15

Un cambio radical se efectuó por entonces en la casa de misiá Elisa Grey de Ábalos. La quietud ya no existía. Era como si la casa entera, de subterráneo a desván, presa de un estremecimiento sin sentido, saliera de la modorra que rodeaba sus maderas carcomidas, sus postigos cerrados, sus aleros entre cuyos recovecos y enredaderas tanto las golondrinas como los ratones habían hallado cómodo refugio.

Era que un cambio se había operado en Andrés.

Ya no erraba en busca de su propia sombra por las habitaciones polvorientas, deslizándose por ellas intranquilo y sin pensamiento, lidiando vagamente, espectralmente, pero sin lograr deshacerse de ella, con la maraña en que Estela había apresado sus sensaciones. Un buen día, porque sí, amaneció con la idea de que la vida y el orden existentes en la casa desde tan antiguo no podían continuar. Esa casa cuyas ventanas eran cerradas por sus propias manos al dar las ocho de la noche, y donde las criadas pasaban días y días escuchando comedias en la radio de la cocina, o hablando de nada y tejiendo y bordando iniciales en cualquier tela bajo el parrón si el tiempo estaba bueno, era, según la nueva opinión de Andrés, el centro de la pereza mundial, y no se hacía más que perder el tiempo desvergonzadamente.

Entonces, bajo su comando y vigilancia, una actividad sin tregua llenó el caserón. Ordenó que todas las ventanas fueran abiertas de par en par en las mañanas para efectuar todos los días el más minucioso aseo. Condenó a los armarios las fundas de lienzo de los muebles, y bajo la luz, que cayó a raudales entre las cortinas abiertas, cada chafadura del terciopelo de las sillas, cada mancha desteñida en el papel de los muros, cada agujero producido por las polillas en las cenefas, cada saltadura en las estatuas de mármol, tomó una tremenda evidencia. En la noche, Andrés encendía las luces de todas las habitaciones de la planta baja, y paseándose por las extensas alfombras el caballero adquiría una vida inútil y artificial.

Mandó también que le sirvieran delicadezas a la mesa, todos los días. Tardaba horas en cenar, generalmente en una mesita colocada por Estela en un ángulo de la biblioteca. Al mirar el rostro de la muchacha, pesado y entorpecido por la preocupación, llegó a figurarse que era él el causante de ese dolor, detestándola por retratar así su culpa… pero no podía permitir que Estela saliera, bajo sus propias narices, a juntarse por las noches con un hombre joven. Sin embargo, en cuanto la veía salir de la estancia, la imaginación de Andrés dotaba nuevamente de claridad y transparencia a ese rostro, y todo su dolor y su deseo volvían a derramarse.

Lourdes y Rosario estuvieron encantadas con estos cambios. Era como si a cada una le hubieran regalado oportunidades no proyectadas para volver a vivir con intensidad. Rosario salía a primera hora de la mañana rumbo al mercado y nunca dejaba de regresar con algo extraordinario, una lisa, un queso fresco sumamente especial, repollitos de Bruselas tempraneros, o lo que fuese. Lourdes rejuveneció veinte años. ¿Quién sino ella sabía limpiar con la debida pericia las mil chucherías de la vitrina: el zapato de don Andresito cuando era niño, fosilizado en bronce; el menú del almuerzo ofrecido a don Ramón por don Pedro Montt y misiá Sara en La Moneda; los adornos de porcelana y de cristal, los recuerdos de viaje y las miniaturas? En una ocasión, cuando su entusiasmo llegó al colmo, Lourdes se encaramó en una escala para limpiar el inmenso retrato al óleo de don Ramón, pintado en París según fotografías. La criada lo sobó con las mitades de una cebolla hasta desprender el polvo y las manchas de moscas, dejando un barrillo fétido que lavó con un trapo humedecido. Se alejó para admirar la reaparición esplendorosa del magistrado, de levita y bigote de manubrio, sobre un fondo de columnas corintias quebradas en un parque crepuscular. Y Lourdes osó tener esperanzas de que las cosas fueran como antes en la casa de don Ramón Ábalos.

Poco a poco, ambas mujeres se dieron cuenta de que las cosas no iban a ser ni tan simples ni tan deleitosas como creyeron al principio. Al cabo de unos días Andrés ya no permitió a las sirvientas ni un solo segundo de reposo, ni un instante para sus vidas propias y menesteres particulares, fuesen los que fueren. Como un negrero insistente y cruel las acosaba el día entero, inventando para ellas trabajos inútiles o insospechados.

