21

Andrés estuvo riéndose bastante rato. Pero de pronto enmudeció. Se incorporó en los cojines del diván.

¿Cómo era posible que Estela supiera con tanta certeza que eran precisamente las cosas de plata de la alacena lo que estaban robándose? ¿Era cómplice? ¿Y conociendo su debilidad por ella la aprovechó para quitarlo del camino y encubrir el robo? Claro. Ni la pasión de la ley más baja, ni la curiosidad, ni el aburrimiento de ese caserón lleno de viejos, la habían impulsado a tentarlo para que la sedujera. Lo había usado, nada más.

Súbitamente, un rayo de pánico hendió las tinieblas que cubrían el pensamiento de Andrés, penetrando como un vértigo hasta su mayor hondura, como si los dientes de la sirvientita, al clavarse agudamente en sus labios, hubieran cortado para siempre la arteria delgadísima de su vida. Él ya no era un ser vivo, ya no era un hombre. Estaba reducido a cosa, a materia que aguarda el momento de integrarse a la nada donde no hay ni tiempo ni extensión. Dentro de pocos años él iba a morir, y ese finalizar de su conciencia individual que lo separaba con una línea de claridad del resto de los objetos, era también el fin de eso que algunos saben llamar alma. Entonces, encerrado en el frío de su ataúd los gusanos iban a tardar un tiempo insignificante en reducir su cuerpo y todas las muestras materiales de su individualidad a polvo, dejando un pequeño montón de basura y unos huesos amarillentos. Años y siglos. Después, su ataúd, cansado de mantener la unidad de esos pobres restos suyos, se pudriría, mezclando esa sustancia a la tierra indiferenciada. Años y siglos y milenios, muchos milenios. La ciudad donde sus restos reposaban sería borrada de la faz de la tierra, y más tarde, cuando la familia humana no fuera ni siquiera una huella en la materia inanimada, el planeta quizás estallaría, uniéndose al polvo del caos.

¡No! ¡Era demasiado horrible! ¡Cualquier cosa menos afrontar la conciencia perpetua y el terror de ese futuro, sin tener un pasado vivo con el cual defenderse!

Estela, al morderlo, le negaba el derecho a vivir siquiera un poco, aunque fuera artificialmente y a destiempo. Sus años por venir ya no podían ser más que un acercarse a esa nada pavorosa, ver aproximarse lentamente, paso a paso, con cada minuto, hora, año concluido, la condena insoportable de la extinción.

¿O sólo había imaginado que Estela lo mordía? ¡Qué maravilloso descanso si todos estos dolores no fueran más que alucinaciones semejantes a las de su abuela! Estela y el mundo loco que rodaba por el tiempo sin concederle un sitio a él…

Repentinamente oyó el ruido de innumerables objetos metálicos que caían. Comenzó a reírse de nuevo y se puso de pie.

«Están robando…», se dijo.

Se encaminó al comedor. Al abrir la puerta del pasillo vio en el suelo todos los objetos de plata que Mario y René habían abandonado en el terror de la huida.

—¡Ladrones! —exclamó.

Se arrodilló para recoger los objetos, reponiéndolos en orden meticuloso dentro de la alacena. Al mirarlos uno a uno, los recuerdos que suscitaban iban desplazando sus pensamientos dolorosos. Los faisanes de plata que el embajador del Brasil le había regalado a su abuelo. La cuchillería de su madre. Las bandejitas gemelas que pertenecieron, según la leyenda familiar, al servicio de un Presidente de la República del siglo anterior. Tranquilamente, amorosamente, repuso hasta el último objeto en su lugar y comprobó que no faltaba ninguno.

¿Entonces no hubo robo? ¿Por qué tenía en la cabeza esta idea de un robo? ¿De dónde y por qué surgió?

«Ah, sí, me lo dijo ella después de morderme. ¿Pero cómo es esto de que los ladrones no se llevaron nada? ¡Ah! ¡Ya sé! Esto del robo es una alucinación mía. No ha habido robo. Lourdes dejó mal cerrada la puerta de la alacena, que se abrió con el peso de tanta cosa aglomerada, y se cayó toda la platería. Me lo imaginé todo, como mi pobre abuela se imagina que le roban sus horquillas de carey y sus guantes. Aunque quizás hayan robado en otra pieza…».

Recorrió meticulosamente todas las habitaciones, y al comprobar que nada faltaba se dejó caer en la otomana de felpa roja del vestíbulo.

«Claro», se dijo, «me estoy poniendo loco igual que mi abuelita. ¿Y la Estela?».

Se respondió a sí mismo:

«Debe estar durmiendo en su pieza como todas las noches. Debe estar durmiendo tranquilamente desde hará sus buenas dos o tres horas. No la he visto en toda la tarde. ¡Y yo imaginándome que la tenía abrazada, y que ella me besaba diciéndome que me quería!».

