Desde la calle en sombras, a través de los árboles del jardín, Mario y René observaban las ventanas iluminadas de la casa. En los visillos de una ventana del segundo piso vieron dibujarse extrañas figuras danzando y haciéndose reverencias. También les pareció oír música.
—¡La remolienda padre que tienen allá arriba! —exclamó René, fastidiado y nervioso.
Sus planes habían cambiado a última hora:
—Teñimos que hacer lesa a la cabra no más. Le decimos que tú la querís, que todo lo vamos a hacer por causa de ella, que nosotros nos vamos a ir primero para el norte para que no haiga rocha y que después le mandai plata para que vaya a juntarse con nosotros. Pero no al tiro, unos meses después tiene que ser para que no haiga rocha, si no, estamos jodidos. Y así nos da la llave, y no le mandamos ni una cosa de plata, para que lo pasís bien, solo, y veai lo buena que es la vida, yo te voy a enseñar. Y ella no va a poder decir ni una cosa cuando pillen el robo después, cuando la veterana pare las patas, ni chistar, porque si chista, entonces queda como cómplice, y como nosotros no nos vamos a dejar pillar tan fácil, porque después nos podimos arrancar a Buenos Aires si nos va bien, la meten a ella en el chucho, por cómplice.
Al bajar del autobús René había lanzado al suelo los boletos furiosamente, y su mano se crispó implacable como una tenaza al tomar a Mario del codo para conducirlo hacia la casa de misiá Elisita. Habían llegado antes de tiempo a la cita con Estela. Paseándose como bestias enjauladas por la acera frente a la casa, volvían y volvían a discutir los detalles de sus torpes planes. René preguntó a Mario la hora tantas veces, que el muchacho, exasperado, terminó por gritarle:
—¿Para qué me preguntai la hora, mierda? ¿Que no sabís que vendí el reloj para irte a sacar del chucho?
Estela salió con un poco de atraso. Se mantuvo serena y recogida escuchando a los hombres, que se atropellaban para comunicarle el proyecto. Cerró los ojos para borrar todo lo que no fuera la mano caliente de Mario que presionaba la suya. Escuchó en silencio las voces de los hermanos. Luego, tranquila, levantó los ojos y preguntó al muchacho:
—Pero tú me querís, ¿no es cierto?
Los dedos de René trituraron el codo de su hermano. Atemorizado, Mario respondió en el acto:
—Bah, claro…
Estela suspiró y dijo:
—Entonces… bueno.
Y entró a la casa en busca de la llave de la alacena, que su tía Lourdes guardaba en el bolsillo de su delantal.
—¡La jetona se lo tragó! —rió René.
Mario repitió la palabra, riendo con su hermano, la saboreó pronunciándola una y otra vez, muchas veces, las más veces que pudo. Hacerlo quizás disolviera sus últimas ataduras con Estela, quizás borrara un temblor que sentía, un trepidar que se insinuaba en sus vísceras, en sus músculos, en sus nervios, como si todo estuviera nadando ingrávido en su interior. Apretó los dientes para dominar ese temblor, para hacer algo, cualquier cosa que lo obligara a mantener su entereza, porque ya era imposible echar pie atrás. Éste no era momento para fallar. Al fin y al cabo, ni él ni René eran los verdaderos culpables. Estela era culpable de todo, también la Dora y los chiquillos; y la miseria que lo había obligado a abandonar su buen empleo en el emporio para ir en busca de René; y su reloj perdido; y esta necesidad ahogadora de evadirse de su propia sombra para rozar siquiera desde lejos las cosas buenas de la vida, esas cosas que los habitantes de la casa que veía en la acera del frente debían tener a manos llenas; todo eso culpable, no él. Y aunque René y él fueran culpables, ¿qué importaba? ¿La policía y los años en la cárcel carcomiéndole poco a poco los escombros de su dignidad, en el fondo de una celda fétida? ¡No importaba un bledo! ¡Había que arriesgarse, probar ahora o nunca que era un hombre! Además, no era el momento de reflexionar, porque ya no había otro camino que el presente para saciar sus necesidades. No conocía otro…
Estela no tardó en salir nuevamente. Depositó la llave en manos de Mario, cuya fiera urgencia se redobló al apretar el frío metal en su palma.
