19

La anciana amaneció tan extraordinariamente bien ese día, tan llena de fuerza y de animación que, después de tres años de cama, decidió levantarse y recibir a las visitas que acudieran a darle las felicidades por su santo instalada en un sillón de su dormitorio, junto a uno de los balcones. Lourdes y Rosario, alborozadas con la fausta nueva, subieron temprano al cuarto de la señora y llorosas de júbilo la ayudaron a vestirse.

—¡Qué contento va a estar don Andresito cuando baje y la encuentre en pie! —exclamó Lourdes.

—Ahora está bajando tarde. ¿No ve que se lo lleva qué sé yo hasta qué horas con la luz prendida, leyendo? —agregó Rosario.

—Este niño se va a arruinar la vista —opinó misiá Elisita.

—Lee toda la noche —dijo Rosario despectivamente—, y toma licores…

—¿Qué licores? —preguntó la enferma—. ¿Se ha puesto borracho además de viejo verde? Es lo único que le faltaba.

—No diga eso, señora —murmuró Lourdes—. ¿Qué mal hay en que un caballero solito se dé sus gustos? Y no es como si fuera vino, vino es lo que toman los borrachos.

—¿Y por qué viejo verde? —preguntó Rosario.

—¿Cómo por qué? ¿No sabes que anda de lacho de ésta? —dijo misiá Elisita señalando a Estela, mientras ambas sirvientas movían la cabeza con triste desaprobación.

Estela oyó desde el rincón, donde buscaba en la cómoda la ropa que la señora iba a necesitar. Sentía tal felicidad y tal plenitud encerrada en sí misma, que las palabras de la nonagenaria resbalaron sobre ella sin turbarla. Además, reflexionó llena de fe, la señora no podía saber lo bueno que don Andrés había sido con ella al ir en busca de Mario.

—Pero la Estela no lo quiere… —prosiguió la señora—. Claro, ¡cómo va a estar queriendo a un viejo si ella es una chiquilla! Pero quién sabe qué hubiera pasado si mi nieto hubiera sido joven, je, je, je…; tu virtud no hubiera sido tan fácil de conservar entonces…, je, je, je. Si te vas a buscar un lacho, mi hijita, búscate uno con harta plata, no seas tonta, aprovecha de gozar bien en esta vida, mira que en la otra ya estás condenada. Porque yo sé un secretito, secretito, secretito, chiquitito, preciosito, pero no lo voy a decir… ¿No es cierto, Estela?

Hacía tanto tiempo que misiá Elisita no se levantaba, que su toilette se transformó en una faena bastante complicada. Lourdes abrió un inmenso armario de roble macizo en el cuarto vecino, y sentada en medio de un mar de botines desparramados seleccionó un par de cabritilla negra, casi nuevos. Tenían perfectos todos los botones de la caña, y las suelas apenas teñidas por el tránsito de la dueña de casa por los alfombrados de las salas. Lourdes tomó una franela y, sentada en el suelo con las piernas cruzadas ante su enorme volumen, como una deidad doméstica y criolla, pulió el par de botines hasta dejarlos convertidos en espejos.

Rosario, entretanto, empleando toda la fuerza de sus brazos duros como madera reseca, extrajo el cuerpo de misiá Elisita del lecho, y la señora, arrastrando su camisa y con los dedos crispados en la empuñadura de su bastón, fue conducida hasta la butaca junto a la ventana, de donde no se movería en el resto de la jornada.

—Tengo ganas de ponerme calzones morados —dijo.

Y mientras se los ponían por debajo de la camisa de noche, fue pidiendo otras cosas: un par de medias de borlón, negras; un refajo de punto para el frío; guantes, por si acaso.

