La luz del alba comenzó a clarear débilmente en las rendijas de las paredes. Mario, con los ojos abiertos, tendido con las manos cruzadas detrás de la cabeza, las veía hacerse cada segundo más precisas. Pronto dejaron de ser sólo rayas blancas entre los tablones, y listando de luz el suelo rescataron de la oscuridad el revoltijo de sábanas sucias y frazadas del camastro donde dormían los hijos de René. Éste roncaba en el cuarto vecino. Pero no con sus ronquidos habituales, satisfechos y redondos, sino con ronquidos arrítmicos, fallados como el resoplar de un bombín descompuesto. Mario reconoció también estos ronquidos. Eran los mismos que había escuchado en las largas noches sobresaltadas que ambos hermanos compartieron sobre el mismo jergón en los confines de un cerro de Valparaíso, durante lo que a Mario llegó a parecerle una eternidad de noches sin solución, todas idénticas.
Al llegar a Valparaíso se había puesto sin demora en busca de la calle indicada en la carta de René: la calle Agravios. No resultó tarea fácil dar con ella, sin embargo, porque nadie parecía conocerla. ¿O era que, conociéndola, se negaban a darle señas para no comprometerse en el peligro de la presencia de René en esa calle? Mario recorrió cerros y cerros durante un día, una noche y otro día, creyendo percibir amenazas detrás de cada recoveco o esquina. Evitaba a los policías, quienes, se figuraba, le dirían, reconociéndolo al instante:
«A la cárcel, ladrón, hermano de René…».
Por lo tanto, siendo los policías los únicos seguros de saber la ubicación de la calle Agravios, tuvo que buscarla valiéndose por sí mismo. Vagó por los cerros Barón, Torpederas, Placeres, Polanco, divisando desde arriba los barcos que la bahía acumulaba en su abrazo azul, bajo el aire milagrosamente despejado de esos días interminables. Bajó al puerto. Oslo, decían las letras de la proa de un barco que una hilera de hombres sudorosos cargaba de sacos. Un saco se rompió. Arroz en los charcos del muelle y en los rieles de las grúas. Los sacos decían en toscas letras moradas: Fundo Santa Camila, Talca. Era arroz de Talca para Oslo el que pisoteaban los cargadores apresurados. ¿Dónde era Oslo? Marineros rubios, asomándose por la borda, lanzaban al viento salado carcajadas que no eran las que Mario conocía, y gritos con la impaciencia de otras latitudes. Un desorden de gaviotas, precipitándose desde quién sabe dónde sobre el vómito de desperdicios del barco, anegó el aire con su blanca algarabía. Oslo. Quizás, después de todo, Oslo no existiera. Quizás no fuera más que un espejismo nacido en ese día claro para tentarlo a maldecir el hecho de encontrarse allí, tentarlo a olvidarse de René y de ese destino ya elegido… pero que lo rondaba solamente, escabulléndosele en ese laberinto de Valparaíso, dejándolo solo y agotado, sin Fornino ni Estela, y sin poder hallar a René, que por lo menos haría de ese peligro vago algo inmediato y tangible.
Remontó un cerro, los pies doloridos, los zapatos calientes de tanto caminar. Había tomado autobuses decrépitos en busca de la calle Agravios, había subido tantos cerros, bajado a tantos zanjones, caminando lentamente, y se había agotado por tantos pasajes, paseos, callejuelas, escaleras que subían, bajaban, torcían, se extraviaban en esa sucia burla de casas y casuchas, que, perdido el objeto de su vagar con el cansancio, sus pasos eran maquinales y él se forzaba a seguirlos sólo para no detenerse a meditar. Llegó la noche. Rendido y sediento no pudo resistirse a entrar en una cantina cerca de la Aduana. Se sentó a una mesa. Bajo las luces varios marineros bebían junto a mujeres transpiradas, o mercaban su contrabando en un rincón. El sopor del vino cerraba las bocas de unos cuantos. Mario se sintió acometido por la necesidad de ser uno de ellos, de alistarse en un barco en que fuera posible huir de su existencia aplastada. Irse. ¡Oslo! ¿Existía realmente ese país con nombre de juguete peludo? Irse para siempre. Mario volvió la cabeza al creer que, aprovechando su sueño despierto, la mano pesada de un policía caía sobre su hombro. Irse. Regresar después de largo, largo tiempo, con una risa distinta en la boca, con calles y tiendas y cantinas y amigos y faenas y vientos diferentes poblando su recuerdo y limpiándolo de esto, volver cargado de lujos y cigarrillos exóticos para Estela. No. Estela ya no existía al final de ninguna de sus dichas. ¿Oslo? ¿Estela? A cada instante temía que la mano pesada se apoyara en su hombro, marcándolo para siempre. ¿La mano de un policía? ¿La mano de René? Eran lo mismo. Eran el castigo y la desgracia de los cuales ya no era posible librarse, porque ahora era hombre, y había perdido su empleo en Fornino, porque había abofeteado a Estela, llamándola ladrona. Y Estela estaba embarazada, quería pescarlo, igual que la policía. Ya no era posible hacer nada. Sólo encontrar a René y seguirlo a lo que fuera.
