18

Con el escurrirse de los días, un equilibrio se había establecido en la salud de misiá Elisita.

—Es que en unos pocos días más es su santo y quiere estar bien para su fiesta… —opinó Lourdes.

—Pueda ser que venga más gente que para el cumpleaños.

—No creo que venga más. ¿Don Andresito irá a pedir para la fiesta de ese trago tan rico que ha estado tomando? ¿Lo ha probado, Rosario?

—¿Está loca? Yo no tomo vino.

—¿Vino? Si no es vino, y el vino no más cura y hace mal. ¿Usted cree que si fuera malo don Andresito tomaría? Nunca lo hemos visto que ande mal.

—A veces anda harto raro…

—Sí, pero eso es otra cosa. Usted sabe que se está poniendo como la señora el pobre. Serán los años, digo yo.

—¿Y cómo una no?

—Es que una es distinta. Mire. ¿Quiere probar? Pruebe no más, es de lo más bueno para el pecho.

—Mmmmm. ¿Es medio dulcecito, parece?

—¿No es cierto? Yo lo hallo de lo más bueno. Y si lo toma don Andresito no puede hacer mal, él que es tan melindroso. Le voy a dar una copita a la señora, a ver cómo le cae.

—Ha estado bien la señora…

—Mm, de lo más bien. ¡Y eso que hace una semana creíamos que se nos moría, por Dios! ¿Sabe lo que creo que la ha mejorado? Es la Estela. No crea que lo digo porque es sobrina mía, no. Pero es ella, estoy segura, tan buena la pobre chiquilla. ¡Estoy tan contenta de que me la hayan dado! ¿Y se ha fijado en lo deshuasada que está? Parece señorita ahora que se hizo la permanente y se pinta un poco. Y no se separa ni un minuto de la cama de la señora y se lo pasan rezando juntas todo el día. Le diré que eso es lo único que no me gusta mucho. ¿Qué le habrá dado a la Estela por rezar tantísimo, ella que es jovencita?

Andrés también estaba extrañado con la vuelta a la salud de su abuela. Y en su ánimo, como obedeciendo a la consigna de calma dada por la señora, apuntó también un período de melancólica estabilidad. Aunque a veces, sentado a los pies de la cama de la anciana, escuchando sus recuerdos o apaciguando sus infaltables sospechas, de pronto, sin causa y sin poder resistirse, miraba hasta la hondura confusa de su propio interior y percibía que, aferrada a su yo con una garra que lo hacía sangrar, su pasión por Estela conservaba allí el centro de todo desorden. Haciendo lo posible por dotar siquiera de algo de belleza a su sentimiento por la muchacha, y para forzarse a efectuar un acto heroico que comprometiera su voluntad, había ido en busca del tal Mario. Le dijeron que no estaba en Santiago. Dejando su nombre y dirección, partió asqueado. La miseria de la casa, la fealdad de la mujer que lo recibió, el olor a comida y a cama sin hacer y a niños sucios, lo hirieron con la humillación de constatar que Estela lo había inducido no sólo a un caos interior, sino que además lo había puesto al alcance de esa vida insoportablemente pobre, una vida en la que todo lo siniestro —el crimen, los vicios, el robo, todo— era posible, y hasta comprensible, meditó Andrés, porque cualquier cosa era mejor que abandonarse a esa miseria. Lo estremeció una satisfacción salvaje, como la más emocionante venganza, al pensar que Estela, al escoger esa vida, también se mancharía con ella, y con el tiempo llegaría a ser igual a esa mujer inmunda que con tanto recelo lo recibió. Entonces, él dejaría de desearla.

Viendo cómo al darle a conocer el resultado de su visita las facciones de la muchacha resucitaban, deseó azotarla por idiota y por preferir tan alegremente la miseria antes que entregarse a él, que tan bella vida podía ofrecerle. Deseó azotarla hasta manchar la suavidad de sus pómulos y de sus ojos, los que una luz incierta volvía a entreabrir, y romper esas manos de palmas rosadas que con la emoción de la noticia no acertaban a elegir una posición.

—¿Y cuándo va a volver?

—Pronto.

