Al salir de la casa de Donaldo no supo cómo logró tomar un taxi ni cómo ni por qué lo dirigió a casa de su abuela. Sólo al reconocer que la calle por la que iba el taxi a doblar era donde la anciana vivía, se dio cuenta de que en algún momento había pedido al chofer que lo llevara allí.
Lo hizo parar y bajó. Caminaría unas cuadras hasta llegar.
Miró su reloj. Las nueve de la noche. Una niebla liviana desprendía algunos detalles de los árboles y las casas, suspendiéndolos sueltos en las honduras de sus jardines. Esferas de bruma iluminada encerraban la luz de cada farol como dentro de una gota de frío. Un automóvil rasgó el silencio del pavimento húmedo. Detrás de las ventanas que Andrés iba pasando, en habitaciones claras, las vidas proseguían su curso normal, comiendo, hablando, preparándose para dormir, riendo.
Andrés caminaba, pero su vida no seguía su curso normal. En la niebla se materializó una figura que pasó junto a él sin mirarlo; por un instante Andrés advirtió un cuello subido, cierta premura por llegar sin tardanza a un destino habitual: todo en orden en aquella vida, que de nuevo se hundió en la niebla. Pero Andrés no era el que hasta ahora había sido…
Como si por fin rompiera el molde que lo limitaba, un júbilo repentino empapó los ojos de Andrés. Se detuvo bajo un farol. En medio de la niebla fría, su cuerpo guardaba un fulgor reciente y maravilloso.
¿Por qué? ¿Por qué?
Trémula, su imaginación no tuvo más que empinarse para atrapar la respuesta: deseaba a Estela. Era tan simple como eso. El hecho mismo no era importante, puesto que el deseo no era novedad para él. Pero este temblor, esta potencia que comprometía todos los rangos de su vitalidad, era estupendamente nuevo, como si ahora, por fin, pudiera aullar de hambre, bailar de dicha, gemir de dolor, sin que el antiguo Andrés Ábalos, detenido en el umbral de sí mismo, pudiera impedírselo. ¿Fue esto lo que irrumpió en su conciencia a través de la absurda caricatura de Tenchita? ¿Fue la gestación de esta intensidad lo que estuvo desbaratando su orden durante todo el mes pasado?
Deseaba a Estela. Sus manos empuñadas en los bolsillos de su abrigo imaginaron la suavidad desnuda de las palmas de la muchacha, y en las retinas de Andrés hirvieron sus ojos negros. La tibieza súbita de la respiración de Estela al ayudarlo a ponerse su abrigo una noche, hacía más de un mes, repitió un aliento ardoroso en su cuello. Sí. Deseaba a Estela. La deseaba como creyó que jamás iba a ser capaz de desear.
Andrés caminaba con los ojos casi cerrados. La agresividad de su deseo le aseguró con elocuencia que, lejos de lo que él había creído y muy al contrario de lo que Carlos opinó, no estaba muerto, no era un individuo que de tanto podar y ordenar sus sensibilidades se halla incapacitado para darles curso natural. ¿No sucedió ya en su primer encuentro con Estela que, al comprender la sugerencia de esas palmas muelles y rosadas, había experimentado una turbación que, ahora veía, no fue más que deseo repentino? Luego, acobardado por las acusaciones procaces de su abuela, el deseo se sumergió, continuando, sin embargo, su desarrollo en lo más oscuro de su mente, donde la caricatura de Tenchita lo tronchó con la potencia de un tajo y, extrayéndolo, se lo mostró. ¡Todo era tan simple! ¡Él, Andrés Ábalos, se hallaba en el centro mismo de la vida!
Una risa silenciosa se apoderó de Andrés. Rió en silencio una cuadra entera, que caminó lentamente para no agotarla. ¿Deseaba a Estela? Nada más fácil que obtenerla: era inocente, sola y pobre. Él era rico y muy sabio. Le entregaría todo su saber al conquistarla, la colmaría de dones de toda clase y de una vida desconocida para ella, de entusiasmos nuevos que la enriquecerían. La muchacha llegaría por lo menos a estimarlo y a respetarlo, si no a apasionarse por él. Cincuenta y cuatro años no era, al fin y al cabo, una edad en que fuera imposible optar a encender un deseo. ¿Sería quizás una acción detestable seducir a una inocencia para que su apetito la consumiera? ¡Pero si llegara a amarlo, y no era imposible, ¿qué altura podría alcanzar la existencia de Estela?! Además, él no tenía tiempo para pasar de largo ante esta otra ocasión más que significaba vida. Y después Estela tendría tanto tiempo para rehacer lo que hubiera que rehacer…
Atravesó la plazuela embarrada. Bajo un farol, un banco de piedra empapado era liso como un espejo, pero una hoja chamuscada por el frío trizaba la superficie tersa. Detrás de algunas ventanas iluminadas, las vidas seguían sus viejos hábitos de felicidad en torno al calor y a la luz. Cuando él llegara a la casa de su abuela, dos cuadras más allá, las luces se encenderían para que él reinara en su claridad.