—Rosario, tú que no estás ocupada en nada, hay que pintar los palos de los rosales, están hechos una lástima…

—¿Pero para qué, don Andresito, Virgen Santa?

—Porque hay que pintarlos.

—Hay que llamar a un hombrecito, entonces, yo soy cocinera, no puedo.

—No me vengas con cuentos, no tienes nada que hacer.

Rosario, vejada en su dignidad culinaria, se calaba una chupalla rota, y de la mañana a la noche, con un tarro grande de pintura blanca y otro más chico de pintura roja, encuclillándose y volviéndose a parar, pintó los tutores de todos los rosales.

Contra su costumbre, la cocinera se lamentaba:

—¡Ay, me duelen toditas las costillas, Lourdes! ¡Estar agachada todo el día también, ya no tengo años! Miren las ideas que se le ocurren a don Andresito.

Lourdes, con los ojos medio cerrados por el agotamiento, dijo:

—Mm. Yo tampoco puedo más. ¡Qué le habrá dado a este niño, por Dios!

Bostezaron y se sobaron los lomos al unísono.

—Capaz que quiera dar una fiesta, ahora que parece que se va a quedar a vivir aquí —sugirió Lourdes, los ojos brillantes con el entusiasmo de la idea.

—¡Qué sé yo! La otra noche se quedó hasta qué sé yo qué horas hurgueteando todos los cajones de la casa.

—Y la otra tarde ordenó todos los libros. ¡Tantísimos que hay!

—Y si se va a quedar aquí, ¿por qué no despacha al matrimonio y manda que le traigan todas sus cosas?

—Quizás. Oiga, ¿sabe en qué me ha tenido todo el día?

—Sí, ya vi.

—¿Creerá que este niño me hizo sacar todita la platería de la alacena, usted sabe que hay tantísima cosa, pues Rosario, y me está haciendo limpiarla toda, pieza por pieza?

—¿Alcanzó a terminar?

—¿Está loca? ¡Qué voy a haber terminado! Parece que usted no se acordara de tantísima cosa que hay guardada. Mire, venga a ver —dijo Lourdes, dirigiéndose al comedor seguida por Rosario.

Encendió la lámpara del centro, cuyas luces se reflejaron en el lago oscuro de la mesa y en las caobas de los aparadores. Diseminadas por todas partes se hallaban las piezas de platería, opacas bajo el velo de los años, menos unas cuantas de las más pequeñas, a las que la mano de Lourdes ya había restituido su brillo, y que, alineadas en formación militar, rodeaban un trapo manchado de negro-verdusco. Por todas partes había aparatosos servicios de té, bandejas, poncheras, alcuzas y figurillas.

—¡Qué cosas tan lindas! ¡Se me habían olvidado! —exclamó Rosario.

—Tanto tiempo guardadas, pues. ¿No es cierto que parece un matrimonio, con toda la platería de regalo? Mire. ¿Se acuerda de los faisanes que cuando venía gente a comer poníamos en el centro de la mesa?

—Cómo no. Se va a demorar mucho en limpiar todo esto.

—Sí. Tengo para mucho.

Al día siguiente, Andrés amaneció con una nueva ocurrencia. Después de almorzar llamó a Lourdes y le dijo que dejara la platería tal como estaba, que se dedicara a ella en los momentos en que no tuviera nada que hacer, y que Estela la ayudara. Ahora la necesitaba para algo más urgente: para subir al desván.

—¿Al desván? —preguntó Lourdes aterrorizada—. ¿Y para qué vamos a hacer eso, don Andresito, por Dios Santo?

Andrés no respondió.

—Pero, don Andresito, ¿cómo quiere que ordenemos todo eso solas? Necesitamos a alguien con fuerza para que nos ayude a levantar los baúles y a mover las cosas. ¡Y todo debe de estar tan cochinazo!

—Yo tengo fuerza. Yo te ayudo. Además está la Estela, si la necesitamos.

Lourdes reflexionó que su sobrina no estaba como para levantar baúles. Era un hecho que la ciudad no le probaba bien, como si echara de menos el campo y a su familia, porque le había notado un aspecto enfermizo, estaba pálida y más muda que nunca. Hizo una nota mental de decirle a Rosario que esa noche le preparara una agüita de toronjil, tan buena para la pena.

