La anciana estuvo varios días sumergida en tal estado de agitación, presa de fantasmas, anatemas lanzados por ella misma y arrepentimientos, que era imposible conseguir que probara bocado. Como se debilitó bastante fue necesario llamar al doctor Gros, que después de examinarla someramente y sin conmoverse, no dijo casi nada.
—¿Y no vas a examinarla más? —preguntó Andrés, decepcionado.
—No. ¿Para qué?
—No sé. Al fin y al cabo está viva, igual que tú y yo…
—¿Qué quieres que te diga, Andrés? Tu abuela no está enferma más que de años, y para eso no hay curación. Tengo que repetirte lo que te he dicho mil veces: hay que esperar. Se aproxima un marasmo senil, el agotamiento de todas las funciones de su organismo. La materia, aburrida de estar viva, se prepara para el reposo de no ser más que sustancia. Es el ciclo que se cierra, simplemente. ¿Qué más quieres, a los noventa y tantos años?
Bajaron la escalera en silencio, Andrés adelante, un poco amurrado, como un niño al que no se ha concedido la importancia a que se siente acreedor. Bajando detrás de él, Carlos observó que en la nuca su cabello estaba sin cortar. Jamás lo había hallado tan viejo y tan pueril a la vez, reducido a su expresión mínima, casi como misiá Elisita. Recordó al Andrés de seis meses antes, conservando espléndidamente su tenue, palabra tan frecuente como admirativa en sus labios, dueño de discretísimas elegancias, de conversación informativa y vivaz al tocarse los temas de su preferencia. ¿Era, entonces, tanta la fuerza de la belleza de una sirvientita de diecisiete años como para hacer escombros la arquitectura de un ser, reduciéndolo a esto, a un vejete mal afeitado y sin control de sí mismo, que bajaba la escalera como si le dolieran los pies? Una ola de rabia contra Andrés por dejarse deshacer tan fácilmente borró toda compasión en Carlos. Hubiera querido empujarlo escalera abajo, remecerlo, hacerlo salir de sí mismo de alguna manera. Al pie de la escalera aguardaba Lourdes, con sus manos enlazadas sobre la barriga, sonriente y benigna, centrada en su inconmovible universo doméstico.
—¿Cómo estás, Lourdes?
—¿Yo? De lo más bien, don Carlitos, usted sabe que a nosotras las viejas hay que matarnos a palos. Son los jóvenes que están mal, ya ve a don Andresito. Chupado que parece un huesillo. Y no sale de la casa para nada. En balde yo me paso diciéndole que salga y se divierta, que vida no hay más que una sola…
Andrés, que mantenía la vista impaciente clavada en el suelo, asaltó el rostro de Lourdes con su mirada, preguntándole:
—¿Una sola, Lourdes? ¿Y la otra?
—Ja, ja, ja, mire las cosas con que sale. ¡Ésa es para otra cosa, no para divertirse, pues, don Andresito! ¿No digo yo que este niño se está poniendo raro? ¡Las cosas que dice! ¡La otra vida! Ja, ja, ja… ¿No digo yo que se está poniendo cada día más igual a misiá Elisita?
—Bueno, ya está bueno, Lourdes. Tengo mucho que hablar con Carlos. Llévanos algo que tomar a la galería.
—¿Ve, pues, don Carlitos? Si hasta conmigo se está poniendo de malas pulgas. Oiga, don Carlitos, yo quería hablar una palabrita con usted. ¿Por qué no aprovecha ahora que está aquí y me examina a la Estela, mire que anda con malaza cara, como si hubiera visto visiones? Yo le he estado dando agüita de toronjil, que dicen que es tan buena para la pena, pero la chiquilla sigue igualita. Y dice que anda con una puntada… quizás qué será…
Dirigiéndose al cuarto donde Estela aguardaba, Lourdes detalló de tal modo los síntomas de la dolencia de su sobrina, que al médico le parecieron no sospechosos sino perfectamente claros.
