11

Hacía unas buenas cinco semanas que Andrés Ábalos no visitaba a su abuela. Aquel malhadado día del cumpleaños percibió tal amenaza en ella y en todo lo ocurrido en su casa, que ahora no se decidía a ir a verla, como antes, una vez por semana.

A medida que el tiempo iba pasando, la zozobra de Andrés fue en aumento en vez de menguar. No comprendía por qué se turbó en aquella ocasión de manera tan definitiva, ni por qué la locura de su abuela —al fin y al cabo las obsesiones de la anciana no eran novedad para él— lo dejó esta vez tan dolorosamente trizado. Sólo trizado, sin embargo, porque a pesar de todo lograba mantener su forma exterior. Pero el temor producido por la seguridad de que ya no conservaría sus contornos propios por mucho tiempo, de que sus días de buen caballero de orden e inteligencia eran contados, hacía intolerablemente desapacible el transcurso de sus horas.

Se escudriñaba en busca de la raíz de tan violenta desazón. ¿Por qué, después del cumpleaños, lo hirió con tal lucidez la certeza de que faltándole su abuela quedaría libre, pero sin nada que hacer con su libertad? Oscuramente lo había adivinado así tiempo atrás, aunque hasta este momento jamás le produjo más que cierta melancólica dignidad, que por lo demás sentaba de maravilla a su posición y a sus años. Y ahora, de pronto, nada de lo que había hecho con todas las horas de su pasado, nada de lo que podían ser las horas de su futuro, contenía ni un átomo de nobleza ni de valor. ¡Bien se podían tirar por la borda todas sus experiencias, afectos y aficiones, que tan mísera dimensión tuvieron! ¡Qué terror de morir sin haberse aventurado a la vida! ¡Y sobre todo, al borde de esta insatisfacción nunca antes experimentada, qué incierto pánico de verse llevado a aventurarse!

Cavilando en la penumbra del escritorio de su departamento, se preguntaba por qué lo más equívoco del peligro yacía en las palabras sin sentido de su abuela, y no en las razones cruelmente incisivas de Carlos Gros. ¿Por qué tenía constantemente ante su conciencia esa llaga de vergüenza abierta por las monstruosas acusaciones respecto a Estela y a él? ¿Era eso? ¿Podía ser eso la causa de su angustia actual? No… sería demasiado adolescente… no podría soportar verse a sí mismo en un papel tan ridículo. ¿Deseaba a Estela? Para negarlo se afirmó en el hecho de que su memoria no guardaba recuerdo alguno de la muchacha, y todas sus sensaciones estaban libres de su presencia. ¿Cómo era? ¿Alta o baja? ¿De cutis claro o moreno? ¡Ni siquiera lo recordaba! Y extrayendo valor de estas negaciones, se decía: ¿y si la hubiera deseado? ¿No deseó a muchas mujeres en su vida? ¿No supo satisfacer su deseo, sin perturbarse jamás ni perder control de sí mismo? Una especie de bruma reblandecía el contorno de estos pensamientos…

Sin embargo, cada vez que Lourdes lo llamaba por teléfono, la comunicación con la casa de su abuela lo confundía, como si allá radicara todo peligro. No atinaba a responder a los velados reproches de la criada:

—Si la señora ha estado de lo más bien, don Andresito, no se preocupe…

—Claro… y no he ido porque, tú sabes, a mi edad me tengo que cuidar.

—Claro, cuídese no más, no importa. ¿Necesita algo? ¿Quiere que la Rosario le prepare una dietecita de ave para ver si con eso se siente mejor?

¡Una dietecita de ave!

Andrés se esforzó por conservar el tono acostumbrado de su vida. Pero su vida no le obedeció, permaneciendo dura, clavada en la insatisfacción que iba desbaratando sus momentos, como si detrás de cada una de sus domesticadas aficiones fuera a descubrir alguna verdad sobre sí mismo que lo pulverizaría.