Lourdes le puso las medias. Pero antes misiá Elisita se levantó el refajo hasta más arriba de las rodillas, moviendo la cabeza tristemente al contemplar lo que quedaba de sus piernas:

—¡Qué lástima me da verlas! Mira, blancas, casi azules, y tan flacas, tan flacas, y con las rodillas tan salidas y tan tiesas que ya no me sirven para nada, ni para caminar. Antes…

Arrodilladas a sus pies, las dos sirvientas le calzaron los botines, Lourdes uno, Rosario el otro. Y protegida por el refajo y las medias abrigadoras, misiá Elisa Grey de Ábalos se dispuso a afrontar la parte más importante de su toilette.

—¿Qué vestido me pondré? —preguntó.

—¡Ay, póngase el de seda negra con fichu de encaje! —rogó Rosario.

—¡Señora, por Dios! —exclamó Lourdes—. No se vaya a poner eso tan fúnebre, póngase algo más alegre…

—¿Como cuál, decías tú?

—Ése con pechera de macramé blanco, pues, que es tan lindo —rogó Lourdes.

—Ah, bueno, ya está. Ése se me había olvidado.

Con peines, escobillas, pinches y elásticos, Estela fue reuniendo las mechas blancas de la señora, tan blancas y tan transparentes como cristal hilado, y las hizo un pequeño nudo en lo alto de la cabeza. Terminó el tocado con un lazo de terciopelo claro. La anciana se contempló en un espejo de mano.

—Estoy un poco pálida… —se quejó.

Lourdes no se hizo esperar para sacar de un cajón un pomo de colorete guardado para las ocasiones en que la anciana se encontraba pálida. Misiá Elisita cerró los ojos para no ver que le estaban untando las mejillas y los labios con la pasta roja, porque ella jamás había aprobado a las mujeres pintarrajeadas. Pero por mucho que Lourdes restregara las mejillas de la nonagenaria, las manchas de colorete rehusaban fundirse con el tono natural del rostro y con la piel de los labios, de modo que éstos quedaron independientes y borrosos, como el colorido de algún títere fantástico que se hubiera empapado. Lourdes también recalcó un poquito las cejas con un lápiz oscuro y tiznó los párpados.

Sólo entonces, sus pies sobre un taburete y con las rodillas cubiertas por un chal, misiá Elisita abrió los ojos y miró hacia la ventana y el jardín. La luz dibujaba su nariz estupendamente aguileña, firme aún, lo único firme salvado del naufragio de ese rostro de escuálidas blanduras, esa máscara de anfractuosidades sueltas blanqueadas por los años, todo empequeñecido por el tiempo. Un resto de papada fláccida era sostenida por una golilla blanca con dos barbas disimuladas cerca de las orejas. La mano apoyada en el bastón ayudaba a sostener ese cuerpo, como una caricatura de la gracia de otras épocas —la espalda cambrée, el pecho hinchado como el de una paloma—, como cuando se paseaba en victoria con su marido por las sombreadas avenidas del Parque.

Lourdes y Rosario cuchicheaban.

—No, Rosario, no —decía Lourdes—. En la noche, para que sea sorpresa…

—¿No será mejor al tiro? Le encantaría recibir a sus amistades con su traje de mostacillas, con su boa y su coronita de princesa.

—No. Usted no sabe. Ésa es tenida de noche, no de tarde.

—Pero, Lourdes…

—No. No quiero. Quiero que sea en la noche, cuando todos se vayan.

—Mucho mejor ahora.

—Mire, Rosario, no me moleste más. ¿No fue mía la idea? Y don Andresito me regaló a mí, no a usted, el vestido y las flores de plata. Así que…

—¡Ay, bueno, pues, entonces! Tan creída que se ha puesto usted desde que trajo a la Estela. Yo no sé qué le ha pasado que se ha puesto tan orgullosa.

—¡Por Dios, Rosario! ¿Que no sabe que Dios castiga a los envidiosos?

—¿Quién la va a estar envidiando a usted, que es una solterona?

