En cuanto la noche dejaba caer su silencio sobre aquellos techos de barrio miserable, René hacía su aparición en los sueños de Mario. Quizás no fuera René, quizás fuera otro ser, más hostil aún, pero que se le parecía con sus ojos de ascuas. Llamaba a Mario, arrastrándolo consigo hacia algo aterrador, en medio de batallones de carabineros. Y los carabineros no eran amistosos como los que, despojados de la gorra que los dotaba de fiereza, lucían sus rostros limpios y sonrientes como los de cualquier hijo de vecino al comerse un sándwich en un restaurante. Los carabineros de los sueños de Mario no tenían más actividad que dar castigos sangrientos a René. Y a él. Porque él era igual que René, juzgado igualmente responsable por ese batallón de carabineros que, multiplicándose como hormigas, cubrían todas las perspectivas de su sueño. Mario despertaba gimiendo, porque no sabía de qué lo iban a juzgar.
Sus sueños eran preferibles a la realidad. La Dora lloraba toda el día por su embarazo, y los chiquillos, con los mocos chorreando, detenían sus juegos insoportablemente bulliciosos para pedir de comer una y otra y otra vez. Mario ya no sabía a quién acudir, qué hacer. Venciendo su repugnancia, preguntó a cada uno de los amigos de negocios de René si algo sabían de su paradero, pero no recibió más que miradas recelosas y respuestas entre dientes. Don Segundo, en el Emporio, lo miraba con ojillos legañosos, como advirtiendo: «Vas a parar mal. ¿No decía yo que este cabro iba a parar mal?».
Y Mario temía que don Segundo tuviera razón.
Pensaba en Estela continuamente, sobre todo cuando la influencia maléfica de René lo iba a envolver. Era suficiente evocar la imagen de la muchacha, pensar en ese cuartito con la vitrina llena de copas azules y banderines que tantas veces habían comentado como ideal, para que todo el mundo de René y todo terror se disiparan. Sin embargo, la mayoría de las veces que estaban juntos, Mario era duro con Estela. Los cinco mil pesos con que había rescatado el reloj que de nuevo adornaba su muñeca lo hicieron sentirse prisionero de la muchacha, su deudor, ahogado, sin libertad para moverse ni respirar. Además, era difícil creer lo que Estela dijo acerca de la procedencia del dinero, y una sospecha turbia que lo comprometía tanto a él como a ella lo hizo perder toda suavidad y toda confianza. La veía rara vez, porque el patrón la vigilaba continuamente, impidiéndole salir.
—¿Y qué más te hace ese viejo desgraciado?
—Nada…
—¿Y para qué te quejai tanto, entonces? Estai poniéndote igual que la Dora.
—Nada… es que se lo lleva mirándome no más cuando me encuentra por ahí, no sé, como si se me fuera a largar encima. Me llega a dar miedo a veces, oye…
—Si estos viejos no son capaces de nada.
—¿Y entonces cómo me dijiste que tuviera cuidado?
—Leseras, ese viejo ya no sopla.
—Y cuando cierra todas las puertas y todas las ventanas a las ocho en punto… es como, bueno, es como si no fuera nada más que para no dejarme salir a juntarme contigo. ¡Me mira más, oye…!
Una tarde llegó carta al Emporio, dirigida a Mario. El papel tembló en sus manos al leerlo:
«Ven», decía perentorio. Además de una dirección y varios detalles escuetos, agregaba: «Trae plata»…
Era la mano de René que por fin se extendía para atraparlo. Ese mal atemorizante e incierto que tantas veces lo había hecho pelear con quien se atreviera a decir que su hermano era ladrón, ese sobresalto vago que repentinamente lo hacía mirar atrás en una calle oscura, esas sospechas, inquietudes que hasta ahora sólo habían rondado su vida, de pronto, con esta carta, adquirían fundamento, porque él tenía que ir donde René para unirse a él.
Hizo un rollo con la carta, lo lanzó al agua que corría junto a la cuneta, y lo vio bambolearse sobre el hilillo sucio, adelantándosele en dirección a la casa de misiá Elisita, al final de la cuadra. Siguió el papel con paso incierto, palpándose la ropa en busca de cigarrillos, pero no encontró, tan pobre estaba. Sus nervios, preparados para recibir el veneno, quedaron expectantes. ¡Él, que antes se fumaba un paquete entero en una tarde, y de los caros! ¡Todos, la Dora y René y Estela y ese viejo loco, todos querían acorralarlo, no dejarlo vivir! Pero tenía que ir donde René, porque cualquier cosa era preferible a esta incertidumbre, a ver la espera continua escrita en la cara de los chiquillos y de la Dora, a este temor que hacía de sus propios nervios algo tan áspero y tan cortante como un serrucho, siempre tensos, siempre incontrolables y erizados.