Se detuvo repentinamente en la esquina antes de llegar.
En la niebla, un hombre y una mujer hablaban junto a un farol. Ella extendió su mano para sacudir algo de la manga del hombre, que seguía explicando alguna cosa. Nada más. Por la inclinación tierna de la cabeza de la mujer para oír, por el abandono y la confianza emocionantes que Andrés percibió en ambos, dedujo que sólo podían ser enamorados. Aquello no era fortuito ni impuro, no cabía duda de que lo que tenía ante sus ojos era amor de veras, joven y pleno. No eran amigos, no eran hermanos, eran enamorado y enamorada, solos, en el frío de la noche y de la niebla.
Andrés avanzó un paso, otro paso.
La muchacha se hizo reconocible, pero algo en Andrés impidió que un nombre la definiera aún. Antes de dar el paso siguiente que sus piernas tenían preparado, el nombre lo asaltó: Estela.
¡Era Estela!
Andrés retrocedió el paso que iba a avanzar, como si algo se hubiera volcado dentro de él dejándolo en un desorden doloroso. Todas las puertas se cerraron, las puertas que por un instante logró ver abiertas y acogedoras.
El corazón se endureció en su pecho al ver a Estela enamorada hablando con un hombre, desconocido y también enamorado, bajo un farol. Era tan simple, tan natural. El antiguo molde de la única relación humana verdaderamente rica, al repetirse con perfección trivial pero armoniosa, lo excluía, como antes él había buscado excluirse. ¡Pero ahora él necesitaba formar parte de ese molde!
Escudriñó en la niebla para ver el rostro del hombre: era un muchacho. Avanzó unos pasos sigilosamente, pero los enamorados no veían más allá del círculo de intimidad con que se rodeaban. Estela se acercó al muchacho, mirándole los labios no en busca de significaciones ni palabras, sino en espera del calor que contenían.
Andrés pensó en sus propios labios. Eran finos e irónicos, pero carecían de vida. ¡Estela jamás los iba a mirar como miraba los de su compañero!
Todo su edificio de esperanza quedó deshecho.
Deshecho, porque vio claro que no era sólo deseo lo que sentía por Estela, era amor, sí, amor cuya certeza lo clavaba. El deseo no era suficiente para liberarlo de la nada y de la muerte, de los días planos de su pasado, ni del abismo futuro que de pronto vio rodeándolo con su frío. Sólo el amor joven y armonioso como el de ese par podía rescatarlo: que Estela estuviera junto a él y con exactamente la misma confianza con que lo había hecho un minuto antes con su compañero, le sacara una hilacha a su manga. Nada más. Nada más, pero con la entrega del amor orgullosamente inscrita en la inclinación de su cuerpo joven y en el cariño simple de su gesto. Sí. Eso era lo que él necesitaba.
No podía ser. Andrés había dejado atrás su juventud hacía muchos años, intacta y casi sin uso. No podía ser. Estela era joven y él no lo era, ella era hermosa y él no lo era. En nada de lo que pudiera existir entre ambos habría ni un gramo de poesía, porque él ya no tenía derecho a la poesía. ¡Qué grotesco pensarse a sí mismo haciendo el amor con Estela! ¡Qué hermoso, en cambio, qué pleno, era pensar en esos dos cuerpos jóvenes amándose! Si él consiguiera atraparla sería justo lo que su abuela lo llamó: un viejo verde, un vicioso, de ésos que en la oscuridad de un cine acarician la pierna de la muchacha vecina, o de los que en el atestado anonimato de los autobuses se atreven a apoyarse un instante contra una niña. ¡Oh, sabía muy bien que nadie es viejo a los cincuenta y cuatro años! Pero al desear el amor de una muchacha de diecisiete, y al envidiar la juventud de su galán, no podía sino transformarse en un viejo ridículo. ¡Si sintiera todo esto por una mujer madura todo hubiera sido fácil, sin nada de canallesco! ¡Pero ahora… la vejez lo azotaba con la humillación de su fealdad… con la distancia inmensa que colocaba entre él y cualquier posibilidad de belleza! ¡Sólo la belleza de lo que esos dos estaban viviendo, allí en el frío, bajo el farol, lograría satisfacerlo!
La niebla pareció hacerse más espesa. Tras una ventana cerrada una hendija de luz acusaba la vida que transcurría adentro. Comían, dormían…
¡Su abuela era la culpable de todo esto! Sí, ella con su locura había inyectado esta idea en su cerebro dejándola que allí se pudriera. Y él, por un instante, lo había creído posible. Ahora sabía muy bien que alguien que ha elegido ser cadáver no puede resucitar porque sí, porque repentinamente se le antoja. Lo había creído posible y eso era lo peor de todo. Ya no podía conformarse con ser la momia que siempre fue… y ahora, para escamotear el terror que lo miraba y lo miraba, era necesario realizar su deseo de amor joven y pleno. Imposible, imposible. ¡No, ahora sólo el terror de la muerte era su realidad, tal como lo era la de su abuela!
