Después del chubasco, el cielo se despejó sobre la ciudad, dejando un aire ligerísimo y equilibrado. Las constelaciones eran benignas en el cielo abierto, profusas, como si ofrecieran su abundancia a los pocos que a esa hora alzaban sus ojos desde las calles y los balcones, desde los cerros y los parques y las ventanas.
En el abandono de los barrios, el aire encontró múltiples entretenimientos para su ocio. Hacía errar los ruidos —el caer de una moneda, por ejemplo, o una conversación cualquiera— de cuadra en cuadra, en cuadra, en cuadra. Y después del paso de un perro lanzaba de nuevo las estrellas hasta el fondo mismo de un charco estático en la acera. A pesar del frío era agradable permanecer en una esquina, con el cuello del abrigo levantado, contemplando cómo el aire arrastraba de aquí para allá una hoja de periódico por la calle vacía, enredándola a un tronco, a una cuneta, a un tarro basurero, o aplastándola contra una pared o una reja empapada.
Una gran mano de luces lívidas se hallaba suspendida sobre el centro de la ciudad. Hacia el norte, hacia el poniente, hacia el sur, las casas disminuían, haciéndose más y más pobres, más y más bajas, hasta confundirse con el terreno de los campos colindantes. Quizás algunos —una pareja en busca de refugio, por ejemplo— recibieran también allí el regalo del cielo limpio.
En una calle tranquila, en su caserón emperifollado en medio de un jardín desfalleciente, misiá Elisa Grey de Ábalos, tocada con su corona de plata florecida, había despertado en su sillón junto a la ventana. Pero su sueño no era muy distinto de su vigilia, tan débil estaba. Ni Lourdes ni Rosario tuvieron la sabiduría de graduar el entusiasmo del festejo a la medida de un ser que el tiempo ha tornado frágil. Quedaba apenas una llamita de vida en la señora, casi, casi nada de conciencia. Sin embargo, divisó estrellas a través de los vidrios llovidos de la ventana, y como ya no era capaz de distinguir distancia ni cercanía, al ver luces remontando por los regueros de mostacillas del suelo hasta los brillos de su vestido de gran aparato, pensó que también eran estrellas del firmamento, y que la envolvían entera. Supuso, entonces, que ya había muerto, y que iba subiendo entre tanta y tanta estrella, subiendo muy suavemente camino directo del cielo.
Después cerró los ojos.
Estaba tan agotada que no se dio cuenta de que sólo en ese instante moría, y no antes, cuando creyó ver a todas las constelaciones rodeándola.
FIN
Bellavista, 1957
Isla Negra, 1957