Encontraron a Estela tendida en la cama de un dormitorio de servicio desocupado desde hacía muchos años. Al principio la muchacha no quiso dejarse examinar ni responder preguntas, hasta que Carlos rogó a Lourdes que abandonara el cuarto. La sirvienta lo hizo, desconfiada, murmurando entre dientes:
—Es que usted es tan diablazo pues, don Carlitos…
Esta insinuación de Lourdes, además de ser ofensiva, fue un chispazo que con su claridad señaló otra cosa a Carlos: en el momento mismo de entrar en ese cuarto con olor a colchón en desuso y a armario vacío, la presencia animal de Estela tendida en el lecho lo había perturbado. Se mantuvo lejos del catre, interrogando a la muchacha con sequedad. El interrogatorio, sin embargo, estaba de más. Tanto su silueta ligeramente deformada como los síntomas detallados con tanta inocencia por Lourdes decían todo lo que era necesario saber. Estela se hallaba encinta.
Con su antebrazo la muchacha defendía sus ojos de la luz de la ampolleta desnuda que colgaba en el medio del techo, de modo que debajo de la blusa los tendones de la axila erguían sus pechos. Carlos buscó ese color rosado muelle de las palmas, descrito con tanta turbación por Andrés y, al verlo, un violento deseo de palpar a Estela acometió al médico. Nada más fácil. Bastaba decirle que era necesario que la examinara. Pensó en la tarde árida que se extendía ante él, en el regreso a su casa guiando el automóvil por las calles llovidas, sus amistades inlocalizables, Adrianita en un té de beneficencia, sus hijos dispersos en pos de sus intereses y aficiones. Estaba solo. Y la muchacha estaba tendida sobre su camastro. ¡Pero no, no podía ser! Carlos hizo un esfuerzo para retirarse del catre y plantearse una negación definitiva. No. Era sucio. Sucio e innecesario e inconducente. Lo reduciría al plano de Andrés… o peor. Entonando su voz hacia la dulzura, el médico dijo:
—Está bien, ya sé lo que tienes…
—No diga nada, no le diga nada a mi tía, por favor…
—Bueno, pero mañana tienes que ir al hospital para examinarte bien. Dime, ¿quién es el padre?
—Mario.
Nada más. Estela estaba llorando y con la cara sucia, pero todo el mundo debía conocer a Mario, porque era el centro de su vida, el único Mario de la tierra.
Carlos fue a reunirse con Andrés. Las mecedoras de la galería, las dos palmeras, los helechos y begonias, a pesar de ser los mismos de siempre, poblaban un silencio nuevo entre los dos amigos. En la penumbra Carlos oyó chocar el hielo en el vaso que Andrés tenía en la mano, y él llenó también su vaso. A través de los vidrios de la galería, más allá de los árboles del jardín, se descorrieron vertiginosamente los manchones negros de las nubes, desnudando aquí y allá boquetes de cielo colmados de estrellas.
—¿Tienes fósforos? —preguntó Carlos—. Ah, no te molestes, aquí encontré mi encendedor.
Andrés se inclinó hacia el médico, como si de él esperara palabras que arrancaran chispas de su yesca. De pronto Carlos se puso de pie, apagando el cigarrillo recién encendido en la tierra de un macetero de helechos. Exclamó:
—La Estela está embarazada.
Andrés se dejó caer contra el respaldo de la mecedora, que comenzó a balancearse. Preguntó en voz muy baja:
—¿Para qué me lo cuentas a mí?
—En última instancia, tú eres responsable.
—¿Yo?
—Claro. Tú la trajiste para que cuidara a tu abuela.
El movimiento de la mecedora continuaba disminuyendo.
—Dijo que el padre se llamaba Mario —agregó Carlos.
Una noche de neblina, Estela había tocado el brazo de un muchacho llamado Mario bajo un farol de la calle. Nada más. Desde ese momento todo para Andrés fue en disminución, mientras que en el vientre de Estela dos vidas conjugadas bellamente producían otra vida, completando un ciclo de perfección. Él, en cambio, se hallaba desnudo bajo un firmamento hostil, que sólo podía señalarle su propia pequeñez y la inútil brevedad de su conciencia. Andrés, con su dolor desnudo, palpó el tiempo, los millones de años hacia adelante, los millones de años hacia atrás, pensó en los seres que supieron prolongarse al realizar uniones con otros seres. En la tranquilidad de esa noche en la galería, balanceándose apenas en la antigua mecedora, Andrés permitió que una pena punzante lo envolviera, humedeciendo sus ojos vencidos.
