—No, no puedo ir… —dijo Mario.
Estaba tomando cerveza con varios amigos, sentado a una mesa cerca de la puerta que se abría y cerraba, en el local del Club Deportivo El Cóndor de Chile. Se veían pocas personas en el bar, porque gran parte de los socios y sus familias fueron a instalarse temprano en el sitio eriazo del barrio alto donde esa mañana el Cóndor iba a jugar un partido de fútbol contra el Manuel Rodríguez. La noche anterior fue angustiosa: nubarrones pesados presagiaron lluvia. Los socios miraban desesperanzadamente el cielo, porque sabían que ni Salvador Norambuena, ni Muñoz, las dos estrellas del equipo, se desempeñaban bien en cancha mojada. Pero la mañana brindó la sorpresa de un aire fino y azul, propicio de banderines y regocijo, de manera que hasta los más recalcitrantes se tentaron de preparar meriendas y encaramarse en los atestados autobuses para asistir al encuentro.
Mario se negó a ir. Hacía un buen rato que sus amigos trataban inútilmente de convencerlo. Iba a ver a Estela esa mañana. Y eso no lo podía confesar, porque entonces sus amigos iban a creer lo peor de él, agobiándolo con bromas y preguntas. En otro caso no le hubiera importado decirlo todo, ya que entre ellos era habitual ventilar hasta los detalles más insignificantes de sus conquistas amorosas. Pero Mario deseaba guardar el secreto de la existencia de Estela, no sabía por qué. Simplemente no tenía ganas de contar nada. Por eso su inexplícito y permanente:
—No, si no puedo, hombre…
Todos se hallaban preparados para el gran día. Brillaban los negros jopos engominados, coronando las cabezas de los muchachos, mientras que, por detrás, el casco de pelo liso remataba en una línea recién rapada en la nuca. Igualmente relucientes y negros, los zapatos, sucios durante la semana, centelleaban ahora con la luz filtrada hasta debajo de la mesa a través de la empalizada de pantalones, muy aplanchados para la ocasión. El Cóndor quedaba a cuatro puertas de la casa donde Mario vivía, en una callejuela de casas bajas con regueros llenos de desperdicios como única separación entre acera y calzada. Los amigos se reunían allí para tomar cerveza y jugar al billar, y en busca de las últimas noticias sobre los acontecimientos sentimentales y deportivos.
—Ya te dije que no podía…
—Bueno, ya está, te corriste. No sé qué te está pasando que te estai poniendo tan poco hombre, ya no venís nunca al Cóndor… —dijo Troncoso, el Picaflor Chico, con la autoridad conferida por su prestigio de trabajar en un taller de reparaciones de automóviles patrocinante de uno de los más populares programas radiales.
Siguieron instando a Mario a que los acompañara. Cádiz, que desde su humanidad reducida y sin color secundaba cualquiera opinión de Troncoso, le reprochó haber perdido todo interés en las actividades del Cóndor. Otra voz lo acusó de no querer juntarse con ellos desde que lo ascendieron a empleado de mostrador en el Emporio. Esto hirió en lo vivo a Mario. Viendo que ya no le quedaba más remedio que defenderse con argumentos más sustanciosos, murmuró entre dientes:
—Es que me estoy trabajando a una mina…
Todos se burlaron de él, ya que no asistir a un partido del Cóndor por esa razón significaba, en realidad, ser muy poco hombre; significaba, ni más ni menos, estar enamorado.
—¡Puchas que hay que ser huevón! —exclamó el Picaflor Chico. Según decía, una clienta dueña de un Oldsmobile último modelo estaba enamorada de él, y a veces iban juntos a un camino solitario y oscuro de las afueras… y después dejaba que él manejara el Oldsmobile—. ¿Para qué te la trabajai tanto? ¿Que no sabís que las minas andan botadas?
—¿Y es buena siquiera? —preguntó Cádiz.
