Le pesaban todos los miembros. Mantenía el pensamiento dolorido al amparo de una especie de bruma de cansancio, para que así ninguna de sus actividades mentales rozara la acumulación de hostilidades del mundo. Se hallaba demasiado agotado, demasiado roto para regresar a su departamento esa noche. Dar un paso más, afrontar cualquier situación común, como caminar por la calle o tomar un taxi, sería exponer sus nervios averiados a estragos llenos de peligros. Sólo su cansancio era resguardo contra la necesidad de mirar, de mirarse frente al vacío. Y se entregó a la fatiga.
Lourdes, rápida y muda, arregló el cuarto para Andrés ayudada por Estela. Él subió al tercer piso escuchando caer sus propios pasos en los tramos de la escalera, cada tramo era un segundo, cada paso lo llevaba más allá en el tiempo, más cerca del punto o del instante en que las cosas se agotan. En el umbral mismo de su dormitorio se cruzó con Estela, que salía llevando un atado de ropa. La muchacha bajó bruscamente los ojos y redujo su cuerpo, como si temiera rozar a Andrés o acercársele bajo el dintel estrecho. En ese temor él vio el retrato de la fealdad de su apetito, y también extravió la mirada y achicó su cuerpo en el umbral, llagado por el temor de Estela. No era imposible que algo lo impulsara a lanzarse sobre ella haciendo que toda la casa resonara con los gritos de la muchacha. Ella lo adivinó, y por eso había bajado los ojos, y por eso sus pasos huyeron por la escalera perdiéndose en el silencio de la casa. Andrés se desvistió rápidamente y un sueño de plomo lo devoró al instante.
En la cocina, las sirvientas se disponían a apagar las luces antes de retirarse a dormir.
—No tengo nadita de ganas de oír la comedia esta noche —murmuró Rosario.
—Ni yo tampoco. Estoy más cansada… —respondió Lourdes.
—Yo también, quizás qué me pasará.
Rosario apretó por última vez todas las llaves del agua para que no gotearan durante la noche. Dijo:
—Pobre don Andresito…
—Sí, pobre. Se está poniendo igualito a la señora de rabioso. ¡Ya le irá a dar a él también por la cuestión de los robos y qué sé yo qué más! Pobre… y a nosotras nos va a tocar cuidarlo a él también, pues, Rosario. Pobre…
—Me voy a acostar. Buenas noches.
—Buenas noches. Estela, mi hijita, anda a ver si la reja quedó bien cerrada, ¿quieres? Buenas noches, mi hijita. Me voy a acostar. Ya no puedo más…
Estela salió a la calle. Mario la aguardaba en la esquina.
—Mi tía dice que es porque se está poniendo igual de loco que la señora —comentó la muchacha.
—Viejo leso…
El tema de don Andrés no interesó a Mario. Los caballeros eran demasiado distintos a las personas como él y, por lo demás, tenían derecho a hacer lo que se les antojara en sus casas. Los ricos podían volverse todo lo locos que quisieran, podían inventarse problemas de cualquier índole. Claro, ellos ignoraban los problemas de la realidad cruda, como los que últimamente habían descargado toda su fuerza sobre Mario. En su casa los lamentos de la Dora no cesaban ni de día ni de noche, hasta en sueños se lamentaba. No había dinero con que alimentar a los chiquillos, ya que hacía cerca de dos meses que René no daba señales de vida. Pero aun eso lo hubiera soportado con cierta ecuanimidad. Lo grave, lo insoportable, era que ya no cabía duda de que estaba embarazada. Tomó toda clase de pociones milagrosas y de pastillas, visitó a comadres que le hicieran curas, sahumerios, fricciones, zarandeos para acá y para allá, pero fue inútil: el embarazo persistió, haciéndola quejarse de rebeldía e incomodidad durante horas enteras, hasta que entraba unos de sus hijos, y entonces, reprendiéndolo a gritos o zurrándolo por causas insignificantes, lograba por un momento evadir la conciencia de su miseria.
—Yo no me había dado cuenta de que era raro… —murmuró Estela, a quien don Andrés parecía preocupar.
—Córrete para acá, hay menos luz…
Mario no tomó a Estela. Uno junto al otro se apoyaron en la reja, envueltos en las sombras de las ramas que la neblina filtraba.