Llegado a esta conclusión, lo refrescó una gran tranquilidad, como si por fin, al darse cuenta de su locura y aceptarla, fuera capaz de huir de toda responsabilidad, aun de la de separar lo real de lo ficticio. Quizás la muerte, por último, no fuera más que una ficción espantosa. ¡Oh, entonces la locura era la libertad, la evasión verdadera! Él había sido siempre un loco, nada más que una sombra. Sonrió plácido.

Sentado en la otomana, sonreía aún cuando Lourdes y Rosario bajaron en puntillas del cuarto de misiá Elisita, apoyándose una en la otra, embozadas en trozos de boa, con cintas y restos de flores en la cabeza.

—¿Qué le pasa que está tan contento, don Andresito? —preguntó Lourdes.

—¿A mí? Nada. Ustedes ven, no puedo estar mejor. A ustedes parece que también les fue bien…

—Sí, estuvimos celebrando a misiá Elisita. Viera qué fiesta más linda le hicimos. La coronamos reina con una coronita de flores de plata y le pusimos el vestido de mostacillas, y hasta bailamos y todo, viera. Pero se nos pasó la hora y nos quedamos dormidas un rato.

—Vaya, qué par de locas. ¿Y por qué no me convidaron a mí? Me hubiera puesto mi colero y mi capa española. Yo he estado de lo más aburrido porque no me ha pasado nada en toda la noche.

—Como usted nos dijo que iba a esperar a don Carlitos… ¿No ha llegado todavía? ¡Qué horas para hacer visitas en una casa decente! Bueno, me voy a acostar, no puedo más de cansada y tengo la cabeza revuelta que parece que ya se me fuera a partir de dolor. ¿Vamos, Rosario? Ve, está medio dormida. Buenas noches, don Andresito.

—Buenas noches, Lourdes. Buenas noches, Rosario.

—Buenas noches, señor.

Al verlas desaparecer dando traspiés y bamboleándose, por la puerta de servicio, Andrés meditó:

«¿Esto también será alucinación? Sí, tiene que ser. ¡Las cosas que me he estado imaginando! Lourdes borracha, envuelta en el boa blanco de mi abuela… ja, ja, ja…».

La llegada de Carlos Gros interrumpió su carcajada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el médico.

—¿A mí? Nada. ¿Qué me va a pasar? Acaba de haber un robo.

—¿Un robo? ¿Y por eso te ríes? Llama a los detectives, mejor…

Andrés se levantó de la otomana y gritó, furioso:

—¿No me crees? ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que estoy imaginándome robos, igual que mi abuelita? Si no me crees, anda a ver la alacena de la platería, en el pasillo al lado del comedor. Se lo llevaron todo, los faisanes, todo, todo. No dejaron absolutamente nada. Anda a ver, si no me crees…

Carlos fue a ver y encontró todo en perfecto orden. Al regresar le dijo a Andrés:

—Pero hombre, parece que está todo…

—¿Cómo? —aulló Andrés—. ¿Crees que me estoy figurando cosas o viendo visiones? Tú lo que crees es que estoy loco de remate…

Diciendo estas palabras Andrés sintió el placer de cortar sus últimas amarras con la realidad. Si era capaz de convencer a la gente, y sobre todo a Carlos, que era médico, de que él estaba loco, entonces simplemente lo estaba, y en ese caso ninguno de sus dolores era efectivo, y todos los acontecimientos de esa noche, ficción. Prosiguió:

—¿No me crees, idiota? ¿No me crees? ¿Crees que estoy loco, que he perdido la cabeza? Dime, atrévete a decírmelo…

—No, si no, Andrés. Tranquilízate. Siéntate. Claro que se llevaron las cosas de plata, todas…

—¿Y tampoco me vas a creer si te digo que esta noche la Estela se entregó a mí y me dijo que me quería? ¿No me crees, ah? Bueno, entonces anda a la salita turca y te convencerás. Anda a ver a la Estela, que está durmiendo ahí, en el mismo diván donde hicimos el amor. ¿Por qué no vas? ¿Crees que es otra mentira o locura mía? ¿O te parezco tan poca cosa que no soy digno ni siquiera del amor de una sirvienta? ¿Ah? Contéstame…

Andrés, con los ojos arrasados por las lágrimas y los labios un poco babosos, se acercó amenazante a Carlos, que murmuró:

—Espera, siéntate. Voy a ver.

Si a su regreso Carlos decía que Estela se hallaba dormida en el diván de la salita turca, era señal de que el médico no tenía dudas de su locura, porque sería mentira. Estela no estaba allí. Sería una mentira, como se miente a los enfermos graves y a los condenados a muerte.

—¿Qué hubo? ¿Te convenciste?