—Hay que hablar con este Mario —opinó Carlos.
—Claro.
Después de un rato, Andrés agregó:
—La examinaste a ella que es joven, pero a mi abuelita ni siquiera la miraste. Apuesto que a mí tampoco me mirarías…
—No seas ridículo, Andrés. ¿Qué quieres que te diga de misiá Elisita? Que se va a morir…
Andrés, que había estado observando una estrella lejanísima descubierta dentro de un jirón de cielo, se puso de pie bruscamente, y exclamó:
—No me hables de eso, no me hables…
—¿De qué?
—No quiero oír hablar de la muerte. ¡No quiero! ¡No quiero!
—Pero hombre…
—¿No ves que lo que acabas de decirme me despoja de todas las cosas con que había sido capaz de disfrazar mi terror a la muerte, y me deja ese terror desnudo?
—Pero ese miedo lo tenemos todos…
—Ah, pero ustedes tienen lo que han hecho y lo que pueden hacer, tienen con qué defenderse. Yo no tengo ninguna defensa, ninguna… ni vida, ni fe, ni estructuras racionales… nada… nada más que terror…
—¡Qué estás hablando, hombre…!
—¿Qué experiencia tengo a mi haber? Ninguna, mis bastones… Y ahora, ¿qué experiencia me queda? La muerte, nada más. No puedo pensar en otra cosa. Y en ella no puedo pensar más que con terror porque sé demasiado bien que todas las teorías filosóficas, todas las satisfacciones de vivir y toda creencia religiosa son falsas, todas mentiras para ahuyentar el gran pánico de la extinción…
—¿Pero no ves que toda vida, toda creación en el campo que sea, todo acto de amor, no es más que una rebeldía frente a la extinción, no importa que sea falsa o verdadera, que dé resultados o no?
—¡Ah, si sólo lograra mentirme de alguna manera!
—Lo que estás diciendo es morboso y repugnante. ¿Para qué pensar en eso?
—Morboso. No pensar en eso… ¿Por qué no me dices mejor que silbe en la oscuridad? ¿Qué me propones, que adquiera una fe religiosa como se compra un par de calcetines? Pero no puedo hacerlo así. Daría cualquier cosa por recobrar mi fe. ¡Qué cómodo sería tenerla! Pero, por desgracia, las religiones no me dan más que risa. ¿No comprendes que no son más que disfraces del instinto de conservación, maneras de salvaguardarse del terror de no existir, formas de agrandar, impotentemente, mediante mentiras, esta vida que es tan horriblemente exigua? No, hijito, no tengas miedo, nos dice el Padre Eterno. No tengas miedo, no creas en la extinción. La muerte es sólo un juego. Vas a jugar a morirte, y después te voy a regalar una vida mucho más larga y mucho mejor y donde vas a divertirte mucho más que aquí. Y como silba en la oscuridad de la nada… ¡Claro que sería cómodo! Pero ahora yo estoy lleno de desprecio por los que son capaces de engañarse, consciente o inconscientemente, con esa fórmula de vida eterna. ¡Qué fácil es para ellos verse ante la muerte! ¡Qué descanso…!