Andrés y Lourdes subieron al desván, en la parte más alta de la casa, Lourdes bufando porque casi no cabía por la escalerilla angosta y empinada. Al entrar en el desván, vieron en la oscuridad algunas monedas de luz reluciendo en los intersticios de ese cuarto amplísimo de techos bajos y en desnivel, cuyo silencio con olor a polvo y a encierro era limitado por el escurrirse de una laucha o por los saltos de algún pájaro sobre el latón desnudo de la mansarda. Lourdes dio un grito cuando, al avanzar por la negrura, una telaraña se adhirió a su frente.

Una a una, Andrés fue abriendo las cuatro pequeñas ventanas redondas, que vertieron sus rayos en el piso cubierto de polvo, encendiéndose en un reguero de vidrios quebrados y en las natas de telarañas. Había cajones, baúles, maletas, maletines, muebles destripados, un maniquí decapitado del torso de misiá Elisita, parado en una sola pata como una garza con cuerpo humano, cajas de sombreros, montones de revistas viejísimas, una chaise percée, una tina de baño de loza en la que golondrinas y patos azules se perdían en una selva de juncos.

—¡Tanta cosa! —exclamó Lourdes—. ¡Y tan sucio!

Andrés examinaba todo sin desconcierto. Se sentía perfectamente tranquilo en ese hacinamiento de cosas descartadas de la vida. Una sonrisa de paz animó su rostro fatigado.

—¿Qué habrá en este baúl? —preguntó.

—¡Qué me voy a acordar, don Andresito, por Dios!

Abrieron la tapa de un baúl de cuero alazán que tenía las iniciales R. A. impresas en negro.

—Mira, Lourdes, ropa de mi abuelito. Esta capa española… ¿te acuerdas? Cuando yo era chico, a veces se la ponía en la tarde cuando hacía frío para salir a pasearse por el jardín.

Tanto Lourdes como él parecían haber olvidado la existencia del resto del mundo, haberse embarcado en un viaje de regreso a una época en que para ellos era imposible perderse porque todo valor les era conocido. Abrieron sombrereras de cuero en forma de campana, sacando coleros brillosos que salían perfectos de sus casillas de seda roja con el nombre del mercader londinense bajo un escudo en que decía By Appointment. Hurgaron dentro de cajas llenas de guantes, sacudieron la piel apolillada de los cuellos de los gabanes, a pesar de que era como si el polvo, acumulándose en la superficie de las maletas, hubiera preservado esos objetos en forma intacta, tanto, que la época en que tuvieron una vida activa se precipitó entera en el momento presente.

Andrés se probó un colero.

—¡Qué bien le queda, don Andresito!

—Limpia ese espejo —mandó a Lourdes.

Y mientras la criada abría un boquete de claridad en el espejo enceguecido por el polvo, Andrés se embozó en la capa española.

—¡Qué bonito está! —palmoteo Lourdes.

—¿Sabes que me voy a llevar estas cosas para abajo? Por si acaso… —dijo Andrés oscuramente.

En un baúl encontraron vestidos de mujer. Sacaron algunos para examinarlos. Lourdes tomó un largo vestido de gasa recamada, que no había sido capaz de resistir el tiempo.

—Mire, qué pena. Está rompiéndose. ¡Tan precioso que era!

Andrés palpó la gasa delicadamente, llevándola hacia la ventana para mirar la luz que hería el recamado. Estuvo largo rato pensativo, examinando ese objeto vivo aún pero a punto de expirar, extendido levísimo en sus brazos, brillante en medio de todo el polvo.

—¿Sabes una cosa, Lourdes? No me puedo acordar ni de una sola vez que mi abuelita se haya puesto este vestido. Es, más bien, que cada vez que trato de acordarme de ella cuando era mujer joven, en mi imaginación siempre lleva puesto este vestido, nunca otros que recuerdo asociados claramente a ciertos acontecimientos. Es como si en mi pensamiento siempre fuera envuelta en esto tan tenue, con esas mangas amplias como alas luminosas en forma indefinida velándole el cuerpo. Curioso, ¿no? Y aún ahora, cada vez que la veo mal y quejándose, para alejar el horror de su locura, parece que mi mente quisiera vestirla con este traje…

—No diga que la señora está loca, don Andresito, mire que Dios lo puede castigar.