—Oye —dijo Mario de pronto—, te apuesto que tú le gustai a ese viejo…
—Sí.
—¿Y cómo sabíai?
—¡Bah!
—Cuidado, mira que los viejos se ponen muy cargantes con las cabras…
—¡Qué! ¡Si es más tonto!
—¡Chitas! ¡Y con la plata que tiene!
La misma preocupación de Mario se grabó en la frente de Estela.
—¿Te queda? —le preguntó.
—Ni cobre.
—Toma.
Le entregó cincuenta pesos, que Mario recibió sin mirarlos.
—¿Y el René? —preguntó Estela.
Mario movió la cabeza, diciendo:
—Ni agua, parece que estuviera muerto.
Estela movió la cabeza. Mordisqueándose las uñas, Mario prosiguió con la vehemencia áspera que últimamente solía apuntar en sus palabras:
—¡Me dan ganas de irme a dormir debajo del puente! ¡El desgraciado de René! ¡Estoy más cabreado! No tengo ni para fumar. Mira, esta porquería me la pasó un cabro en el Emporio.
Encendió el cigarrillo que había mostrado. Al hacerlo, la llama del fósforo señaló la falta del reloj en su muñeca.
—¿Y el reloj? —preguntó Estela.
Mario escondió la mano, como si se avergonzara.
—Lo empeñé —murmuró con desaliento.
Los ojos de Estela se humedecieron. El reloj era demasiado. Sabía perfectamente que lo que Mario más amaba en el mundo era esa pequeña máquina dorada que tanto tiempo había demorado en pagar. A veces, mientras hablaban, solía mover su muñeca al sol, y la luz hacía reír sus ojos con ese falso oro reflejado.
—¿Y por qué no pediste un adelanto en el Emporio, mejor?
—¿Que no sabís que ya había pedido? —dijo con brusquedad. Luego, apaciguado, agregó—: No me soltaron más…
—¿Y allá en el barrio?
—¡Qué me van a estar prestando, con la famita que se gasta el René! ¡Quizás dónde está ahora, capaz que lo tengan hasta preso por ahí! Y después capaz que nos metan presos a todos por causa suya.
Al cabo de unos instantes se despidieron.
Mientras echaba llave a la reja. Estela recordó las cosas dichas por misiá Elisita esa tarde misma. No las había recordado en todo el día, pero ahora, con la desesperación del reloj empeñado, las palabras de la anciana surgieron por su propia densidad a la superficie de su memoria:
«¿Ves? Uno, dos, tres, cuatro, cinco billetes de mil pesos. Los voy a poner aquí, debajo de mi almohada, nada más que para que tú me los robes. Como eres una ladrona, no vas a poder resistir la tentación de robármelos, porque eres una chiquilla maleada…».
Estela había pasado a la señora un cofrecillo que se guardaba en un cajón del peinador. Ella sacó los billetes, doblándolos debajo de su almohada, y Estela, casi sin escucharla, repuso el cofre en su sitio en el peinador.
—Es para tentarte, para que robes…
Estela, ahora, no dudaba. Si misiá Elisita llegara a acusarla, nadie creería, puesto que diariamente acusaba de robo a todo el mundo. Nadie conocía la cantidad de dinero de la cajita, donde la anciana lo acumulaba desde hacía mucho tiempo sin permitir que nadie lo viera. Ella, entonces, daría esos billetes a Mario para que recuperara el reloj dorado. ¡Oh, no necesitaba confesar la procedencia del dinero, era fácil mentir porque Mario lo necesitaba con tanto apremio! Y era muy diferente a los robos de René, porque René era malo y ella no. Ella tenía que robar esos billetes de debajo de la almohada, que de otro modo se apolillarían en la cajita sin que nadie los utilizara.
Abrió la puerta sigilosamente. Con la mano en la baranda subió la escalera buscando los tramos con sus pies, hasta el dormitorio de la anciana. El dinero se hallaba bajo la almohada… y su padre estaba tan lejos, en el campo… y a Mario le hacía tanta falta el reloj. Abrió la puerta de la habitación… en el velador ardía una lamparilla de aceite, roja, como el Santísimo en las iglesias. Un paso, otro paso más. No era necesario tanto sigilo, ya que misiá Elisita dormía pesado. Estela se detuvo junto a la cama y se inclinó sobre la señora. Su boca desdentada se hallaba entreabierta. Su respiración era tan leve que parecía no existir. Pero débilmente, en el fondo de los bronquios calcinados por los años, el aire se atascaba un poco, dejando oír un pequeño ruido subterráneo.