Carlos estaba apabullado por la intensidad de las palabras de Andrés, como si éste lo abofeteara una y otra y otra vez, y él, con la cara sangrante y deshecha, fuera incapaz de levantar los brazos en defensa. Porque defensas había, miles de defensas válidas y verdaderas. Sólo vio claro que Andrés estaba convirtiendo lo que no podía pasar de un estado de ánimo en una posición ante la vida. Carlos no podía reflexionar, tanta era la fuerza de las palabras de su amigo. Además, estaba resfriado, y con eso sentía cada uno de los latidos de su corazón, cada pulsar de la sangre en sus mejillas y en la punta de su nariz, y en los extremos de sus dedos. Y estas pulsaciones producidas por un resfrío lo delimitaban, asegurándole que ésa era su forma en el espacio, que existía por lo menos aquí y ahora, y que dijera lo que dijere Andrés, esa forma era él, Carlos Gros, vivo y consciente. Andrés continuó:
—¿No te das cuenta de que todo no es más que un desorden, una injusticia, un juego de locura del Cosmos? Si hay un Dios que vele por el destino de los hombres, no puede sino ser un Dios loco. ¿Qué locura más completa que haber dotado a los hombres de conciencia para darse cuenta del desorden y del terror, pero no haberlos dotado de algo para vencerlos? No, Carlos, no te ciegues, el único orden es la locura, porque los locos son los que se han dado cuenta del caos total, de la imposibilidad de explicar, de razonar, de aclarar, y como no pueden hacer nada ven que la única manera de llegar a la verdad es unirse a la locura total. A nosotros, los cuerdos, lo único que nos queda es el terror…
En el silencio que rodeó a Carlos, el terror de que hablaba Andrés se estableció como una amenaza sólida y permanente. Con sólo moverse o hacer la menor concesión mental, lo sabía, ese terror se apoderaría de él. Pero no. Era suficiente estar resfriado, sentir que sus dedos latían, que su nariz latía, que su sangre latía en su oreja izquierda abrasada, para que el terror huyera más allá de esa estrella que brillaba en el último rincón del cielo… una experiencia verdadera pero que no alteraba la forma de su vida ni socavaba su individualidad. Andrés seguía:
—… y cuando me esté muriendo, te juro que patalearé y gritaré y me humillaré, que seré violento y cobarde y absurdo e indigno y desdichado, y con mi último aliento te imploraré que me salves, te insultaré porque dejas que me extinga…
Carlos se puso de pie como si fuera a azotar a Andrés. Dijo:
—¡Cállate! ¡Cállate, imbécil!
Parados uno frente al otro, mirándose, permanecieron un segundo en silencio. Después, como si por mutuo acuerdo hubieran decidido no abofetearse, se dejaron caer en sus sillones respectivos. Carlos dijo:
—¿Quieres destruirlo todo, imbécil? ¿Ésa es tu protesta porque una sirvienta no quiere acostarse contigo? Te crees un filósofo y no eres más que un histérico.
—Ésa es una manera de ser loco, de ser verdadero.
—¿Pero no te das cuenta de que la vida no es más que estructura? Todos, hasta los más vulgares, sabemos que la verdad, si existe, no se puede alcanzar. De ahí nace todo. Y tú te burlas porque los hombres buscan nombres hermosos y queridos con los cuales les sea posible engañar la desesperación. Bueno, ésa es la vida, porque no podemos vencer la muerte; son esos engaños los que dan estructura a nuestra existencia y pueden llegar a darle una forma maravillosa al tiempo en que somos seres de conciencia y, aunque te rías, de voluntad, no cosas, antes de volver a la nada y a la oscuridad. ¿Que las soluciones ofrecidas por las religiones y las filosofías y las ciencias no bastan? No, Andrés, te equivocas, bastan cuando echando mano de una de ellas eres capaz de dar una forma armónica a tu existencia. ¿No ves que lo único cierto son estos setenta años de vida en que la materia asume este privilegio de estar viva, y consciente de estarlo? La verdad en sí no interesa más que a los profesionales de ella. Lo que es yo, prescindo totalmente de la verdad. Me interesa sólo cuando se encuentra en relación a los demás seres y a la historia, cuando me pide una posición dentro del tiempo, no fuera de él. Tu terror es insignificante, Andrés, pobre, aunque te concedo que no te lo envidio. ¡Vivan las religiones, hasta la más absurda y atrabiliaria, todas, si con alguna de ellas somos capaces de escamotearnos este dolor absurdo que tú estás padeciendo!
—¿Y si me matara?