Permanecieron activos toda la tarde, olvidados de la hora, parloteando alegremente, hurgueteando tanto que no recordaron que habían subido al desván con el propósito de limpiar y ordenar.

—Mañana vamos a seguir ordenando aquí —dijo Andrés al salir. Tenía las cejas nevadas de polvo y la cara llena de tiznes.

Lourdes, entre muchas chacharachas de las que se apoderó con el permiso de Andrés, llevaba el vestido de gasa de misiá Elisa y un largo boa de plumas blancas, bastante apolillado. Andrés bajó con el colero puesto y embozado en la capa española.

Después de comida, Lourdes se instaló junto a la mesa de mármol de la cocina, bajo la pantalla verde de la lámpara. Frente a ella y a pedido suyo, Rosario escarbaba en un gran envoltorio de hierbas aromáticas secas, en busca de toronjil para hacerle una tisana a Estela. Lourdes se entretenía enderezando alambres y limpiando amorosamente una cantidad de florecillas hechas con hilos de plata y trozos de conchas. Dijo:

—Me las dio don Andresito.

—¿Y para qué las quiere?

—¿No se acuerda de dónde eran?

—No…

—¿No se acuerda de esos fanales que había en el costurero de la señora y que ella quebró uno después de una de las primeras peleas con don Ramón? ¿Esos que eran dos iguales llenos de estas florecitas?

—Ah, sí, claro. ¿Y para qué las quiere usted?

Una dulce sonrisa llena de malicia y superioridad asomó a los labios de Lourdes.

—Tengo una idea… —murmuró.

—¿Una idea?

—Le estoy haciendo un regalo a misiá Elisita.

—Mire, Lourdes, que la señora las va a reconocer y va a creer que usted se las robó.

—No creo. Estoy haciéndole una coronita, una coronita de flores de plata para regalársela el día de su santo, que ya está acercándose. ¿No ve que ella siempre dice que es reina de Europa, y además que merece una corona de santa por lo buena que ha sido? También voy a regalarle este vestido de gasa, tengo que arreglarlo con mucho cuidado porque está hecho un harnero. Y se lo voy a regalar todo para su santo…

—Poca gente irá a venir.

—¿Será la hora de la comedia?

—La bonita ya pasó qué rato.

—Ay, qué pena. Sí, poca gente…

—Dicen que don Emiliano se quedó muerto en la tina de baño.

—¿De qué?

—De repente.

—Sí, pues, así dicen.

—Pobre. Tan diablazo que era.

—Y mucho más joven que la señora.

—No, no mucho. ¡Qué salud la de la señora! Va a ver no más, nos va a enterrar a toditos…

—Harto bueno que sería, digo yo, tan santa que es la pobre. Y se pone cada día más diabla y más habilidosa. Y como es tan moral para sus cosas, bueno sería que durara un ejemplo como el de ella.

—Así no más es.

—Y tiene noventa y cuatro.

—Mm…

—¿O noventa y seis?

—Mm…

—No, noventa y… no me acuerdo. ¿Se acuerda usted?

Rosario se había dormido porque estaba realmente extenuada.

—¿Noventa y cuántos, Estela?

—No sé, tía —respondió la muchacha, que había entrado silenciosamente y estaba sorbiendo su tisana de toronjil en un platillo sobre el que soplaba.

La herida que le había producido el abandono de Mario era dolorosa y persistente, pero como el molde que aprendió para la conducta de los hombres consultaba que fueran brutales e impredecibles, le era difícil perder toda su fe en el regreso del muchacho. Esta fe llegó a ocupar un pequeño espacio muy duro y muy nítido, como una nuez, en medio del dolor que cubría sus horas.