Como siempre, iba al Club de la Unión, instalándose en el ángulo más sosegado de la biblioteca para hojear las últimas revistas francesas. Historia traía un artículo sobre Mme. de Castiglione. Quizá resultara interesante. Pero el papel ordinario de la revista y la profusión de avisos vulgares lo obligaban a dejar, asqueado, lo que antes le hubiera procurado deleite. Se dirigió a la sala de rocambor. Sus habituales compañeros de juego se hallaban apasionadamente concentrados en lo que se le antojó la más pueril de las aventuras ficticias. Sólo los que no conocen, o los que han claudicado de lo excitante y lo conmovedor de la vida real, eran capaces de dedicar tanto calor a los naipes. ¡Eran tan pusilánimes al conformarse con sólo eso! Sin saludarlos, partió dejándolos extrañadísimos ante su inusitada actitud.

En un salón del segundo piso, un par de amigos suyos tomaban té. Sus cabezas, perfectamente calvas, se bamboleaban en aprobación satisfecha de lo que uno y otro decían. Llamaron a Andrés para que se les uniera.

—Oye, Andrés, tú que eres medio tirado a artista, ¿no es cierto que ninguna cosa artística de ahora se puede comparar con lo que era la ópera en el tiempo de nosotros?

Andrés agradeció el cumplido de llamarlo artista, pese a que pronto vislumbró en ello un ribete de desprecio. Era como si sus pálidas aficiones artísticas bastaran para impedirle una entrada total en ese mundo perfectamente encuadrado que era el de sus amigos, en el que antes de ahora siempre se sintió tan seguro. Pero ahora hacían de él un individuo marginal, su sensibilidad se transformaba en cosa sospechosa, haciéndolo un «raro». ¿Qué otra cosa podía pensar de él Vicente Castillo que, arrellanado en su seguridad de próspero agricultor que ha casado a todos sus hijos conforme a sus deseos, se dedica a opinar de todo y de todos con igual desplante? Vicente continuó:

—Claro que tú eres más chiquillo que nosotros. Pero te acordarás que antes encontrábamos a los artistas en todas partes. Paseándose en la calle Huérfanos en la mañana, y en la tarde en la casa de alguien que los convidaba a comer para que cantaran. No como ahora…; antes todo el mundo convivía con los artistas. Claro. ¿Y por qué no, digo yo? Antes, los artistas eran personas cultas, decentes como uno, no como ahora…

El bamboleo de la calva que subrayó estas definitivas convicciones halló eco en el bamboleo de la calva de su amigo, que rió diciendo:

—¿Te acuerdas de esa temporada en que tu padre se volvió loco por esa soprano…? ¿Cómo se llamaba? Ah, claro, la Terrazzi, esa colorina alta, interesante la mujer… claro, claro que me acuerdo, un poco gorda, de aquí sobre todo. Pero las mujeres antes eran así, no como ahora. ¿Y te acuerdas que tu madre se puso tan furiosa que no fue a la ópera ni una vez más en toda esa temporada, y dejó el palco de abono desocupado todo el tiempo para que la gente se diera cuenta, como un insulto…?

¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?

—¿Te acuerdas de la vez que se le salió un gallo a Tita Ruffo?

—¿Te acuerdas cuando Miguel cantó en un beneficio para la Araucanía?

—¿Te acuerdas que al final de la temporada, cuando habíamos visto Aída unas diez veces y Lucía de Lammermoor unas quince, se mandaba el palco de abono a los parientes pobretones?

—¿Te acuerdas?

—¡Claro! ¡Cómo no! No como ahora…

No como ahora… no como ahora… no como ahora…

Andrés dejó de escuchar esta conversación fosilizada que antes lo hubiera hecho pasar un rato tan agradable. Ahora contenía un vértigo, como si no hiciera más que señalarle un abismo, un vacío del que era imposible escapar…

