, sutil, hecho de mosaicos y estelas celestes, donde iba y venía a sus anchas, muy lejos de la torpeza que la agobiaba en el aire. Su padre se agachó junto a la escalerilla para ayudarla a salir y entonces vimos los muñones alargados que tenía por piernas colgando del bañador, doblándose igual que una cuchara dentro de un vaso de agua, como si su armonía de movimientos fuese sólo un engaño óptico, un fenómeno de refracción como los que nos enseñaban en clase. La alzó y la estrechó entre sus fuertes brazos, envolviéndola en una gran toalla verde, pero su movimiento no logró ocultar que la cabeza, los brazos y el torso no se correspondían con la mitad inferior del cuerpo, anfibia y desmañada: una sota de oros partida en dos, otra carta rasgada. Estaba tan encandilado por el descubrimiento que no me fijé en que todos mis otros compañeros se habían lanzado ya al agua, al oír el silbato de la profesora. Únicamente yo observaba a la sirena varada al otro lado de la piscina. Fue entonces cuando sentí los ojos de su padre clavados en mí, hirviendo bajo sus cejas llameantes. Había dejado a Gema sobre una silla metálica y le frotaba las piernas con la toalla.

—¿Qué miras tú, chaval? ¿Se te ha perdido algo?

Dejó la toalla, rodeó la piscina en tres zancadas y salté al agua antes de que me alcanzase. Alargó un brazo para atraparme pero pude escabullirme hacia el centro de la piscina. Se agachó, para que pudiera entender bien la amenaza:

—Si te veo acercarte a mi hija, te corto en rodajas, ¿estamos?

—Oiga, señor —dijo nuestra profesora—. Deje en paz al niño, que no ha hecho nada.

—Métase la lengua en el culo, señora.

El padre se levantó y se palmeó los pantalones mojados. Yo me sumergí para no seguir viendo a aquel ogro ceñudo, iracundo, con tristes ojeras moradas y brazos como jamones. Era pescadero en el mercado de San Blas, un hombre corpulento, de gran barriga y musculatura grasienta y fatigada, que llevaba el olor a pescado impregnado en el alma. Cuando regresaba a casa después del trabajo, los chavales le olíamos llegar desde tres portales más abajo. Cogíamos el balón y deteníamos respetuosamente el juego mientras en sus pisadas de gigante creíamos detectar un rastro de sangre fresca, como si llevara encima aún aquel mandil a rayas verdes y negras donde iban a parar las salpicaduras a cada machetazo. Parecía eternamente cabreado, con su mujer, con sus clientes, con sus cuchillas, con el mundo entero: sólo le cambiaba la cara de vinagre cuando aparecía con su hija en brazos. Pensé, mientras buceaba hasta el fondo, que tarde o temprano tendría que acudir a su puesto, en el mercado de San Blas, y pedir un kilo de boquerones.

¿Habéis nadado alguna vez con los oídos rellenos de agua? Aquel silencio submarino me llevó hasta ese otro silencio, muchos años después, en un ring mexicano, cuando un puñetazo de más me rompió algo por ahí dentro, cerca del tímpano. Desde entonces, a veces, oigo las voces y los ruidos del mundo desde el interior del agua, como si hubiese penetrado al fin en el reino de Gema: un cosmos esmaltado, lentísimo, lleno de burbujas y cloro. La sordera viene y va en mi cabeza como el dial de una emisora perdida: entonces las palabras y las músicas se agolpan en una sola papilla de sonido. La gente habla, mueve los labios a través de una pecera y yo no oigo nada o casi nada, pero digo sí, vale, me encojo de hombros, respondo una frase cualquiera. Tampoco hay mucho que decir y la mitad de las cosas las adivino. Las otras no importan o hago como que no me importan.

Un día, poco después del combate, me desperté con un zumbido en la cabeza. Me levanté y vi una manchita de sangre en la almohada. Durante varias semanas viví con una caracola pegada al oído, olas y rompientes, el fragor de un mar de peluche rodeándome por todas partes. Ninguno de los especialistas a los que consulté coincidió en el diagnóstico pero yo ya sabía que mi carrera de boxeador había terminado. Fui campeón de Europa de los pesos medios y pude haber entrado en las listas a aspirante por el título mundial. Igual que Gema con tres años, cuando entró en el ambulatorio para curarse un resfriado y salió hecha un anfibio, aquella derrota en México había cortado mi vida en dos. La sordera iba y venía; algunos días, el mundo era una película muda; otros, se convertía en una versión original sin subtítulos. Tenía suerte: la mayor parte de las veces era un cine de verano, al aire libre, con ruidos de conversaciones y cartuchos de palomitas, pero con un poco de atención podía entender los diálogos.