En la tarde, cuando el crepúsculo que entraba en el dormitorio por las altas ventanas hacía que la gran embarcación de misiá Elisita flotara en la penumbra, y que los muebles perdieran sus contornos, conservando sólo sus densidades, Estela se acercaba de puntillas a las ventanas para cerrarlas. Desde una de ellas se divisaba el cerro Santa Lucía, sus almenas rosadas con el último resuello del sol. Mario le había prometido llevarla algún domingo futuro… pero ahora ya no era posible. Entonces su fe en el regreso de Mario se endurecía dentro de ella haciéndose punzante, empequeñeciéndose casi hasta desaparecer. Estela pensaba en el rebenque de su padre colgado de un clavo mohoso en el corredor de su casa, en el campo… y también pensaba en su hijo. Hacía un esfuerzo por arrancarse de esa ventana, asegurándose una y otra vez que no, que la ausencia de Mario no era más que una interrupción momentánea, una falla insignificante en lo que había llegado a ser la trama misma de su vida. Una vez cerradas todas las ventanas y corridas todas las cortinas, Estela apretaba el interruptor de la luz eléctrica, y las formas precisas de los muebles asaltaban súbitamente las que hasta entonces no habían sido más que densidades de oscuridad.

Una noche, don Andrés se había acercado tanto a Estela en un pasillo que ella, temerosa, tuvo que pegarse al muro. Sintió en su cara el aliento del caballero, fétido a licor, y vio sus manos listas para tocarla. Estela alcanzó a tener la presencia de ánimo para musitar, muy bajo y muy confusamente:

—Cree que porque una es regalada…

Las manos de Andrés cayeron, temblando, y se fue sin tocarla, con una expresión en la cara que empavoreció a Estela. ¿Estaba loco? ¿Estaba borracho? ¿Estaba enfermo? Al día siguiente Andrés regaló a la muchacha un corte de género, que ella aceptó sólo porque no supo qué hacer para rechazarlo.

Para disimular su mal aspecto, Estela comenzó a usar colorete en la boca y en las mejillas, con lo que sólo logró recalcar el aspecto enfermizo de su rostro. Una tarde, cuando tejía junto a misiá Elisita, la anciana le dijo:

—Anda a lavarte la cara, mujer, pareces una perdida. ¿Crees que quiero que la gente piense que tengo casa de remolienda?

Estela se lavó, regresando en seguida a sentarse junto al lecho de la enferma.

—¿No te dije que eras una ladrona? Ya ves, me robaste los cinco mil pesos de aquí, de debajo de la almohada. ¿No te había dicho yo que eras una mujer corrompida, una ladrona?

Como si encontrara insuficiente la luz, Estela acercó su tejido a sus ojos para contar los puntos y esconder su conciencia en esa actividad pueril, porque tanto misiá Elisita como Mario tenían razón de llamaría ladrona.

Nunca como en este tiempo estuvo tan clara y perspicaz la mente de la enferma. Daba una explicación precisa a cada uno de los ruidos, aun a los más remotos, del caserón.

—Ya no está en edad de subir tan apurado las escaleras Andrés…

O bien:

—Me van a dar tortilla para el almuerzo. La Rosario está batiendo huevos.

Sus manías también se agudizaron, o era como si se hubieran extendido, cubriendo su mente por completo. Continua y persistentemente, colmaba cada segundo con el extravío de sus palabras:

—… y Ramón se reía de mí porque creía que eran todas mentiras, pero yo sé que me tenía envidia. ¿Cómo no, si soy pariente de todos los reyes y los nobles de Europa? Aquí en Santiago me miraban en menos porque mi papá no era chileno y decían que Ramón se había casado con una desconocida. ¡Claro, desconocida aquí, en este país de indios! Cuando era chiquilla, mi mamá fue a un baile en el palacio de no sé quién, en Europa, y bailó toda la noche con un príncipe. Ella tenía puesta una corona, a la que tenía derecho porque era noble, como yo también tengo derecho. ¡Tan buena que era mi mamá, y tan linda! ¡Tan creyente y tan cristiana, igual que yo! Porque te diré, niña, que yo he sido una verdadera santa toda mi vida, y si tengo derecho a usar corona de noble, también tendría derecho a usar corona de santa. ¿Creerás que siempre he sido una mujer tan buena, tan moral, que nunca en todos mis años de casada permití que Ramón me mirara el cuerpo? Nunca, nunca, y eso que dormíamos en la misma cama. Ya ves, dime si no merezco corona de santa. En fin, Dios premiará mis sacrificios en el cielo, dándomela allá…

Seguía hablando así mucho rato, sin cambiar el tono, casi sin alzar ni bajar su voz cascada, hilando su locura desde las blancas sábanas. Estela no comprendía mucho. En un comienzo, cuando recién llegó del campo, había hallado cierta fascinación en las presencias alucinantes que misiá Elisita evocaba, asomándose apenas a categorías que su mente fresca no era capaz de captar. Cuando más tarde Mario cobró presencia en su vida, ya no escuchaba a la anciana por estar siempre pensando en él.

