10

El pájaro pronto se cansó de sobrevolarlos. Hacia el poniente el crepúsculo no tardaría en tostar la frescura azul del aire, y René y la Dora no eran, seguramente, la única pareja que aprovechaba el otoño extraordinario para amarse al aire libre. Voló entonces hacia el cerro, circulando largo rato sobre él, el mapa aéreo de la ciudad dorándose ya en las cuentas minúsculas de sus ojos. Abajo, la infinidad de parejas que habían acudido al cerro desde barrios distintos tras errar por calles y parques dominicales, aguardaban, ya cansadas, que el frío de la tarde quebrara por fin el equilibrio del aire, indicándoles la hora de partir. El pájaro planeó a menos altura sobre las parejas yacentes, como si deseara inspeccionarlas para elegir, volando por último sobre cierta pareja abrazada entre los matorrales de una ladera vertida al poniente. Ellos se desprendieron dulcemente, lentamente de su abrazo, como si temieran dañarse al hacerlo, y permanecieron tranquilos, recostados uno junto al otro en la luz soslayada que caía minuciosamente entre las briznas de hierba.

—Mira… —susurró Estela a Mario, señalando el pájaro que circulaba una y otra vez sobre ellos.

Mudos, continuaron contemplando el poniente de casas bajas ordenadas en patios amplios o míseros, donde palmeras casuales eran como viejísimos surtidores que aún manaban, desde épocas pretéritas en que la ciudad era diferente y sin embargo idéntica.

Estela cerró los ojos lentamente. Pero esta vez no se cerraron bajo la antigua desconfianza que a menudo los mantenía clavados en sus pies, sino que se cerraron porque sabían que nada más iban a ver que acrecentara su dicha. Un gran viento benévolo parecía haber despejado su rostro joven, donde los labios, amoratados aún con el amor, guardaban insinuaciones de sonrisa en las comisuras. Éstas se recalcaron cuando Mario, al moverse a su lado para esquivar un terrón incómodo, hizo más íntimo el contacto de sus cuerpos tendidos. Y ocultos bajo pestañas todavía húmedas, los ojos de la muchacha revisaron el recuerdo entero del día, como acariciándolo.

Lourdes se había puesto muy seria cuando su sobrina le pidió permiso para ir al zoológico del cerro, algo agraviada porque la muchacha no era capaz de contener su curiosidad hasta que ella se sintiera mejor de sus várices para acompañarla.

—… y sola no te dejo ir —concluyó la sirvienta.

—¿Que no ibas a ir con el Mario? —preguntó Rosario.

—Ah, entonces… —titubeando, Lourdes dejó la frase sin terminar.

Rosario aprovechó para convencerla en un dos por tres de que era muy propio que Estela saliera de paseo con Mario, sobre todo ahora que había ascendido a empleado de mostrador en el Emporio Fornino, y sobre todo porque era un chiquillo con ideas a la antigua, tan honrado y tan serio.

—¿Y no van a ir a almorzar? —preguntó la cocinera.

—No sé… —respondió Estela.

—Anda a buscar a Mario, niña, para que almuercen aquí con nosotras. ¿Para qué van a gastar plata de más por ahí, cuando aquí hay comida de sobra desde que don Andrés viene tan poco?

Durante el almuerzo, Lourdes pareció conformarse. Siempre fue difícil para ella tomar una decisión —ahora la cocinera la había tomado en su lugar, al reconocer a Mario como amigo no sólo de Estela sino de la casa—. Rosario entonces era responsable si algo llegara a suceder, un accidente o algo por el estilo. Bastó esta reflexión para que Lourdes se librara de su amurramiento, y durante todo el almuerzo bromeó con Mario, como si fueran viejos amigotes. Rosario, entretanto, silenciosa en su satisfacción de dirigir, observaba la locuacidad más que habitual de su compañera al hablar con el empleado de Fornino. Sus labios se arriscaron como diciéndose una vez más que Lourdes había sido una tonta en otro tiempo.

Al salir de la casa, Mario y Estela soltaron un suspiro contenido. En el brazo de Estela, la densidad dura del brazo de Mario, tan conocida y esperada, separó de su mente todo recelo. Y ese domingo en la tarde, caminando con ese brazo bajo el suyo por el sol de las calles, tuvo orgullo de ser vista junto a Mario por todos los transeúntes.