—Pero quizás no puedan… —murmuró Estela.
Se helaron los movimientos con que Mario y René se proponían cruzar la calzada hacia la casa. Estela continuó:
—… porque don Andrés está abajo y no se va a acostar hasta tarde —dijo.
—Tenís que llevártelo a alguna pieza y encerrarte con él para que no oiga —dijo Mario inmediatamente.
Apretó los dientes para olvidarlo todo, recordar sólo la miseria, la mujer que parió en la calle mientras él huía, apretó los dientes para ser capaz de cualquier cosa, incluso de insistir en lo que acababa de pedirle a Estela, para seguir huyendo, ciego, huyendo, huyendo…
—¿Pero cómo?
—No te vengai a hacer la santa conmigo. Sabís muy bien que el viejo te tiene ganas, así que te lo tenís que llevar para alguna pieza y encerrarte con él hasta que saquemos las cosas.
—No…
Al oír su negativa, René la agarró de los hombros hasta hacerle daño. Los dos hermanos la cercaron contra el muro. Ella sentía sus alientos apresurados, el latir de la sangre en la mano con que René le estaba hiriendo el hombro.
—No… —repitió Estela, más claro.
La cercaron más aún, y en medio del calor de esos cuerpos próximos, el silencio se hizo hondo y preciso. Estela gimió con voz casi ininteligible:
—Me da… asco…
—¡Con ascos viene la perla! —las palabras de Mario tenían la expresión de un aullido, pero fueron dichas con sordina—. ¡Asco! ¿Y creís que a mí no me da asco estar robando, ah? Y todo por vos, jetona de porquería, todo por vos, para que podamos ser felices. Nada de cuentos de asco. Tenís que poner algo de tu parte si querís irte conmigo; si no, te dejo sola con tu huacho. ¡Asco! ¡Mírenla, la preciosura! Claro, uno tiene que hacer todo el trabajo, y la linda, que por ella uno se mete a hacer las cuestiones, no quiere ayudar porque le da asco. ¡Cómo no! Tenís que ir a calentar al viejo no más, y llevártelo para una pieza hasta que nosotros salgamos. Aunque te dé asco.
Respiraba apenas. Estela escudriñaba el suelo. Su cariño, siempre inmenso, pendía de un hilo, y ese hilo podía cortarse porque era débil para el peso. Preguntó a Mario:
—Pero tú me querís, ¿no es cierto?
La confianza de la pregunta ahogó a Mario. Hubiera sido capaz de tomar entre sus dedos ese cuello redondo y suave para triturarlo, de hundir sus dedos en esa carne fresca hasta sentir que los huesos crujieran, hasta embarrarse las manos con esa sangre caliente. En ese segundo el anillo que decoraba la mano de René se grabó cruelmente en sus músculos, porque le estaba apretando el brazo.
—Sí… —respondió, pero la sílaba se ahogó en su garganta.
Estela los hizo entrar al jardín y esconderse entre unas matas cerca de una ventana iluminada. Vieron a Andrés paseándose desde el zaguán hasta la biblioteca, sentándose por unos instantes con la vista en el vacío, bebiendo un sorbo, otro más largo, volviendo a su paseo desde el vestíbulo hasta la biblioteca, atravesando el salón y la salita, y regresando para sentarse en un sofá cualquiera. Al observar estos paseos, el temblor ingrávido de las vísceras de Mario aumentó hasta sacudirlo entero cuando Estela les dijo que vigilaran desde esa misma ventana para ver en qué momento ella se llevaba al caballero, y que sólo entonces entraran por la puerta de servicio. Viéndola desaparecer, Mario vomitó de terror entre unos cardenales secos.
Poco después Mario vio por la ventana que Estela entraba en la biblioteca, donde, por el momento, don Andrés leía. La muchacha recogió del suelo una revista y arregló las flores de un jarrón, como quien retarda lo más posible el advenimiento de la hora amarga. Sin embargo, la mirada del caballero la agredió repentina y hambrienta, y toda su actitud, que hasta entonces se había mantenido endeble, se enfocó en torno al deseo.
—No… —murmuró Mario en voz baja.