Una tarde, la anciana observó a Estela mientras iba y venía por la habitación, limpiando y ordenando. De pronto le gritó:

—¡Estela!

—¿Señora?

Se acercó al lecho donde la anciana se había incorporado a medias y trató de volver a recostarla.

—No me toques, inmunda —dijo la señora.

Estela retiró sus manos como si se las hubieran quemado.

—¡Híncate! —ordenó misiá Elisita.

Estela la miró aterrorizada, como si se hallara en el umbral de entender las cosas sombrías que últimamente vislumbraba en todo.

—¡Arrepiéntete! —ordenó la anciana.

Estela bajó la cabeza, murmurando con voz que casi no se oía:

—¿Pero por qué pues, señora?

—¿Cómo por qué? ¿Te atreves a preguntar, inmunda, como si no supieras? No te vengas a hacer la santurrona conmigo. ¡Arrepiéntete de tus pecados!

La pequeña voz de la nonagenaria parecía llegar hasta cada uno de los rincones de la habitación, colmándola de amenaza.

—¿De qué? —volvió a preguntar Estela.

—¡Atrévete a decirme que no has pecado! ¡Atrévete! ¡Te vas a condenar para siempre al infierno, por los siglos de los siglos! El pecado de la carne es el peor de todos, el más inmundo y el más terrible. Mira ese cuadro…

Señaló una litografía en que la Virgen del Carmen contemplaba un pozo de fuego donde numerosos pecadores se retorcían de dolor.

—¡Mira! Así te vas a quemar en el infierno, porque el amor que a ti te interesa es el de la carne, y nada más. ¿No te da miedo el infierno, el rostro del Señor enfurecido enjuiciándote porque te atreviste a desobedecer el principal de sus mandamientos? ¡Puta, eso es lo que eres, pervertida, y todo el mundo te va a señalar con el dedo diciendo que eres una condenada!

Misiá Elisita estaba sentada en el lecho. Sus ojos habían concentrado fiereza al mirar a Estela, que temblaba.

—… porque ese hombre que te perdió lo único que quiso fue el placer egoísta, el placer bruto y carnal, como todos los hombres, sí, todos los hombres lo único que quieren es abusar con nosotras… y el placer es una cochinada, una inmundicia. ¡La vida es un asco, y hay que buscar refugio en la religión para no verse obligada a descender hasta eso y contaminarse! ¡Arrepiéntete! Odia a ese hombre, ódiate a ti misma por haber sido tan débil como para haberte creído enamorada, y tu amor y el de él no eran más que basura. Y él no va a volver más, no estés creyendo, porque sació su placer y te dejó a ti manchada… pecadora, pecadora.

¡Pecadora!

Cubriéndose la cara con las manos, Estela comenzó a sollozar. ¡La señora tenía razón, tenía razón! ¿Cómo no iba a ser malo lo que había hecho si todos los castigos, el de su padre cuando ella regresara al campo con su huacho en brazos, y el del fuego del infierno, la esperaban? ¿Cómo no iba a ser canalla Mario si la había inducido a lo peor, incluso a robar, por él? Sí, Dios la castigaba por sus vicios haciendo que Mario la dejara sola en el mundo, sola, y con esa vida que iba creciendo dentro de ella. Todo era mentira, malo, la señora era la única santa, la única que sabía la verdad…

Estela se arrodilló con el rostro sucio de lágrimas y, acompañada de la vocecilla seca de misiá Elisita, comenzó a rezar, arrepentida, jurando jamás volver a ver a Mario, negando que jamás lo hubiera querido.

En los días siguientes, Estela no hizo más que llorar, sola, en los pasillos, en su cuarto, en los rincones apartados. No levantaba la vista del suelo, y bajo sus pestañas las ranuras oblicuas de sus ojos ya no tenían el brillo de antes. Pasaba horas con el rosario en las manos, rezando avemaría tras avemaría, sin atreverse a separarse del lecho de misiá Elisita, porque todo lo que no fuera la cercanía de la señora era terror para Estela.

—¡Esa chiquilla anda como espirituada! —comentaba Lourdes—. Y tan buena que decían que era la agüita de toronjil…