Cerca de ellos se instaló un grupo de hombres jóvenes con aire de que el mundo les pertenecía. Uno saludó de lejos al agricultor y otro a Andrés. Hablaban de política, de la Bolsa, de negocios, eran serios y conscientes, sin dudar ni siquiera por un segundo que el futuro del país caería en sus manos. Andrés prestó atención. Pesos, pesos, acciones, títulos, transacciones, el directorio de la compañía. Comentaron sobre cierto Matías que, habiendo arriesgado todo su dinero en un negocio fraudulento, había caído en manos de la justicia, dejando su nombre por el suelo y a su familia en la calle. ¡Pobre Matías! Era necesario ayudarlo, porque era amigo y pariente. ¡Pero arriesgarlo todo! ¡Bueno, Matías nunca había sido de los más avisados, ni en el colegio! Pero Matías era como ellos, con sus trajes grises y sus camisas blancas, casi idénticos unos a otros, sin el más leve atisbo de idiosincrasia que trizara las superficies cristalizadas de sus personalidades. Bajo sus palabras hervía la ambición, la ambición de ser más rico, más poderoso, mejor que los demás en cualquier sentido, pero sin salirse jamás del molde de una ortodoxia social.

Andrés, sabiéndolos horrorosamente equivocados en sus valores, los escuchó con envidia. ¡Ese Matías, que había sido capaz de arriesgarlo todo por algo de tan poca importancia como el dinero, era sin duda un héroe! ¿Por qué él, Andrés Ábalos, no fue dueño de ese amor al dinero que impulsaba a estos hombres a arriesgarse, a vivir? ¡Hubiera sido tan fácil! ¡Y tan erróneo! Andrés vio belleza en ese error al compararlo con el suyo. Eran capaces de las empresas más crueles y peligrosas, capaces de ensuciar sus conciencias para siempre, hundirse, pero quizás uno entre ellos, una vez, hiciera un gesto que tuviera nobleza, tomara una posición que significara categoría y valor. ¡Sí, el riesgo de sus empresas podía tener hermosura! Y además, tenían tiempo. A él, en cambio, tiempo ya casi no le quedaba porque lo había gastado en aprender a distinguir cuáles eran las actitudes erradas. ¿De qué le sirvió saberlo, si a pesar de ello permaneció siempre en el umbral de la acción? Y tiempo ya casi no le quedaba…

Se puso de pie excusándose someramente. Pidió su abrigo y salió a la calle. Lo único que deseaba era huir, huir adonde fuera.

La semana anterior había almorzado en casa de Carlos Gros, rodeado de la familia del médico. Adriana, percibiendo cierta desazón en su amigo, le preguntó:

—¿Pero quieres explicarme, Andrés, por qué no haces un buen viaje a Europa? Te lo llevas hablando de Francia y de cuánto te gustaría ir. No veo por qué no vas… a no ser que te estés poniendo avaro.

Hasta la avaricia le parecía ahora una pasión admirable. Pero no era su caso…

El viaje estuvo gestándose toda una semana en su cabeza. Era la solución para sus problemas. En las noches despertaba navegando, navegando suavemente, aérea o marítimamente, y le parecía que navegaba y navegaba, y que el puerto se iba alejando cada vez más y que el aeródromo se perdía. Su embarcación jamás llegaba a tierra.

Recordó el viaje que hizo al terminar sus estudios de leyes. Pensó en el olor de ciertas tiendas de zapatos en Londres, y en el Uccello de la Bodleian Library. Recordó el azul del Mar Jónico cerca de Brindisi, agitado por el mismo viento que había mecido el barco en que Virgilio agonizó. Volvió a estar en ciertos salones de París a los que tenía acceso, salones de boiseries grises desteñidas, donde las conversaciones con una que otra dama madura, un poco desilusionada y un poco inteligente, tomaban los mismos tonos desleídos que los ángulos de sus salas. Cada adorno allí, cada libro de noble y vieja pasta, parecía estar prestigiando esa mesita o anaquel desde siempre y para siempre. En esos ambientes, donde las soluciones del pasado modifican el presente con serena continuidad, quizás fuera posible hallar refugio contra las preguntas con que ahora, de un día para otro, la vida lo acosaba.

Caminó más tranquilo hasta su casa. Se acostó temprano, tomando un espléndido volumen ilustrado sobre la historia del castillo de Blois. La satisfacción se apoderó de él en tal forma que olvidó totalmente el transcurso de las horas, algo que durante los últimos días lo había atormentado con la conciencia de cada segundo, de cada minuto concluido. Un llamado telefónico lo despertó de su encantamiento. Era la una de la madrugada. Escuchó el tartamudeo de Felipe Guzmán:

—Pero, hombre —dijo Andrés algo malhumorado—. Es la una de la madrugada.