Tuvo miedo. No había contado con la suciedad de la mirada del caballero al resbalar por la forma de Estela, ni el ansia con que sus delgados dedos velludos palpaban el sillón. Entonces la muchacha enfrentó a don Andrés, que le dijo unas cuantas palabras. Luego tocó la mano de Estela, pero la relación establecida entre esos dos seres le pareció tan indecente a Mario, que murmuró nuevamente:
—No… no…
Y se puso de pie sin importarle que acaso desde la biblioteca se viera su figura enmarcada en la ventana. Estela dio un paso atrás, y don Andrés, contemplándola y hablándole, se inclinó hacia ella.
—No… no…
René, furioso, lo retuvo, porque el muchacho parecía dispuesto a partir a rescatar a Estela. Mario forcejeó y forcejeó para deshacerse de la mano de hierro de René. Pero forcejeó sólo hasta que la sorpresa de una bofetada logró paralizarlo, y después, con el rostro oculto entre las manos, se sentó en el suelo a llorar. En su memoria se hizo realidad el recuerdo de Estela aquella tarde primera en el cerro, cuando tendidos uno junto al otro contaron los pájaros teñidos por el crepúsculo que volaban sobre ellos. ¡La plácida maravilla de su época en el Emporio Fornino, cuando la felicidad dependía de cosas tan fáciles como el contacto del reloj en su muñeca, y de la perspectiva de hablar una o dos horas con Estela en la noche, cerca de un farol o en cualquier umbral que los cobijara! Mario gemía en el suelo, confundido, aterrorizado, arrepentido. No vio el rostro ávido de su hermano que atisbaba lo que iba transcurriendo en la biblioteca.
—¿Qué espera esta jetona? ¿Cree que tenemos toda la noche?
El caballero se había puesto de pie junto a Estela. No la tomó, sino que aproximando todo su cuerpo al de ella, y sin rozarlo, murmuró algo muy serio, agitadamente. René comentó:
—Viejo cochino…
Estela salió de la habitación seguida por don Andrés.
—Ya —dijo René.
Mario se incorporó para mirar por la ventana.
—¿Dónde está? ¿A dónde se fueron? —preguntó lloroso aún.
—¿Ya vai a empezar otra vez, maricón? Aquí el único hombre soy yo. Si no me obedecís en todo ahora, te mato, ¿me oís?, te mato. ¿No veis que la cabra también le tenía ganas al viejo? ¿Para qué llorai? Cállate, mierda. Sígueme.
Mario estaba convertido en un pelele en manos de René. Tenía el espíritu agotado por los sentimientos que se deshacían, desmoronándose dentro de él, y que de pronto volvían a rehacerse para volver a destruirse, incapacitándolo para sentir la verdad en medio de la confusión. Se dejó guiar hasta la puerta de servicio. En la cocina había olor a dulces y a licores.
—¡La fiestecita! —murmuró René.
Siguiendo las indicaciones de Estela y entrando por las puertas que les había dejado abiertas, Mario y René encontraron el pasillo junto al comedor, donde vieron clarear la perilla de la alacena. Una gran tranquilidad se estableció en René, como si por fin, después de mucho tiempo, fuera a ser capaz de vencer el largo ahogo que le impedía respirar. En veinte minutos más, tal vez en menos, sería asunto terminado, permitiéndole salir de la sombra al sol como hombre libre y dueño de sí mismo, lejos de la Dora, un triunfador que a costa de múltiples sacrificios ha logrado deshacerse de sus cargas para comenzar a crecer y existir plenamente. Sus temores se desvanecieron. La serenidad y la precisión de sus actos se concentraron en un fin maravillosamente definido. Pensó que si alguien lograra interponerse entre él y el contenido de la alacena, sería capaz de matarlo con la mayor calma.
En la biblioteca, entretanto, Estela había preguntado al caballero, acercándose a él un poco más de lo habitual, si iba a necesitarla, porque en caso contrario quería licencia para irse a dormir. Él se puso de pie como si leyera la intención que, avergonzada, la muchacha trataba de aprisionar dentro de sí misma para ocultarla. Cuando Estela se encaminó al fumoir turco adyacente a la biblioteca, una salita oscura donde brillaban los enconchados de las mesas y el cristal de los narguilés, Andrés la siguió.