—Bah, claro. ¿Creís que ando perdiendo el tiempo?
—No vaya a ser la mina que andaba contigo el otro día por allá cerca de tu pega. ¡Si es una cabrita no más! Guarda, mira que ésas pescan fuerte…
Mario se calló, mordiéndose los labios. ¡Ya le llegaría a él su turno para reírse de Troncoso, que se creía tan invulnerable y tan macho con su bigotito negro y su amiga del Oldsmobile! En el momento en que se llevaba el vaso de cerveza a los labios, Troncoso le dio un codazo, diciéndole:
—A que ni siquiera la hai besado…
—¿Que no veis, huevón, que estoy tomando? ¿Para qué me botai la malta?
El odio contra el Picaflor Chico se irguió dentro de los ojos de Mario. ¿Por qué iba a estar dándole razones?
—¡Hay que ver que estai aniñado! —exclamó el Picaflor Chico—. No lo pueden ni tocar al lindo ahora que lo hicieron empleado particular en el Emporio. ¡Mírenlo no más!
¡Eso, si querían, podían creerlo! Pero no iba a dejar que creyeran que lo tenían pescado. Porque no era verdad…
—Bah, claro que la besé…
Era cierto. La noche anterior, cuando Estela salió a juntarse con él una vez que toda la casa estuvo dormida, la había besado. Hacía frío en la calle, y Estela se acercó tanto a él junto al árbol de la esquina, que no tuvo más remedio que besarla. El desenfado habitual de Mario en lances de este tipo desapareció. Tenía diecinueve años pero, pese a sus aventuras y fanfarronadas, jamás había ido muy lejos en sus relaciones físicas con una mujer. En el frío de la calle, con los labios de Estela, calientes, entre los suyos, supo que esta vez iba a suceder algo más que simples besos y caricias, iba a suceder más porque Estela era chiquita y huasa. Por eso, quizás, él sentía una vergüenza que jamás tuvo frente a mujeres más corridas, nada más que porque a Estela no le tenía miedo. La sostuvo largo rato en sus brazos, muda, un envoltorio de tibieza apoyado contra su cuerpo. Como la noche era helada y húmeda, se despidieron temprano.
Mario agregó:
—¿Creís que ando perdiendo el tiempo con minas que no corren?
Todos rieron, porque el Picaflor Grande era un conquistador connotado. El equilibrio quedó restablecido.
Eran todos amigos, amigos que se concedían el derecho de inmiscuirse unos en los asuntos sentimentales de los otros como lo más natural del mundo, derecho que duraba hasta que uno de esos asuntos se transformaba en algo serio y entonces… entonces había uno que siempre estaba quisquilloso y callado. Era señal de pololeo. Se ponía muy formal en el trabajo, a veces hasta estudiaba mecánica en la noche y, en la última y peor de las situaciones, se casaba. Entonces, era uno menos que frecuentaba el Cóndor; uno menos con quien hablar de mujeres reales o imaginarias; uno menos con quien tomar cerveza y jugar al billar; uno menos con quien sentirse joven, alegre, macho, muy macho y muy despreocupado. Uno menos. Hasta que el matrimonio lograba opacar el amor con el apremio por comprar zapatos y remedios para los chiquillos. Entonces, volvía al club para quejarse, para hablar una vez más acerca de mujeres y de fútbol y de la última borrachera en que él no tomó parte. Todo, ahora, con un tono muy diferente.
—Catea para allá —dijo Cádiz a Mario.
Era René que había entrado a comprar cigarrillos. Se los pidió al encargado, que estaba colgando una guirnalda de papeles de color en el techo porque el triunfo del Cóndor era seguro.
—Espera, ya voy —rogó el encargado.
—¿Que te pagan para que te quedís dormido? Apúrate. ¿Creís que tengo todo el día? —respondió René.