Estela no pudo hacerlo. Fue al cuarto vecino y se acostó. Se dio vueltas y más vueltas antes de dormirse, oía la respiración de la anciana casi, casi en su mejilla, y en el cuarto de encima don Andrés parecía estar roncando. Finalmente, sin saber que había dormido, se encontró despierta del todo. El alba fría estaba lavando el harapo de noche que iba quedando. Y la niebla, suspendida, era la misma niebla de la noche anterior cuando ella y Mario se besaron en la calle.
Se encaminó al cuarto de misiá Elisita. No titubeó al hurgar bajo la almohada hasta que los billetes salieron al encuentro de sus dedos. Regresó a su cuarto y guardó el dinero donde nadie lo pudiera encontrar. Luego volvió a quedarse dormida.
Esa noche Andrés durmió en casa de su abuela. Y como el día siguiente amaneció lluvioso y desteñido, lo pasó dándose vueltas en la cama, entre dormido y despierto, su embotamiento rozado sólo por una raya de luz que apenas registraba el paso de las horas entre las cortinas. Como la tibieza reconfortante acumulada entre las sábanas en torno a su cuerpo formaba una barrera que lo defendía de la necesidad de pensar, no se levantó, pasando una noche más en casa de su abuela. Al día siguiente, algo despabilado pero con un nimbo de cansancio ofuscándole la conciencia, mandó traer algunas cosas desde su departamento, una muda de ropa y útiles de tocador, con el ánimo de pasar otra noche en la casa de su abuela y marcharse sin falta al otro día. Allí no podía permanecer. Su abuela estaba viva en el cuarto de abajo. Con cada una de sus débiles respiraciones, la nonagenaria lo iba cosiendo más y más a la angustia de los días anteriores, que por el momento se hallaba envuelta en la tregua de este embotamiento.
Debía partir porque la tranquilidad le era necesaria para olvidar, olvidar sobre todo que Estela rondaba por las habitaciones del piso inferior. Le era necesaria también la independencia proporcionada por la impersonalidad del matrimonio que en su departamento lo servía, ya que los mimos de Lourdes formaban parte del plan maléfico concebido para coserlo a esta casa por el resto de sus días. A menudo la criada subía para tender otro chal más a los pies de su cama o para ofrecerle algún bocadillo tentador. Revolvía la tisana y alisaba los cobertores con tal insistencia que Andrés se veía obligado a mandarle con voz cortante que lo dejara en paz. Pero temblaba al ver en los ojillos bonachones de Lourdes la seguridad de que él ya no volvería a abandonar la casa.
—De donde nunca debía haber salido —comentaba Rosario en la cocina.
—¡Viera lo mal cuidada la ropa del pobrecito! Da lástima. Figúrese que hasta le faltaba un botón en los calzoncillos, cómo será. Ese matrimonio nuevo que tiene ahora deben ser unos flojos. ¿Y se ha fijado en ella? Se arregla que parece una señora decente…
—Y con el sueldazo que les debe pagar se van a hacer millonarios…
Movieron sus cabezas en forma condenatoria. Después de un instante, Lourdes murmuró:
—Me dijo que le llevara coñac después de la comida…
—Qué raro…
—Mm. Qué raro. Eso mismo dije yo. Le dije que mejor no tomara nada porque capaz que le cayera mal al estómago, usted sabe lo delicado que ha estado, pues. ¿Pero creerá que me dio un grito y me dijo que no me metiera en lo que no me importaba? ¿Habráse visto?
—¿Un grito? Qué raro, antes nunca.
—Mm. Eso mismo dije yo.
Andrés no regresó a su departamento al otro día y tampoco al siguiente. Un centro de inactividad en él hacía rebotar sentires y decisiones, lacias, desposeídas de toda posibilidad de realizarse, manteniéndolo anclado en la casa de su abuela.