¿Oslo? ¿Estela? No. René.
Salió a la calle de nuevo para seguir cansándose y no pensar en esos nombres que lo dividían. Bajo un farol, un hombre lo detuvo para pedirle un fósforo. El rostro blanqueado del caballero que lo miraba con demasiada insistencia, como queriendo reconocerlo, le presentó la más inmediata de las amenazas. Mario respondió que no tenía fósforos y se alejó por el callejón oscuro. El extraño lo siguió media cuadra, se volvió, y estuvo acechándolo desde la esquina. Antes de doblar por la esquina siguiente, Mario dio una mirada atrás. Quizás el rostro fino del caballero sonriera aún bajo el neón parpadeante de la Bilz.
Caminó toda la noche. Sobre unos sacos, el aplazamiento benigno de un sueño breve lo alcanzó… pero después siguió caminando toda la mañana.
Por fin, a las tres de la tarde, con el estómago ardiendo de hambre y el sol certero enrojeciéndole el cuello, Mario encontró la calle Agravios. ¿Calle? No era precisamente una calle. En los confines de un cerro, cuando el cerro ya no era cerro y la ciudad no era ciudad sino campo, había dos casas apoyándose una en la otra, cuadradas cajas de calamina en cuclillas, en cuatro patas sobre un barranco. Estas dos casas constituían, al parecer, toda la calle Agravios, y la más grande era el número 2678. Una sola ventana cuadrada, en medio de ese rostro sucio de sal y de viento, era toda la comunicación de la casa con el mundo exterior. Una escalerilla subía desde el barranco hasta el vientre de la casa, y sobre uno de los tramos una gallina dormía plácida. Después de rondar la casa unos instantes, Mario exclamó frente a la ventana:
—¡Señora! ¡Señora!
Instantáneamente, como si lo hubieran estado aguardando, la ventana se abrió. Una vieja ajada y negra asomó la cabeza amarrada con un trapo rojo. En ese rostro oscuro y repleto de surcos, los ojos claros eran horriblemente jóvenes.
—Señora —repitió Mario en voz más baja.
—¿Qué quiere?
La caverna desdentada de su boca era de cien años, pero la voz, tal como los ojos azules, se había negado a envejecer. La cabeza de un niñito rubio, de unos ocho años apareció en el alféizar junto a la vieja, mirándolo también.
—Mi hermano René me dijo que lo viniera a buscar aquí.
—No está.
Y la ventana se cerró con un golpe que hizo trepidar la casa entera. La gallina saltó despavorida, cacareando hasta perderse entre los desperdicios del barranco.
Ya sin saber qué hacer, Mario se paró con las manos en los bolsillos, contemplando la bahía. El mismo barco que había visto cargar iba saliendo de la rada. Arroz de Talca para Oslo. Su corazón desalentado siguió mucho rato al barco, hasta verlo caer detrás del horizonte. Los remolcadores surcaban la bahía sin dejar rastro visible en la superficie tersa, el humo tiznaba la atmósfera un instante, pero pronto era diluido por la enorme transparencia. ¡Adiós, Oslo!
Volvió a mirar la casa.
Una presencia se desvaneció detrás de los vidrios sucios. Fue la única señal de vida que vio en la casa durante las dos horas que aguardó, rondándola. Era inútil seguir esperando. Ahora no tenía más que regresar. ¿Pero regresar a dónde? No sabía. Ya no importaba. Todo era igual.