Mario se dio vuelta bruscamente al oír esa voz. René, apoyado en el mesón, se miraba el gran anillo de metal blanco que adornaba sus manos de dedos romos y velludos, de uñas ovaladas pero sucias. El estrecho traje azul era brillante y muy desflocado en las costuras, aunque quizás cerrando los ojos un poco fuera posible no ver eso, no percibir la película de pobreza y añejez que cubría su figura rechoncha, llevada con tanto garbo. Mario no entrecerró los ojos; al contrario, los abrió sobresaltado, como alerta a la posible mano de un policía que de pronto pesara sobre los hombros inocentes; la presencia de René lo desquiciaba al hacerlo sentirse próximo a algo tan oscuro y peligroso como esas leyendas urdidas en torno a él. La ira de los ojos de su hermano, uno negro y el otro pardusco, cayó sobre Mario:
—Ven… —llamó al muchacho.
—¿Qué querís? —preguntó él sin moverse de su sitio.
—Ven…
—¿Que no veis que estoy tomando cerveza con los cabros?
—Ven, te digo, cabro de mierda…
Mario se acercó. Nadie hubiera dicho que eran hermanos. Nada tenía el mayor de las facciones despejadas del menor, nada de la proporción de sus miembros ni de la amplitud de sus gestos. Parecía que la triste inutilidad de las cosas en desuso prolongado que se acumulan bajo el polvo de las tiendas de compraventa, se hubiera acumulado, desautorizándola, sobre la gallardía a que aspiraba su silueta de piernas cortas y de cuello embotellado. En su rostro cetrino la boca era chata y gruesa, delineada por el recorte preciso del fino bigote que seguía sus sinuosidades.
—Toma esta platita, guárdamela… —dijo entregando unos billetes a Mario.
—¿Y para qué querís que te la guarde? —preguntó Mario.
Al tocar el fajo de billetes dentro de su bolsillo, le pareció más bien voluminoso. Como una sombra cayó sobre él el pensamiento de la leyenda arrastrada por su hermano, y, temeroso, miró hacia la puerta y hacia la mesa por si alguien hubiera visto algo.
—Guárdamela no más hasta la noche, y callado. ¿No ves que la Dora me la pilló esta mañana, y chilló porque dijo que nunca la sacaba a ni una parte, y que ahora que andaba con plata la tenía que llevar no más al partido? ¡Puchas la jetona jodida! Alegó hasta que quedó ronca, dijo que yo la trataba mal, que ella era la tonta que se sacrificaba y que nunca salía. Yo soy el que tiene la culpa de todo lo que le pasa, dice. ¡Qué sé yo qué le pasará! Sabís cómo es.
—¿Y por qué no la convidaste no más, para que se quedara callada?
—Si me obligó a que la convidara, la desgraciada, me obligó. ¿Creís que me gusta que la gente se ría de mí? ¿Que no la hai visto cómo anda de vieja tirilluda? Cómo no que me va a gustar que la gente me vea por ahí con la preciosura, tú sabís que yo soy muy conocido y después uno toma mala fama. La voy a llevar a dar una vuelta en trolley por el barrio alto no más, pero la tonta le da con que quiere que la lleve al partido. Y por eso quiero que me guardís la plata, porque si no, va a querer que la lleve a almorzar por ahí y después capaz que se le antoje que la lleve al teatro. ¡Cómo no que voy a andar luciéndome con la huevona y gastando plata en ella!
—¿La vai a ir a buscar a la casa?
—No, si me siguió. Allá afuera anda vigilándome, para que no me vaya a arrancar por la puerta de atrás…
Aguardando a René frente a la puerta del club, la Dora comprobó que, contrario a lo que había temido, su vestido de algodón y su chaleco, demasiado delgados ya debido a tantos inviernos y veranos de uso, eran abrigo suficiente esa mañana, porque el sol caía dorando suavemente la calle casi desierta. Antes de salir se había pasado una peineta por sus cabellos lacios, que luego fijó con dos pinches detrás de las orejas. Además, entonando una cancioncilla, había adornado su escote con un broche de abalorio al que faltaban dos cuentas.