Era la única vez, durante todo el tiempo que habían vivido en la misma casa, que Estela le dirigía una pregunta directamente. Era como si una relación nueva, de igual a igual, una conspiración, o una confianza tremenda, comprometedora de toda su capacidad de desinterés, naciera con esa pregunta.

—Bastante luego —recalcó Andrés.

La muchacha volvió junto al lecho de la anciana. Allí, rosario en mano, escuchando los ruegos de misiá Elisita para que Dios castigara a los pecadores y los hiciera arder en los infiernos, Estela lloró, de rodillas y con la cabeza humillada. Juró a misiá Elisita que si no existiera ese hijo jamás volvería a ver a Mario, porque todo lo relacionado con él era sucio y repugnante.

—Estás arrepentida, pero no por eso dejas de ser pecadora, porque te entregaste con placer. No te irás al infierno, pero es seguro que pasarás mucho, mucho tiempo en el purgatorio, quemándote. Porque aunque estás arrepentida, estás sucia con una mancha que nada más que el fuego puede borrar. Y sólo las que nunca hemos pecado nos iremos al cielo…

Desde la penumbra Estela maldecía la desdicha de haber conocido a Mario.

Inmediatamente que salía del cuarto de la anciana la llenaba un sentimiento bien distinto. Percibiendo la presencia de Andrés en alguna habitación vecina —oyéndolo toser o encender un cigarrillo—, se aproximaba a él sin que la viera, como para colocarse dentro del radio de su protección. Allí, la mancha de que misiá Elisita hablaba se disolvía, y la presencia de Andrés la llenaba de un vehemente deseo de estar cerca de Mario, de tocarlo, de vivir con él como fuera, sucia o limpia, aunque la hubiera abofeteado y aunque la abofeteara de nuevo mil veces, y aunque la hubiera llamado ladrona.

Una tarde Andrés se hallaba descansando en su dormitorio. Lourdes le anunció que un caballero deseaba hablar con él.

—¿Un caballero? ¿Qué caballero?

—Sí… bueno, no sé, no parece que es caballero. Es hombre no más. Dice que quiere hablar con usted, urgente.

—¿No lo conoces?

—No, nunca había venido antes.

—¿Quién será?

—Lo está esperando abajo. Se me ocurre que debe de querer un empeño. Voy a bajar, para no dejarlo solo. Usted sabe lo mala que está la gente ahora.

Andrés bajó al vestíbulo, donde René parecía estar inventariando con su codicia los objetos del recibo. Su ropa brillosa desmentía sin apelación la seguridad satisfecha que su figura adquiría como para ponerse a tono con tanto lujo.

—Buenas tardes. ¿Usted quería hablar conmigo?

—Ah, señor Ábalos. Mucho gusto, y disculpe que lo venga a molestar —exclamó René.

—¿Qué desea?

—Bueno, señor Ábalos. Yo no quería molestar a un caballero que debe de ser tan ocupado como usted. Pero usted estuvo en mi casa el otro día no más y dejó su dirección, así que se me ocurrió venir a ver lo que quería. Mi mujer es muy ignorante y no supo explicarme las cosas. Siento mucho no haber estado en mi casa para recibirlo personalmente, pero tenía negocios urgentes en Valparaíso.

—¿Por qué vino usted y no Mario?

—Bueno, es que él es menor de edad y yo corro con sus asuntos.

—¿Qué asuntos?

En realidad, meditó Andrés, este pobre hombre era demasiado débil, demasiado absurdamente indefenso. No podía haber amenaza ni vicio alguno en el mundo representado por este ser patéticamente raído, que tan sin eficacia se pavoneaba. Esto no era más que miseria.

—… el asunto de la cabra, pues…

—Estela.

—Sí, Estela creo que la nombran. Él no tiene con qué casarse, usted sabe cómo es la cosa, un cabro tan joven que está sin pega…

—Yo haría que se la devolvieran.