—Sí, estaba durmiendo en el diván…

Era su sentencia, la prueba que le faltaba. El asunto estaba terminado y ya no era necesario seguir sufriendo. Estela se había entregado a él y lo amaba. La muerte no era más que una leyenda, un cuco para asustar a los niños malos, y su vida se prolongaba hasta el infinito. Entonces, con toda tranquilidad, comenzó a relatarle a Carlos:

—¿Y sabes? La Rosario y la Lourdes y yo le hicimos una fiesta maravillosa a mi abuelita, la pobre estaba tan triste porque nadie vino para su santo. Ni siquiera tú, ni la Adriana. No la vinieron a ver porque está vieja y su vida ya no cuenta, como si hiciera treinta años que se murió, cuando comenzó a volverse loca. Pero sabes muy bien que no está loca, que es la única persona que sabe la verdad. Es la mujer más santa y más cuerda del mundo. ¿No la encuentras cuerda, Carlos?

—Sí, claro…

—¿Y sabes lo que hicimos?

—No…

—La coronamos, porque como dice que es princesa y ella nunca dice más que la verdad, había que coronarla. Bailamos toda la noche. Nos disfrazamos de magos, de hadas, de libélulas, de jóvenes. Yo me puse una capa española, y con un truco de prestidigitación que conozco saqué del colero de mi abuelo Ramón un conejo vivo, vivo pero con lunares verdes. ¡Imagínate, a quién se le ocurre, un conejo vivo con lunares verdes! Mira, mira, ahí va, mira, ahí, ahí va corriendo a meterse debajo del boule. ¿Y sabes una cosa? Fue con ese truco mágico que conquisté a la Estela. ¿No me crees? Porque, si no me crees, puedes decírmelo con toda tranquilidad. Tú comprendes que a mí eso no me puede afectar…

—Sí, sí, te creo…

Al escuchar estas palabras finales, Andrés se dejó caer contra el respaldo de la otomana, dando un suspiro de paz. Cerró los ojos. Las palabras de Carlos habían cortado sus últimas obligaciones con el mundo de los vivos. Todo se ordenaba en un universo nuevo, claro, limpio, con leyes propias y benignas cuyo gobierno sólo él comprendía, y esas leyes excluían todo lo que fuera angustia y humillación y fealdad. Andrés continuó:

—Fue una fiesta preciosa, Carlos; debías haber venido. Pero tú, por andar con tus preocupaciones de amor, no viniste. Hubo de un cuanto hay, vino y pasteles, y mucha, mucha gente, toda bella y toda joven… y nos portamos tan bien que nadie nos castigó…

Los pormenores de la fiesta duraron largo rato. Carlos reflexionó que mañana a primera hora convocaría a una junta de médicos para hacer examinar a este guiñapo de ser que en otro tiempo había sido su gran amigo. Quizás estuviera loco, quizás no fuera más que una crisis pasajera. En todo caso, Andrés había llegado a un rincón de la vida del cual no era fácil salir. En caso de que saliera, enfermo o no, su vida iba a ser muy distinta de aquí en adelante, como la de un ser irresponsable al que hay que cuidar, y comportarse con él como con un niño delicado. El corazón de Carlos se apretó con un estremecimiento cruel de compasión. Éste era un adiós al hombre Andrés Ábalos. De ahora en adelante podía seguir queriéndolo, pero no como a un igual. Porque su propia vida de hombre, de médico y de padre tenía aún un largo camino de plenitud que seguir. Ahora era necesario mandar a Andrés a acostarse para que reposara. Los especialistas, mañana, señalarían el camino que fuera necesario seguir, si es que había alguno.

—Bueno, Andrés, mi viejo, es tarde. Buena hora para acostarse. Estás con cara de cansancio…

—Sí, sí, ya voy —mintió Andrés—. Lourdes está arriba preparándome la cama. Ella me va a ayudar a acostarme porque, ¿sabes?, es cierto que estoy un poco cansado, no sé por qué será…

—Bueno. Acuéstate luego. Ah, mira. ¿Qué querías decirme con tanta urgencia cuando hablamos por teléfono esta tarde?

—¿Cuándo hablamos por teléfono? Yo no te dije que vinieras…

Carlos iba a protestar, pero recordó:

—Ah…

Le fue difícil contener las lágrimas cuando pensó que afuera, en su automóvil, lo aguardaba la amiga más hermosa que jamás había tenido, con la que estaba a punto de iniciar lo que prometía ser la más maravillosa de todas las equivocaciones de su vida.

—Buenas noches, Andrés. Sube a descansar.

—Buenas noches. Saludos a la Adriana y a los niños. Ah, oye. ¿Es el diario de la tarde ése que tienes en el bolsillo? ¿Quieres hacer el favor de dejármelo si ya lo leíste?

Cuando Carlos partió, Andrés se puso sus gafas y extendió el periódico. Después lo puso a su lado y se dirigió a la biblioteca en busca de un cortaplumas. Cortó el diario en trozos regulares, bien cuadrados, con los que fue haciendo pajaritas de papel como las que su abuela le había enseñado a hacer durante un invierno muy lluvioso y muy frío que él pasó en cama enfermo de escarlatina, cuando era muy, muy niño.