Al llegar a casa de misiá Elisita, tocó el timbre. Estela salió inmediatamente.
—¿Para qué fuiste a tocar? ¿Y si el caballero hubiera salido a abrir?
Un velo parecía tener presa su voz, una gravedad nueva. Mario la miró extrañado, mientras caminaron un trecho, sin hablar ni tocarse. Estela le dio un paquete con pan y fiambres, y cuatro billetes de diez pesos, mirando al muchacho con la insistencia de quien quiere introducir como una cuña sus propios problemas en los problemas de otro. Mario le preguntó:
—¿Qué te pasa?
Estela lo tomó de la muñeca, arrastrándolo hasta un umbral, como para esconderse en la sombra. Mario vio avanzar por el rostro de Estela la luz de los focos de un automóvil cortada por la jamba de la puerta, hasta que las facciones de la muchacha volvieron a caer en la oscuridad. ¿Por qué Estela no le soltaba el reloj que había rescatado con dinero de tan dudosa procedencia? Le dijo:
—Suéltame el reloj.
… ese reloj que al día siguiente debía seguir el tan conocido camino de la casa de empeños. Pero no. Esta vez era necesario venderlo, deshacerse de él para siempre, con el fin de llevarle siquiera algo de dinero a René… venderlo, porque eso sería cortar todos los lazos con su antigua vida, adiós al Emporio y a las bicicletas y a don Segundo, adiós al Cóndor y a sus amigos, adiós a su apodo de Picaflor Grande, adiós a todo.
Adiós. ¿Qué venía ahora?
—Oye… —murmuró Estela.
—¿Qué querís?
Estela no respondió. Permanecía callada junto a Mario, que sacándose el reloj de la muñeca lo guardó en su bolsillo junto a los cuatro billetes y allí lo tuvo encerrado en el calor de su mano, como para despedirse.
—Oye… —murmuró Estela nuevamente.
Estaba llorando en silencio. Mario vio su rostro descompuesto por las lágrimas, iluminado por las luces de otro automóvil que pasó.
—¿Qué mierda te pasa a ti también ahora, que andai con lloriqueos, ah? ¿Ah? ¿No podís hablar en vez de estar lagrimeando ahí?
Los ojos aterrorizados de Mario buscaron los de Estela en la oscuridad. Estela tenía las palabras a flor de boca, pero no pudo decirlas porque lloraba a lágrima viva. Al verla, Mario la tomó de los hombros, sacudiéndola, súbitamente enfurecido:
—¿Quiubo, mierda, qué te pasa? ¿Ah? ¿Qué te pasa? ¿Para qué estai llorando? ¿Creís que no sé que te robaste los cinco mil? ¿Creís que no sé que eres ladrona? ¿Ah? ¿Quiubo?
Estela se cubrió el vientre con las manos como para protegerlo. Nada más. Y las manos de Mario se suavizaron apenas un segundo sobre los hombros de la muchacha al ver su gesto. Pero inmediatamente, poseído de una furia mayor y más peligrosa, sacudió a Estela una y otra vez, aún con más violencia:
—¿Estai esperando, jetona de mierda? ¿Estai esperando? ¿Estai esperando?
Su voz temblaba al repetir la pregunta de nuevo y de nuevo y de nuevo, premiosa, aterrada, furibunda, mientras sacudía a Estela como si quisiera desarmarla, miembro a miembro.
—Sí… —murmuró ella.
Entonces, como si toda la fuerza de René hubiera poseído su cuerpo, Mario dio un golpe salvaje con la mano abierta en la cara de Estela, que lanzó un gemido de animal.
—¿Tú también querís joderme, huevona de mierda?
Y huyó, dejando a Estela sola palpándose la mejilla con la punta de sus dedos.