—Ah…

¡René no podía permitir eso! Que le devolvieran a Mario el trabajo en el Emporio significaría su independencia y su tranquilidad, su reintegración al curso claro, normal, luminoso de la vida: casarse, tener hijos y, si lo hacían empleado particular de nuevo, hasta seguridad. Entonces él, René, quedaría excluido de todo eso, sin salvación posible, con todas sus ambiciones embotelladas, ahogándolo. ¡No, no podía permitir que este caballero tan ofensivamente definitivo ayudara a Mario! ¡Él no podía seguir viviendo sólo para escuchar las quejas de la Dora y revender ropa maloliente y usada, y no tener más placer en la vida que tomarse una cerveza de vez en cuando! Él quería otras cosas, y ahora, sin la ayuda de Mario, esas cosas eran imposibles.

—Dígale a su hermano que venga a hablar conmigo.

Al oír el acento tranquilo del caballero, cuyas palabras encerraban una sentencia para él, un remezón de odio hizo que René se descontrolara:

—¿Y quién asegura que la cría es del Mario? Usted parece que tuviera mucho interés en casar a la Estela… —dijo, mientras con el rabillo del ojo no dejaba de espiar a Lourdes, que con la puerta del comedor abierta ordenaba sobre la oscura extensión de la mesa lo que a René le pareció un tesoro de platería. Esta visión lo apaciguó.

La insinuación de que él, y no Mario, era el padre de la criatura de Estela demoró en penetrar con toda su fuerza en el cerebro de Andrés. Pero cuando se hizo sentir, lo colmó de asco por haber permitido que siquiera rozara la orilla de su mundo este otro mundo de acusaciones viles, de extorsiones y vicios. ¿Cómo se atrevía este roto a violar los límites tan cuidadosamente preservados por varias generaciones de la familia Ábalos?

—Salga de esta casa inmediatamente. Y si sabe lo que le conviene, no se atreva a volver —dijo, despidiendo a René sin más trámites.

Andrés subió a su cuarto. Abrió la portezuela de su velador para sacar una botella, botella sin la cual ahora le resultaba difícil vivir. Se sentó en la cama y empinó un trago. Y otro. Y otro. Pero por mucho que tomara, lo sabía muy bien, no lograría romper esa armazón suya que le impedía seguir la única inclinación que lo dominaba, la de lanzarse hambriento sobre el cuerpo de Estela.

Al salir de esa casa, René traía los ojos cuajados de objetos de plata refrescándole deliciosamente la retina. Era un tesoro lo que había visto, casi al alcance de su mano. Al dirigirse a casa de don Andrés Ábalos, una confusión de proyectos vagos había proliferado en su mente, seguro de que su salvación se hallaba bajo ese techo, pero ignorante aún de la manera en que se la proporcionaría. ¿Robar algo, una joya por ejemplo? ¿Explotar alguna debilidad de don Andrés, por Estela o por Mario? ¿Hacerse proveedor para los vicios del caballero —los que tuviera— y apoderarse de su voluntad y de sus reales? Al salir de la casa, todo en su mente se hallaba resuelto. Era muy simple. Entrar en la casa de don Andrés una noche cualquiera, reunir los objetos de plata en un saco y partir. Nada más.

Junto con plantearse el proyecto con claridad, René volvió a adquirir esa dureza que su derrota en Valparaíso había fundido. Nada era difícil para él, nada peligroso ni vago. Su ceja izquierda se alzó con su antiguo gesto de cínico de folletín, y una seriedad cruel apretó sus labios espesos delineados por su bigotito. Se tocó el bigote. Estaba en desorden y, como sus cabellos, mal cortado. Después de asegurarse que aún conservaba los pocos pesos que la Dora le había conseguido vendiendo un par de animales de trapo, decidió entrar a una peluquería cerca de su casa. Nada tan propicio a la meditación agradable como una silla de peluquería.

—No muy corto atrás, Juanito —dijo tomando asiento.

—¿Qué te habíai hecho?

—Andaba en unos negocios fuera de Santiago. No, aféitame primero…

—¿Y cómo te fue?