—No hables tonterías, no lo vas a hacer, no te creas héroe. Somos nosotros, no tú, nosotros, los que nos hemos apegado a las cosas, los que nos hemos fabricado o aceptado una vida, malamente, a trastabillones, como sea, nosotros, te digo, somos los héroes. ¿Por qué? Porque hemos aprendido a vivir con este terror, lo hemos incorporado a nuestras vidas. Somos seres vulgares, no dioses como tú. ¿Tenemos frío? Bueno, nos arropamos, no hacemos el inútil gesto heroico de salir desnudos a la tempestad…
Carlos encendió un cigarrillo. Había muchas cosas más que decir, quizás había esbozado apenas una parte de lo que hubiera podido decir, de lo que, ahora se daba cuenta, llevaba claro dentro de sí. Pero se hallaba invadido por la satisfacción de haber puesto en palabras por primera vez, después de la adolescencia, su posición ante la vida. ¿Era su realidad? Quizás no completa. Una tremenda melancolía fue subiendo de nivel dentro de él, como si al haberse definido se hubiera también limitado, mediante un engaño o un silbido en la oscuridad o lo que fuera, pero mediante algo que había cortado todos los caminos, menos el señalado. Frente a él, Andrés se hallaba encogido como un pequeño demonio seco, reducido a la nada. Después de largo rato de silencio, Carlos le preguntó:
—Bueno. ¿Y qué piensas hacer?
—No sé, no me preguntes nada ahora. Tratar de casarla, supongo, y de allanarle las dificultades…
El médico se puso de pie y tocó el hombro de Andrés, que con su pobre pasión impotente y ridícula volvía a ser una persona conmovedora. Amaba y no era amado, algo simple y, después de todo, armonioso. Carlos quiso demostrarle su afecto, pero no pudo porque se le escaparon todas las palabras y las efusiones. Andrés dijo:
—Ya que no puedo conseguir su amor, lo mejor será ayudarla a ser feliz, como en las novelas. Eso lo pienso ahora, en este momento, pero acuérdate de que a mí no se me puede pedir que sea consecuente y siga pensando mañana lo que pienso hoy. Quizás después…
—¿Después?
—¿Qué voy a hacer? No sé, no me extrañaría que de repente sintiera ganas de asesinarla…
Se rieron, y llenaron sus vasos una vez más.
Esa noche Carlos se retiró de la casa de Andrés con la sensación de que él, como ser humano, había alcanzado su cúspide por haber logrado expresar en palabras el contenido de su triunfo, pequeño y tal vez cojo, pero triunfo después de todo. ¿Era entusiasmo o sólo un poco de fiebre lo que hacía latir tan apresuradamente su corazón, produciendo ardores en la yema de sus dedos y en su oreja izquierda? Al salir lo rodeó el frío bondadoso de la calle, y fue como si todas las cosas, árboles, aire transparente, ruidos que después de acercarse se iban a perder en los confines de la ciudad, todo, quisiera apoyarse en su conciencia despierta para buscar sus realidades. Se diagnosticó un estado de hiperestesia, delicioso y turbador como el de un poeta, fuerte y abierto a la belleza y a la emoción de todo. El ruido de la verja al cerrarse se multiplicó clarísimo en sus tímpanos, el frío preciso de la manilla de la puerta de su automóvil descubrió su forma propia al sentirse encerrado en la tibieza de su mano regordeta, y el movimiento con que abrió esa puerta fue corto y perfectísimo.
Desde el interior de su automóvil se quedó observando esa casa defendida por esqueletos de árboles humedecidos, goteando aún después de la lluvia de la tarde; era una visión de lo inútil, con sus adornos de mala calidad confundiendo la línea esencial hasta borrarla a fuerza de pequeños torreones, mansardas innecesarias, terrazas, balcones que no se abrían a pieza alguna. Las luces del piso bajo se hallaban encendidas y caían al jardín desmenuzadas por arbustos y matorrales. La silueta de Andrés, encorvada sobre sí misma, se enmarcó fugazmente en la claridad de la ventana de la biblioteca: un ser hermético, desposeído de toda facultad que no fuera la de acariciar su propio drama. «Después… quizás…», había dicho, pero no era una amenaza. Durante un instante Carlos tuvo la tentación de volver donde Andrés y permanecer junto a él hasta ahuyentar todos sus fantasmas. Pero Andrés era un ser completamente solo, porque sus posturas trágicas lo despojaban de la humildad necesaria para saber pedir y saber recibir ayuda.