Rosario había estado de mal humor todo el día porque era Lourdes la que ese año tenía el regalo más espectacular para misiá Elisita. Esa mañana hubo un pequeño altercado entre ellas a propósito de unos centímetros de licor que había en un frasco y que desaparecieron misteriosamente. Se culparon una a la otra, estableciendo así la primera enemistad en muchos años. Pero durante el transcurso de la mañana, alistando la casa, guardando la platería bajo llave, disponiendo las flores en búcaros y jarrones, la antigua fraternidad volvió a unir a las dos viejas. Destaparon otra botella y bebieron sorbos diminutos para hacer las paces.

—¿Y por qué no ha bajado Andrés todavía? —preguntó misiá Elisita.

—Parece que está durmiendo.

—¿Son horas para que se levante un hombre joven? Se va a poner gordo y fofo, y a nosotras las mujeres nos gustan los hombres duros, ¿no es cierto, Estela? Estela, sube a despertarlo, niña, y dile que baje a conversar conmigo, ya estoy aburrida de hablar con sirvientas toda la mañana. Que me traiga un regalo bonito.

Estela subió confiada, porque todo el recelo que antes había sentido respecto a don Andrés se esfumó al verlo tan vivamente interesado en el regreso de Mario. Pero al abrir la puerta del dormitorio oscurecido, el olor a hombre maduro que llenaba la pieza, ese olor a cuerpo, a cama caliente, a bacinica, a cigarrillos a medio fumar, y sobre todo a alcohol, turbó profundamente a Estela, haciéndola ruborizarse.

—Don Andrés…

—¿Quién es?

—Señor, la señora dice que baje.

—¿Qué hora es?

—Las once y cuarto.

—Abre las cortinas —rogó el caballero en medio de un bostezo.

Estela notó que no enunciaba bien, como si tuviera la boca llena de una materia viscosa. Alzó el brazo para descorrer las cortinas.

Amodorrado, Andrés divisó la luz acariciando el perfil interior del brazo de la muchacha, levantado para abrir las cortinas. El deseo lo azotó tan bruscamente, tan premioso y desnudo, que robó todos los disfraces de su brutalidad.

—Estela, ven…

Acercándose al lecho, Estela se inclinó para recoger de la alfombra una copa volcada. Dijo:

—La señora manda a decir que le lleve un regalo…

Mirándola con los ojos ahuecados y estúpidos, Andrés hizo un movimiento brusco para agarrar ese cuerpo fresco, tan próximo al suyo. Estela, aterrorizada, lo esquivó de tal manera que el caballero cayó sobre el borde del lecho, como un monigote. La muchacha huyó de la pieza.

En el transcurso de la tarde llegó a ser claro que en esa ocasión nadie iba a ir a visitar a la viuda de don Ramón Ábalos para desearle felicidades en el día de su santo.

Los últimos toques preparativos para la fiesta habían proseguido durante toda la tarde con esmero amoroso. Lourdes probaba el ponche una y otra vez, y sobre las bandejas dispuso, en torno a las copas, unas servilletas minúsculas con ribete de encaje. Rosario ordenó sobre otras bandejas los alfajores, empolvados, príncipes y huevos chimbos, formando azucarados mosaicos. De cuando en cuando una u otra de las sirvientas se asomaba a la ventana de la cocina, y exclamaba mirando la verja:

—Bah, creí que era alguien…

El sol bajó detrás de nubarrones espesos, pero no aparecía nadie a tocar el timbre de la puerta de la casa de misiá Elisita. Todas las luces fueron encendidas, relucieron los bronces y la cera de los pisos y el similor. De las flores que llenaban todos los jarrones de la casa se desprendió esa fragancia sedosa, anhelante, que las flores esparcen en el calor de las salas que aguardan visitas de gran ocasión.

—¿Tocaron?

—No, parece que no.

—¿Por qué no aguaita, por si acaso?

No era nadie.

Las ramas de los aromos y las acacias se balanceaban, mofándose, en el vasto jardín abandonado. Era imposible ver las copas de las palmeras de la entrada, porque estaban perdidas en las nubes bajas.

—Va a llover, parece —dijo Lourdes—. Oiga, ¿supo lo de don Andresito esta tarde?

—No, no supe. ¿No estaba durmiendo?