René no respondió. Ya había reclinado su cabeza sobre el cojinete y cerrado sus párpados violáceos. La adiposidad de su rostro se entibió bajo la espuma blanca, que por contraste dotó a sus mejillas de una transparencia verdosa. Con los ojos cerrados, el vasto paño blanco borrando la individualidad mísera de su vestir, las manos suavísimas del peluquero recorriéndole las facciones y el gaznate y estirando la piel cerca de sus orejas, el perfume del jabón y de la colonia, hicieron descansar con toda plenitud su mente, abriéndola a perspectivas magníficas. Era como si recién ahora naciera su verdadero yo. El futuro era bello y preciso, quizás en el norte, pero muy lejos del lecho compartido con la Dora y de la necesidad de mendigarle los cuartos ganados con la venta de sus juguetes de trapo.

Entreabrió los ojos. Miró los ojuelos amarillentos de Juanito fijos en su labor despreciable, sus mejillas desplomadas con el cansancio de vivir, como las mejillas de un dogo desilusionado y bonachón. En el espejo vio que la mano de Juanito hacía brillar la navaja cerca de su nuez, y ziss, despejó un trecho de espuma.

Ese destello en manos de un ser insignificante era una amenaza.

¡Estela!

Lo importante era que Estela no formara parte del plan, convencer a Mario de que se la debía excluir. Si Mario insistía en llevarse a Estela consigo después del robo, todo estaba perdido, porque la huida de la muchacha señalaría una pista hacia Mario y hacia él. Encima de la mesa del comedor, mientras hablaba con el caballero, había divisado varios faisanes de plata, unos peleando, otros picoteando sobre la pulida caoba. René sabía muy bien a quién se los iba a vender y cuánto era posible obtener por ellos. Sí, era necesario no engañarse: Estela era la única persona que podía dejarlos entrar y dirigirlos. Pero… quizás pudieran ocultarle el propósito de alguna manera. Era preferible que dejara entrar a Mario para hacer el amor, y después sería fácil que el muchacho le abriera la puerta a él sin que Estela se enterara. Sí. Todo era claro.

Más tarde, en el Cóndor, tomando cervezas cuando el bar estaba a punto de cerrar, René, limpio y renovado, con las mejillas relucientes y el cabello en orden, habló con Mario:

—¿Creís que no se dejó preñar adrede para pescarte? Que a mí no me vengan con esas patillas. Todas las mujeres son iguales, cabro, todas, lo único que quieren es tener un gallo que las pise y que les dé plata para no tener que trabajar. ¡Que a mí no me vengan con leseras de amorcitos! Te casai con ella nada más porque te dice que está preñada, y al mes te dice que tuvo pérdida. Mentira. No estaba esperando. Era nada más que para casarse… pero ya no podís hacer nada porque estai pescado. ¡No! ¡Uno las pisa y adiosito no más! ¡Eso es de hombre! Mira a la Dora. ¿Creís que si no fuera por causa de la Dora yo andaría tan jodido como ando?

René se enardecía mientras sus palabras se atropellaban para comunicar su plan a Mario. Éste, sentado frente a él en la penumbra del bar que ya iba a cerrar, dejó caer todas sus defensas, y todo en él se fue soltando. Hasta que la sonrisa del muchacho, que era defensiva, se transformó gradualmente en sonrisa de entrega total, y el gesto de su ceja remedó el gesto de la ceja de René.

—¿Cuándo? —preguntó Mario, desparramando sin aprensión su cuerpo, con un brazo drapeado en el respaldo de la silla vecina.

—Mañana. No, pasado mañana en la noche, mejor —respondió René.

No lo había planeado así, pero la entrega incondicional de la voluntad de Mario atizó su urgencia. Ya sentía el rollo de billetes salvadores en el fondo del bolsillo de su pantalón. Centelleó el oro de sus dientes al hablar entusiasmado, gesticulando con sus manos gruesas adornadas por la sortija.

Bebieron cerveza tras cerveza.

El entusiasmo de René se apoderó de Mario. ¿Ladrón? ¿Qué importaba? Lo que él quería era pasarlo bien. Quería mujeres y trajes y corbatas, y que todos lo respetaran con un poco de temor. Tocándose los músculos jóvenes y tensos del antebrazo, pensó en que había sido un idiota al no hacer valer sus fuerzas como era debido. Le dolieron los puños con el deseo de abofetear a alguien hasta dejarlo sangrante, de dejar a alguien aturdido de un solo golpe para que todos dijeran:

«Mira, ahí va el Mario. Hay que tener cuidado con él…».