Mario corrió mucho rato antes de recobrar su paso normal. Su cuerpo latía entero, palpitaba y palpitaba, como si el corazón y la sangre quisieran escapársele por todas partes. Buscó cigarrillos entre su ropa, pero no encontró. No tenía. Ahora no tenía nada, ni eso, cigarrillos. Una voracidad salvaje de tabaco lo hirió en las narices, en la boca, un deseo feroz de tener la forma oval del cigarrillo entre sus labios secos, el humo enturbiándole los ojos, la tibieza reflejándose en sus facciones y en sus dedos. Olió sus dedos, pero como ahora fumaba poco, el aroma se había desvanecido, así como las manchas ocres en su índice y su anular. Caminó y caminó por las calles, atravesando media ciudad, calles que fueron poblándose de alegres rostros nocturnos iluminados por los letreros de neón, por los faroles encendidos, por las puertas abiertas, por la claridad de los almacenes, talleres, farmacias, vehículos atestados, fuentes de soda. No tenía frío ni hambre, su conciencia estaba reducida a su avidez de tabaco. Recordó los billetes que Estela le había dado, y juntándolos con unos pocos pesos sueltos que encontró en su bolsillo entró en una cocinería para comprar tabaco. La gente se apiñaba a la puerta del cine Coliseo, y por la Avenida Matta pasó un tranvía crujiendo como si se fuera a desintegrar. En una esquina, bajo la llovizna y el viento, Mario abrió torpemente el paquete de cigarrillos, pero sólo después de gastar cerca de la mitad de la caja de fósforos logró encender uno. Sus pulmones se sintieron inmensos, apaciguados al llenarse del humo que tanto habían aguardado, y fue como si Mario entero resucitara: tuvo frío y tuvo hambre, y el tabaco fue aclarando su mente poco a poco, como si cada bocanada de humo consumiera la sangre que momentos antes colmaba su cabeza, como si amansara los latidos que allí sentía.
Mario sabía que el círculo de peligro que desde siempre vio formándose en torno suyo se cerraba, apresándolo. Ya no tenía otra alternativa que partir a la mañana siguiente para reunirse con René y, con él, perderse. Él le iba a enseñar una manera distinta de vivir, quizás se irían juntos a alguna parte, después, cuando valiera la pena hacerlo. Era como si no hubiera vivido más que para esto, esto que —de pronto descubrió— era ser hombre. ¿Qué tenía que hacer? ¿Matar a alguien? Bien, mataría con la misma mano pesada donde aún ardía el golpe que le dio a Estela. ¡Estela! ¡Él ya no era ningún incauto que se iba a dejar pescar por la primera mujer a quien le había hecho un chiquillo! No era la primera vez que pasaba, a muchos de sus amigos les había sucedido y siempre lograban esconderse o huir. ¡Cualquier cosa, menos dejarse pescar! Y menos por Estela, que además de todo era una ladrona, sí, ladrona, porque a él no le iban a contar cuentos, esos cinco mil pesos eran robados. ¡Cómo no! ¿Para que la mujer lo hiciera trabajar como un caballo, y ella anduviera rabiosa y quejándose todo el tiempo, y después del segundo o tercer chiquillo quedara convertida en un espantapájaros asqueroso, igual que la Dora? No, no. Con razón los cabros del club se reían de él porque ahora lo encontraban tan serio. ¿Juntarse con ella? ¿Para qué? El mundo, y sobre todo el mundo de René, estaba lleno de mujeres con quienes era fácil pasarlo bien sin necesidad de amarrarse. Porque él, ahora, no iba a dejarse amarrar por nadie. Él era suyo, suyo propio. Lo que ganara, fuera como fuere, era para divertirse, para mujeres distintas a la Estela, para comprar relojes muchísimo mejores que el que mañana debía vender.
Caminaba temblando de frío, con el ansia de llorar a punto de desatarse dentro de él, pero toda una parte suya se había hecho sorda a ese llanto, porque ese llanto era mucho más peligroso que juntar su suerte con la de René.
La Dora gritó y se lamentó de tal manera cuando Mario le dijo que a la mañana siguiente debía partir para reunirse con René, que el muchacho temió que se hubiera vuelto loca. Hasta que logró acostarla. Entonces la mujer se fue calmando poco a poco.
Acerado en su nuevo papel, Mario se miró en el jirón de espejo suspendido con tres clavos en la pared de ladrillos desnudos. Hizo una mueca al reventarse un grano que le había salido en la barbilla. Se alisó los cabellos castaños que antes tan bello jopo formaban sueltos y sedosos sobre su frente, lacios ahora. Después, sin desvestirse, se tumbó en su cama con los ojos abiertos, fijos en el revés de calamina ennegrecida del techo.