—¡Cállate, mierda! —le había gritado René desde el cuarto vecino.
No tenía importancia, hoy no tenía la menor importancia un grito así, había reflexionado la Dora, satisfecha porque no resultó tan difícil, como creyó en un principio, convencer a René de que la llevara a pasear; era indudable que a pesar de todo todavía la quería. Y concluyó de arreglarse cantando más bajito.
Como René tardaba más de la cuenta en salir del club, la mujer comenzó a pasearse nerviosamente por la cuadra, porque sabía que su hombre era capaz de cualquier cobardía, de cualquier bajeza. Un niño, sin duda de otro barrio, porque la Dora no pudo reconocerlo, lanzó una bolita de cristal contra un adoquín suelto, y viéndola rebotar en dirección imprevista corrió gozoso tras ella. Luego se sentó cerca de la puerta del club, como si aguardara.
Cuando René salió, el niño le dijo que su padre necesitaba hablar urgentemente con él. Una sombra brusca cayó sobre las facciones de René, y partió con el niño, diciéndole a la Dora que aguardara en la plazoleta cercana, que regresaría dentro de diez minutos. Ella tentó seguirlo, porque temió que huyera y la dejara sin paseo. Con un arrebato encendido en sus ojos distintos, René exclamó:
—Te vai a la mierda entonces, si no querís esperar…
Partió.
Llorosa y enfurecida, la Dora lo aguardó sin esperanzas, aunque hacía tanto, tanto tiempo desde la última vez que pudo salir de paseo, que le era difícil resignarse. Esperó una hora y media sentada en un banco de la plazoleta desierta, impaciente y con hambre. ¿Qué diría la vecina que acordó encargarse de los chiquillos si la sorprendiera regresando con la cola entre las piernas a esta hora? Y además no iba a dejar de presenciar ese encuentro del Cóndor que todos en el barrio comentarían por largo tiempo.
Al ver regresar a René, la Dora se lanzó indignada sobre él, vociferando que no creyera que por haberse retrasado se iba a librar de llevarla al partido de fútbol. Ella quería, sí, necesitaba que sus amigas los vieran juntos siquiera una vez.
Lo curioso era que René estaba suavizado ahora, y sonriente. ¿No prefería —preguntó— ir a otra parte, a almorzar en el centro, o quizás al cine? La Dora, sulfurada al creer que no quería exhibirse con ella ante sus conocidos, insistió a voces en ir al fútbol, aunque a esta hora seguramente el partido estaba por terminar.
Aguardaron el autobús en una esquina. Después de mucho grito y mucho llanto la Dora fue calmándose, mientras René, con una sonrisa cobijada debajo de sus bigotes, en sus labios espesos, fruncía los ojos ante la resolana. Esos ojos dispares contemplaban un mundo privado —distinto y mejor—, porque nunca pudo imaginarse que por fin la buena suerte llegara a tocarlo tan sencillamente como hacía unos instantes. Si resultaba el negocio recién propuesto por el padre del niño, su vida iba a arreglarse, por lo menos durante un tiempo. Partir a Valparaíso esa tarde misma, permaneciendo en el puerto dos o quizás tres semanas, significaba regresar con las faltriqueras repletas. Claro, no rico exactamente, pero en fin, por lo menos con lo suficiente para darse unos meses de vida decente. Y era un negocio al que la policía casi, casi no tenía acceso.
¿Y si el negocio fuera tan bueno que le diera dinero como para irse, irse al norte o a cualquier parte, para huir de todo esto para siempre e instalar un pequeño bar, por ejemplo?