Echó a andar cerro abajo sintiendo que otras esperanzas ya iban a volver a apiñarse dentro de él. El destino vagamente criminal que desde siempre lo había amenazado por el hecho de ser hermano de René lo rechazaba. Había hecho todo lo posible por encontrarlo, pero se le negaba, escabulléndosele. Regresar, ahora. ¿A dónde, a Santiago? ¿A la Dora y a la Estela embarazadas? No, no era posible. Él mismo se había excluido de ese destino que también era amargo. Ni siquiera a eso tenía derecho. Ya iba a llorar de desconcierto, ya iba a llorar de agotamiento mientras caminaba cerro abajo. La calle era angostísima, de casas tan frágiles que el menor viento, el menor ruido, aun el de sus pasos, podía derribarlas como castillos de naipes ajados.
De pronto vio que junto a él caminaba un chiquillo patipelado, vestido con una chaqueta de hombre cuyos faldones le rozaban las pantorrillas sucias. El chiquillo le sonrió angélicamente. El corazón de Mario dio un vuelco, adivinando que en esa sonrisa René volvía a atraparlo. Apresuró el paso, pero el chiquillo no se separaba de él. Mario se detuvo en una esquina y le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Te voy a llevar adonde el René.
Era el niño que se había asomado a la ventana junto a la vieja. Mario bajó la cabeza, obediente y partió tras él. Unos pasos más allá el niño se detuvo para encender un trozo de cigarrillo que sacó de una bolsa de nylon repleta de colillas. Ofreció una a Mario y éste la aceptó. Subieron y bajaron cerros, por calles, callejuelas y callejones. Las comadres gritaban de balcón a balcón. Un zapatero, en un sótano mucho más bajo que el nivel de la vereda, remendaba calzado que parecía recogido en un basural. Caminaron por un sendero como para cabras o mulas, casas abajo pegadas como por milagro al barranco y a las cuales se entraba por el techo; arriba, racimos de casas encaramadas en zancos, a las que se montaba por interminables escaleras llenas de codos y zigzagues. De pronto, al fondo de un desfiladero de casas, un triángulo invertido de mar azul.
Salieron a una terraza desde la cual se abarcaba la perspectiva entera de Valparaíso: desde Concón hasta las Torpederas, todo amplio, claro, celeste.
Llegaron al plano. El chiquillo preguntó a Mario:
—¿Cansado?
—No…
—Ya vamos a llegar.
La única salvación para Mario era seguir a su guía —eso por lo menos era una dirección—, desechando todas sus propias sospechas y preguntas. Si dudaba, este muchachillo, frágil como el humo que exhalaba su boca de cuando en cuando, seguramente desaparecería, dejándolo solo para que comenzara toda su búsqueda de nuevo.
Cerca de la Plaza de la Victoria llegaron a una sólida casa de varios pisos adornada por viejas cariátides, canosas ya con el excremento de generaciones de palomas. El esplendor de un Valparaíso de opulencia transatlántica y mercantil agonizaba en el sombrío anonimato de esta calle. Algo impresionante, sin embargo, como un cadáver que se resiste a ser enterrado, recorría como por dentro y en silencio la inutilidad de esa pompa descascarada de calle que no ha logrado conservar su gloria.
Se detuvieron ante una puerta.
—Ahí es —dijo el niño, señalando un balcón de segundo piso.
Mario levantó la vista hacia donde el niño indicaba, y al volverse para buscarlo y pedirle explicaciones o ayuda, su corazón dio un vuelco al ver que se había esfumado.
La plancha bajo el timbre decía:
«Esteban Ríos Ferguson, sombreros para señoras, creaciones exclusivas».
Mario tocó el timbre.
El clic del cerrojo tardó en sonar en la calle. Empujó la puerta, y una angosta escalera de mármol blanco acarreó su vista hasta la cima, donde un vejete seco, ataviado con un abrigo larguísimo y calzado con babuchas de franela escocesa, lo miraba sonriente desde detrás de sus anteojos verdes.
—Suba, joven, suba no más…
Mario subió, siguiendo al hombre hasta el recibo, donde grandes espejos entrevistos parecían enfriar las tinieblas. Tropezó en un biombo bordado con un papagayo de oro áspero. Mario creyó que la oscuridad se hallaba poblada de damas elegantísimas, pero cuando una puerta rechinó al abrirse, dejando entrar un poco de luz, vio que no eran seres vivos sino cabezas de palo, sin facciones, tiesas en sus pedestales de madera, mudas bajo magníficos sombreros de aparato, emplumados o envueltos en velos con mostacillas que lucían como mil ojos de gato en la penumbra.