En el boxeo, la cuenta de diez es el lapso de tiempo del que dispone un púgil para ponerse en pie después de ser derribado. No son exactamente diez segundos, ni nueve, ni once. No es una medida exacta: depende de la rapidez o de la lentitud con que cuente el árbitro, de los nervios del momento. Mientras el árbitro inicia la cuenta, el otro púgil debe retirarse a un rincón donde esperará a que su adversario se levante: jamás se golpea a un hombre caído sobre la lona. En todos mis años sobre el cuadrilátero vi muchas veces al árbitro arrodillado o agachado, levantando el brazo como el cura que imparte la bendición —pero jamás lo vi desde abajo—. Es un gesto que suspende el tiempo, lo trocea y lo hace visible de segundo en segundo para que todos puedan verlo: el público, los jueces, los entrenadores, el hombre en pie sobre la lona, el hombre caído cuando tiene los ojos abiertos para ver. Si la cuenta llega a diez, el combate ha terminado y al púgil derribado se le declara fuera de combate. Si logra recobrarse antes del final de la cuenta, generalmente aguardará hasta el ocho o el nueve para ponerse en pie, hincando una rodilla en el suelo, buscando en esos escasos segundos de tregua un margen donde afinar la cabeza, volver en sí, regresar al cuadrilátero desde el limbo de los números despedazados.

En la historia del boxeo —que es también la historia del tongo, del fraude y de los apaños vergonzosos— ha habido cuentas rápidas y cuentas lentas, cuentas en las que el árbitro aceleraba, para terminar el combate cuanto antes, y cuentas en las que el árbitro titubeaba, volviéndose hacia un lado para ver dónde estaba el otro boxeador, buscando con los ojos a alguien, estirando los segundos para dar tiempo a recobrarse al púgil fuera de combate. Pero, salvo que el árbitro esté comprado o sospeche que el hombre caído en la lona no debería estar ahí, la cuenta suele ser seca, aséptica: hachazo a hachazo de la mano decapitando los números como Moisés las tablas de la ley.

En mi carrera de boxeador he noqueado a muchos púgiles, pero jamás recibí una cuenta de diez, jamás caí al suelo en un cuadrilátero. No sé lo que se siente cuando el tiempo se detiene y un tipo con pajarita y camisa blanca empieza a desgranar los mandamientos. En México recibí más castigo que en todos mis otros combates juntos. Más que un combate, fue un sacrificio azteca. Yo era la víctima y también la piedra de sacrificios, el pedernal donde chocaban los puñetazos de obsidiana de Chamaco. A partir del tercer asalto, cuando me cortó una ceja en un forcejeo, no vi más que mi sangre. A partir del quinto, estaba muerto en pie. Pero me dije a mí mismo que no podía caer y no caí. Absorbí todos los puñetazos, los ganchos al hígado, los directos a la cabeza, como si en eso consistiera precisamente el juego. Aguanté cada asalto como si contase entre dientes un segundo interminable, infinito, un escalón de una larga escalinata que llevaba hasta el diez pero que no acababa nunca, porque cada segundo se escindía, se dividía y se ramificaba en túneles de tiempo, en madrigueras oscuras por donde iban y venían despedidas y besos, amores y odios, amigos y enemigos.

Dentro del agua el tiempo también viene y va, avanza y retrocede en olas de juguete rompiendo contra la escalerilla. Aquella mañana, después de que la profesora se marchara y aprovechando que era la última clase del verano, unos cuantos chavales salimos de las duchas y volvimos a la piscina cubierta. Jugamos hasta que las yemas de los dedos se nos convirtieron en uvas pasas. Estaba tan embebido en la pura delicia del agua, que, cuando mis compañeros se marcharon, me quedé un rato más, sólo bajo el alto techo del polideportivo, inmerso en el ritmo de mi propio aliento, cruzando el rectángulo azul de lado a lado. Regresé hasta donde hacía pie sin siquiera asomar la cabeza. No vi la figura que me esperaba al pie de la escalerilla: sólo sentí un manotazo que casi me arrancó la cara.