Erraba interminablemente de habitación en habitación, vestido de bata y pantuflas, pero siempre sin entrar al cuarto de la nonagenaria, y esquivando posibles encuentros con Estela. Su angustia se hallaba suspendida entre esos dos extremos, uno y otro eran objetos de su huir, de ese huir que lo mantenía flotando en una existencia crepuscular después de la vida y antes de la muerte, mientras deambulaba de sala en sala. No salió al jardín. Parecía no oír, no pensar, no ver, tumbándose un instante en un sillón, o atisbando los árboles llovidos a través de los intersticios de las cortinas de peluche. Tomaba un libro, para dejarlo en cuanto Lourdes le mostraba una botella engalanada con manchas de tiempo y de humedad, para preguntarle si ése era el coñac que quería. En una ocasión pidió a la sirvienta las llaves de cierta alacena vecina al comedor que guardaba la abundantísima platería de misiá Elisita, alacena no abierta más de un par de veces en los últimos diez años. Pero no llegó a abrirla. Tomó en cambio una revista de meses atrás, que pronto abandonó para hojear un álbum de fotografías antiguas hallado en el cajón de una cómoda que abrió porque sí, al pasar, donde además del volumen no había más que varias bolitas de alcanfor.
Al divisar a Estela alejándose por un pasillo alfombrado, sus ojos resbalaban sobre ella como si no la vieran, como si su mente rehusara aprehender la imagen de la muchacha. Pero pocos momentos después, mientras sentado al borde de su cama se cortaba las uñas, se sorprendía en medio de una meditación que sondeaba el porqué del efecto dolorosísimo de la belleza de Estela en su espíritu. ¿Por qué esta terrible sensación de injusticia? ¿Por qué una dosis más crecida del pigmento de la piel, unos milímetros menos de nariz, cierta flexibilidad de movimiento y humedad en los ojos, poseían esta aterradora facultad de atormentar a un espíritu como el suyo, al sumar esas proporciones misteriosas algo que para él era belleza? ¿Por qué esa necesidad de hacer suya esa, y no otra, belleza? ¿Por qué? ¿Por qué?
Para olvidar se daba una ducha helada. Pero no olvidaba.
Los días pasaron y Andrés no abandonó la casa de su abuela. Los días fueron haciéndose semana, semana y media, dos. Llamó por teléfono a su departamento para que le enviaran lo que quizás llegara a necesitar. No pidió nada definitivo, sin embargo, nada que lo anclara, sólo mudas, pañuelos, un traje que se proponía usar a la mañana siguiente en caso de que se vistiera. Pero no se vestía. Vagaba por la casa sin conciencia de la hora, tirándose en su cama al atardecer, hora en que Lourdes tenía la costumbre de subir para acompañarlo un rato. Sentada a sus pies, la vieja se embarcaba en interminables monólogos, meandros de detalles y observaciones que hacía tiempo habían perdido toda vigencia, con los que logró destruir hasta los últimos impulsos de Andrés.
Cierta noche Andrés escuchó un agitarse inusitado en el cuarto debajo del suyo. Algo sucedía. Su atención se adhirió a la voz de su abuela, que se quejaba suavemente al comienzo y que, después de un instante, dio un débil gemido de dolor. Sobrecogido, se sentó al borde de su lecho, con sus pies metidos en las pantuflas. Aguardaba. ¿Y si su abuela muriera? ¿Si muriera allí mismo, ahora, esta noche? Sensibilizados de pronto, sus nervios vibraron a lo largo de todo su cuerpo, de modo que la ola de sangre que estalló en sus oídos inundó su ser adormecido, despertándolo. ¿No sería ésa la solución de todo? Lo invadió una alegría salvaje al pensar que en ese instante mismo, en el cuerpo que yacía abajo, se estaba extinguiendo ese remedo de vida, y que entonces para él se extinguirían todos los dolores. La casa, Lourdes, Estela —Estela sobre todo—, se dispersarían a los cuatro vientos en el momento en que la nonagenaria respirara por última vez. Sería como si nada de todo eso hubiera existido, figuras fantasmales en un sueño, nada más. En la oscuridad y el silencio de esa osamenta de casa sus oídos buscaron ansiosos ese latir último que lo iba a liberar. Pero el terror de la nada se abalanzó sobre él al considerar que con esa liberación él no volvería a existir más que en su antigua forma de cadáver animado, sus bastones, siempre diez, la vida incolora en su departamento que no era más que una antecámara para… para la nada, para otra nada, distinta de ésta, y más horrible aún porque no contenía ni siquiera la posibilidad de que Estela la atravesara para recordarle, muy de lejos y muy imposiblemente, que algo existía. ¡Su abuela no debía morir! No debía, porque entonces Estela partiría con su muchacho a comenzar una vida, mientras él se quedaba puliendo y dando vueltas entre sus manos, para admirarlos, sus diez hermosos bastones. ¡Y ni siquiera un pobre temor por la salud de su abuela de noventa y cuatro años turbaría su paz!