—¿Usted es uno de los…? —el vejete dejó su pregunta acariciadora suspendida, y suavemente tomó el brazo de Mario para conducirlo hasta la puerta iluminada.
A través de esa puerta el muchacho vio una pieza donde tres o cuatro mujeres bebían junto a varios hombres en torno a una mesa. Un marinero alto y barbudo se trabó en una lucha jocosa con una mujer de chomba verde que trataba de ponerle un sombrero lleno de flores y cintas. Todos reían. Pero era como si sólo estuvieran jugando a reírse, sus risas eran sin facciones, como las calvas cabezas de palo que también colmaban esa habitación. Por fin la mujer triunfó, y el marinero barbudo quedó engalanado con el sombrero. Hizo un mohín coqueto y sonaron varias carcajadas de maniquí. Después todos parecieron confundirse con las cabezas de palo y Mario ya no supo cuáles eran vivos y cuáles no.
—No… no soy… —respondió Mario.
En una pieza interior una guagua chillaba a más no poder. Mario sintió el conocido olor a comida y a ropa húmeda secándose en un brasero que hay en las casas de los pobres, y lo que en un comienzo le había parecido lujoso perdió de golpe su prestigio, advirtiéndole que todo era miserable, disfrazado de riqueza por las sombras y el miedo. El vejete presionaba acariciadoramente su brazo, como si lo urgiera a pasar. Su amable sonrisa estaba suspendida, como en espera de una palabra de Mario para acentuarla. La mujer de chomba verde se le acercó. Tenía la cara coloradota, como si recién se la hubiera fregado con un trapo áspero. Preguntó:
—¿Éste es para mí?
El vejete, alzando los hombros y suavizándose más aún hasta casi derretir su voz y sus ademanes, indicó el cuarto de donde la mujer había salido.
—Pase no más, joven, con confianza…
—Parece que tiene los ojitos claros —murmuró la mujer.
—No… —respondió Mario.
La puerta del cuarto iluminado se cerró de golpe ante la negativa. Una guagua gritaba en alguna habitación cercana como si estuvieran descuartizándola.
—Bueno —dijo la mujer con impaciencia—, ¿qué necesita, entonces?
—¿Está René? Yo soy hermano de él y…
El hombre soltó bruscamente el brazo de Mario. Había dejado caer, rompiéndola, toda su suavidad. El brillo de sus ojos atravesó punzante el cristal verde de sus gafas.
—¿René? ¿Ese sinvergüenza? ¿Eres hermano? ¡Cómo no que va a estar aquí! ¡A patadas lo hago echar si se me viene a meter aquí otra vez, pedazo de mierda! ¡Por causa de ese maricón se me jodió el mejor negocio de mi vida! ¡Metiéndose a gallo no más! ¡Dos meses perdidos por causa suya! Lo pescaron y lo metieron en la cárcel. Lo único que siento es que no lo pescaron con nada encima para que lo secaran en el chucho, por maricón. Sale esta noche. ¡Si habla lo mato, lo mato! El sabe cómo soy yo. Dile. ¡Lo mato!
Mario, retrocediendo hasta la puerta, huyó escalera abajo. El vejete gritaba desde la cima:
—¡Lo mato! Él me conoce, lo mato si habla…
Y Mario encontró a René en la cárcel. No podían hacerle nada porque al tomarlo no hallaron ni arma ni prueba alguna de culpa sobre él, y lo despidieron como se despide a un lanza cualquiera después de unas cuantas noches de calabozo.
Los hermanos se encaminaron en silencio hacia la calle Agravios, subiendo y bajando cerros anochecidos, el viento de lleno en la cara, René con la cabeza gacha, vencido. Cerca de la casa las preguntas contenidas durante meses dentro de Mario cayeron en avalancha sobre René. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Qué había hecho, para qué lo llamó, cómo cayó preso? ¿Y si la Dora y los chiquillos se morían de hambre? ¿Había peligro aún? ¿Qué iban a hacer, qué iban a hacer ahora? Él había abandonado su empleo en el emporio y ya no lo recuperaría, lo había dejado todo para acudir a su llamado. Tenían que hacer algo, lo que fuera.