—Es que tenía que decírtelo. Sólo tú tienes la sensibilidad para comprender el interés de mi descubrimiento…

—¿Qué pasa?

—Nadie, sabes, nadie ha señalado un punto tan curioso en su vida.

—¿En la vida de quién?

—En la vida de María Antonieta, pues, hombre…

—Ah —murmuró Andrés.

—Figúrate que María Antonieta, reina de Francia, jamás en su vida vio el mar. ¿Qué te parece? He estado releyendo con todo cuidado más de treinta biografías de la reina y he podido comprobarlo sin lugar a dudas. No te llamé antes porque sólo ahora tengo toda mi información lista y a prueba de balas. ¿Qué te parece? ¿No crees que debo escribir una notita para alguna revista francesa importante y dar a conocer este dato tan extraordinario acerca de su vida? Andrés… Andrés…

Pero Andrés había cortado la comunicación. Vio que Felipe Guzmán, que se pasaba la vida leyendo monografías, textos, memorias y estudios sobre los Borbones y los Habsburgos, estaba muerto… completamente muerto. Y por reflejo, vio que él también lo estaba, ya que todas sus aficiones por lo bello y lo histórico eran sólo una manera de esquivar la vida, de marcar el paso agradablemente —agradablemente, sobre todo— hasta la hora de la muerte. Entonces, en esa noche en que llovía y llovía y que tan propiciador comienzo tuvo, rodeado de la penumbra que de pronto se tornó salvajemente agresiva en su civilizado departamento, Andrés supo que no había viaje que valiera, que la única realidad que le iba a ser posible conocer, la única experiencia vital a que podía aspirar, era la experiencia de la muerte.

Uno de los mayores placeres en la vida de Andrés era salir a caminar por las calles ya a punto de anochecer, dirigiéndose a tiendas de libros de segunda mano o a esos establecimientos pequeños, generalmente en barrios populares, que comercian con antigüedades y toda clase de objetos usados. Era una costumbre aprendida en su juventud. Al cumplir veintiún años recibió la herencia de sus padres, y se vio dueño de un poder adquisitivo que no supo en qué emplear, deseando, sin embargo, hacerlo. Pero en las tiendas céntricas iluminadas con exceso, y por lo tanto en los artículos que vendían, descubrió una premura desagradablemente indicadora de contingencia, una impersonalidad sin nada de sugerente, que exterminó todo su agrado en la aventura de comprar. En las tiendas de cosas usadas, en cambio, polvorientas y en desorden, atendidas por caballeros un poco zarrapastrosos y de origen oscuro, como también en esos objetos y volúmenes dueños de más historias que él, existía un algo indefinible que le proporcionaba apaciguamiento y confianza no carentes de misterio, como si esos cuartos repletos de trastos y de libros viejos estuvieran deliciosamente domesticados, sin las aristas de las tiendas de objetos nuevos. Este placer se hallaba ligado a su afición de vagar por calles populares, bullangueras o silenciosas, solo, inidentificable, hasta llegar a alguna tienda donde, en invierno, a veces encontraba algún gato junto a un brasero, y nunca más de dos o tres personas, casi mudas como él. Andrés jamás adquiría nada de gran valor, nada histórico ni catalogado; eso hubiera hecho de él un connaisseur, un coleccionista profesional, coartando así su libertad. Pero no era difícil que ocasionalmente lo tentara cualquier objeto de aspecto insignificante, cierta mesita de madera clara ennoblecida por el uso, o una porcelana cuyas líneas simples daban impecable estructura a un bello tono de blanco.