¡Su abuela no debía morir!
Lo deseó con aterrorizada vehemencia, poniéndose de pie con el fin de ir al dormitorio de la anciana para impedir su muerte. Se detuvo con la mano en la perilla, antes de salir de su propio cuarto. ¿Y Estela? Lo vería así, con el rostro embotado por el sueño, desgreñado, absurdo, feo, impotente para todo. Estaría a su lado en la misma habitación, y el vejamen de la juventud de la muchacha lo hizo detenerse. Volvió a su cama y se tendió.
Los quejidos de misiá Elisita cesaron pronto. En la voz de la anciana colada por las tablas ya no quedaba desesperación, sino agotamiento. Luego se oyó la voz de Estela. ¿Canturreaba? ¿Canturreaba suavemente una canción para que su patrona se durmiera? Sí… y la voz era sedante. Sentada cerca de la cabecera de la enferma, su cuerpo desnudo bajo el tosco camisón suelto era sin duda bañado por la luz rojiza de la lamparilla del velador. Para Andrés ese canturrear resultó cualquier cosa menos sedante. La canción se hacía el ritmo de su sangre golpeándole los tímpanos, las notas triviales y defectuosas eran el arañar de sus nervios dentro de su cuerpo.
Andrés no se acostó. Paseando largo rato por la pieza aguardó que el alba tiñera los bordes de las cortinas cerradas, y que las primeras voces y los primeros pasos sonaran en la calle helada. Más tarde, después de ducharse, se puso el traje que unos días antes había pedido.
—¡Qué pálido está, don Andresito! —exclamó Lourdes al llevarle el desayuno—. ¿Que no durmió bien?
Lourdes explicó que lo sucedido durante la noche no era más que una simple indigestión. Andrés se extrañó, puesto que su abuela apenas comía, más bien picoteaba como un pajarito y siempre de las cosas más rigurosamente sanas. ¿Rosario no le preparaba los alimentos en la forma debida? No, no era eso, dijo Lourdes. Era frecuente que el estómago envejecido de la señora se indigestara porque sí, de nada, espectralmente, causándole grandes molestias. No tenía importancia porque duraba sólo unos instantes. La señora había amanecido tan sana que pidió a Estela que le pintara las uñas.
La situación no podía continuar. Encerrado dentro de sí, y de las paredes de esa casa, Andrés no era más que un juguete de la presencia de Estela y de las indigestiones de su abuela. Era necesario abrir una brecha para escapar. ¿Cómo?
¡Carlos Gros!
Se dirigió a casa de su amigo, a quien no veía desde el mes anterior. Bajo la presión de los acontecimientos recientes el rostro del médico se había borrado de su mente, y tuvo que esforzarse para hallarlo entre los escombros de sus recuerdos. Su excusa para acudir a él tan temprano sería consultarlo respecto a la indigestión de su abuela, y poco a poco, en caso de hallarlo de ánimo comprensivo, deslizaría alguna sugerencia de su problema para ver si la compasión de su amigo picaba, o si reconocía su error de creerlo incapaz de sentir con su intensidad actual. Sólo entonces le confiaría todo.