Resultó difícil arrancar a Estela de frente a las jaulas de monos, leones y papagayos, porque la muchacha parecía no conservar a su compañero en la memoria más que para dirigirle maravilladas preguntas. Sólo cuando él le ofrecía el cartucho de maní para que colocara uno, temerosamente al principio, en la trompa de un elefante o en la mano de un simio, los dedos de Estela tocaban los de Mario a través del papel, y entonces sus ojos se rozaban un instante. A medida que transcurrió la tarde y los cucuruchos de maní se agotaron uno tras otro, la mirada de Estela fue apoyándose más y más en la de Mario, hasta que el entusiasmo de sus preguntas amainó. Más tarde, cansados ya, él tomó la mano de su compañera, que saltando arroyos y matorrales se dejó conducir a una ladera apartada.

En el momento en que la hizo tenderse a su lado en la hierba, al resguardo de unos pinos nuevos, el temor de la certeza borró todos los tigres y papagayos de la memoria de Estela, secó todas las preguntas en sus labios. Tembló un poco porque, a pesar de que ahora sólo iba a ocurrir lo que no sucedió con el Cara de Pescado, porque en esos años ambos eran chicos, en ninguna parte de sí logró encontrar la seguridad de aquellas circunstancias.

Sin embargo, al medir cada una de las jugadas torpes con que Mario se le iba aproximando y comprobar que, de alguna manera, parecía haber más temor en él que en ella misma, todo recelo se desvaneció. ¡A pesar de ser tanto más grande que el Cara de Pescado, Mario era tanto más infantil! Con esto el amor de Estela quedó ofrecido simplemente, abrazando a Mario más y más, para hacerlo compartir con la mayor proximidad de sus calores siquiera algo de esa confianza hallada en la certeza de que tanto él como ella se iniciaban en ese momento. Y cuando, en el colmo de la impericia, la confusión de Mario lo hizo susurrarle en el oído «ayúdame…, no sé», Estela se olvidó de todo, de las piedras que atormentaban su espalda, de la hebilla del cinturón del muchacho, que la hería. Con los ojos muy abiertos y fijos en el poniente luminoso entrevisto más allá de los pinos, pronto oscurecido por el desgarro de su dolor entusiasmado, Estela se entregó con alegría y confianza.

Tendida junto a Mario, lo recordaba entero.

Con los ojos cerrados, Estela sentía la vista de Mario recorriéndole el perfil tibio aún de besos, el pecho palpitante, las axilas humedecidas que, al cruzar sus brazos detrás de la nuca, descubrió a la última claridad de la tarde. Aquella primera vez en el cine, la mirada de Mario la había dejado sola; pero en adelante siempre buscaría la suya para mirar juntos.

Estela abrió los ojos. Sonrió a su amante, que ruborizándose ocultó el rostro ardiente en el hombro de la muchacha, él con los ojos cerrados ahora, ella observándolo. Miró cómo surgía el cuello potente desde derechísimas clavículas bajo la camisa blanca abierta, y cómo, mágicamente, éstas se transformaban en los tiernos brazos que la tenían rodeada. Miró sus cabellos. Sus dedos se agitaron con el recuerdo del ardor que conocían bajo esa maraña, junto al cráneo.

Estela tomó una brizna y le hizo cosquillas junto a la nariz. Mario se esforzó por contener la risa, pero pronto lanzó un bufido y una carcajada. Y el resto de luz de la tarde maduró al invadir sus pupilas enamoradas. Se abrazaron nuevamente.

—Oye, mira, te rajaste la camisa… —murmuró ella.

—Chitas, y era la única más o menos de parada que tenía…

—Yo tengo hilo y aguja aquí en el bolsillo. Sácatela.

—Chisss, me voy a helar. ¿Creís que tengo cuero de chancho?

—Sácatela… —repitió Estela, enhebrando.

Se la sacó.

Con el cuerpo algo encogido y los brazos cruzados sobre el pecho, el muchacho se defendió del frío que se insinuaba en el aire del atardecer. Ella, mientras tanto, cosía sentada muy derecha en la tierra. Embebida en el remiendo de la camisa de Mario, sus dedos cosían con la misma entereza orgullosa con que Margarita, su cuñada, parchaba la ropa de su hombre, rajada en el trabajo o en una pendencia. No pensó más que en hacer el remiendo lo más perfecto posible, porque en algún rincón oscuro de su mente se había establecido la conciencia de que aquí, en este momento, comenzaba su vida.