—¿Lo que sea? —preguntó René, mirándolo de pronto como quien deja caer la mano sobre un insecto desprevenido.
—Sí… —la voz de Mario tembló al pronunciar esa sílaba tan pequeña que sellaba un compromiso definitivo.
—¿Palabra?
—Palabra.
En la casa de la calle Agravios, Mario y René dormían sobre el mismo jergón. Los ronquidos desacompasados de René, sus vueltas y revueltas en el lecho, no dejaban dormir a Mario, cuyos pensamientos bullían, locos como un perro persiguiéndose la cola.
Permanecieron en esa casa días incontables. René salía en la mañana, diciendo:
—Espera…
En la tarde regresaba tan cabizbajo que era difícil preguntarle para qué debía esperar, o exigirle que lo hiciera afrontar sin más tardanza algún peligro, algo que uniera su culpa a la de él. Más y más cabizbajo según iban pasando los días, se negaba a responder a las preguntas de Mario. «Espera…», nada más. Todo había perdido su sentido. ¿Oslo? ¿Estela? ¿René? Todo desinflado, todo igual, nombres nada más, desprovistos de significado verdadero.
—Espera…
Mario esperó porque no supo qué hacer.
Sin alejarse jamás de la casa de la calle Agravios, se entretenía jugando a las bolitas con el niño rubio, que entre bocanada y bocanada de sus eternas colillas le ganó los pocos pesos que le quedaban. Al anochecer, cuando el viento obligaba al niño a envolverse como una crisálida en su voluminosa chaqueta, Mario solía sentarse en la escalera de la casa para mirar las luces de los cerros, y el niño se acurrucaba junto a él en el mismo tramo. La gallina, que era mansa a pesar de ser un poco histérica, se echaba a dormitar en su falda.
Hasta que un día René llegó más temprano que otras veces, y más cabizbajo.
—Estoy jodido —murmuró, y nada más, pero la derrota había nivelado el color opaco de sus ojos distintos.
Al día siguiente dijo:
—Nos vamos para Santiago…
Y partieron en el tren de la noche.
Sagazmente, la Dora los recibió como si no se hubieran ido más que por un fin de semana de diversión. Se dejó arrastrar por su júbilo ante el regreso de René, guardando las recriminaciones para más tarde. Lo encontró flaco y de mal color, permitiéndose rabiar como un niño por lo sucia que traía la ropa. Lo ayudó a acostarse. Él, vencido, se dejó hacer. De alguna parte, quién sabe por medio de qué promesas o mentiras a los comerciantes y a los vecinos, la Dora hizo aparecer pan y carne, y preparó la comida. Más tarde, cuando ambos hermanos se durmieron, se quedó despierta largas horas fabricando con una premura febril sus multicolores animales de trapo.
Ahora Mario estaba sintiendo roncar a René en el cuarto vecino, tal como lo había sentido todas las noches que recordaba. Después lo oyó removerse, despertar, y luego cuchicheando con la Dora antes de levantarse.
—El otro día vino un caballero a buscar al Mario —dijo la Dora.
—¿Un caballero?
Había algo alerta, como un filo, dentro de la pregunta de René.
—Sí, un caballero.
—¿Y a qué vino?
—Dijo que la empleada de su casa estaba esperando…
—¿Y…?
—Dijo que la cría era del Mario…
—¿Vino en auto?
—No sé.
—¿Y andaba vestido cómo?
Mario vio que era el extremo del hilo de su vida que caía en manos de René, un hilo que iba a rematar en Estela y en ese caserón en medio de los árboles de su jardín abandonado. No, Estela no lo iba a pescar, ni con ayuda del caballero. René estaba para defenderlo y para enseñarle a aprovechar las oportunidades. ¡Que Estela se quedara con su huacho! La voz de René era clara y segura al interrogar a la Dora sobre el caballero, y sus preguntas fueron trazando un camino inequívoco hacia la casa de misiá Elisita. Mario apretó los ojos para ver estrellas y burritos de colores, logrando sólo ver la palabra ladrón. Pero esta vez no le tuvo miedo.
René no le dijo nada a Mario acerca de la visita del caballero.