El olor de la ropa demasiado lavada de la Dora junto a él, en el asiento del autobús, mató instantáneamente el escalofrío de emoción producido por este deseo ardiente y ahogador. No, no era posible. No se atrevería a abandonar a la Dora y a los chiquillos, jamás en todos estos años se había atrevido, a pesar de que la idea poblaba todos sus planes. La Dora le daba asco, sí, no la podía soportar, y los chiquillos no eran más que un estorbo, pero René se sabía demasiado cobarde para afrontar la culpabilidad que al abandonarlos lo perseguiría. ¡Si sólo pudiera odiar a la Dora! Sólo podía sentir repugnancia y eso no era suficiente como para impulsarlo a hacerle daño, partiendo sin una palabra ni un adiós. Para poder irse era necesario que el negocio fuera excepcional, que le proporcionara suficiente dinero como para mandarle algo a la Dora cada mes. Y ese tipo de negocios no caía en manos como las suyas. No caía, a no ser que consintiera en algo que muchas veces, llevado por la desesperación de saberse sin coraje para abandonar a su familia así, tal cual, sin importarle nada, casi llegó a emprender. Pero otros temores lo hacían pasar de largo.
No era que René hubiera hecho jamás nada exactamente criminal. A menudo echaba mano de pequeños fraudes y mentiras, pero nunca más que eso; no era honrado, pero tampoco era criminal. Sin embargo, en su angustia por empinarse por sobre su suerte miserable, le era habitual tratar con ladrones y pillos de toda especie, con gestores y contrabandistas de poca monta, y con todos esos seres que eran los proveedores habituales de las tiendas de compraventa con las que René comerciaba. De ahí su fama de ladrón en el barrio, porque, manteniéndose en un equilibrio precario en el límite justo, compartía con el mundo de los malhechores la sospecha y el sobresalto. Sus fraudes insignificantes le daban unos pocos pesos que se le iban en mantener a su familia, y en una que otra copa convidada a un compinche con el fin de hacerse querer y respetar. Y, de tarde en tarde, en una que otra mujer de condición abyecta. Sin embargo, viviendo en un medio en que el robo era habitual, no ignoraba que si él nunca había robado era solamente porque jamás llegó a caer en sus manos una ocasión en que el botín fuera tan extraordinario como para decidirlo a desafiar la justicia. Sólo la expectativa de algo que lo liberara de una vez y para siempre de su mujer, de su familia y de su conciencia, lo haría olvidar ese temor… y, aguardando, no dejaba de temer la ocasión que lo hiciera perderlo.
Bueno. Eran ilusiones demasiado hermosas para ser efectivas. A su vuelta de Valparaíso, por lo menos iba a tener suficiente dinero como para hacerle poner los dientes a la Dora y así quedar tranquilo.
«¿Que te parece poco lo que gasté en colocarte los dientes?», le diría en caso de que lo hostilizara con lamentos. «Sabís que no somos ni pasados por el civil, así es que por ley no tengo que darte ni una chaucha».
Entonces la Dora se vería obligada a callarse y a atenderlo como a un rey cuando llegara a su casa, porque, claro, a su casa llegaría sólo de cuando en cuando.
«Voy a buscarme una cabrita, —reflexionaba René—, una cabrita buena de veras, joven y alegre, para que me dé gusto lucirme con ella. Una chiquilla buena, del centro, no estas porquerías de los barrios…».
Si le decía a la Dora que el negocio significaba ausentarse esa tarde misma por varias semanas, le iba a exigir dinero, y René no tenía más que los cinco mil pesos en billetes de cien que le entregó a Mario. Y si se iba sin decirle nada, la muy tonta era capaz de ir al cuartel para que la policía lo buscara.
Su plan era otro. Era pasar el día con la Dora para emborracharle la perdiz, algo de lo que a menudo ella lo acusaba. ¡Bueno! ¡Que los vieran juntos! ¡Que los creyeran enamorados! Era un sacrificio que hoy valía la pena, porque así la Dora conservaría tan buen recuerdo de él, que no acudiría a la fuerza pública para vengarse por el abandono, sino que era capaz de pasar las privaciones más extremas, alimentando una esperanza con el recuerdo de esa tarde, con la memoria de una ternura mínima. Sin decirle una palabra, él partiría al puerto esa noche misma.