Lo que más le gustaba era comprar bastones. En cierta ocasión, teniendo poco más de veinte años, se fracturó un tobillo, y para ayudarse a arrastrar su pie enyesado compró un bastón donde un anticuario. Luego, sin necesitarlos, fue comprando otros. Pero nunca permitió que su colección pasara de diez, el límite que él mismo se impuso al comenzar, y si deseaba adquirir algún bastón que le pareciera irresistiblemente bello, antes de adquirirlo vendía uno de los suyos para que su colección nunca rebasara el número debido, aumentando siempre en calidad. Llegó a poseer diez ejemplares verdaderamente primorosos: bastones chinos de marfil cubiertos de árboles y personajes; un antiguo estoque toledano disimulado dentro de su funda de pulido cerezo; algún sencillísimo bastón de caoba con su pomo de oro cincelado. Hallaba una seguridad colmadora al sentir en el hueco de su palma aquellas empuñaduras que otras manos, en épocas y continentes distantes, habían entibiado.

Entre los dueños de tiendas y los comerciantes privados se sabía que don Andrés Ábalos pagaba buen precio por lo que valiera la pena en materia de bastones, de modo que cuando aparecía en casa de un anticuario, era acogido con deferencia.

La tarde siguiente a su última visita al Club, Andrés se sentó, como tantas veces, en su sillón de cuero frente a una ventana de su departamento, desde donde la luz se deslizó hasta un atardecer temprano. Examinando sus bastones uno a uno, los lustró, los limpió con especial delicadeza, bruñendo las empuñaduras de metales ricos. Después de esta operación solía quedar satisfecho.

Ahora no le sucedió así. Ni con esto logró recobrar el uso de su tranquilidad. ¡Era necesario hacer algo, no quedarse observando lo que ya poseía!

¿Y si comprara otro bastón? ¿Uno más, uno que rebasara revolucionariamente el límite de los diez? ¿Volvería a ser capaz de sentir placer si gastaba mucho dinero en algo que colmara su gusto, algo inesperado que lo impulsara a romper ese canon de los diez? ¿No lo había llamado por teléfono Donaldo Ramírez la semana anterior para avisarle que dentro de pocos días iba a caer en su poder un bastón excepcional? ¡Oh, si eso lograra destruir la sensación de estancamiento y de muerte que devoraba sus horas!

¡Donaldo Ramírez, entonces, era la persona indicada!

Andrés se puso su abrigo y se encaminó a la casona de Ramírez, detrás de la Plaza Brasil. El anticuario se reservaba en ella sólo un par de habitaciones, arrendando el resto por piezas a estudiantes provincianos de buena familia.

—¡Ellos son mis hijos! —declaraba Tenchita, la esposa de Donaldo, al que no había dado prole.

Andrés jamás percibió en la dueña de casa el menor asomo de instinto maternal hacia sus inquilinos. Parecía reservarlo para Donaldo, que era como un hijo único muy delicado y muy querido, y el anticuario trataba a su mujer como a una madre, una madre a la que es preciso mimar y obedecer. Era una relación incestuosa que a ambos hacía muy felices. Andrés admiraba esta felicidad. Pero más que nada admiraba en Donaldo su buen ojo para descubrir piezas extraordinarias, ocasionalmente de gran valor, bajo apariencias triviales: su seriedad y competencia profesionales eran sorprendentes. Las charlas entre él y Andrés podrían haber sido de gran interés para el coleccionista de bastones y de gran utilidad para Donaldo, pero era inevitable que Tenchita las interrumpiera con esa locuacidad suya que transformaba cualquier conversación, incluso charlas de negocio y conciliábulos entre expertos, en regocijado parloteo social. Donaldo se lo permitía, al parecer encantado.

Tenchita era vasta y madura como una fruta inmensa. Al fumar con su boquilla larga, entornaba los ojos morados de rimmel y, entre bocanada y bocanada, sus labios risueños nunca dejaban de estar en movimiento. Con una turbadora fricción de seda cruzaba y descruzaba sus muslos regordetes, tan frecuentemente como se lo permitían sus faldas ceñidas en exceso, luciendo así pies diminutos, calzados siempre con los zapatos de tacos más altos imaginables. Así se usaba, y lo que se usa, lo que está de moda, era el verdugo amado de Tenchita.