En la tarde los hermanos, unidos como nunca antes por la derrota de Valparaíso y por todas las demás derrotas, se sentaron en el umbral de la casa a fumar un rato. La calle estaba llena de vida, de niños jugando a la pelota, de ventanas iluminadas, de muchachas riendo en grupos bajo los faroles, de gente que partía o regresaba o sencillamente iba pasando. Las recriminaciones de la Dora no se habían hecho esperar. Al pedir dinero para la comida sus protestas comenzaron más agudas que nunca, porque ni René ni Mario tenían ni un céntimo. Los llamó ladrones, inservibles, poco hombres. Como castigo le dijo a René que estaba embarazada.
Pero sentado en la calle, fumando junto a su hermano menor, René habló de cosas distintas, menos desagradables. Por primera vez relató a Mario algunas cosas de su vida pasada, abriéndose a él, entregándose tranquilamente ahora que se hallaban marcados por el mismo destino.
—… vivíamos en Iquique. Tú no conoces Iquique. Es un puerto macanudo, relindo, lindo de veras. Mi papá tenía un despacho chiquito cerca del muelle. Ahora último me he estado acordando todo el tiempo de ese despachito, quizás por qué será. A la entrada siempre había unos sacos con porotos y garbanzos y lentejas, con la boca abierta, así. Vendíamos verdura también, la poca que conseguíamos porque allá no hay… y unos rollos de cordeles que colgaban del techo, y cucharones, y ollas de fierro enlozado blanco, y a mí lo que más me gustaba era que me dejaran pintarles el precio con un lápiz de cera negra. Y en los estantes había escobillas de rama, y jabón de lavar, de ése azul recontra hediondo, y peinetas, y a veces hasta percalas y casinetas, y unos frascos con pastillas, y otros con bolitas. Una vez unos cabros amigos me hicieron tragarme una bolita porque me dijeron que era una pastilla. ¡Y si era igualita, oye!
René se rió desaprensivamente, mientras Mario, pendiente del curso que el relato iba a tomar, no dudó de que iba a preguntarle acerca del caballero, y de la casa, y de Estela…
—A veces, los sábados, cuando no había escuela, nos robábamos pastillas y galletas y nos íbamos a bañar a la playa y a calentarnos al sol. ¡Nos bañábamos en pelotita! ¡Me gustaría ver el mar otra vez, pero mar de veras, no en Valparaíso! ¡Valparaíso es una mierda, una buena mierda!
Escupió asqueado.
—Mi papá era tuerto, pero muy habladorazo, y muy reaniñado el viejo. En la tarde sacaba su silla de paja al lado afuera del negocio, a la vereda de tierra, igual como ésta, y se ponía a fumar unos cigarrillos más hediondos envueltos en unos papeles amarillos, Yutard se llamaban, creo, sí, los Yutard. Y alrededor de la boca el bigote blanco se le puso del mismo color que los cigarrillos. Se sentaba en la vereda este viejo diablo y les decía cuestiones a toditas las mujeres que pasaban, y a veces, cuando eran vecinas o conocidas, les pegaba su buen agarrón en el traste. ¡A alguien tenía que salir yo tan picadazo de la araña! ¡Y vos también, no te vengai a hacer el huevón conmigo, mira que yo sé muchas cosas…! A veces el viejo me daba unas palizas que me dejaban morado toda la semana, no me acuerdo por qué sería, pero era cada vez que se emborrachaba, y el viejo era buenazo para el tinto. En una de éstas lo pescó la camanchaca cuando volvía a la casa tarde en la noche, y se apulmonó. Ya tenía años. Y después se murió, pero de eso parece que no me acuerdo mucho. Y mi mamá, la misma mamá tuya, se casó con tu papá y se quedaron con el negocio, pero dicen que después le empezó a ir mal porque empezó a ponerse rabiosa con los clientes.
René se había elevado, lejos, lejos, como un volantín, olvidándose de Mario. Pero de pronto cayó de nuevo sobre él.
—¿Ves? Si es para eso no más que quiero plata. Para eso, no para andar botándola por ahí, no creai. Para instalarme por mi cuenta en alguna parte, no sé, me ha estado tincando volverme a Iquique. ¡Pero cómo! ¡Estoy aportillado de calillas! ¿Y cómo querís que siga viviendo con la Dora? ¡Yo ya no puedo más, mira que haberse ido a preñar otra vez! No, si yo me tengo que ir no más, aquí no aguanto. ¿Y qué voy a hacer ahora con los brazos cruzados, ahora que nadie va a querer darme negocio, ni siquiera las porquerías de antes, porque estoy desprestigiado? ¿De dónde querís que saque plata? Si no tengo ni para hacer cantar un ciego. Haría cualquier cosa por conseguirme un poco de plata, un poco no más para irme, cualquier cosa. ¿Y tú?