He aquí que de pronto esa presencia que habitaba todos los resquicios de sus pensamientos desbaratados se le ofrecía. ¡Oh, no era necesario meditar que al ofrecérsele lo hacía de una manera procaz que restaba al ofrecimiento toda la poesía a que en otro tiempo había aspirado! Cuando su sed ya no estuviera secándole la garganta, entonces descubriría alguna manera de transformar la fealdad de todo esto en ternura, en esa ternura que aguardaba dentro de él, virgen y solitaria, lista para ser entregada. Ahora no. Otra cosa era más grave, más apremiante. De pie junto al diván cubierto de cojines de cuero trabajado, el cuerpo de la muchacha parecía cruzar los centímetros que lo separaban del suyo.
Aguardando algo, encogida como un animal que sabe que ya no puede defenderse, permaneció, sin embargo, ofrecida. Él, dentro de un momento, iba a acariciar esas palmas húmedas, rosadas, muelles, y esas palmas lo iban a acariciar a él, revelándole todos sus secretos, entregándole todo su poder. Él las necesitaba, determinadamente, esas palmas. Y Andrés sabía ahora que sólo lo incompleto, y por lo tanto lo que necesita, está vivo; que lo que se basta a sí mismo, en cambio, es piedra, objeto que no puede crecer ni morir ni aumentar más que en forma maquinal, porque la necesidad es la esencia misma de la vida. Entonces Andrés Ábalos enunció la pregunta en que conjugó todo su ser, todos sus años de soledad, todos sus años de ser completo, de ser piedra. La respuesta sería su sentencia:
—¿Me quieres, Estela?
Estela guardó silencio.
Como si deseara vengarse de ese silencio que lo despojaba de todo salvo de la brutalidad, Andrés se apoderó de Estela, apretándola a su cuerpo palpitante y transpirado, y entre sus labios calurosos apretó los labios de la muchacha.
Un doloroso vacío de repugnancia se abrió en ella. Quiso repeler ese cuerpo marchito, fétido de alcohol y de deseo, que la rodeaba de tal manera que resultaba imposible rechazarlo. Para separarlo del suyo, empujó el pecho de Andrés con las palmas abiertas sobre sus carnes ya un poco fláccidas, allí donde el escote de la bata descubría las tetillas. Asco, asco, le había dicho a Mario.
—¿Me quieres? —volvió a preguntar Andrés.
—No… no… —gritó Estela sin poder contenerse.
La boca de Andrés, certera, volvió a devorar los labios de la muchacha. Pero en la negrura de ese beso, súbitamente, algo se aclaró como un relámpago dentro de Estela. Asco, pero no asco del pobre cuerpo de don Andrés, ni de este pobre beso hambriento. Asco de otras cosas que, de pronto vio, eran mucho más importantes. Asco de toda esta falta de respeto, de las dignidades ensuciadas, sobre todo asco de que Mario la usara, de que usara su amor entregado tan completamente, sin considerarla a ella, exponiéndola, ensuciándola. La rebelión de su dignidad de ser humano que se ha visto engañada quemó repentinamente sus entrañas, como para matar a ese hijo que allí crecía. La mano del mal los había alcanzado a todos, estaban confundidos en sus desesperaciones solitarias y el mal se había aprovechado para llegar a cada uno por un camino distinto.
¡Pero ella no era capaz de tolerar más tiempo todo este asco!
Y la colmó tal repugnancia que mordió salvajemente los labios que apresaban los suyos. Al ver la humillación y el dolor sorpresivos con que Andrés se llevó la mano a la boca, su valor la llenó de una luz que lo aclaró todo, tanto, que un temblor compasivo la llevó a tocar un segundo la mano del caballero, como para ayudarlo de alguna manera a mitigar su dolor. ¡Qué importaba ahora que él fuera un caballero y ella nada más que una huasa regalada por su madre! Era necesario salvarse, salvar a Mario, separarlo de René, castigar a René. Sin titubear, exclamó:
—Señor, están robando. Están robándose la platería de la alacena.