Encontró a Carlos Gros recién salido del baño, con una toalla color tilo anudada en torno a su abultado vientre, en medio de los vapores de la ducha que comenzaban a condensarse cayendo en lagrimones por las paredes de azulejos del color de la toalla. Carlos, con los pies plantados en el felpudo, comenzó a afeitarse después de limpiar el vaho del espejo. Rodeado de las descaradas comodidades para el regalo del cuerpo, toallas de honda trama, el dulce calor de la atmósfera, los frascos de colonia inglesa, era como un sacerdote muy rechoncho y muy antiguo que oficiara en el templo de la satisfacción. Andrés no pudo contenerse. Le zampó todo su secreto, sin preámbulos, crudo y descarnado. No hubo sutilezas ni subterfugios que velaran su pudor; aunque arrastrado al mismo tiempo por la vergüenza, Andrés trató de descubrir y echar mano de alguna forma que lo cubriera. Pero las palabras brotaron desnudas.
El médico terminó de afeitarse con toda pulcritud, a pesar de que la atención de su rostro de mono inteligente se hallaba prendida a la conversación de su amigo, que siguió hablando sin detenerse hasta que pasaron al dormitorio, donde Carlos comenzó a vestirse lentamente. Sentado junto a una mesa. Andrés continuó su confesión, con la vista fija en el médico, pero como si no lo viera. Cuando sus palabras atropelladas llegaron a un alto que pareció definitivo, Carlos, que elegía una corbata, le preguntó:
—Pero, Andrés, ¿para qué sufres tanto? ¿Qué tiene de malo, o de terrible, o de anormal todo esto que me estás contando?
Andrés miró a su amigo un segundo y las lágrimas rodaron por sus mejillas descarnadas. Al verlo, el corazón de Carlos se hizo un nudo de compasión y de vergüenza. Preguntó:
—¿Pero qué te pasa, hombre, qué te pasa?
Se acercó a Andrés para consolarlo, pero, repugnado, se quedó a medio camino. Agregó:
—¿Qué importa? ¿Qué tiene de malo? No entiendo…
—No sé, no sé qué tiene de malo. Lo único y lo peor es que es ridículo, que es feo, que, por las circunstancias, todo lo que siento es absurdo, no tiene dignidad… ni altura. ¿Me imaginas, a la luz del día, paseándome por las calles de la mano de Estela?
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó el médico, estupefacto.
Andrés asintió con la cabeza. Carlos hizo y deshizo y volvió a hacer el nudo de su corbata para no verse obligado a mirar a su amigo, que le repugnaba. Murmuró sin convicción:
—Pero si es una chiquillita…
Andrés se quedó mirándolo. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, sorbió como un niño y dijo:
—Si sé, sé todo lo que puedas decir. ¿Quién puede saberlo mejor que yo, que tengo el espejo vacío de mi vida para contemplarme?
La desacostumbrada retórica de las palabras de Andrés conmovió al médico mucho más que el relato de su amor por la sirvientita y el amor de la sirvientita por un muchacho, que, bien miradas, no eran más que historias triviales. Carlos percibió en esta retórica tan absurda y fuera de lugar una descomposición auténtica en el espíritu de su amigo, lo que no dejó de atemorizarlo; vio en ella algo como un deseo patológico de volver atrás, de huir de algo, de todo, de nada, de regresar a una adolescencia que jamás tuvo. Era peligroso. Era peligroso, más que nada, porque era tan absurdo que el asomo de compasión que nació en él fue derrotado instantáneamente al darse cuenta de que era arriesgado abonar ese absurdo. Dijo:
—¡Cuidado, Andrés! Estás hablando como un loco…
—No me entiendes.
—Dime mejor que no me quieres hacer caso. Y si es así, no me hagas perder el tiempo, mira que ya voy atrasado a la clínica. No puedo gastar una mañana en oír otra versión más de la historia de tu cobardía…
—Ándate. No te necesito para nada.
—Sí. Sí me necesitas.
—Te equivocas, viejo, porque ahora me basto completamente a mí mismo. Estoy más solo que nunca antes, excluido por todo y de todo. ¡Pero tengo este dolor quemándome el pecho!
—¡Para, Andrés, para! ¿No te das cuenta de que estás haciendo frases para convencerte a ti mismo de que algo que es simple, es terrible y complicado? No seas tonto, hombre, las cosas no son así. ¿No ves que ahora te estás tomando esta revancha, falsa, por supuesto, de todo lo que no has vivido, y para convencerte de tu propia capacidad de sentir te estás creando esta ficción de tragedia? Nunca creí que fueras tan simple, Andrés. ¿No ves que lo que no es más que un deseo animal común y corriente lo estás disfrazando de amor para convencerte de que eres capaz de sentirlo? ¿No ves eso?