Carlos hizo partir el motor. Las calles fueron cambiando, las luces haciéndose variadas y hermosas y amenas. Todo era hermoso. Pero no para todos. En una habitación de segundo piso, misiá Elisita seguía burlándose de la muerte, y su vida, al prolongarse, iba desbaratando vidas valiosas en torno suyo. Esa noche Carlos no quiso pensar más en ellas. Él tenía una vida propia que proseguir. Aceleró para llegar pronto a su casa en busca del calor, merecido o no, pequeño o grande o imperfecto, que lo aguardaba allí porque él lo había generado. Se propuso vivir lo mejor de ello esa noche.
El vestíbulo de su casa, como de costumbre, estaba iluminado. Pero la luz no era cruel como en casa de Andrés, porque aquí los objetos eran completados por la claridad, y bajo ella adquirían significación al dejarse reconocer. Esa alfombra Tabriz, por ejemplo, fue un despilfarro adquirirla en un remate sólo un mes después de casados, en aquella época de cortos medios, y para pagarla necesitaron privarse de mucho. Ésa era la fotografía de sus dos hijos cuando eran niños, vestidos con el uniforme del colegio inglés en que los hizo educar, el más caro y el mejor de Santiago. Allá, Isabel retratada en traje de baile; era una lástima que siendo inteligente además de bonita estuviera empantanada en la vulgaridad de la vida social adolescente, ocultando sus valores reales bajo tonterías estereotipadas. En fin, Isabel tenía diecisiete años, el tiempo le sobraba para desprenderse de todo eso y, quizás a costa de equivocaciones, finalmente, dar curso a la mujer auténtica que había en ella.
Carlos se sacó el sombrero y se arregló la corbata frente al espejo del vestíbulo. Escuchó los ruidos apagados de la casa, el ir y venir de los sirvientes preparando la comida, un cuchillo que cayó al suelo, el chorro de agua en un baño del segundo piso, el tictac del reloj de la escalera. Eran ruidos gratos. Todo funcionaba con tranquila perfección. Al pasar del vestíbulo a la sala tomó de encima del cofre de cuero policromado un diario de la tarde, y desplegándolo llamó:
—¡Adriana!
Al pronunciar el nombre de su mujer, que casi sin darse cuenta había venido formando en sus labios desde que entró a la casa, sintió con agrado nuevo que las sílabas familiares acudían a su boca fácil y tibiamente. Repitió la palabra en voz baja para renovar la experiencia:
—Adriana…
Al oírse pronunciando así ese nombre viejo, el amor, viejo también, acudió lozano después de tanto tiempo, porque el amor estaba allí, y era suyo, y era fácil. Se sentó en un sillón de felpa color lúcuma y plegó el diario sobre sus muslos.
—¡Adriana! —volvió a llamar, apremiante ahora.
—¿Carlos? Ya voy, lindo… —repuso la voz de su mujer desde el segundo piso—. Espera…
Carlos escuchó el taconeo menudo de su mujer bajando la escalera. Apareció en el umbral, corpulenta, vestida con unos pantalones negros que solía usar en casa y que a él le disgustaban. Sólo hoy, por hallarse abierto a todo, no le parecieron mal. Pensó:
«Es increíble que tenga más de cincuenta años…».
Adriana no era una belleza y había ocultado los buenos puntos de su aspecto con la máscara trivial de la mujer que ha renunciado a ser seductora para los hombres, por verse bien ante los ojos de las mujeres. Pero el amor redescubierto por su marido cortó limpio entre los arreos y arrechuchos de un buen tono puramente mujeril, para dejar limpio lo que antes, hacía mucho tiempo, tanto admiró: ojos no grandes, pero elocuentes de viveza; algo gracioso en la postura y en el andar, conservado pese a los kilos distribuidos sin gran acierto; una lujosa transparencia de cutis.
La miró en silencio más de lo acostumbrado, apenas más. Adriana advirtió instantáneamente algo turbador, pero desechó la duda. Carlos no variaba, era igual, siempre igual, durante mucho tiempo demasiado igual, tanto que, si ahora dejara de serlo, para ella no resultaría más que una incomodidad. ¿Para qué inquietarse? Avanzó confiada hacia él, como todas las tardes.
Cegado con la certeza de que este amor suyo era real, que estaba allí, generoso, para recogerlo en un momento cualquiera, Carlos consideró que las infinitas mujeres amadas y agotadas, todo sus amores extramaritales, carecían de sentido al compararlas con Adriana. Ella llegó hasta él y lo besó en la frente. Carlos se contuvo. Éste no era el momento más apropiado para las efusiones, pero no pudo menos que conservar la mano de su mujer unos segundos más de lo habitual entre las suyas.