—¿Yo? Claro, yo también…
—¿No te gustaría trabajar conmigo, cabro? ¿Irnos para el norte, digamos, para Iquique? Y poner un bar, un barcito cerca del puerto donde todos los marineros traigan sus contrabandos y uno después se los vende a las pitucas y se hincha de plata. ¡Pero qué le voy a hacer! Hay que tener plata para principiar, los bares no los andan regalando. Un bar chiquitito, no muy grande, más o menos no más, eso sí que bien bueno y con harta fama… y yo que soy especial para servir tragos y para la conversa. ¡Puchas que sería bonito! Así sí que se puede gozar la vida. ¡Y yo quiero gozar! ¿Qué estoy haciendo aquí, pudriéndome?
—¿Y? ¿De dónde vamos a sacar plata? No conocimos a nadie que tenga ni para hacer cantar un ciego, nadie…
—¿Nadie? ¿Y cómo dice la Dora que un caballero rico vino a preguntar por ti el otro día no más? ¿Es amigo tuyo?
Mario sintió un escalofrío. Las cosas habían empezado a marchar. Como en sueños, tratando de refrenarse en un comienzo, pero dejándose llevar por sus propias palabras e intenciones ocultas, habló de Estela, del huacho que esperaba, del caballero y de la gran casa en que vivía. René fingió no saber nada respecto a Estela. Pero cuando sin pensarlo y sin saber cómo, Mario dijo que quería casarse con ella, René, enfurecido, exclamó:
—¿Casarte? ¿Estai loco? ¡No me vengai con leseras, no tenís veintiún años y no te dejo, no, no…, tenís que ayudarme a mí y a la Dora para la casa! No podís casarte, con algo tenís que agradecerme por todo lo que me he sacrificado… No, no.
Su rabia se fue transformando en consejos amistosos:
—Estai muy joven todavía, cabro, y tenís toda la vida por delante para gozarla. Mira la de oro que hice yo juntándome con la Dora, aquí me tiene jodido, jodido. ¿Querís joderte tú también? ¿Querís que te pase lo mismo que a mí? ¿Ah?
Esto convenció del todo a Mario, lo convenció de algo de lo cual ya estaba convencido. Y arrastrado por el magnetismo de su hermano, que lo llevaba a hablar de las cosas que René quería escuchar y no de lo que él quería decir, el muchacho habló largo rato del caserón sombrío en medio de los árboles. ¡Tan llena de cosas lindas la casa! ¡De lámparas, de adornos, de alfombras! René lo escuchó en silencio. Dejaba, simplemente, que su hermano atizara en su propia mente la idea que también crecía en la suya y que era el camino de la salvación. Después, como dándose tiempo para que las ideas maduraran, y con el fin de conquistar la confianza total de Mario, habló de otras cosas.
—Estos ricos… Y uno que no tiene un cinco, que nunca ha tenido. Pero vos no te podís quejar, yo siempre te he dado lo que he podido, y a mí me lo debís todo, eso lo sabís, así que… Tú no te habíai venido a Santiago todavía cuando yo era cesante y andaba pidiendo comida en un tarrito…; ¡hay que ver que habían hartos cesantes, oye! Hace tiempo… Me acuerdo de las colas de cesantes pililos que éramos, en la puerta de la iglesia de los Sacramentarios, y arriba de la escalera había unos fondos grandazos que echaban humito. Era lo único que teníamos para comer. Después, por suerte, me junté con la Dora, que tenía una pega en una fábrica, y entonces empecé a surgir. ¡Surgir! ¡Hace veinte años… y ahora ando igual, menos el tarrito! Creo que fue entonces que ni mamá enviudó del papá tuyo, medio lengua mocha era, dicen, yugoslaos creo que les dicen, y después se murió ella y vos quedastes huacho, y yo te mandé plata para que te vinierai a vivir conmigo, aquí en mi casa en Santiago. Así que, ya ves, me lo debís todo a mí, yo con la Dora te hemos educado y todo, y no podís decir nada, porque nunca te habimos mezquinado ni una cosa…