—No. Como a las tres de la tarde, después que la señora lo había mandado llamar muchísimas veces, bajó. ¿Y sabe lo que pasó?

—No. ¿Qué?

—Furioso estaba, parece. Bueno, y la señora le dijo: «¿Por qué no habías bajado antes a felicitarme?». Y adivine qué le contestó él.

—No sé. ¿Qué?

—Furioso estaba el pobre. Le dijo, vaya una a saber por qué: «¿Cree que tengo tranquilidad para preocuparme de estupideces? Está bueno que usted se muera», o algo así. ¿Habráse visto?

—¿Estupideces? ¿Que se muera? Pobrecita la señora. No, don Andrés no puede ser tan malo…

—¿No le digo?

—¡Pero por Dios Santo!

—Entonces ella se puso a retarlo, usted sabe cómo es la señora, pues. Le dijo que era un sinvergüenza borracho, un inútil, un viejo verde, un pecador, qué sé yo qué más. Viera cómo pelearon y gritaron, y viera lo enojada que estaba la señora. Quedó bien, bien lacia, creí que se me moría ahí mismito. ¿Usted cree que don Andresito sea pecador? Yo no creo, deben de ser cosas de la señora no más, es tan buen niño. Claro que a veces… pero en fin, serán los años. Claro que cuando ella le dijo que era un viejo verde, ¿sabe lo que le contestó él?

—No…

—Le dijo: «Vieja de mierda…, culpa suya es que me esté pasando todo esto».

—¡Por Dios, Lourdes! ¿Cómo puede decir palabras así, usted que es soltera? Se va a ir derechito al infierno…

—¿Yo? ¿Por qué? Si los ricos las dicen, ¿por qué no las va a repetir una? Bueno, ya ve lo raro que está el niño. Y lo mal agradecido que se ha puesto con la señora, antes nunca era así. Poco debe de faltarle para que comience a acusarnos a nosotras de que estamos robando, como la señora. Oiga… ¿probó cómo me quedó el ponche?

—Hace rato que lo probé.

—¿Pero lo probó reposado, después que le eché más fruta? Pruebe, pruebe otra vez no más, ahora que la fruta está maceradita. No, no tanto, mire que le puede caer un poco pesado al hígado. ¿Cómo lo encuentra?

Rosario entornó los ojos.

—Mmmm, mmmmm, rico le quedó…

—Otro ratito más le voy a echar el hielo y un poco más de licor, y a ver cómo me va a quedar, de chuparse los dedos. Usted sabe que yo tengo mano famosa para este ponche, porque don Ramón mismo me enseñó a hacerlo, antes que se pusiera malo con la señora. Decía que el secreto es hacerlo de a poquito, y que hay que ir probando cada vez.

Cerca de las ocho, cuando todos habían desesperado de que llegaran visitas, el doctor Gros llamó por teléfono. Dijo que Adriana estaba en cama con una jaqueca y que no iba a poder ir a ver a misiá Elisa. Pidió que saludaran cariñosamente a la anciana en su nombre, y que un día de éstos pasaría sin falta a hacerle una visita. El mismo no estaba seguro de poder ir, tenía una reunión clínica urgente que iba a durar hasta tarde. Andrés acudió a hablar con él. Le dijo:

—Ven, ven por favor. Tengo que hablar contigo, tengo que verte. Por favor ven, no me dejes solo. No, no importa, a la hora que puedas. Te espero a cualquier hora. Tengo miedo, sí, miedo de acostarme a dormir aquí en esta casa. No, no, prefiero esperar en pie. No importa la hora a que vengas, no puedo dormir.

Y se sentó a esperar en la biblioteca.

Cerca de las nueve de la noche Lourdes acudió a preguntarle si quería servirse alguna cosa, había tantas delicadezas que nadie había probado. Era necesario llamar al día siguiente a las Monjitas de la Caridad para darles las sobras, es decir, todo. Sería un pecado dejar que tantas golosinas se perdieran.

—No —dijo Andrés—, no quiero comer. Los muertos no comen.