—Le vas a llamar sirena a tu puta madre.

Perdí pie, sentí el golpe contra el peldaño metálico, un rasponazo de fuego que me incendió todo el tobillo. Aunque sólo me había alcanzado de refilón, la mejilla también ardía bajo el frío abrazo de las aguas. El padre de Gema vociferaba desde el borde de la piscina.

—Vamos a ver ahora lo valiente que eres. Vamos a verlo, hombre.

Chapoteando hacia lo hondo, le dije que yo nunca había insultado a su hija. Ni siquiera me oyó: estaba furioso, completamente desquiciado, mirando a su alrededor como si hubiese perdido algo.

—Te voy a enseñar a abusar de los débiles —masculló, cogiendo una de las sillas de los instructores y arrojándomela a la cabeza.

Pude sumergirme a tiempo, pero aun así sentí el choque de algo metálico contra mi espalda. La silla se balanceó, girando lentamente, hasta quedarse posada en las losetas del fondo, como si aguardara a un buceador impaciente. Subí a tomar aire y me encontré con el gancho de limpiar a un palmo de mis ojos. Forcejeé como una mariposa que lucha por no entrar en la red.

—Sal, chaval, o va a ser peor.

Lo esquivé como pude mientras él iba y venía por el borde, buscando el mejor sitio donde pescarme. Le pedí por favor que me dejara en paz, que estaba muy cansado, que nunca le había hecho daño a Gema. Era verdad: yo era el único chaval del barrio que intentaba protegerla (de bromas, de motes, de chistes), pero al oír el nombre de su hija una nueva oleada de ira pareció desencadenarse en su interior. Soltó el gancho y cogió otra de las sillas. No esperé para verla caer: volví a sumergirme hasta tocar fondo. Entre las ondulaciones azules, recordé otra canción que ella cantaba desde la terraza: dónde están las llaves, matarile, rile, rile. El Chapas dijo una vez que tenía gracia que un pescadero hubiese tenido una hija que casi era un pez. Quizá algún día acabara cortándola en rodajas. Pero, la verdad, no tenía gracia. La nostalgia del aire en los pulmones me llevó de nuevo arriba. Con los ojos teñidos de cloro vi al pescadero que corría hacia el otro extremo de la piscina, agarrando su gancho de pescar. Busqué desesperadamente el fondo, el fondo del mar donde se escondían las llaves para salir de aquellas tinieblas azules. Pero la escalerilla estaba tan alta como la luna, tan lejos de mis brazos como el cinturón del campeón del mundo. Dentro del agua, el tiempo viene y va, avanza, retrocede. En el fondo del mar, junto a dos sillas sumergidas, estaban todos los puñetazos de Chamaco, todas las canciones de Gema, todas las cartas marcadas. Al pasar la barca, me dijo el barquero. En las breves bocanadas en que lograba aspirarlo, el aire sabía igual que el agua: comprendí a los peces en la red. Ya no hacía pie, sólo era un niño y nunca había tenido tanto miedo. Lloré, chillé, pedí perdón. No sirvió de nada: él siguió yendo y viniendo por el borde de la piscina, golpeando el agua con el gancho. En aquel sube y baja frenético en busca de aire también vi el baile de Chamaco de puntillas, una pintada de la Mano Negra sobre las teselas azules, unos gitanos aguardándome a la salida del colegio. El pescadero chilla armado de su arpón, alguien grita desde mi esquina: cúbrete, Roberto, cúbrete. Sal, chaval, que va a ser peor. Me juré que, si salía vivo de allí, nadie volvería a ponerme la mano encima. Nadie. Nunca volvería a llorar ni a pedir perdón. Pero en mi rincón sólo había silencio, un silencio unánime y la quilla de una barca que pasaba despacio sobre mi tumba. Juré que aguantaría en pie. Me hundí de nuevo, sin fuerzas ya, los brazos muertos, la boca llena de agua, desfigurada por los golpes, hinchada por el protector. Las canciones mentían: el barquero no dijo nada, las llaves no estaban, pero allá al fondo había una huella en el cemento fresco, junto a mi primer día de colegio, mi primera derrota, la muerte de mi padre.

Toqué fondo. Conté hasta diez.