Para reforzar la lealtad de la Dora decidió contarle por lo menos que tenía un buen negocio entre manos. Escuchándolo, en el asiento del trolley, la Dora pasó su brazo por debajo del de René. Se le acercó más aun cuando el hombre terminó diciendo:
—Y te voy a hacer colocar los dientes.
El resto del trayecto fue feliz. Comentando a una mujer que le pareció bien vestida, la Dora dijo que cuando ella tuviera todos sus dientes, y si pudiera vestirse así, y si engordaba unos cuantos kilos, se vería mucho mejor que ella. Admiró varias mansiones rodeadas de jardines. René respondía con monosílabos. A la luz plena de esa hora, su ojo pardo se aclaró hasta el amarillo, mientras que el negro rechazaba la luz reflejándola como una cuenta de azabache. Esos ojos contemplaban un mundo mejor, más abundante que el mundo de la Dora.
Las construcciones del barrio alto comenzaron a ralear. El trolley entró por una anchísima avenida pavimentada, con faroles, árboles jóvenes, calles con nombres de flores y de políticos desconocidos. Casas en construcción o terminadas había pocas, sólo algunas paredes divisorias, y en un predio baldío unos geranios raquíticos miraban el sol desde su bacinica abollada en el techo de una choza, donde se secaban las guías de una alcayota.
Bajaron al final del recorrido del trolley. René compró dos manzanas en un quiosco, se sacó la chaqueta de su traje azul y se la entregó a la Dora. Llevaba el suéter verde metido en los pantalones, bajo los suspensores. La Dora se puso la chaqueta de René sobre los hombros. Él no la miró; si la miraba sentiría impulsos de abandonarla allí mismo, inmediatamente. Se soltó la corbata grasienta y el cuello deshilachado.
Quedaba muy poca gente en el sitio elegido por los equipos para jugar su partido de fútbol. Por los rostros de las últimas personas que se retiraban, la pareja no dudó de que el Cóndor era el vencedor. Quedaban sólo los restos de la merienda en el pasto, papeles y cáscaras de frutas y cajetillas vacías. Dos muchachos, despojándose de sus camisetas escarlatas, se estaban poniendo sus trajes domingueros. René se acercó para preguntar de quién había sido la victoria.
—Del Cóndor… —repuso uno, desalentado—, seis a uno…
Continuaron vistiéndose en silencio. Luego se alejaron lentamente, balanceando sus bolsas de ropa terciadas a la espalda.
El descenso del sol en el cielo despejado se iniciaría pronto. El calor menguaba por segundos, pero la luz se mantenía clara y dorada. Hacia el poniente, pasado el charco de la ciudad, los cerros ocultaban sus detalles y volúmenes, fijando contra el cielo perfiles azules como de cartón recortado. Nadie circulaba por el laberinto de pavimentos, junto a los cuales ni los fantasmas de las casas por construir se habían avecindado aún. En torno a la cancha, las teatinas secas, los hinojos y las cicutas formaban una especie de jardín alto y áspero, donde un mal rocín pastaba atado a una estaca. Hacia el oriente, el aire lleno de transparencia barría hasta más allá de un barrio distante, y entonces remontaba los faldeos hasta la solidez agudamente mellada de la cordillera.
Los compases de una canción, tocada en una radio lejana, atravesaban con nitidez sorpresiva la finura de la atmósfera. La Dora coreó:
«¡… ay!, mi corazón te llamaaaa
taaaaan… desesperadameeeeente…».
René se soltó los suspensores y se sentó sobre la hierba para pelar una manzana. Después de comérsela, eructó, y dejándose caer boca arriba sobre su chaqueta se adormeció a medias, sonriente, con las manos velludas cruzadas sobre su vientre relleno.