—¿Y quién dijo que usted estaba muerto? —preguntó Lourdes, soltando una carcajada tan estridente que Andrés no pudo sino sobresaltarse.

—Yo lo digo. Y tú también estás muerta…

—A usted lo que le pasa es que está loco, don Andresito. No diga leseras. Hay que ver qué raro, muertos que hablan. Ja, ja, ja. Oiga, don Andresito, ¿me va a necesitar? Porque con la Rosario queríamos hacerle una celebracioncita a la señora, entre las dos no más…

—Anda, anda…

—Es para que no se ponga tan triste, porque la gente es tan ingrata que todos se olvidaron de venir a verla. Hasta don Carlitos se olvidó, quién lo creyera.

—Va a venir más tarde. Lo voy a esperar aquí, en pie…

Estela, que fue invitada, se excusó de participar en la celebración. Dijo que se sentía con un poco de fiebre, y pidió permiso a su tía para acostarse a dormir abajo, en el cuarto de Rosario, mientras duraba la fiesta.

—Los jóvenes ahora no tienen ánimo para nada —murmuró Rosario, envolviéndose en el larguísimo boa blanco. Se apoderó de la ponchera y subió al cuarto de misiá Elisita, en pos de Lourdes, que llevaba el vestido endiamantado y la corona de flores de plata, una diadema descomunal y florida.

Encontraron a la anciana durmiendo, con la cabeza desplomada hacia atrás en el almohadón, pero con los ojos entreabiertos.

—Pobrecita. Está durmiendo. Don Andresito la debe haber cansado con todas las barbaridades que le dijo… —exclamó Lourdes.

Depositaron sus cargamentos sobre el peinador. Aprovechando el sueño de la señora, acondicionaron el cuarto de modo de que tuviera el rango debido para una coronación. Cantidades de flores en sus jarrones fueron dispuestas en torno a la nonagenaria. Deshojaron pétalos blancos alrededor de sus pies, y luego Lourdes iluminó indirectamente la figura blanca de la dama colocando algunas lámparas entre las flores. Rosario ató cintas y gasas en el bastón. De cuando en cuando ambas mujeres probaban sorbos de ponche para cerciorarse de que el hielo, al deshacerse, no lo había dejado demasiado simple. En realidad estaba riquísimo.

La luz hizo incorpórea la figura de misiá Elisa Grey de Ábalos, aislándola como en un nicho rodeado de flores en medio de la oscuridad de la habitación. Dormía aún. El sueño se atascaba con un ronquido mezquino en el fondo de su garganta. Estaba viva.

—¡Qué preciosa! ¡Parece una niñita, con los cachetes pintados! —exclamó Rosario.

—¿Ya? —preguntó Lourdes, excitada—. ¿Comenzamos?

—Espere, falta la música.

—Ponga la radio.

—No. A la señora no le gustan las cosas modernas. ¿Qué se habrá hecho ese fonógrafo tan lindo que era de don Ramón y que a la señora le gustaba tanto?

—Yo sé. Lo tengo guardado en el armario de la pieza de la Estela, aquí al ladito.

Lourdes trajo el fonógrafo, un aparato que tenía una trompeta enorme decorada con flores multicolores. Después de mucho manipular inexperto por aquí y por allá, pusieron el cilindro, y se oyó la música, un pobre hilo de melodía en medio de una maraña de chirridos y rasmilladuras.

—¡Qué lindo! —exclamaron las criadas.

Lourdes despertó a la señora.

—¡Feliz día! ¡Feliz día!

—¿Qué pasa, mi hijita, qué pasa? ¿Y la gente? ¿Dónde está la gente?

—¿Para qué quiere gente? ¡La gente es toda ingrata y mala! La Rosario y yo la venimos a coronar reina, porque usted es la más linda y la más noble y la más santa que hay…

—¿A coronarme reina?

—Sí, y a celebrarla.