Estela se acercó al muchacho. Él la tomó suavemente, sosteniéndola contra su cuerpo. Sus rostros casi se tocaron. Andrés no respiró. Al verlos besarse, una furia corrosiva se desbordó en él.
¿Y su abuela?
¿No pagaba para que cuidaran a su abuela a todas horas del día y de la noche, como era necesario a sus años? ¿Con qué derecho esta chiquilla la dejaba sola para salir a besuquearse con un cualquiera en la calle? Quizás éste no fuera el primero, pero iba a ser el último. ¡En sólo tres meses! Sí, su pobre abuela tenía razón. Estela era una corrompida, casi una prostituta. ¡Su pobre abuela no estaba loca, eran estos jóvenes los locos, los sucios y envenenados!
Tomando al muchacho de la mano, Estela abrió la verja y entró con él en la casa de misiá Elisita.
¿Entonces esta chiquilla, además de descuidar sus deberes, entraba hombres a la casa en la noche? Muchas veces en su locura la anciana había asegurado que las cuidadoras que en el pasado tuvo solían recibir hombres para hacer el sucio amor en el cuarto contiguo al suyo, creyéndola dormida. ¡Entonces toda la inmundicia que llenaba la cabeza de la inválida no era locura, sino realidad! Y ésta no era, seguramente, la primera vez que Estela lo hacía…
Andrés tembló de ira al tomar la manilla de la verja que Estela recién había abierto para entrar con su hombre. La casa dibujaba ligeramente sus recovecos y adornos caducos en la niebla del jardín. En la oscuridad del vestíbulo las llaves tintinearon en la mano de Andrés. La casa estaba en silencio. Al cabo de unos instantes Andrés percibió que hacia la derecha, aunque no oyera ruido ni viera luz, había vida detrás de la puerta.
—¡Lourdes…! —exclamó en las tinieblas.
Esperó sin moverse. Las llaves siguieron tintineando en el silencio dejado por su grito.
—¡Lourdes! —aulló.
A los pocos minutos el oscuro volumen de Lourdes apareció en el umbral que se iluminó, abierto hacia las dependencias de servicio.
—¡Don Andresito, felices los ojos…! ¡Por Dios que me asustó! Pase a la cocina, pase, que hace más calorcito. Pase para acá no más, mire que la señora está durmiendo.
Andrés la siguió.
La claridad amarillenta hacía pequeña y tibia la cocina, llena de animación y de olores familiares después del gran desamparo de la calle y del vestíbulo. Rosario lo saludó sorprendida y agradada. Estela sonreía. Sentado frente a un plato de caldo humeante, el muchacho devolvió al plato la cuchara que iba a llevarse a la boca.
—¿Qué está haciendo éste aquí? —preguntó Andrés.
El muchacho se puso de pie.
—Es un amigo de nosotras, de donde Fornino. Como hacía frío, un plato de caldo…
—Que salga inmediatamente de mi casa.
Las expresiones se congelaron en todos los rostros.
—¿Qué está haciendo aquí? —gritó Andrés con voz desordenada, mientras su mano apretaba la llave hasta hacerse daño—. ¿Qué crees tú que es esto, Lourdes? ¿Una casa de pensión para todos los lachos de tu sobrina? Dime…
—Pero si el chiquillo es conocido, pues, don…
—Nada de chiquillos conocidos aquí. ¿Quién está cuidando a mi abuelita? ¿No trajiste a tu sobrina porque estabas segura de que era seria? Bueno, yo los acabo de ver besuqueándose en la calle. ¡Quién sabe con cuántos lo hará, para que la gente crea que ésta es una casa de remolienda! Las voy a despedir a todas. ¿Me oyen? A todas, por inconscientes e inservibles. Y me voy a quedar yo solo aquí cuidando a mi abuelita, la pobre. Solo, solo… ¡Indecentes ustedes también! ¡Vergüenza debía darles andar tapándole a la chiquilla!
El muchacho se había puesto en movimiento hacia la puerta de servicio.
—Venga por aquí —le dijo Andrés—. Ya saben, que esto no vuelva a pasar en mi casa. Y a la Estela voy a mandarla de vuelta al campo mañana, sí, mañana mismo, van a ver…
Salió seguido del muchacho. Bajaron al jardín. Abrió la reja, y cuando la cerró detrás de Mario, dijo:
—Si lo vuelvo a encontrar por aquí o si llego a saber que ha estado hablando con la chiquilla, voy a decirle a don Narciso que lo eche, y voy a llamar a los carabineros.
Mario se perdió en la niebla. Pero se quedó aguardando en la esquina.