Mario no estaba tranquilo. Contestó sí, pero no tranquilo. El júbilo de su primer triunfo lo llenó de seguridad fanfarrona durante unos minutos, el conquistador en potencia había realizado su jornada inicial con éxito, y se felicitaba por ello. Visualizó gozoso innumerables mujeres futuras que poseería, infinitas charlas en el Cóndor acerca de sus méritos y de sus defectos, todo con una seguridad que reduciría al Picaflor Chico a la insignificancia. ¡Qué fundamentada sería la envidia de Cádiz al oírlo dar pruebas de no ser uno de esos idiotas que se trabajan minas que no corren! ¡El suyo era un ojo experimentado para saber con quién valía la pena meterse! ¡Con qué tranquilidad afirmaría entre cerveza y cerveza que todas las mujeres son iguales!

Era chica y huasa, y se le había entregado. En otras mujeres había sentido el peligroso deseo de envolverlo, seducirlo, vencerlo, pero no de entregarse. Estela se había entregado. Por eso todo fue tan perfecto.

«—Ayúdame, no sé…».

Súbitamente, sus propias palabras dichas en un momento de ardor confuso regresaron a su memoria para derribar el orgullo. Miró a esa mujer que cosía satisfecha, como para destruirla con su resentimiento por conocerlo tan débil y desnudo. ¡Por culpa de esas malditas palabras que lo amarraban, ya no sería posible comentar nada con sus amigos! No, no iba a decir ni una sola palabra, aunque se rieran de él cuando contestara a las preguntas con evasivas. En realidad, lo mejor era no volver al Cóndor. ¡Por culpa de Estela se veía reducido a la suerte de los enamorados! Una marea de odio hacia ella lo dejó estupefacto. ¡No, él no había caído en el garlito! ¿Enamorarse? ¡Eso era para los imbéciles que no conocían a las mujeres! Ahora él las conocía bien. Ésta no era más que una entre las muchas mujeres que iba a seducir, todas iguales. ¿Acaso no siguió cada uno de los pasos de la tan conocida técnica de la seducción, y ella cayó igual que todas? Sí, todas iguales, lo demás era cosa de imbéciles…

—¡Ay! ¡Me clavé! —exclamó Estela, chupándose el dedo.

Fue como si un aguijonazo hubiera traspasado la carne viva de Mario. La miró sobresaltado. ¡Era linda! ¡Era tan linda! La conciencia de la belleza de Estela, sentada en la tierra cosiendo, abatió como una ola todas las dudas de Mario. ¡Era linda! Las otras mujeres corrían, eran güenas, pero Estela era distinta, porque era linda. El calor de esa mejilla tersa y oscura volvió a la mejilla de Mario, el recuerdo de la dimensión y el peso del talle regresó a sus brazos desnudos, entibiándolos. En un último esfuerzo por escamotear la emoción intentó pensar en otros talles, en mejillas aún más suaves… pero era imposible, porque Estela era única, toda la imaginación del muchacho se hallaba entornada hacia ella, y ella la ocupaba entera.

Dentro de pocos minutos iban a separarse. Él volvería a su casa para escuchar los eternos lamentos de la Dora, mientras Estela regresaba a ese caserón helado. Se acostaría a dormir sola, cerca del lecho de una vieja loca, a muchos kilómetros de distancia. ¿Cómo era Estela durmiendo?

—Oye. ¿Tú roncai de noche?

—No… —repuso ella, sin levantar la vista.

Mario se la imaginó dormida. Y a sí mismo dormido junto a ella, en la cama comprada a plazos para los dos. Y pensó en un aparador lleno de vasitos azules y de loza y de banderines. Solos, lejos de René y de la Dora, lejos de Lourdes y de la señora loca. Cuando él saliera a trabajar en la mañana, ella se quedaría cosiendo en la casa y preparando la comida. Y cuando no regresara muy cansado, en la noche irían al cine, no a galería sino a platea alta, ahora que era empleado particular en el Emporio. ¡Estela y todo lo que contuviera esa pieza serían suyos, propios, como el reloj dorado que brillaba en su muñeca!

—Ya, ya está. Mira que quedó bien…

Se pusieron de pie. Estela sostuvo la camisa para que Mario metiera los brazos en las mangas. Pero cuando los estaba metiendo una desesperación, un frenesí incontenible acometió a Estela. Abrazó violentamente a Mario por la cintura, apoyando la cara contra la espalda. Él se volvió hacia ella, serio, con los faldones blancos de la camisa volando en la brisa. Se abrazaron y, sin saber cómo, rodaron felices otra vez por la hierba.