Andrés solía admirarse de que no hubiera guerra entre los gustos del marido y los de la mujer, pero su casa era testimonio de la más armoniosa adaptación. Estaba colmada de objetos. En las paredes, los grabados dieciochescos de principios de este siglo y las tapicerías hechas a máquina cuyos temas eran las distintas etapas de un idilio veneciano, alternaban profusamente con ampliaciones de fotografías de grupos familiares en pesadísimos marcos. Era inexplicable cómo el abundante volumen de Tenchita podía circular en ese laberinto de mesitas, consolas, taburetes, sillas, todo siempre recién remozado con una mano de barniz de oro, obra sin duda de la prolija dueña de casa.

—El Luis XV es de la familia de Donaldo —confiaba Tenchita—. No lo venderíamos ni por todo el oro del mundo. A mí no me gustan las antigüedades, pero cuando son de familia es otra cosa. ¡Una, que no es millonaria, tiene que mostrar que es gente con pasado de alguna manera, pues, Andrés!

Andrés sospechaba que jamás hubo oferta por tales mamarrachos, que constituían la población estable de los cuartos. Además de ésta, otra población, que era cambiante, sorprendía a Andrés en cada una de sus visitas. Por un lado, los prodigiosos objetos que Donaldo adquiría para vender privadamente o a los comerciantes de las grandes casas. Por otro lado, el aporte ubicuo de Tenchita: una cortina en la forma que se usa a poco cedía lugar a otra con vuelos dispuestos en forma aún más novedosa; un pañito bordado bajo un jarrón en que se desplumaban las colas de zorros pronto era reemplazado por una carpeta tejida según modelo de la última revista.

Donaldo era preciso y enjuto. En época lejana fue militar, de modo que conservaba la pulcritud de apariencia, la espalda tiesa y los hombros derechos que eran la admiración de su mujer. No eran éstas, sin embargo, las cosas que Tenchita más admiraba en él. En una ocasión había confesado orgullosamente a Andrés que su marido era Ramírez, pero —y fue ese pero lo que emocionó a Andrés— emparentado con los Álvarez de La Serena, por la madre.

Donaldo mismo salió a abrir. Su rostro se iluminó con una sonrisa de bienvenida auténticamente afectuosa que hizo brillar sus dientes postizos, en torno a los cuales su rostro se había secado sin envejecer.

—¿Y cómo ha estado misiá Elisita? —preguntó a Andrés.

Le gustaba hablar de la viuda de tan connotado hombre público como don Ramón Ábalos con una familiaridad controlada.

—Bien, muy bien, Donaldo. ¿Y la Tenchita?

—No muy bien, Andrés. Parece que está con un principio de mononucleosis la pobre. Usted sabe, es una enfermedad nueva, y usted ve cómo es la Tencha para las novedades. Parece que le está dando a todo el mundo…

—¿Quién llegó, mi amor? —preguntó la voz cantarina de la enferma desde el cuarto vecino—. No me digas que es ese ingrato de Andrés Ábalos…

—Sí, soy yo…

—¡Ay, Andrés qué regio que viniera! Me moría de ganas de verlo. Pero fíjese que estoy en cama y hecha un horror…

Mientras Andrés se instalaba, Tenchita prosiguió:

—Tengo tantas ganas de verlo que me voy a levantar. Pero si me jura no mirarme…

Andrés temió el efecto que la locuacidad de Tenchita iba a tener sobre su pobre espíritu magullado. ¡No quería verla! ¡Sólo quería comprar un bastón maravilloso a manera de rebelión contra el número diez tan estúpidamente establecido como límite de su colección! ¡Oh, si con eso lograra disipar esta atmósfera de muerte y de inquietud que pesaba sobre él! Sin embargo, entró en el juego de coquetería de la dueña de casa:

—¡Cómo no la voy a mirar a usted, pues, Tenchita! ¡Eso sería perder mi día!

Donaldo, mientras hurgaba en los rincones atestados en busca del bastón con que se proponía tentar a su cliente y amigo, sonrió satisfecho al comprobar una vez más que su mujer era maestra en el arte de transformar las relaciones comerciales en reuniones mundanas íntimas. Andrés, entretanto, se preguntaba cómo un hombre con tan buen ojo como Donaldo para descubrir objetos auténticos y hermosos era capaz de no percibir la grosera falsificación de su mujer.