—¡Uf! ¡Qué cansada estoy! Fíjate que me ganaron más de dos mil pesos en el bridge. ¡Qué rabia! ¡Rosa…! ¡Rosa! Sirva la comida sin esperar a los niños. La Isabel fue donde la Pelusa y tú sabes lo que se demora cada vez que va para allá.
—¿Cómo estás?
Adriana, cigarrillo en mano, recorría la habitación, enderezando un grabado acá, moviendo allá una figura de blanc de Chine, de modo que su posición quedara justa. Estaba orgullosa de su casa. Todas sus amigas reconocían que era exactamente como debía ser y de la mejor calidad, nada era vulgar y nada era raro, palabra que encerraba un anatema de terror. Este tipo de satisfacciones compensaba otras satisfacciones a las que había renunciado hacía mucho tiempo y que ahora, al escuchar el tono pegajoso de la respuesta de su marido, temió que la incomodaran innecesariamente. Como si no hubiera oído, Adriana preguntó:
—¿Necesitas algo, lindo?
Carlos repitió la pregunta, borrándole el tono que había turbado a su mujer. Adriana se dejó caer en un sofá y, al comenzar a volver las hojas de una revista, respondió:
—¡Imagínate cómo estaré de furiosa! Perdí más de dos mil pesos…
—¿Fuiste a ese té de beneficencia?
—No, no fui. En el último momento me dio lata. Me cargan esos famosos tés de beneficencia. No se ven más que siúticas y diplomáticas centroamericanas, no sé de dónde salen tantas. Armé un cuarto aquí, y llamé a la Carmen Salas y a la Chepa, que vino a pesar de que tenía un chiquillo con escarlatina…
—¿Cuál?
—Diego.
—Ah. ¿Ese rucio flacuchento?
—Sí. Y la Alicia Amézaga. Hacía mil años que no nos veíamos…
—¿Cuál es la Alicia Amézaga?
—¿Cómo no te vas a acordar? La casada con Carlos Bouchon, uno que es abogado del Banco de Chile…
—No la ubico.
—Ay, pues, Carlos. ¡Cómo no vas a ubicar a las Amézaga! Esas dos hermanas que vivían en la segunda cuadra de la calle Cienfuegos cuando nosotros estábamos pololeando, y esa vez que pasó la Procesión del Carmen…
—¿Al lado de la casa de los Saldaña?
—No, pues, justo al frente, casa por medio con don Pastor Rodríguez cuando era senador…
—Ah. ¿Tú dices unas rubias un poco cortas de piernas, pero buenas mozas, que iban a la Plaza Brasil? Claro, eran de tu tiempo…
—¿De mi tiempo? ¿Estás loco? La Alicia, que es la menor, es de la edad de la segunda de mis hermanas…
—¿De la Meche? Bah…
—Sí, de la Meche. Así es que figúrate cuánto mayor que yo será. Por lo menos dos años. Claro que no se puede negar que se conserva harto bien…
Carlos leía el periódico.
Después pasaron al comedor. En el centro de la mesa había claveles blancos.
—Me los trajo la Chepa, son de la chacra. Enormes, ¿no?
—Mm… —dijo Carlos.
Mantenía la vista fija en Adriana, que evitaba sus ojos. Arregló un cubierto. Hundió más un clavel en el florero. Sin mirar a su marido, le preguntó:
—¿Estás enfermo? Tienes un poco de cara de fiebre…
—¡Adriana! —exclamó el médico.
Ella vio precipitarse una intimidad que no deseaba. Era muy distinto decirle lindo… o cuidarse de que comiera bien y estuviera contento. Pero estos romanticismos mudos, por ser tan ridículamente a destiempo, eran, bueno… casi inmorales, ya que después de su primer desencanto, que fue brutal, y de muchas secretas frustraciones, orientó su vida con un celo casi profesional a ser una mujer decente. Que todos lo supieran, y supieran la conducta de Carlos sin que ella jamás se quejara ni hiciera alardes de víctima, era un triunfo que le permitía admirar su propia nobleza, olvidando su natural falta de emotividad. En todo caso, era demasiado vieja para estas… estas miradas. Por lo menos tan vieja como su primera desilusión.