¿Estela? Nada… otra mujer más entre las muchas que se proponía tener en el futuro, porque él no se iba a dejar explotar por ninguna mujer. ¿Un huacho? No era el primer huacho del mundo. Y que la Estela no se hiciera la mosca muerta, al fin y al cabo ella también era ladrona, sí, ladrona igual que él. René dejó caer una manaza convincente sobre el hombro de su hermano, diciéndole:

—… tenís que ir para allá mañana en la noche y hacer las paces con ella. Y entonces le decís que a la otra noche te deje entrar para acostarte con ella. ¿Veis? Y después me abrís la puerta a mí sin que nadie sepa, y sacamos todas las cuestiones que hay encima de la mesa del comedor. Y después se las llevai a don Saladino Páez, que a ti no te conoce ni en pelea de perros, y yo te digo cómo lo tenís que hacer para que te las pague bien. Y al otro día tempranito desaparecemos los dos juntos, solos, con toda la platita…

Mario fue donde Estela a la noche siguiente.

Y al sentirla abrazándolo, llorando en silencio, toda la dureza del muchacho volvió a desintegrarse. En ese umbral oscuro que tan bien conocía la escasa retórica de sus amores, de nuevo lo estremeció la belleza de Estela y el calor de sus labios presos en su boca en el frío de la noche. ¡Era tan bonita! ¡Tan completamente suya! Tanto, que al llanto de Estela el muchacho mezcló algunas lágrimas propias que parecían surgir, recorriéndolo entero, de todos los ángulos de su ser. Estela no hizo preguntas ni recriminaciones, sino que apegada a él acariciaba la dicha de tenerlo de nuevo. Una fe renovada y ardiente barrió todas las dudas sembradas en ella por misiá Elisita, dejándola largo rato muda, tibia de amor y contentamiento, apretada a ese cuerpo que le daba todo el orden de su vida.

—¿Te gustaría que nos fuéramos a Iquique? —preguntó Mario, y sintió el mariposeo del pestañear de asentimiento acariciándole el cuello.

Sí. La llevaría consigo adonde fuera y como fuera. Todas las exigencias de René se borraron de la mente del muchacho. ¡Que René no contara con él si no lo dejaba llevarse a Estela! Concertaron una cita para pasar la noche siguiente juntos en una de las habitaciones del piso bajo del caserón, y Mario decidió no comunicar hasta entonces el proyecto a Estela.

—Bueno —dijo ella—. Ahora me tengo que ir para adentro. Mañana es el santo de la señora y todavía no he terminado todo lo que tengo que hacer. Hay fiesta…

—¿Fiesta? ¿Y cómo vamos a estar juntos, entonces?

—Tonto, si se van como a las nueve, y todos en la casa quedan tan cansados que menos nos van a oír, así que mucho mejor…

—¿Para qué te vai tan luego para adentro? ¿Qué tenís que hacer?

—Uf, una pila de cosas. Tengo que guardar todas esas cuestiones de plata del comedor antes de mañana. El patrón dice que es muy delicado dejarlas encima de la mesa. Oye, si el viejo está con las mismas que la señora. Dijo que ya no las iba a sacar más de la alacena, hasta que la señora se muriera, quién sabe en cuántos años más irá a ser…

—¿Guardarlas con llave? ¿Y adónde?

—En la alacena al lado del comedor. ¿Por qué?

—No sé, porque sí. ¿Y quién guarda la llave?

—Mi tía Lourdes. ¿Por qué, oye?

Se despidieron.

Las cosas estaban presentándose exactamente como Mario las hubiera querido. Por una parte, el hecho de que la platería quedara guardada esa noche para siempre aplazaba el posible descubrimiento del robo hasta después de la muerte de la dueña de casa. Por otra parte, la llave permanecía en custodia de Lourdes, y por lo tanto sólo mediante la participación de Estela era posible apoderarse de esa llave. Ahora René no podía negarse a incluir a Estela en sus proyectos de evasión.