Andrés, estupefacto aún, se cubría la vergüenza de su boca sin comprender otra cosa que su propio dolor. Cuando Estela salió corriendo de la salita turca, dejándolo mareado y confuso, cayó entre los cojines del diván riéndose a mandíbula batiente, los ojos borrados por las lágrimas.
Estela abrió de golpe la puerta del pasillo. Las dos figuras encorvadas dejaron caer todos los objetos de plata, iniciando una huida aterrorizada hacia la cocina. Cuando Mario vio que era Estela, avanzó para abrazarla o para castigarla por la confusión que su llegada había causado.
—Vienen —dijo Estela, muy tranquila—. Avisé que estaban robándose las cosas de misiá Elisita…
René, que había comenzado a recoger la platería nuevamente, la dejó caer, presa de la furia y del pánico, y abofeteó a Estela en la cara. Ambos hermanos la arrastraron a través de la cocina hasta el jardín. Estela se debatía, rogando:
—No, no… no me hagan nada, por favor, no… Mario… no… no…
Afuera, René la tomó del pescuezo y la apoyó contra un muro. Esa respiración entrecortada por el furor y la presión de esas manos deshicieron todo en la mente de Estela, salvo el pánico. René comenzó a golpearle la cabeza contra el muro, diciéndole:
—¡Jetona! ¡Jetona de mierda! ¿Qué fuiste a hacer? ¡Toma, desgraciada! ¡Toma! ¡Nos jodiste a todos! ¡Toma! ¡Toma! Pero vai a salir más jodida que ninguno, vai a ver no más, toma, mierda, te va a llegar…
Azotaba y azotaba la cabeza de Estela contra el muro. Su odio lo había hecho olvidar el peligro de ser descubierto, y lloraba castigando, destruyendo a ese ser que había osado derribar sus esperanzas. Azotar, azotar. Descargar sobre ella toda la ira vengativa de sus miembros pesados y de sus ojos distintos e incandescentes, mojados por sus lágrimas en la oscuridad de la noche. Repetía como un gemido:
—¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste, jetona? Toma…
Mario luchaba, no sabía si para librar a Estela de las manos de René, o para castigarla él también, o para golpear a su hermano. Por fin René soltó a la muchacha, helado por la conciencia del peligro, y Estela se desplomó exangüe. René dijo:
—Vamos, mejor, antes que la mate…
Mario contemplaba la cara sangrante de Estela, y esos ojos entornados que quizás ya no veían.
—Vamos, huevón —insistió René, tomando a Mario para llevárselo consigo.
Con un movimiento brusco, Mario se desprendió de la mano de René, y como quien da vuelta con el pie el cuerpo de un animal para ver si en efecto está muerto, dio una patada a Estela, que se quejaba.
—Vamos, mierda, que nos van a pescar… —repitió René.
Mario, que se había inclinado para zamarrear a Estela, no escuchó a su hermano. Al instante, René se dio cuenta de algo que Mario aún no sabía, y viéndose solo, dio un bofetón salvaje a su hermano. Exclamó con voz sorda:
—Vos también me la vai a pagar caro, mierda…
Y huyó del chubasco que se había dejado caer.
Mario hizo incorporarse a Estela, quizás para seguir castigándola, quizás para otra cosa, la hizo ponerse de pie, y a empellones la fue guiando a través del jardín turbio de lluvia. Ella, como sonámbula, sin escuchar los insultos del muchacho, con las facciones manchadas de sangre, caminaba. Sus piernas casi no le obedecían. Pero en el fondo de las tinieblas de su dolor físico había una chispa que podía transformarse en claridad, una certeza fiera de su triunfo. Salieron a la calle. Mario divisó por última vez las líneas de la casa borroneadas por la lluvia, una luz encendida en el piso bajo, otra, más débil, en el segundo piso. ¡Era necesario escapar, rápido, lejos! Dio un empujón a Estela para que caminara delante de él, otro empujón y otro más, porque si se quedaba atrás podía caerse y sería imposible recuperarla. Atravesaron varias bocacalles bajo el paño de la lluvia que pronto comenzó a amainar. Más allá, Mario limpió la cara de Estela con un trapo.
La pareja se perdió en las calles para buscar refugio, juntos, sin saber dónde, en alguna parte de la ciudad que pudiera proporcionarles amparo.