Entretanto, cerca de él, como si lo rondara, la Dora recogía hierbas olorosas, toronjil para cebar el mate, hierbabuena, porque era delicioso aspirar su aroma en el hueco caliente de la mano. Al inclinarse con las rodillas tiesas para recoger una tapa corona, su falda angosta se subió más arriba de sus corvas, más arriba de donde tenía enrolladas las medias. Semidormido, René divisó el trozo de piel así descubierto. Para desechar esa intrusión en las bellas imágenes que su somnolencia evocaba, se tendió boca abajo y se quedó dormido inmediatamente.
Pero no durmió mucho. La Dora acudió a tenderse a su lado y, al arrimársele, lo despertó. René se mantuvo quieto, quieto y boca abajo y con los ojos cerrados, como un animal que finge estar muerto al percibir la cercanía del peligro. Mezclado al olor del pasto volvió a sentir el característico olor de su mujer: ese olor a ropa que de tan vieja era imposible dejar limpia, pese a los frecuentes lavados; olor a humo de parafina en sus cabellos. Se aproximó tanto a él, que René sintió el hueso flaco de su cadera.
—René, mi hijito… —susurró Dora en su oído.
Él se agitó un poco, balbuceando palabras entrecortadas, como quien sueña. La Dora acarició el casco duro de la gomina seca de su cabeza. Los ojos de la mujer eran hondos y tibios en su rostro de cutis marchito, al que el sol benigno prestó un instante de frescura. Cuando vio que su hombre se movía, la Dora sacó una hilacha del cuello de su camisa entreabierta, y sin poder contenerse introdujo una mano bajo el cuello, tendiéndola sobre la espalda velluda de René.
—¿Que no veis que estoy durmiendo? ¿Para qué me jodís?
Los ojos de la Dora se nublaron, pero continuó acariciando la espalda de René.
No. René consideraba que por mucho que necesitara dejar un buen recuerdo, eso no podía hacerlo. No podía. A pesar de dormir en la misma cama, más de un año hacía que no tocaba a su mujer. ¿Para qué, si tenía mujeres buenas de veras? Casi siempre se las arreglaba para acostarse enojado. Otras veces llegaba tarde, de manera que después del pesado trabajo del día era difícil que la Dora se despertara. La última vez fue tal el asco que le produjo su mujer, no sólo su cuerpo envejecido y maloliente sino, más aún, esa pasión, esa sensualidad anhelante y frustrada, que permaneció muchos días sin ir a su casa. Al regresar, le dijo a la Dora que si volvía a insistir, él se iba para siempre…
Algunas hierbas cosquilleaban la papada de René, sus orejas, e introduciéndose en sus pantalones, sus tobillos. El calor, un insecto que bajo la camisa le recorría la cintura, los olores, disolvieron en él toda posibilidad de discriminación y de resistencia. Pasó un brazo sobre el cuerpo recostado de la Dora, dejándolo pesar sobre sus pechos escasos. Ella se animó bajo ese peso y con sus propias manos, haciendo un esfuerzo, volcó hacia sí el cuerpo inerte de René. Se apegó a la carne caliente de su hombre, apretándolo, murmurando una y otra vez:
—Mi hijito, mi hijito lindo…
La Dora tenía los ojos cerrados. Hierbas y amores secos coronaban sus cabellos. El deseo había coloreado su rostro, suavizándolo, embelleciéndolo, rostro en que el triunfo apareció violentamente al percibir que el cuerpo de René se animaba con su contacto. René rehusó mirar, rehusó pensar, dejándose hacer, dejándose arrastrar, nada más. La Dora le mordisqueaba el cuello y las orejas, pero, mudo, él le negó la boca que buscaba con ansia. Y se quedaron allí, haciendo el amor entre el pasto, y un pájaro sorprendido circuló largo rato en la última vigilancia perfectamente azul del aire, muy alto sobre la pareja yacente.