—¡Ay, qué bueno! Yo que estaba tan triste porque nadie me trajo regalos, ni siquiera Andrés…

Y como los mercaderes orientales de las leyendas, las sirvientas desplegaron a los pies de la reina los resplandores de sus presentes: un vestido cuajado de estrellas, una larguísima serpiente blanca emplumada, un cetro engalanado con cintajos y velas, una corona en la que crecía un jardín de flores de plata.

—¡Qué cosas tan lindas! ¡Mi traje de reina! Y mi corona…

Con gran dificultad, porque la señora parecía haberse debilitado tanto en el curso del día que ya no era capaz de controlar sus movimientos, le pusieron el vestido endiamantado. Al hacerlo, la gasa débil se jironeó en varias partes, y una cantidad de mostacillas se desprendieron, formando un reguero de estrellas entre los pétalos esparcidos. La anciana no parecía darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Tan endeble era su conciencia agotada, y sin fuerza ni brillo sus ojos, que Rosario tuvo que ayudarla a apretar los dedos en torno al cetro.

—Yo quiero ponerme el boa —dijo Lourdes.

—No, yo —alegó Rosario.

Comenzaron una discusión que al minuto se transformó en reyerta. Dieron gritos y golpes, se persiguieron entre los muebles, insultándose y chillando, hasta que, después de mucho forcejear, el boa de plumas se partió en dos y cada una de las sirvientas se engalanó con un trozo. Una infinidad de levísimas plumas blancas quedaron suspendidas flotando largamente en la atmósfera transfigurada de la estancia.

—Ya, ahora sí que está lista para la coronación —dijo Lourdes.

—Mire, Lourdes, parece que la señora estuviera cansada. ¿Por qué no le damos un traguito de ponche, por si se anima?

—Buena idea —dijo Lourdes llenando un vaso.

—No le eche fruta, mire que le puede hacer mal.

—No, si no. Ponche puro, porque como ha estado delicada del estómago…

La festejada se negaba a abrir la boca. Rosario, introduciéndole un dedo en la boca para abrirla, logró verter un buen vaso de ponche en el gaznate de la nonagenaria, que se quejaba como un niño. En vez de animarse, la anciana desfalleció por completo.

—Ya, ahora sí que sí…

Volvieron a poner el cilindro en el fonógrafo. Adornándose las cabezas con flores y embozándose en sus plumas albas, las sirvientas, una rechoncha y pequeñísima, la otra vasta y cuadrada, tomaron la corona de plata y se aproximaron a la anciana.

—¡Viva la reina! —exclamaron al depositar la corona en su cabeza volcada.

—¡Viva la reinecita más linda y más buena del mundo! ¡Viva!

Haciendo reverencias y zalemas, se alejaron del trono. A Lourdes se le cayeron los anteojos, y riendo a gritos Rosario les dio un puntapié que los lanzó debajo del peinador. Lourdes no se preocupó de buscarlos.

Ambas criadas, livianas como el aire, aladas e ingrávidas, comenzaron a danzar. Se pavoneaban, riéndose a carcajadas, dando pequeños brincos, haciéndose saludos mutuos, reverencias, genuflexiones, agitando los brazos, las manos, contoneando sus cuerpos como bayaderas, coreando infantilmente la melodía del fonógrafo. Entusiasmadas, olvidaron a misiá Elisita, que, con la cabeza volcada hacia adelante y la corona de plata chueca sobre el rostro pintarrajeado, parecía haber perdido el conocimiento.

Un poco después, con las cabelleras revueltas y los tocados de pluma en jirones, enrojecidas y palpitantes y sudorosas, las criadas se dejaron caer sobre la cama. Cuchichearon y rieron durante unos segundos y pronto se quedaron dormidas. El cilindro del fonógrafo concluyó su melodía, pero siguió chirriando y chirriando y chirriando un buen rato, hasta que se terminó la cuerda. En el silencio de la alcoba se oía sólo la respiración de las viejas dormidas, y una última levísima pluma blanca fue depositada por el aire sobre la mano de misiá Elisita, donde aún corría un poco de sangre por las venas azulosas.