—¡Adriana! ¡Mi linda! No sé qué…
En ese momento Isabel irrumpió en el comedor tarareando una canción. Besó a su madre, después a su padre, y al sentarse dijo:
—No quiero nada más que ensalada y café.
—¡Qué facha, hija! —exclamó Carlos—. ¡Estás pintada como una mona! ¡Qué asco, mira cómo me dejaste la pelada!
—¡Lo pasamos regio donde la Pelusa! ¡Nos reímos…!
—¿Pero qué estuvieron haciendo? —preguntó Adriana, risueña—. ¡Tienes kilos de pintura en la cara! ¿Y por qué no quieres comer? Hay chupe…
—Estás asquerosa —insistió Carlos—. Anda a lavarte esa pintura antes de sentarte a comer.
—Pero, papá, si estuvimos en la casa de la Pelusa con otras chiquillas y pasamos toda la tarde ensayando maquillajes de artistas. Me apostaron a que no me atrevía a venirme así toda pintada. ¡Viera la cara que puso el chofer del taxi! Ja, ja, ja…
—Anda a limpiarte esa cara, te digo, pareces una…
—¡Carlos!
El médico, afrentado, se puso a leer el diario mientras terminaba de comer.
—Si no es para tanto —apaciguó Adriana—. ¿Para qué armas boches? Déjala comer tranquila.
Carlos no respondió. Su mujer y su hija comenzaron a hablar de vestidos y de gente, excluyéndolo completamente, como de costumbre, del cerrado mundo femenino que era el refugio de Adriana.
Más tarde, después de dar las buenas noches a su hija y a su mujer, Carlos se metió en su dormitorio. Mientras escuchaba a Adriana en el cuarto vecino disponiéndose a dormir, el amor de Carlos creció a pesar de todo, o más bien con todo, porque ésta era la forma de su vida, el bridge, la edad de Alicia Amézaga, los maquillajes de Isabel. Carlos aguardó un instante y abrió la puerta que separaba las habitaciones.
Adriana se hallaba incorporada en la cama, con un pañuelo ceñido protegiendo su peinado, un pote de cold cream en una mano, y los dedos de la otra embadurnados con el ungüento. Al ver aparecer a su marido, el gesto de Adriana se paralizó en el aire, dejó el pote en el velador, limpiándose automáticamente los dedos en un pañito celeste. No sentía miedo ni repugnancia. Éste era un deber como cualquier otro, necesario de vez en cuando, aunque prefería que fuera lo más de tarde en tarde posible.
Mucho después, uno junto al otro en el lecho, Carlos deseó hablar, explicar, compartirse con Adriana. Pero las palabras se le anudaron en la garganta. Las emociones del día, o quizás unas líneas de fiebre, lo hicieron verter unas cuantas lágrimas en el hombro frío de su mujer. Ella, fingiendo, por respeto a Carlos, estar dormida, reflexionó que si esto hubiera ocurrido diez años atrás, ella sería otra mujer, hubiera vivido de otro modo. No se dio cuenta si lo pensaba con tristeza o con satisfacción. ¿Cómo habría sido su vida si Carlos hubiera llorado en su hombro, una noche, diez años atrás? Tal vez no tan adecuada como ésta a su medida. Su marido era generoso y la respetaba. Adriana era capaz de quererlo hasta como para entregarle su cuerpo para que lo usara, como esta noche, por ejemplo. Pero Carlos ya no tenía derecho a pedir que compartiera sus emociones. ¿Frialdad? Más bien no, era simplemente un deseo de vivir tranquila, porque a su altura nada era peor que abrir necesidades que se hallaban cómodamente selladas en un rincón de su ser, casi, casi olvidadas. No. Carlos tenía muchos derechos sobre ella, pero no el de exigirle que se conmoviera.
Tensa en el lecho, Adriana aguardó a que, creyéndola dormida, Carlos se marchara a su propio dormitorio o, por lo menos, se durmiera tranquilo allí donde estaba.