—¿Tan poca cosa me crees?
—No, no, no, te creo mucho más que eso y por eso mismo es que te lo estoy diciendo. Mereces experiencias más ricas que ésta, Andrés, más completas, no te dejes llevar por situaciones que están teñidas de locura. Convéncete, no es más que deseo crudo…
—¡Qué tipo tan limitado eres! ¡Qué corto de vista! ¿Crees que si fuera sólo eso mi abuela hubiera captado del aire, de la nada, antes que yo mismo me diera cuenta, lo que yo sentía? ¿Crees que mi abuela hubiera sido capaz de captarlo si no hubiera sido auténtico?
—No dejes que las locuras de misiá Elisita alteren tu equilibrio, por favor, Andrés. ¿No ves que toda la situación se presentó en la forma más conveniente para que te crearas esta ficción? La muchacha es deseable, como casi todas las muchachas, y además es conmovedor, y te reconozco que hasta dolorosamente bello, el espectáculo de su juventud. Está enamorada de un muchacho, como miles de sirvientitas jóvenes, y por lo tanto no es fácil que llegue a acceder a tus deseos. En esa simplísima dificultad estriba toda esta gran tragedia folletinesca que estás tratando de vivir. Estás celoso, nada más. Y te aferras a esta dificultad para fabricarte una tragedia de amor imposible, y lo que es peor, esta tragedia de una vejez inatractiva y dolorosa, inexistente, por lo demás, frente a la belleza de la juventud. ¿Por qué no tratas de conquistar a Estela? ¿Por qué no tratas de enseñarle a amarte, si eso es lo que necesitas? Tienes dinero y eres un hombre inteligente, al que todo el mundo encuentra encantador. Te lo aseguro que pese a esos cincuenta y cuatro años que tanto te molestan eres mucho más seductor que cualquier muchacho. Pero no. El señor quiere tragedia. Quiere sentir hondamente, sufrir para asegurarse de que es capaz de vivir. Pero todavía sin arriesgarte, Andrés, todavía sin vivir de veras. Te digo que tengas mucho cuidado, mira que así te vas a volver loco. Trata de enamorarla, de conquistarla, como debe hacerlo un hombre que siente de veras. Entonces te creeré. Y si no tienes éxito, te compadeceré y sentiré contigo. Pero así…
Andrés se puso de pie violentamente, exclamando:
—Tú no entiendes nada porque eres un frívolo. ¿Que no ves que lo que quiero es poesía? ¿Cómo va a ser poético un caballero como yo conquistando, seduciendo, aunque sea con los propósitos más altos, a una sirvienta de su casa? ¿Crees que el muchacho tuvo necesidad de eso? No, no, lo de ellos fue natural, simplemente les sucedió. Eso es lo imposible y lo doloroso para mí. A ti lo único que te importa es el placer frío de acostarte un par de veces con la chiquilla. Yo no quiero eso solamente.
Las palabras de Andrés agotaron a Carlos. El absurdo era tan monumental que la humillación de su amigo tocó al médico, haciéndolo enrojecer de incomodidad debido a sus lágrimas y a su tono de apasionada desesperación. En fin… en el fondo carecía de importancia puesto que, conociendo la corta duración de los impulsos de Andrés, era claro que pronto recuperaría su cordura.
—Si sigues mintiéndote, te vas a volver loco.
—¿Loco? ¡Ojalá! ¡Ojalá me volviera loco! Eso sería lo más maravilloso de todo. El único orden que existe en la vida y en el universo es la injusticia y el desorden, y por eso la locura es el único medio de integrarse a la verdad. Ojalá me volviera loco para así no tener que abocar directamente, claramente, a la luz plena y con toda conciencia, el problema de la muerte y de la extinción. ¡Qué maravillosa manera de escamotearse a la necesidad de mirar de frente… eso… eso! ¡Y qué misticismo perfecto de la locura, qué don de vivir la verdad! Mi abuela loca es la única persona que conozco que es capaz de percibir verdades, tú ni siquiera te acercas a ella con tu razón fría y tus pasiones acartonadas.