Mario tuvo que aguardar más de una hora en la esquina del parque a que pasara el tranvía, y cuando por fin pasó, ya había oído las doce de la noche dadas por el carillón de la iglesia vecina. El cobrador que recibió el importe del pasaje del muchacho se hallaba tan adormecido que el conductor, sabiendo que no podía confiarse en él, hizo partir el vehículo sin esperar su señal.

Había sólo una persona en el interior del tranvía. Mario se sentó justo detrás de ella, al lado de la ventana. Cerró los ojos como para dormitar durante la larga circunvalación que el vehículo debía hacer antes de acercarse a su barrio. En ese interior aclarado por una luz amarilla y trepidante, no había nada que mirar salvo los avisos, y ésos Mario ya los conocía. Se arrellanó en el asiento, cruzando los brazos sobre el pecho y al hacerlo nació en ellos el recuerdo de la dimensión precisa del talle de Estela. Apretó los brazos como si aún la tuviera presa entre ellos.

«¿Y adónde queda Iquique?», le había preguntado la muchacha.

¡Era tan huasa, tan chica, tan tonta, tan suya! Mario se había reído de su ignorancia, sin poder más que aclararle que Iquique estaba en el norte. Esa misma noche, sin falta, iba a decirle a René que si Estela no participaba, si no le permitía llevársela consigo, no contara con él para nada.

La mujer que viajaba delante de Mario tenía el pelo largo y lacio. Miró hacia la calle, revelando un perfil tejido de arrugas, la carne agotada soltándose ya en los pómulos y en la mandíbula. No era vieja, era una mujer como… como la Dora.

La mujer se puso de pie. Tenía el abdomen monstruosamente abultado. El volumen alzaba el pobre vestido por la parte delantera, revelando rodillas escuálidas, un poco sucias. Se tambaleó con el movimiento del tranvía. Cuando sus ojos huecos pidieron socorro mudo, Mario la ayudó a apoyarse.

—Por favor, ayúdeme a bajarme…

Mario, electrizado, se puso de pie y guió a la mujer por el pasillo hasta la puerta de bajada.

—Voy a la Asistencia, en la otra cuadra… —murmuró.

Mario bajó con ella.

La mujer apenas era capaz de dar un paso. En la calle desierta, un gato, al verlos pasar, saltó bruscamente desde el interior de un tarro basurero, haciendo rodar la tapa con gran estruendo. Maullando, se perdió a escape en la oscuridad.

—Es en la otra cuadra no más —murmuró la mujer débilmente, a modo de excusa.

A medida que la fuerza de sus pasos disminuía, apretaba más y más los dientes para dominar un aullido de dolor que Mario temió oír dentro de un segundo. Sus músculos apoyaban el peso casi completo de la mujer. Dentro de él se desató la conciencia furiosa de que sus músculos estaban destinados a tareas más nobles que la de apoyar a parturientas como la Dora… y tal como en unos cuantos meses más iba a tener que apoyar a Estela. La mueca dolorida del rostro de la mujer estaba muy cerca de los ojos de Mario. Unos pasos más allá ese rostro se desplomó sobre el hombro del muchacho, como el rostro de Estela. No pudieron seguir caminando.

—Quédese aquí, voy a llamar a alguien en la Posta, es a media cuadra no más —dijo Mario.

—No, no, por favor; no me deje sola —gimió ella.

Mario la ayudó a sentarse en el escalón de una puerta.

—No, no… —gemía la mujer mientras Mario trataba de librarse de esa garra con que ella se aferraba a su manga.

—Si ya vienen a buscarla.

—No, no —gemía la mujer, y sus gemidos crecieron en la calle solitaria a medida que Mario se alejaba corriendo hacia la Posta.

¡No! ¡No! A él no lo iban a pescar para esto…

Entró de carrera en la Posta, dio aviso al nochero adormilado y huyó, huyó de Estela para siempre, porque el horror había borrado hasta la última seña del cariño de la hora anterior. Y fueron los prolongados gemidos de Estela los que le destrozaban los tímpanos a medida que huía, y más tarde en su casa, donde se dio vuelta tras vuelta en el lecho, sin poder borrar esos gemidos que parecían abrir a tajos la quietud de la noche, y sin lograr dormirse hasta el alba.