Después de unos instantes apareció Tenchita ataviada con un peinador de seda. Era como un gran pastel color rosa, adornado con anillos, prendedores, aros de fantasía. Vertió sus curvas dentro de una butaca frente a Andrés, la seda del batón adherida a sus carnes.

Andrés no la miró, porque sentía cómo la presencia de Tenchita estaba haciendo subir de nivel la desesperación de sus últimas semanas. Era como si rajándose dolorosamente del Andrés Ábalos de antes del cumpleaños de su abuela, ese hombre tranquilo que había logrado sumergir todos sus problemas, él estuviera separándose por medio del tajo hecho por su abuela esa mañana. Ahora, en un momento más, la grosería de Tenchita iba a hacer más hondo, quizás definitivo, ese tajo. La mujer del anticuario estaba explicando que Donaldo no había querido comprar cierto grabado que a ella le gustó mucho. Poniéndose de pie, dijo que el grabado representaba a una mujer apoyada así, contra un árbol:

—… una mujer casi… casi como semidesnuda… —explicó Tenchita, contoneando sus generosos cuartos traseros.

¡Era tan absurdo! ¿Cómo arrancar sus dolores reales, solitarios, de esta indignidad? ¿Era ridículo, entonces, todo lo que sentía, aquello que lo estaba hiriendo sin que él supiera aún lo que era? ¿Con qué derecho esta mujer grotesca iba a asestar el golpe que finalmente deshiciera lo poco que le iba quedando de compostura?

Satisfecha con su actuación, bajo la mirada patrocinadora de su marido, Tenchita volvió a sentarse y se embebió en la exégesis de su mononucleosis. La fiebre le producía escalofríos, aseguró, envolviéndose los hombros en su chal de fina lana rosada. Donaldo, blandiendo un bastón, aguardaba una tregua en la verborrea de su mujer para enseñárselo a Andrés. Pero a Andrés no le interesaba ya. Sólo le interesaba el chal rosado.

—Andrés, no sea malo, dígame que mi chal es precioso…

El peso de la exigencia destrozó a Andrés. Ya no veía, ya no pensaba. ¿Con qué derecho esta mujer monstruosa extraía desde el fondo de él imágenes aún sin rostro, pero que pronto, peligrosamente, lo iban a tener? ¿Por qué ella, ella era la llamada a dotar de fisonomía a su pobre angustia?

—Donaldo me lo trajo anoche de regalo, fíjese que es amoroso. Dijo que quería verme rosadita entera cuando me despertara a su lado en la mañana…

Al indicar a su marido, descubrió a los ojos de Andrés la palma de su mano, rosada, muelle, cruda. Andrés se puso de pie. En lugar de Tenchita veía a Estela, envuelta en el chal que él había regalado a su abuela… y Estela despertaba en el lecho junto a él. El calor joven de la muchacha, su cuerpo levemente humedecido por el sueño tibio, lo tocaban. Tenía vivo en la nuca el aliento de Estela al ayudarlo a ponerse el abrigo, y ante sus ojos se hallaba abierto el peligro desnudo de sus palmas.

¿Su abuela, entonces, a pesar de su locura, vio algo que él no se había atrevido a ver? ¿Podía ser que la locura fuera la única manera de llegar a ver hondo en la verdad de las cosas?

Andrés retrocedió hasta la puerta.

—No se vaya, mire el bastón que le tengo…

¡Bastones! ¡Las dietecitas de Rosario!

—¿Para qué va a querer bastones Andrés, pues, hijo? —exclamó Tenchita—. ¿Que no ves que está más joven que un chiquillo? Si hasta parece que estuviera enamorado. ¡Confiésenos su pecadito, Andrés, mire que nosotros somos muy modernos y muy comprensivos…!

—¡Cállese! —gritó Andrés.

El dedo travieso y acusador de Tenchita se heló en el aire. Ella y su marido se hallaban de pie, buscando refugio uno en el otro.

Andrés cerró la puerta de golpe y bajó las escaleras corriendo.