Carlos vio que su amigo se estaba tomando una revancha demasiado transparente. Era verdad que desde su juventud él había gozado con mostrarse ante Andrés como un modelo de naturaleza apasionada, no sólo en amores sino en todas sus actitudes ante la vida, en política, en su profesión, en asuntos de dinero y de negocios. Estas actitudes llegaron a dotarlo de una superioridad sobre Andrés, que rechazaba todo aquello como vulgar y barato y que se vio obligado a crearse otras superioridades. Era cierto que por tomar estas posturas había ignorado los problemas que se gestaron oscuramente dentro de Andrés. Egoísmo, era verdad, pero él, Carlos Gros, también tuvo problemas, muchos de ellos graves e insolubles, que Andrés ni siquiera divisó.
De pronto, todo el asco que Carlos había sentido frente a las cosas que Andrés le decía esa mañana se erizó como odio frente a su amigo, que sin derecho alguno estaba haciéndolo sentirse culpable. Indignado, dijo:
—Bueno. Ya está bueno de tus estupideces adolescentes. ¿Qué quieres de mí? ¿Compasión? ¿Que te abrace diciéndote que comparto tu gran dolor? No, Andrés, no puedo hacerlo, me repugnas. Tus problemas no me pueden convencer porque no son reales…
—¿No son reales?
Mirando a Carlos fieramente, Andrés abandonó el cuarto sin una palabra más. Eran las últimas palabras que en su vida iba a dirigir a Carlos Gros.
Ahora estaba verdaderamente solo, aunque la herida de su amor por Estela estaba allí acompañándolo, afirmando su existencia. Carlos podía decir que no era real, pero fuera lo que fuere, él lo estaba sintiendo y para él era verdadero.
Andrés caminó largo rato por la mañana turbia.
En una esquina, dos hombres ataban lonas sobre las cargas de sus camiones. Eran jóvenes toscos, mal afeitados, pero con la lumbre de la vida chisporroteándoles en los ojos. Comenzaron a charlar sobre sus máquinas, sobre el precio de la gasolina, compararon radiadores, discutieron sobre bielas y neumáticos, sobre manubrios y baterías y condensadores. Los focos de los camiones estaban pálidos a esa hora de la mañana. Andrés se imaginó esos focos en la noche, taladrando con sus haces amarillos la oscuridad compacta y lluviosa de un mal camino en el sur, viajando de pueblo en pueblo desconocido, los rostros soñolientos de los camioneros detrás de los parabrisas empapados, los ojos fijos en la claridad con que los focos jironeaban la lluvia. Imaginó a esos hombres injuriando a quienes los molestaran; durmiendo hechos ovillos en los asientos de sus máquinas; llegando a un pueblo donde después de pedir un fósforo a un extraño en una esquina resultaba fácil amistar en torno a cañas de vino o botellas de cerveza. ¡Cuántas necesidades, apetitos, hambres, deseos en sus ojos! La necesidad de dinero era para ellos una manera de saldar cuentas vitales con la existencia, quizás tuvieran mujeres a quienes dárselo, hijos o padres que alimentar, vino aguardando sus labios sedientos detrás de miles de mesones de remotos bares. Y ellos conocían a la perfección todo lo que les era amado, como sus máquinas que para ellos carecían de misterio: conocían cada pistón, cada bujía dentro del motor. Y conduciendo sus amadas máquinas partían a pueblos distantes, alejándose o acercándose a los seres amados y necesitados, a su hambre y a su sed.
Los hombres se despidieron, a punto de partir.
Y, Andrés meditó, ¿si pidiera a uno de ellos que lo llevara consigo? ¿A Perquilauquén, a Curanilahue o a Tinguiririca? Andrés se rió de su estúpido deseo. Tenía cincuenta y cuatro años y era un caballero de cultura y refinamiento. Los hombres lo miraron. Andrés no pudo resistirse a acercárseles, a decirles cualquier cosa para compartir algo siquiera de esa vitalidad a la que no tenía entrada.
—¿Pueden convidarme un fósforo, por favor?
Los hombres se lo dieron, y Andrés se alejó por la mañana opaca.